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borges,28.07.2004
Roberto Bolaño
A un año de la muerte del gran escritor chileno... ¿Qué piensan sobre su obra? ¿Es realmente como se dice el mejor prosista chileno de los últimos cincuenta años? Su obra, monumental, indefinible... ¿dónde radica el influjo? la mezcla inconfundible entre el estado febrild e cuerpo y alma y al mismo tiempo una relfezión que parece surgir desde las entrañas de quien crea...
¿Qué piensan ustedes de Bolaño?
Alguien lo definió como el "heredero malicioso de Borges"... respecto a e...
 
evaristo,29.07.2004
Estoy de acuerdo con que es el heredero malicioso de Borges, quizá tiene una ventaja comparativa con muchos escritores; trata la miseria humana con mucha elegancia, en cuanto al parecido con Borges pienso que debe ser por los guiños constantes, por el sentido del humor irónico, te obliga a meterte en su mundo, pero te da salvavidas para no morir en el intento, asimismo, te regala nuevos escritores para leer.
Quizá lo mejor de Bolaño es su desparpajo, el hombre tenía ideas en la cabeza, ergo, una opinión contundente, sin miedo al fracaso, de hecho, su destino era fracasar, como buen escritor que se precie. Su prosa es universal, original y nunca perdió sus raíces.
Lo considero, despues de Manuel Rojas el mejor novelista chileno de todos los tiempos
Recomiendo Estrella Distante, Putas Asesinas y al menos el primer tercio de los Detectives Salvajes.
 
evaristo,29.07.2004
y ojo que no cae en la elocuencia ni en la cursilería; es puro talento y muy buen lector, con una memória prodigiósa, como los grandes escritores.
 
borges,31.07.2004
Es interesante percibir que en general las ideas que se tienen sobre Roberto Bolaño son en su esencia muy parecidas... definitivamnete la narrativa chilena tiene un antes y un después de Bolaño...
La verdad ahora estoy empezando Nocturno de Chile, y recomiendo, como Evaristo, Estrella Distante, también llamadas telefónicas y Los detectives salvajes
 
evaristo,02.08.2004
Creo que hay un antes y un después de Bolaño, la narrativa chilena ha tenido muy pocos exponentes de renombre, pocos se han salvado. En el caso de Bolaño, aún me despierta, aún me sorprende, en cualquier caso, sus novelas y cuentos de bastas por sí solos. Aprovecho de recomendar Entre Parentesis, un libro muy entretenido, que aún no termino, con una serie de ensayos, sobre la literatura chilena, sobre autores, o solo ficción.
 
mandrugo,03.08.2004
La existencia de un antes y un después de Bolaño en la literatura chilena, me pregunto, obedece a una realidad objetiva, a una esperanza irrefrenable, a una injusticia literaria, a un tenaz lugar común, a un entusiasmo que erosionará el tiempo, o se trata de la presencia de un clásico que irrumpe botando puertas y ventanas?
Deberé leer a Bolaño!
 
wadud,03.08.2004
No sólo un antes y un después en la literatura chilena, sino en toda la literatura hispánica, y por qué no, en la literatura universal. Como ha afirmado Vila Matas, "gran parte de la próxima literatura discurrirá por el camino que Bolaño ha dejado abierto". Es quizá junto a Borges, uno de los grandes renovadores de la prosa en español. Su originalidad y su estilo son indiscutibles. Para empezar con su obra se puede elegir un libro de cuentos como "Putas asesinas" o una novela corta como "Estrella distante", aunque para mí su mejor libro es "Los detectives salvajes", una novela de más de 600 páginas compuesta por cuentos que incluso se podrían leer separados.

Aquí una breve recopilación de textos suyos, para los que aún no se han animado a empezar:
 
wadud,03.08.2004
"¿De qué hablamos? De muchas cosas. De su familia, del pueblo de donde era originario, de sus primeros días en el DF, de lo mucho que le había costado acostumbrarse a la ciudad, de sus sueños. Quería ser poeta, bailarín, cantante, quería tener cinco hijos (como los dedos de una mano, dijo, y extendió la palma de la mano hacia arriba, casi rozándome la cara), quería probar suerte en Churubusco, decía que Oceransky lo había probado para una obra de teatro, quería pintar (me contó con todo lujo de detalles las ideas que tenía para unos cuadros), en fin, en un momento de nuestra charla estuve tentado de decirle que en realidad no tenía ni idea de lo que verdaderamente quería, pero preferí callarme.
Después me invitó a su casa. Vivo solo, dijo. Le pregunté, temblando, dónde vivía. En la Roma Sur, dijo, en un cuarto de azotea muy cerca de las estrellas. Le respondí que en verdad ya era demasiado tarde, más de las doce, y que debía acostarme pues al día siguiente iba a llegar a México el novelista francés J. M. G. Arcimboldi y unos amigos y yo le íbamos a organizar un recorrido por lugares de interés en nuestra caótica capital. ¿Quién es Arcimboldi?, dijo Piel Divina. Ay, estos real visceralistas realmente son unos ignorantes. Uno de los mejores novelistas franceses, le dije, su obra, sin embargo, casi no está traducida, al español, quiero decir, salvo una o dos novelas aparecidas en Argentina, en fin, yo lo he leído en francés, por supuesto. No me suena de nada, dijo, y volvió a insistir en que lo acompañara a su casa.

¿Por qué quieres que vaya contigo?, le dije mirándolo a los ojos. Por regla general, no suelo ser tan temerario. Tengo algo que decirte, dijo él, es algo que te interesará. ¿Cuánto me interesará?, dije yo. El me miró como si no entendiera y dijo, de pronto agresivo: ¿cuánto de qué?, ¿cuánta feria? No, me apresuré a aclarar, cuánto me interesará lo que tienes que decirme. Tuve que refrenarme para no revolverle el pelo, para no decirle tontito, no estés a la defensiva. Es algo sobre los real visceralistas, dijo. Huy, no me interesa nada, dije. Siento decírtelo, no te lo tomes a mal, pero los real visceralistas (Dios, qué nombre) me resultan indiferentes. Lo que tengo que contarte sí que interesará, seguro que te interesará, están preparando algo grande, ni te lo imaginas, dijo él.

