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mazz,04.04.2024
Martes 28 de febrero de 2023

El Orígen de todas las Cosas

Acaso la justificación de la existencia radique en la posibilidad, incierta es cierto, de alcanzar al menos una vez en la vida, la oportunidad de producir un hecho único, una creación, una idea… original.
Ante todo para demostrarse a uno mismo, el contraste contra las máquinas, la inteligencia artificial y la desinteligencia cuasi humana de las hordas que alimentan las máquinas de picar carne en las redes anti sociales.
Quizás lo que más rechazo me produzca, sea el regodeo en defender a la máquina. Como si esta, aun en el caso de poder serlo, fuera a tener piedad con los impíos.
Siempre me acorraló el miedo, de no poder superar el test. Demostrarle a otro, escritura mediante, intercambio digital, que no soy una máquina. Un desesperado pedido de auxilio…
Cada vez que debo rellenar el cuadradito junto al texto que reza: “No soy un Robot” me corre un escalofrío por la médula espinal.
En el colmo del desatino, muchos son los que aseguran, como si supieran, que todo hombre debe escribir un libro, plantar un árbol y tener un hijo. Tres formas de trascender que pueden realizarse sin que se te caiga una idea, a lo largo de la monótona subsistencia.
Ignoro el placer en negar esta posibilidad. Aun en el caso de que sea cierta, viviré intentándolo. Seguro que, ni siquiera mostrando lo producido, ese otro, lo aceptará. No importa. No es para él.

m.f.l.

Esas variaciones en el adn que se producen cada tanto y son la esencia de la evolución, tienen un paralelo con el acto creativo en el ser humano. Algunas veces, cada tanto y sin que pueda ser predicho por algoritmo alguno, un ser humano brilla, por un microsegundo y produce un hecho original.
Para que ese acontecimiento perviva, es necesario que, antes de que se extinga el brillo, se pose en terreno fértil que le permita dar a luz. Si esto no se diera, nada quedará de él y no habrá más opción que esperar algunos miles de minutos hasta que otro brillo se produzca, en otro lugar, en otras condiciones, que quizás esta vez sí, germinen.





28/2/23
Eleuterio

Amaneció nublada esa fría mañana del otoño pueblerino, el húmedo aire que bajaba de las sierras no alcanzaba a desplazar ese plafón bajo que griseaba el pueblo.
El viejo se levantó como cada amanecer para salir a la calle con su viejo arrugado abrigo y tan solo unos mates encima. El lento andar delataba su edad. Se lo veía alejarse, de espaldas.
Todo el vecindario sabía del maleficio. Nunca podría quitar el velo que avejentaba sus ojos y le impedía ver con claridad.
Nadie recordaba como habían empezado las cosas y sin embargo Eleuterio ascendía cada mañana la senda sierra arriba imaginando que sí, que ese día podría volver camino abajo con la vista esclarecida y observar de nuevo, como cuando niño, la postal del pueblo desde arriba.
Por las tardes el moscato, en la raída mesa del único bar, siempre la de la esquina al fondo, tampoco le dejaba ver con claridad, pero le hacía un poco más tolerables los dolores del alma y algún día, hasta le permitía escapar a una sonrisa, de sus labios, quebrados ya.
En los ascensos de cada mañana trataba de mirar con cuidado. Sabía que algún providencial reflejo, desde el sol que se elevaba a sus espaldas, podría hacer brillar la mica de las piedras que pateaba y encenderlo.
Solo los domingos y una vez en lo alto de la sierra, se permitía sacar del viejo saco, en el fondo de uno de sus bolsillos, una esquina de un anciano espejo roto, biselado. Solo era cuestión de apuntar con cuidado, para acertarle a la campana del descascarado templo abandonado. Gustaba creer que el tañido que arrancaría, abriría por fin, el cofre, cerrado en su interior.
Y así pasaron los años…
Algunos parroquianos trataban de hacer memoria. Hacía ya bastante que Eleuterio no pedía mas la copita de moscato y sin muescas, sonreía francamente al fin.

m.f.l.






Como siempre, y ya es costumbre, se escribe sin pensar y de un tirón, a ver qué sale…
Esto fue:

Kevin

Kevin caminaba sin apuro, cada mañana, rumbo a la escuela. Salía con tiempo, no le gustaba tener que apurarse. Puntualmente y a la tercer cuadra, no bien giraba la esquina, lo veía venir, lento a Eleutierio, por el medio de la calle, pateando piedritas, rumbo a las afueras del pueblo.
Cada día suponía algo distinto. Nunca supo a qué ascendía cada mañana, sierra arriba, el viejo del pueblo. Cuando salía al recreo, siempre relojeaba, hacia el oeste, a la cima de la sierra para ver si atrapaba alguno, de esos destellos, que muy de vez en cuando se veían desde la montaña. Instintivamente se llevaba ambas manitos a las sienes como si con aquel gesto, pudiera entender, de que se trataba, ese luminoso fenómeno.
Cada medio día volvía a su casa, no era mucho lo que había, pero su abuela se las ingeniaba, para tener algo caliente sobre ese plato rajado. Kevin lo engullía lo más rápido que podía, para salir corriendo, a la plaza del pueblo, frente a la iglesia abandonada, a jugar el partido con sus amigos.
Kevin atajaba, era bueno, nadie recuerda le hubieran metido un gol alguna vez. Esa tarde no supo bien que había ocurrido. Justo cuando la jugada de ataque lo alcanzaba, desde la campana de lo alto del templo, un resplandor lo encegueció. Fue un segundo, pero bastó para que le anotaran el tanto.
Volvió cabizbajo y ni siquiera notó, cuando se cruzó con Eleuterio que lo miraba, sonriente…

m.f.l.


Tal parece que la curación del viejo tuvo que ver con el viaje en sentido inverso al de la luz, desde el ojo del niño, al espejo del viejo.
Sus manos atraparon las vibraciones.
Ese día, fue que vio.
A Kevin le costó el invicto, a Eleuterio…
le devolvió la vista.

 



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