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Seiduna,06.04.2004
Cádiz.
31 de marzo de 2004

Querida Fido:

Hoy, al verte de nuevo, después de quince años curioseando tu recuerdo, he vuelto a experimentar el mismo desorden emocional que el día en que te conocí. Permíteme que te recuerde algo que no podrás evocar, porque, con toda probabilidad, seguramente lo desconozcas.

Fue para mí una época difícil, desbordada de objetivos sin alcanzar, de metas huidizas, de propósitos declinados; un período colmado de violentas dudas interiores acerca de mi posición en el pequeño mundo que me rodeaba. En esa etapa, en la que llegué a creer en la imposibilidad de satisfacer la necesidad de situar los derroteros de mi vida, apareciste tú. Te presentaste sin anuncio previo, sin saber que habías llegado, rodeada de un misterioso cabrilleo cuyos trémulos destellos penetraron mi conciencia, provocándome una sacudida a la vez lacerante y embriagadora. Desde esa mañana, en la que elegiste situarte frente a mí, a tan corta distancia que podía sentir el calor de tu sonrisa en la cara, supe que jamás habría mujer alguna a la que pudiera amar como terminé amándote a ti. Ese momento se convirtió en el punto de inflexión que marcó el inicio de mi salvación. Y de mi derrota.

Si pudiera atesorar las impresiones que me causaron tu visión estoy seguro de que sería el hombre más rico del mundo. Pero tengo que contentarme con los recuerdos, impresos en mi memoria, obtenidos a partir de largas y deliberadas miradas hacia el lugar en el que estabas, la mesa dónde, mañana tras mañana, a lo largo del mes más lento que he vivido, te sentaste a estudiar quién sabe qué, y a permitir que, sin que fueras consciente de ello, me maravillase con un paisaje cuya belleza no hacía sino crecer con las horas.

Al principio la única felicidad consistía en poder admirarte durante largos períodos, con la luz del verano acariciándote lentamente conforme avanzaba la mañana, dotándote de ricos matices allá donde tu pelo y tu piel conseguían escapar del vestido; observar como la melena caía sobre tus hombros derramándose como un frasco de miel; advertir como se curvaba tu pecho al compartir el mismo aire que antes había exhalado yo; descubrir el profundo verdor de tu mirada cuando levantabas la vista para descansar; perseguir el cadencioso movimiento de tu cuerpo cuando entonabas en susurros los pensamientos prestados de tus libros. De todas estas contemplaciones el recuerdo más indeleble que tengo es la caricatura de Fido Dido, el insolente personaje que habitaba en tu pecho, que tenía la fortuna de poder rozarte y la desgracia de ser incapaz de sentirte. Por ser el único detalle reiterado durante días casi alternos decidí bautizarte con su nombre: Fido; se convirtió en tu alias, en el sucedáneo de una familiaridad jamás alcanzada contigo.

Los primeros días, cuando te marchabas, al cerrar la biblioteca, me prometía que a la mañana siguiente me acercaría y te preguntaría tu verdadero nombre, y charlaríamos acerca de nuestras ocupaciones, nuestros gustos, nuestras familias, nuestras vidas. Volvía a casa extático, gozando por anticipado del placer de tu conversación, de tu mirada posada en mí. Las tardes se convirtieron en una continua ensoñación basculante alrededor de aquel presente, y de cómo íbamos a moldear nuestro futuro juntos. Por las noches, con gran esfuerzo, conseguía dormir a ratos, y cuando asomaba el sol a través de la ventana, cansado, exhausto, tu recuerdo me imponía una inusitada energía, alimentada por el premio de volver a verte de nuevo.

El paso de los días consiguió forjar en mi espíritu una suerte de valentía desconocida, un arrojo enfocado hacia el lugar, momento y forma en que conseguiría vencer mi exacerbada timidez para, finalmente, abordarte y estrechar los manidos vínculos que, ya en aquellos momentos, amenazaban con tornar mi pasión hacia tu figura en una descontrolada patología del sentimiento.

Me convertí en una sombra que se deslizaba lindante a la tuya, acompasando mis acciones y movimientos a tus andares, rumbos y circunstancias. Tomé autobuses con destinos y direcciones a ninguna parte conocida por mí, sino adonde tú deseabas que te acompañara en la distancia. Me senté, durante tardes enteras, a solas con los sonidos de mis vísceras, en las bancadas que rodeaban los inexpugnables muros de tu vivienda. Estos se alzaban incólumes ante la contemplación embobada de los ojos de un cobarde desgraciado, que había convertido su determinación en malsana devoción. Cuando las remisas sombras estivales relevaban los últimos reflejos anaranjados, me levantaba, entumecido, y deshacía a pie un camino que, a fuerza de recorrerlo, se transformó en el tardío vía crucis de la desesperanza.