Por un momento, no lo niego, se me pasó por la cabeza la idea de una acción terrorista, vi a los real visceralistas preparando el secuestro de Octavio Paz, los vi asaltando su casa (pobre Marie-José, qué desastre de porcelanas rotas), los vi saliendo con Octavio Paz amordazado, atado de pies y manos y llevado en volandas o como una alfombra, incluso los vi perdiéndose por los arrabales de Netzahualcóyotl en un destartalado Cadillac negro con Octavio Paz dando botes en el maletero, pero pronto me repuse, debían de ser los nervios, las rachas de viento que a veces recorren Insurgentes (estábamos hablando en la acera) y que suelen inocular en los peatones y en los automovilistas las ideas más descabelladas. Así que volví a rechazar su invitación y él volvió a insistir. Lo que te voy a contar, dijo, va a remover los cimientos de la poesía mexicana, tal vez dijera latinoamericana, no, mundial no, digamos que en su desvarío se mantenía en los límites del español. Aquello que me quería contar iba a trastornar la poesía en lengua española. Vaya, dije, ¿algún manuscrito desconocido de Sor Juana Inés de la Cruz? ¿Un texto profético de Sor Juana sobre el destino de México? Pero no, por supuesto, era algo que habían encontrado los real visceralistas, y los real visceralistas eran incapaces de asomarse a las bibliotecas perdidas del siglo XVII. ¿Qué es, pues?, le dije. Te lo diré en mi casa, dijo Piel Divina y me puso una mano en el hombro, como si tirara de mí, como si me sacara otra vez a bailar en la pista atroz del Priapós."

Extracto de la novela de Roberto Bolaño, "Los detectives salvajes" (Anagrama, 1998)
 
wadud,03.08.2004
Uno de sus mejores cuentos, "El ojo silva", del libro Putas asesinas
 
