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mazz,04.04.2024
Febrero de un caluroso 2024
Heriberto sabía…

Como todas las mañanas, Heriberto montó su burrita rumbo al trabajo. La burra era admirada por todos al pasar. Heriberto orgulloso de ella erguía el pecho y casi no le importaba que sus largas piernas casi tocaran el suelo, le bastaba con flexionar un poco las rodillas.
Él sabía todas las mañas y podía reparar cada una de las partes de su burrita, con sus manos preparaba las herraduras, forjaba los clavos cuadrados, cosechaba el heno y desgastaba la soga del pozo extrayendo baldes y baldes de cristalinas aguas, pues siempre le dio lo mejor a quien lo transportaba, a su trabajo, cada día.
El problema lo tenía con su jefe, Juan Carlos. Era implacable, lo buscaba cada mañana en la oficina del Almacén de Ramos Generales para reclamarle algo nuevo. Buscaba por todos los medios doblegarlo y no podía.
Juan Carlos murió pasados los ochenta largos sin llegar a comprender que Heriberto era bruto, pero tenía en sus venas la peor combinación de sangres. Es qué a la típica mezcla argentina del Siglo XX, italianos y españoles, él le sumaba sangre originaria. Nunca llegó a saber de qué etnia, pero sentía que sí, que lo que bombeaba su corazón era sangre nativa, lo sabía por cómo hervía ante cada injusticia cometida por Juan Carlos.
Un día el problema era que los ratones habían roído la bolsa con la avena, otro que esa gata piojosa que Heriberto tenía en un rincón de su oficina de madera, había meado en la de Juan Carlos. Esa puta gata le meaba cada día, cinco minutos antes de que llegara, la misma pata de la silla… Ni que supiera.
En el pueblo, todo el mundo vivía sabiendo que Heriberto se vengaría, pero él jamás supo cómo lo haría. El saber le llegó un día, en la forma de una revelación: esa vieja lata de Gamexane, a medio oxidar…
Juan Carlos nunca había conseguido que le llevara el té a su oficina, también de madera, que hacía años no olía una mano de pintura. Eran tan grandes los cascarones que colgaban de las paredes, que el viejo los usaba para guardar las viejas boletas de las compras mayoristas.
Una mañana Heriberto lo sorprendió, parándose en la puerta de su oficina, con un té humeante, y la vieja cucharita de bronce semisumergida, esa que atesoraba junto a la lata oxidada.
m.f.l.





 



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