Hasta que un día, a media mañana, como respuesta a mis calladas plegarias de aproximación, te acercaste a la mesa y me preguntaste sobre los horarios de la biblioteca en la última semana de Agosto. Te dije la verdad, no podía ocultártela: el edificio cerraba esas fechas por vacaciones del personal. Las comisuras de tus labios dibujaron una leve decepción: cuán interesada debías estar en alcanzar tu objetivo; cuánto empeño y dedicación ponías en obtener lo que jamás en mi vida pude adivinar. La biblioteca podía abrirse para ti, te dije. Al pronunciarlas, inmediatamente, no fui capaz de creer que tales palabras hubieran salido de este interior que me pertenece. Más bien parecía como si Fido, que me miraba desde el centro de tu palpitante pecho, me las hubiera susurrado, entregándome el auxilio que necesitaba para ejercitar una acción cuya simple rememoración consigue ponerme en la más taciturna de las situaciones. Ante la sorpresa que exhibiste, el envalentonamiento avanzó aún más, alegando en defensa de la aseveración vertida débiles excusas acerca de la disponibilidad de algunos empleados para casos de emergencia. Éste no lo era, me dijiste. No hacía falta, añadiste. No sé si el amarilleo de los recuerdos ha deslucido estas escasas frases de denegación de posibilidades, pero el cúmulo de interpretaciones que mi entorpecido entendimiento ha compuesto desde entonces, seguramente, ha confundido tus verdaderas intenciones, el significado de aquel arpegio de señales entonadas con tu voz, el cansado brillo de tus ojos, la melodía expresada por el movimiento de vuelta hacía tu puesto de ilustración obligada.

Y la última semana de agosto llegó, y tú te fuiste. Y no volviste nunca más. Durante meses visité, todas las tardes, aquellas piedras que circundaban tu refugio. Me apostaba en lugares diferentes, confundiéndome con el entorno, adquiriendo habilidades de camuflaje y disimulo que, lentamente, se convirtieron en un cómodo hábito. Llegué a, literalmente, acampar durante días enteros con sus noches en las inmediaciones del lugar, confundiéndome con los arbustos, con los vehículos aparcados, con un paisaje que me arropó en las sombras del frío, y me resguardó de las mañanas lluviosas.

Pensaba, meditaba acerca de las consecuencias de esta actitud. Tal ejercicio mental supuso un bálsamo para mis sentimientos, en los cuales ejerció poderes terapéuticos hasta el punto de que, una tarde, hipnotizado por el onirismo de las circunstancias, me levanté de mi postración y, tras acercarme a la puerta de entrada, toqué el timbre de la casa. Contestó una señora entrada en años. Qué quería, dijo. ¿Esta Fido?, le contesté. ¿Quién?, respondió ella. ¿Puede abrirme?, le rogué. Al cabo de un instante la puerta se entornó ligeramente y apareció ante mí una mujer que, por la edad, podía haber sido tu madre. La saludé, disculpándome por la molestia causada, y la interrogué acerca de ti. Descripciones físicas, hábitos durante el mes de agosto, horarios, fueron antecedentes que triunfaron en el intento de acercar la inmanencia de tu imagen, cincelada en mi memoria, con la certeza de tu esencia corpórea en la vida de esa casa. Eras una amiga de la hija de la dama que tenía delante, viniste en verano, estudiaste todo el mes de agosto, y te marchaste a tu ciudad: lejos, igual de lejos de mis posibilidades que cuando te tenía justo al lado.

No recuerdo el tiempo que tardé en olvidarte. Pudieron ser meses, o más bien años. Pero ahora reconozco que tu recuerdo se posó entonces en el fondo de mi alma, filtrándose, como una mala enfermedad, hacia todas las posibles ramificaciones de mi ser. Porque hoy te he visto, después de todos estos años, y he notado como la fuerza me abandonaba, diluyéndose en la tierra que pisabas.

Ibas con un hombre, alto, todavía joven, apuesto. Y con dos niñas, casi iguales, preciosas, angelicales. ¿Tu marido, no? ¿Tus hijas? Claro. Tras observar el grupo durante todo el rato que la decencia nos permite en estos días, me marché, cambié de rumbo. Feliz. Sinceramente dichoso de comprobar que mi Fido, tú, encontraste lo que yo no pude hallar.

Fido, querida, amada mía, perdóname por adorarte, por estar loco por ti, por mantener esta insania tantos años, por tener ahora el atrevimiento para escribirte, él que no encontré entonces para hablarte. Fido, tú eres mi amor, la chica que estudiaste en la biblioteca durante el mes de agosto de hace quince años. Y yo no soy nada tuyo, solo un secreto admirador, el encargado de esa misma librería pública.

No me recuerdes con miedo, ni con recelo. Solo quédate con el sentimiento, que perdura y que te ha sido fiel, y lo será hasta el final.

Tu más secreto devoto.
 
CHEwy,19.04.2004
Querido Fido:
Hoy olfateaste mi ganso y yo oli tu rabo. Fuimos muy felices, luego mordiste mi nariz.
Matate Perro de Mierda!
 



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