wadud,03.08.2004
EL OJO SILVA

El caso del Ojo es paradigmático y ejemplar y tal vez no sea ocioso volver a recordarlo, sobre todo cuando ya han pasado tantos años.
En enero de 1974, cuatro meses después del golpe de Estado, el Ojo Silva se marchó de Chile. Primero estuvo en Buenos Aires, luego los malos vientos que soplaban en la vecina república lo llevaron a México en donde vivió un par de años y en donde lo conocí.
No era como la mayoría de los chilenos que por entonces vivían en el D.F.: no se vanagloriaba de haber participado en una resistencia más fantasmal que real, no frecuentaba los círculos de exiliados.
Nos hicimos amigos y solíamos encontrarnos una vez a la semana, por lo menos, en el café La Habana, de Bucareli, o en mi casa de la calle Versalles en donde yo vivía con mi madre y con mi hermana. Los primeros meses el Ojo Silva sobrevivió a base de tareas esporádicas y precarias, luego consiguió trabajo como fotógrafo de un periódico del D.F. No recuerdo qué periódico era, tal vez El Sol, si alguna vez existió en México un periódico de ese nombre, tal vez El Universal; yo hubiera preferido que fuera El Nacional, cuyo suplemento cultural dirigía el viejo poeta español Juan Rejano, pero en El Nacional no fue porque yo trabajé allí y nunca vi al Ojo en la redacción. Pero trabajó en un periódico mexicano, de eso no me cabe la menor duda, y su situación económica mejoró, al principio imperceptiblemente, porque el Ojo se había acostumbrado a vivir de forma espartana, pero si uno afinaba la mirada podía apreciar señales inequívocas que hablaban de un repunte económico.
Los primeros meses en el D.F., por ejemplo, lo recuerdo vestido con sudaderas. Los últimos ya se había comprado un par de camisas e incluso una vez lo vi con corbata, una prenda que nosotros, es decir mis amigos poetas y yo, no usábamos nunca. De hecho, el único personaje encorbatado que alguna vez se sentó a nuestra mesa del café Quito, en la avenida Bucareli, fue el Ojo.
Por aquellos días se decía que el Ojo Silva era homosexual. Quiero decir: en los círculos de exiliados chilenos corría ese rumor, en parte como manifestación de maledicencia y en parte como un nuevo chisme que alimentaba la vida más bien aburrida de los exiliados, gente de izquierda que pensaba, al menos de cintura para abajo, exactamente igual que la gente de derecha que en aquel tiempo se enseñoreaba de Chile.
Una vez vino el Ojo a comer a mi casa. Mi madre lo apreciaba y el Ojo correspondía al cariño haciendo de vez en cuando fotos de la familia, es decir de mi madre, de mi hermana, de alguna amiga de mi madre y de mí. A todo el mundo le gusta que lo fotografíen, me dijo una vez. A mí me daba igual, o eso creía, pero cuando el Ojo dijo eso estuve pensando durante un rato en sus palabras y terminé por darle la razón. Sólo a algunos indios no les gustan las fotos, dijo. Mi madre creyó que el Ojo estaba hablando de los mapuches, pero en realidad hablaba de los indios de la India, de esa India que tan importante iba a ser para él en el futuro.
Una noche me lo encontré en el café Quito. Casi no había parroquianos y el Ojo estaba sentado junto a los ventanales que daban a Bucareli con un café con leche servido en vaso, esos vasos grandes de vidrio grueso que tenía el Quito y que nunca más he vuelto a ver en un establecimiento público. Me senté junto a él y estuvimos charlando durante un rato. Parecía translúcido. Esa fue la impresión que tuve. El Ojo parecía de cristal, y su cara y el vaso de vidrio de su café con leche parecían intercambiar señales, como si se acabaran de encontrar, dos fenómenos incomprensibles en el vasto universo, y trataran con más voluntad que esperanza de hallar un lenguaje común.
Esa noche me confesó que era homosexual, tal como propagaban los exiliados, y que se iba de México. Por un instante creí entender que se marchaba porque era homosexual. Pero no, un amigo le había conseguido un trabajo en una agencia de fotógrafos de París y eso era algo con lo que siempre había soñado. Tenía ganas de hablar y yo lo escuché. Me dijo que durante algunos años había llevado con ¿pesar?, ¿discreción?, su inclinación sexual, sobre todo porque él se consideraba de izquierdas y los compañeros veían con cierto prejuicio a los homosexuales. Hablamos de la palabra invertido (hoy en desuso) que atraía como un imán paisajes desolados, y del término colisa, que yo escribía con ese y que el Ojo pensaba se escribía con zeta.
Recuerdo que terminamos despotricando contra la izquierda chilena y que en algún momento yo brindé por los luchadores chilenos errantes, una fracción numerosa de los luchadores latinoamericanos errantes, entelequia compuesta de huérfanos que, como su nombre indica, erraban por el ancho mundo ofreciendo sus servicios al mejor postor, que casi siempre, por lo demás, era el peor. Pero después de reírnos el Ojo dijo que la violencia no era cosa suya. Tuya sí, me dijo con una tristeza que entonces no entendí, pero no mía. Detesto la violencia. Yo le aseguré que sentía lo mismo. Después nos pusimos a hablar de otras cosas, libros, películas, y ya no nos volvimos a ver.
Un día supe que el Ojo se había marchado de México. Me lo comunicó un antiguo compañero suyo del periódico. No me pareció extraño que no se hubiera despedido de mí. El Ojo nunca se despedía de nadie. Yo nunca me despedía de nadie. Mis amigos mexicanos nunca se despedían de nadie. A mi madre, sin embargo, le pareció un gesto de mala educación.
Dos o tres años después yo también me marché de México. Estuve en París, lo busqué (si bien no con excesivo ahínco), no lo encontré. Con el paso del tiempo empecé a olvidar hasta su rostro, aunque siempre persistió en mi memoria una forma de acercarse, un estar, una forma de opinar desde cierta distancia y desde cierta tristeza nada enfática que asociaba con el Ojo Silva, un Ojo Silva que ya no tenía rostro o que había adquirido un rostro de sombras, pero que aún mantenía lo esencial, la memoria de su movimiento, una entidad casi abstracta pero en donde no cabía la quietud.
Pasaron los años. Muchos años. Algunos amigos murieron. Yo me casé, tuve un hijo, publiqué algunos libros.
En cierta ocasión tuve que ir a Berlín. La última noche, después de cenar con Heinrich von Berenberg y su familia, cogí un taxi (aunque usualmente era Heinrich el que cada noche me iba a dejar al hotel) al que ordené que se detuviera antes porque quería pasear un poco. El taxista (un asiático ya mayor que escuchaba a Beethoven) me dejó a unas cinco cuadras del hotel. No era muy tarde aunque casi no había gente por las calles. Atravesé una plaza. Sentado en un banco estaba el Ojo. No lo reconocí hasta que él me habló. Dijo mi nombre y luego me preguntó cómo estaba. Entonces me di la vuelta y lo miré durante un rato sin saber quién era. El Ojo seguía sentado en el banco y sus ojos me miraban y luego miraban el suelo o a los lados, los árboles enormes de la pequeña plaza berlinesa y las sombras que lo rodeaban a él con más intensidad (eso creí entonces) que a mí. Di unos pasos hacia él y le pregunté quién era. Soy yo, Mauricio Silva, dijo. ¿El Ojo Silva de Chile?, dije yo. Él asintió y sólo entonces lo vi sonreír.
Aquella noche conversamos casi hasta que amaneció. El Ojo vivía en Berlín desde hacía algunos años y sabía encontrar los bares que permanecían abiertos toda la noche. Le pregunté por su vida. A grandes rasgos me hizo un dibujo de los avatares del fotógrafo free lancer. Había tenido casa en París, en Milán y ahora en Berlín, viviendas modestas en donde guardaba los libros y de las que se ausentaba durante largas temporadas. Sólo cuando entramos al primer bar pude apreciar cuánto había cambiado. Estaba mucho más flaco, el pelo entrecano y la cara surcada de arrugas. Noté asimismo que bebía mucho más que en México. Quiso saber cosas de mí. Por supuesto, nuestro encuentro no había sido casual. Mi nombre había aparecido en la prensa y el Ojo lo leyó o alguien le dijo que un compatriota suyo daba una lectura o una conferencia a la que no pudo ir, pero llamó por teléfono a la organización y consiguió las señas de mi hotel. Cuando lo encontré en la plaza sólo estaba haciendo tiempo, dijo, y reflexionando a la espera de mi llegada.
Me reí. Reencontrarlo, pensé, había sido un acontecimiento feliz. El Ojo seguía siendo una persona rara y sin embargo asequible, alguien que no imponía su presencia, alguien al que le podías decir adiós en cualquier momento de la noche y él sólo te diría adiós, sin un reproche, sin un insulto, una especie de chileno ideal, estoico y amable, un ejemplar que nunca había abundado mucho en Chile pero que sólo allí se podía encontrar.
Releo estas palabras y sé que peco de inexactitud. El Ojo jamás se hubiera permitido estas generalizaciones. En cualquier caso, mientras estuvimos en los bares, sentados delante de un whisky y de una cerveza sin alcohol, nuestro diálogo se desarrolló básicamente en el terreno de las evocaciones, es decir fue un diálogo informativo y melancólico. El diálogo, en realidad el monólogo, que de verdad me interesa es el que se produjo mientras volvíamos a mi hotel, a eso de las dos de la mañana.
La casualidad quiso que se pusiera a hablar (o que se lanzara a hablar) mientras atravesábamos la misma plaza en donde unas horas antes nos habíamos encontrado. Recuerdo que hacía frío y que de repente escuché que el Ojo me decía que le gustaría contarme algo que nunca antes le había contado a nadie. Lo miré. El Ojo tenía la vista puesta en el sendero de baldosas que serpenteaba por la plaza. Le pregunté de qué se trataba. De un viaje, contestó en el acto. ¿Y qué pasó en ese viaje?, le pregunté. Entonces el Ojo se detuvo y durante unos instantes pareció existir sólo para contemplar las copas de los altos árboles alemanes y los fragmentos de cielo y nubes que bullían silenciosamente por encima de éstos.
Algo terrible, dijo el Ojo. ¿Tú te acuerdas de una conversación que tuvimos en el Quito antes de que me marchara de México? Sí, dije. ¿Te dije que era gay?, dijo el Ojo. Me dijiste que eras homosexual, dije yo. Sentémonos, dijo el Ojo.
Juraría que lo vi sentarse en el mismo banco, como si yo aún no hubiera llegado, aún no hubiera empezado a cruzar la plaza, y él estuviera esperándome y reflexionando sobre su vida y sobre la historia que el destino o el azar lo obligaba a contarme. Alzó el cuello de su abrigo y empezó a hablar. Yo encendí un cigarrillo y permanecí de pie. La historia del Ojo transcurría en la India. Su oficio y no la curiosidad de turista lo había llevado hasta allí, en donde tenía que realizar dos trabajos. El primero era el típico reportaje urbano, una mezcla de Marguerite Duras y Hermann Hesse, el Ojo y yo sonreímos, hay gente así, dijo, gente que quiere ver la India a medio camino entre India Song y Sidharta, y uno está para complacer a los editores. Así que el primer reportaje había consistido en fotos donde se vislumbraban casas coloniales, jardines derruidos, restaurantes de todo tipo, con predominio más bien del restaurante canalla o del restaurante de familias que parecían canallas y sólo eran indias, y también fotos del extrarradio, las zonas verdaderamente pobres, y luego el campo y las vías de comunicación, carreteras, empalmes ferroviarios, autobuses y trenes que entraban y salían de la ciudad, sin olvidar la naturaleza como en estado latente, una hibernación ajena al concepto de hibernación occidental, árboles distintos a los árboles europeos, ríos y riachuelos, campos sembrados o secos, el territorio de los santos, dijo el Ojo.
El segundo reportaje fotográfico era sobre el barrio de las putas de una ciudad de la India cuyo nombre no conoceré nunca.
Aquí empieza la verdadera historia del Ojo. En aquel tiempo aún vivía en París y sus fotos iban a ilustrar un texto de un conocido escritor francés que se había especializado en el submundo de la prostitución. De hecho, su reportaje sólo era el primero de una serie que comprendería barrios de tolerancia o zonas rojas de todo el mundo, cada una fotografiada por un fotógrafo diferente, pero todas comentadas por el mismo escritor.
No sé a qué ciudad llegó el Ojo, tal vez Bombay, Calcuta, tal vez Benarés o Madrás, recuerdo que se lo pregunté y que él ignoró mi pregunta. Lo cierto es que llegó a la India solo, pues el escritor francés ya tenía escrita su crónica y él únicamente debía ilustrarla, y se dirigió a los barrios que el texto del francés indicaba y comenzó a hacer fotografías. En sus planes -y en los planes de sus editores- el trabajo y por lo tanto la estadía en la India no debía prolongarse más allá de una semana. Se hospedó en un hotel en una zona tranquila, una habitación con aire acondicionado y con una ventana que daba a un patio que no pertenecía al hotel y en donde había dos árboles y una fuente entre los árboles y parte de una terraza en donde a veces aparecían dos mujeres seguidas o precedidas de varios niños. Las mujeres vestían a la usanza india, o lo que para el Ojo eran vestimentas indias, pero a los niños incluso una vez los vio con corbatas. Por las tardes se desplazaba a la zona roja y hacía fotos y charlaba con las putas, algunas jovencísimas y muy hermosas, otras un poco mayores o más estropeadas, con pinta de matronas escépticas y poco locuaces. El olor, que al principio más bien lo molestaba, terminó gustándole. Los chulos (no vio muchos) eran amables y trataban de comportarse como chulos occidentales o tal vez (pero esto lo soñó después, en su habitación de hotel con aire acondicionado) eran estos últimos quienes habían adoptado la gestualidad de los chulos hindúes.
Una tarde lo invitaron a tener relación carnal con una de las putas. Se negó educadamente. El chulo comprendió en el acto que el Ojo era homosexual y a la noche siguiente lo llevó a un burdel de jóvenes maricas. Esa noche el Ojo enfermó. Ya estaba dentro de la India y no me había dado cuenta, dijo estudiando las sombras del parque berlinés. ¿Qué hiciste?, le pregunté. Nada. Miré y sonreí. Y no hice nada. Entonces a uno de los jóvenes se le ocurrió que tal vez al visitante le agradara visitar otro tipo de establecimiento. Eso dedujo el Ojo, pues entre ellos no hablaban en inglés. Así que salieron de aquella casa y caminaron por calles estrechas e infectas hasta llegar a una casa cuya fachada era pequeña pero cuyo interior era un laberinto de pasillos, habitaciones minúsculas y sombras de las que sobresalía, de tanto en tanto, un altar o un oratorio.
Es costumbre en algunas partes de la India, me dijo el Ojo mirando el suelo, ofrecer un niño a una deidad cuyo nombre no recuerdo. En un arranque desafortunado le hice notar que no sólo no recordaba el nombre de la deidad sino que tampoco el nombre de la ciudad ni el de ninguna persona de su historia. El Ojo me miró y sonrió. Trato de olvidar, dijo.
En ese momento me temí lo peor, me senté a su lado y durante un rato ambos permanecimos con los cuellos de nuestros abrigos levantados y en silencio. Ofrecen un niño a ese dios, retomó su historia tras escrutar la plaza en penumbras, como si temiera la cercanía de un desconocido, y durante un tiempo que no sé mensurar el niño encarna al dios. Puede ser una semana, lo que dure la procesión, un mes, un año, no lo sé. Se trata de una fiesta bárbara, prohibida por las leyes de la república india, pero que se sigue celebrando. Durante el transcurso de la fiesta el niño es colmado de regalos que sus padres reciben con gratitud y felicidad, pues suelen ser pobres. Terminada la fiesta el niño es devuelto a su casa, o al agujero inmundo donde vive y todo vuelve a recomenzar al cabo de un año.
La fiesta tiene la apariencia de una romería latinoamericana, sólo que tal vez es más alegre, más bulliciosa y probablemente la intensidad de los que participan, de los que se saben participantes, sea mayor. Con una sola diferencia. Al niño, días antes de que empiecen los festejos, lo castran. El dios que se encarna en él durante la celebración exige un cuerpo de hombre -aunque los niños no suelen tener más de siete años- sin la mácula de los atributos masculinos. Así que los padres lo entregan a los médicos de la fiesta o a los barberos de la fiesta o a los sacerdotes de la fiesta y éstos lo emasculan y cuando el niño se ha recuperado de la operación comienza el festejo. Semanas o meses después, cuando todo ha acabado, el niño vuelve a casa, pero ya es un castrado y los padres lo rechazan. Y entonces el niño acaba en un burdel. Los hay de todas clases, dijo el Ojo con un suspiro. A mí, aquella noche, me llevaron al peor de todos.
Durante un rato no hablamos. Yo encendí un cigarrillo. Después el Ojo me describió el burdel y parecía que estaba describiendo una iglesia. Patios interiores techados. Galerías abiertas. Celdas en donde gente a la que tú no veías espiaba todos tus movimientos. Le trajeron a un joven castrado que no debía tener más de diez años. Parecía una niña aterrorizada, dijo el Ojo. Aterrorizada y burlona al mismo tiempo. ¿Lo puedes entender? Me hago una idea, dije. Volvimos a enmudecer. Cuando por fin pude hablar otra vez dije que no, que no me hacía ninguna idea. Ni yo, dijo el Ojo. Nadie se puede hacer una idea. Ni la víctima, ni los verdugos, ni los espectadores. Sólo una foto.
¿Le sacaste una foto?, dije. Me pareció que el Ojo era sacudido por un escalofrío. Saqué mi cámara, dijo, y le hice una foto. Sabía que estaba condenándome para toda la eternidad, pero lo hice.
Ignoro cuánto rato estuvimos en silencio. Sé que hacía frío pues yo en algún momento me puse a temblar. A mi lado oí sollozar al Ojo un par de veces, pero preferí no mirarlo. Vi los faros de un coche que pasaba por una de las calles laterales de la plaza. A través del follaje vi encenderse una ventana.
Después el Ojo siguió hablando. Dijo que el niño le había sonreído y luego se había escabullido mansamente por una de los pasillos de aquella casa incomprensible. En algún momento uno de los chulos le sugirió que si allí no había nada de su agrado se marcharan. El Ojo se negó. No podía irse. Se lo dijo así: no puedo irme todavía. Y era verdad, aunque él desconocía qué era aquello que le impedía abandonar aquel antro para siempre. El chulo, sin embargo, lo entendió y pidieron té o un brebaje parecido. El Ojo recuerda que se sentaron en el suelo, sobre unas esteras o sobre unas alfombrillas estropeadas por el uso. La luz provenía de un par de velas. Sobre la pared colgaba un póster con la efigie del dios. Durante un rato el Ojo miró al dios y al principio se sintió atemorizado, pero luego sintió algo parecido a la rabia, tal vez al odio.
Yo nunca he odiado a nadie, dijo mientras encendía un cigarrillo y dejaba que la primera bocanada se perdiera en la noche berlinesa.
En algún momento, mientras el Ojo miraba la efigie del dios, aquellos que lo acompañaban desaparecieron. Se quedó solo con una especie de puto de unos veinte años que hablaba inglés. Y luego, tras unas palmadas, reapareció el niño. Yo estaba llorando, o yo creía que estaba llorando, o el pobre puto creía que yo estaba llorando, pero nada era verdad. Yo intentaba mantener una sonrisa en la cara (una cara que ya no me pertenecía, una cara que se estaba alejando de mí como una hoja arrastrada por el viento), pero en mi interior lo único que hacía era maquinar. No un plan, no una forma vaga de justicia, sino una voluntad.
Y después el Ojo y el puto y el niño se levantaron y recorrieron un pasillo mal iluminado y otro pasillo peor iluminado (con el niño a un lado del Ojo, mirándolo, sonriéndole, y el joven puto también le sonreía, y el Ojo asentía y prodigaba ciegamente las monedas y los billetes) hasta llegar a una habitación en donde dormitaba el médico y junto a él otro niño con la piel aún más oscura que la del niño castrado y menor que éste, tal vez seis años o siete, y el Ojo escuchó las explicaciones del médico o del barbero o del sacerdote, unas explicaciones prolijas en donde se mencionaba la tradición, las fiestas populares, el privilegio, la comunión, la embriaguez y la santidad, y pudo ver los instrumentos quirúrgicos con que el niño iba a ser castrado aquella madrugada o la siguiente, en cualquier caso el niño había llegado, pudo entender, aquel mismo día al templo o al burdel, una medida preventiva, una medida higiénica, y había comido bien, como si ya encarnara al dios, aunque lo que el Ojo vio fue un niño que lloraba medio dormido y medio despierto, y también vio la mirada medio divertida y medio aterrorizada del niño castrado que no se despegaba de su lado. Y entonces el Ojo se convirtió en otra cosa, aunque la palabra que él empleó no fue "otra cosa" sino "madre".
Dijo madre y suspiró. Por fin. Madre.
Lo que sucedió a continuación de tan repetido es vulgar: la violencia de la que no podemos escapar. El destino de los latinoamericanos nacidos en la década de los cincuenta. Por supuesto, el Ojo intentó sin gran convicción el diálogo, el soborno, la amenaza. Lo único cierto es que hubo violencia y poco después dejó atrás las calles de aquel barrio como si estuviera soñando y transpirando a mares. Recuerda con viveza la sensación de exaltación que creció en su espíritu, cada vez mayor, una alegría que se parecía peligrosamente a algo similar a la lucidez, pero que no era (no podía ser) lucidez. También: la sombra que proyectaba su cuerpo y las sombras de los dos niños que llevaba de la mano sobre los muros descascarados. En cualquier otra parte hubiera concitado la atención. Allí, a aquella hora, nadie se fijó en él.
El resto, más que una historia o un argumento, es un itinerario. El Ojo volvió al hotel, metió sus cosas en la maleta y se marchó con los niños. Primero en un taxi hasta una aldea o un barrio de las afueras. Desde allí en un autobús hasta otra aldea en donde cogieron otro autobús que los llevó a otra aldea. En algún punto de su fuga se subieron a un tren y viajaron toda la noche y parte del día. El Ojo recordaba el rostro de los niños mirando por la ventana un paisaje que la luz de la mañana iba deshilachando, como si nunca nada hubiera sido real salvo aquello que se ofrecía, soberano y humilde, en el marco de la ventana de aquel tren misterioso.
Después cogieron otro autobús, y un taxi, y otro autobús, y otro tren, y hasta hicimos dedo, dijo el Ojo mirando la silueta de los árboles berlineses pero en realidad mirando la silueta de otros árboles, innombrables, imposibles, hasta que finalmente se detuvieron en una aldea en alguna parte de la India y alquilaron una casa y descansaron.
Al cabo de dos meses el Ojo ya no tenía dinero y fue caminando hasta otra aldea desde donde envió una carta al amigo que entonces tenía en París. Al cabo de quince días recibió un giro bancario y tuvo que ir a cobrarlo a un pueblo más grande, que no era la aldea desde la que había mandado la carta ni mucho menos la aldea en donde vivía. Los niños estaban bien. Jugaban con otros niños, no iban a la escuela y a veces llegaban a casa con comida, hortalizas que los vecinos les regalaban. A él no lo llamaban padre, como les había sugerido más que nada como una medida de seguridad, para no atraer la atención de los curiosos, sino Ojo, tal como le llamábamos nosotros. Ante los aldeanos, sin embargo, el Ojo decía que eran sus hijos. Se inventó que la madre, india, había muerto hacía poco y él no quería volver a Europa. La historia sonaba verídica. En sus pesadillas, no obstante, el Ojo soñaba que en mitad de la noche aparecía la policía india y lo detenían con acusaciones indignas. Solía despertar temblando. Entonces se acercaba a las esterillas en donde dormían los niños y la visión de éstos le daba fuerzas para seguir, para dormir, para levantarse.
Se hizo agricultor. Cultivaba un pequeño huerto y en ocasiones trabajaba para los campesinos ricos de la aldea. Los campesinos ricos, por supuesto, en realidad eran pobres, pero menos pobres que los demás. El resto del tiempo lo dedicaba a enseñar inglés a los niños, y algo de matemáticas, y a verlos jugar. Entre ellos hablaban en un idioma incomprensible. A veces los veía detener los juegos y caminar por el campo como si de pronto se hubieran vuelto sonámbulos. Los llamaba a gritos. A veces los niños fingían no oírlo y seguían caminando hasta perderse. Otras veces volvían la cabeza y le sonreían.
¿Cuánto tiempo estuviste en la India?, le pregunté alarmado.
Un año y medio, dijo el Ojo, aunque a ciencia cierta no lo sabía.
En una ocasión su amigo de París llegó a la aldea. Todavía me quería, dijo el Ojo, aunque en mi ausencia se había puesto a vivir con un mecánico argelino de la Renault. Se rió después de decirlo. Yo también me reí. Todo era tan triste, dijo el Ojo. Su amigo que llegaba a la aldea a bordo de un taxi cubierto de polvo rojizo, los niños corriendo detrás de un insecto, en medio de unos matorrales secos, el viento que parecía traer buenas y malas noticias.
Pese a los ruegos del francés no volvió a París. Meses después recibió una carta de éste en donde le comunicaba que la policía india no lo perseguía. Al parecer la gente del burdel no había interpuesto denuncia alguna. La noticia no impidió que el Ojo siguiera sufriendo pesadillas, sólo cambió la vestimenta de los personajes que lo detenían y lo zaherían: en lugar de ser policías se convirtieron en esbirros de la secta del dios castrado. El resultado final era aún más horroroso, me confesó el Ojo, pero yo ya me había acostumbrado a las pesadillas y de alguna forma siempre supe que estaba en el interior de un sueño, que eso no era la realidad.
Después llegó la enfermedad a la aldea y los niños murieron. Yo también quería morirme, dijo el Ojo, pero no tuve esa suerte.
Tras convalecer en una cabaña que la lluvia iba destrozando cada día, el Ojo abandonó la aldea y volvió a la ciudad en donde había conocido a sus hijos. Con atenuada sorpresa descubrió que no estaba tan distante como pensaba, la huida había sido en espiral y el regreso fue relativamente breve. Una tarde, la tarde en que llegó a la ciudad, fue a visitar el burdel en donde castraban a los niños. Sus habitaciones se habían convertido en viviendas en donde se hacinaban familias enteras. Por los pasillos que recordaba solitarios y fúnebres ahora pululaban niños que apenas sabían andar y viejos que ya no podían moverse y se arrastraban. Le pareció una imagen del paraíso.
Aquella noche, cuando volvió a su hotel, sin poder dejar de llorar por sus hijos muertos, por los niños castrados que él no había conocido, por su juventud perdida, por todos los jóvenes que ya no eran jóvenes y por los jóvenes que murieron jóvenes, por los que lucharon por Salvador Allende y por los que tuvieron miedo de luchar por Salvador Allende, llamó a su amigo francés, que ahora vivía con un antiguo levantador de pesas búlgaro, y le pidió que le enviara un billete de avión y algo de dinero para pagar el hotel.
Y su amigo francés le dijo que sí, que por supuesto, que lo haría de inmediato, y también le dijo ¿qué es ese ruido?, ¿estás llorando?, y el Ojo dijo que sí, que no podía dejar de llorar, que no sabía qué le pasaba, que llevaba horas llorando. Y su amigo francés le dijo que se calmara. Y el Ojo se rió sin dejar de llorar y dijo que eso haría y colgó el teléfono. Y luego siguió llorando sin parar. -

 
evaristo,03.08.2004
Estimado Mandrugo, es todo lo que dices, para mí a una esperanza irrefrenable, a un entusiasmo, que NO erosionará el tiempo, es hacer justicia a un autor, a su mundo, a una ficción elegante, aun buen polemista, que no se guardaba nada para caer bien, aun hombre con ideas, con mundo propio, dispuesto a presentarlo, sin velos, con convicción. Un gran novelista que tuvo la gracia, o la desgracia, de ser chileno y terremotear un poco la nueva y latera narrativa chilena, o los que él llamó los donositos. Gente que no entregó ningún verso nuevo, que escribían como una guía turistica y no apostaban a ser originales. Estodo lo que tú dices. Te lo recomiendo, por la prosa. seguramente te van a dar muchas ganas de escribir, eso provoca Bolaño, muchas ganas de escribir. saludos
 
borges,04.08.2004
Concuerdo plenamente con Evaristo en cuanto dice su última afirmación "Eso provoca Bolaño, muchas ganas de escribir..." Debo reconocer que me sucede lo mismo, una sensación de querer lnzarme, y escribir, escribir, escribir...
Me quedo con los detectives salvajes, gran novela, increíble, espeluznante, pero no por eso menos satírica... y Nocturno de Chile, donde se suceden inexorables todos los protagonistas de la escena literaria y política nacional del siglo XX...

Saludos
 
mandrugo,04.08.2004
Naturalmente para conocer a un autor hay que aprender a conocer su obra, pasar años leyéndolo, comunicarse con su espíritu, perderse en sus zonas de sombras, callarse con sus silencios. Principalmente disfrutar a fondo con su lectura, y sentir que ésta hiere, que deja una huella indeleble en nuestro ser vital.
Leí lo que aquí se transcribió de Bolaño, pero no puedo formarme una idea de su pluma, de su démone interior.
Seguramente aquí no hay nada de Borges, en el sentido que Borges termina en sí mismo, que es autor, como sabemos, de una literatura propia.
Tal vez la temática de Bolaño, sus obsesiones, su concepto de la literatura y del arte sean diversos y originales, o lo dice en forma nueva.
Pero cómo puedo opinar sin haber leído aún a Bolaño? Sin duda es puro ocio de mi parte.
Espero, en los próximos años, acceder a su obra e implorar a los dioses de poder darme cuenta de estar frente a un clásico; porque es tan fácil, Y trágico, pasar de largo sin ver la buena literatura. Saludando!
 
mandrugo,04.08.2004
57. Soñé que Georges Perec tenía tres años y lloraba desconsoladamente. Yo intentaba calmarlo. Lo tomaba en brazos, le compraba golosinas, libros para pintar. Luego nos íbamos al Paseo Marítimo de Nueva York y mientras él jugaba en el tobogán yo me decía a mí mismo: no sirvo para nada, pero serviré para cuidarte, nadie te hará daño, nadie intentará matarte. Después se ponía a llover y volvíamos tranquilamente a casa. ¿Pero dónde estaba nuestra casa?

Debo recuperar Tiempo, y Leer a Bolaño!


 
mandrugo,04.08.2004
Perdón, lo anterior es de Bolaño, sin la última frase, naturalmente.
De: "UN PASEO POR LA LITERATURA"
 
Alabama,31.10.2004
Leed su novela póstuma "2666". Y punto.
 
azulada,18.11.2004
"¿Fue Bolaño feliz? "Creo que sí --apunta su madre--, aunque quedó tocado por lo de Chile". Sólo le recuerda dos fobias, afirma ella: "No soportaba a los mediocres y tenía que dormir con una pequeña luz lejana, por cierto miedo a la oscuridad". Quizá por eso, al marcharse, dejó su obra encendida."

Del Suplemento Literario de "El Periódico".

Aunque la alusión a los mediocres, así fuera de contexto, fuerza un poco mis oídos.


 
luchochago,17.07.2005
Bruno Montané Krebs (Felipe Müller en Los detectives salvajes, una de las novelas de mayor éxito de Roberto Bolaño) tiene el cabello canoso, los ojos claros y un talle alargado que parece encumbrarlo. Refrito, como diría él, de sus antepasados catalanes y germanos. Nació en Chile, en 1957, y declara que comenzó a escribir por una obsesión adolescente cuando tenía entre quince y catorce años. Leía a Huidobro y a los poetas beatnik, principalmente a Ginsberg, pero también a Rimbaud y su inevitable Temporada en el infierno. Reconoce que su hermano Álvaro, quien es pintor, lo orientó en sus primeras lecturas. Es todo lo que recuerda. De ese período que precede a su vida mexicana sólo tiene recuerdos difusos que se confunden con el sueño. Su única certeza es que comenzó a publicar en México, el lugar de las andanzas de Los detectives salvajes, los inseparables Arturo Belano y Ulises Lima, dobles literarios de Roberto Bolaño y de Mario Santiago, respectivamente. Montané Krebs también es personaje en la ficción y en la vida real, pero hoy queremos conversar con Bruno Montané Krebs. Felipe Müller se lo dejamos a los críticos.

- ¿Qué año saliste de Chile y en qué circunstancias?

- Salí con diecisiete años, en mayo de 1974, rumbo a México. Después del golpe militar que derrocó a Allende, mi padre, que daba clases de arqueología y de teoría de la arqueología en las universidades de Chile y en la de Valparaíso, se quedó sin trabajo. La dictadura, como sabes, cerró todo lo que era humanismo porque olía a "rojo".

- ¿No se dirigieron después a otro país?

- Nos quedamos en México y mis padres se quedan aún en México, viven en Sonora y han regresado a Chile durante algún año sabático, pero no lograron reconectar y mi padre tampoco consiguió trabajo para que el retorno fuese posible.

- ¿Cómo fue tu encuentro con esa otra realidad, además forzada?

- La sensación era ricamente ambigua, es decir, estaba todo el dolor de haber tenido que salir de Chile en las circunstancias que estaba Chile y de dejar a los amigos pero, a la vez, con diecisiete años quieres conocer el mundo y, evidentemente, ese lado no lo puedes ocultar. Salí del Santiago de aquella época que tenía entonces unos cuatro millones de habitantes y llegué a Ciudad de México que ya era una mega ciudad. De golpe te encuentras con que ahí están todas las posibilidades del destino.

- ¿Cómo conociste a Roberto Bolaño?

- Mi madre trabajaba en un taller colectivo, una especie de sindicato de pintoras de izquierda. Una de ellas se llama Tatiana Álamos y conocía a Jaime Quezada quien, a su vez, había sido colega en el magisterio de Victoria Ávalos, la madre de Roberto. Por aquel tiempo, Quezada estuvo viviendo casi medio año en casa de la madre de Roberto y fue él quien me dio la dirección. Es así como a los dos o tres días de haber llegado a México me dirijo junto a mi hermano con el papel en la mano. En la puerta de entrada encontramos a un muchacho a quien le pregunto: "Oye, ¿conocís a unos chilenos que viven en este edificio?" y el muchacho que resultó ser Roberto nos dice "sí, somos nosotros".

- Bolaño llevaba seis años en México...

- Sí, pero en esos momentos acababa de llegar hacía dos o tres meses desde Chile. Él había retornado unos meses antes de septiembre de 1973 y el golpe de Estado lo pilló ahí. Entonces vivió ese episodio en el sur de Chile que le sirve para narrar en Estrella distante el chiste donde aparece Carlos Wieder pilotando un avión con el cual escribe frases en el cielo, trasunto de las acciones de Raúl Zurita. Al verlo con veinte años, bigote, pelo largo y además oírlo con acento mexicano a los pacos les vino la paranoia militaroide de entonces y lo bajaron del bus. Creo que esto fue en Chillán o en Mulchén.

- Pero en ese tiempo Zurita todavía no entraba en escena

- No, pero hacia la década del '80 los únicos poetas que nos interesaban eran Raúl Zurita y Diego Maquieira. El primer Zurita, el de Anteparaíso (1982) y Purgatorio (1979) y el Maquieira de La Tirana (1983) y Los Sea Harrier (1994). Por eso, esa es una broma que Roberto se plantea así un poco muy irónicamente, pero también con cierto respeto.

- ¿Conoció a Zurita?

- Él me contó que en uno de sus viajes a Chile se encuentra a Zurita y se dirige a él y le dice: "Zurita, hombre, ¿cómo estás? ¡Mucho gusto!" y Zurita le dice: "Hola, Bolaño", y así se dan la mano como dos faros que cruzan sus haces a la distancia, como diciendo "sé quién eres tú, sí, yo sé que tú eres tú y sabemos quiénes somos y punto".

- Descubren inquietudes similares, entonces. ¿Qué fue lo primero que hicieron?

- Empezamos con las antologías jóvenes de poesía chilena. Ese era el subgénero. La primera que publicamos fue bajo el ala del todo paternal (era una especie de mecenazgo muy entrecomillas porque no tenía nada que ver con dinero) Juan Rejano, republicano exiliado en México que tendría sesenta y tantos años. (Roberto menciona esto en Los detectives salvajes). No recuerdo cómo llegamos ahí (me parece que ese contacto lo hice yo por medio de Jaime Quezada). Preparábamos el material y dos o tres veces nos publicó "El Nacional". Allí aparecieron el primer poema de Roberto Bolaño y el mío.

- Ya estaban ustedes dos, ¿cómo empieza a conformarse el grupo?

- Nos veíamos en el café La Habana, que Roberto rebautiza como el café Quito. Sí, estaba en la calle Bucareli. Éramos todos muy inocentes, adolescentes relativamente ilustrados en algunas cosas e ignorantes en otras muchas. En esas reuniones conocimos a Mario Santiago a quien recuerdo como amigo de amigos de Roberto.

- De esa época, pero ya en 1975, es "Gorriones cogiendo altura"

- Tenía entre ciento cincuenta y doscientas páginas, pero nunca se publicó. Lo enviamos al concurso Casa de las Américas de La Habana. Quedó entre las obras preseleccionadas. Sin embargo, no llegó a ser finalista.

- ¿Se trata de una obra en colaboración?

- Se compone de dos largos poemarios. El de Roberto llevaba por título Venas de sarga americana o, Visión pornográfica del capitalismo y, el mío, Sobre los largos puentes del mundo. Más rimbombante no podía ser (risas).

- ¿Tienes ejemplar de archivo?

- En ese tiempo no había fotocopias así que de haberlo existirá la copia a calco.

- ¿Qué leías?

- A Saint-John Perse y, de hecho, por el refrito de mis escritos se supone que yo era saintjohnpersiano así como otros son nerudianos y en ese horno se queman. Por Mario Santiago conocimos el movimiento Hora Zero de los poetas peruanos (Jorge Pimentel, Enrique Berástegui, Juan Ramírez Ruiz), y esas lecturas me retorcieron un poquito la manera de escribir. Intenté ser más objetivo, más visual. Por entonces escribía de manera excesivamente subjetiva. Roberto, que admiraba mucho a Ernesto Cardenal en ese momento, decía "mira, así hay que escribir, con objetividad, mostrando las cosas, intentando ser muy claro".

- ¿Leían mucha poesía y no narrativa?

- Sí, yo, pero luego me di cuenta de que ya en ese tiempo Roberto era un muy buen lector de novela negra y de ciencia ficción, actividad que nunca abandonó. De hecho, en ese tiempo la modulación de su frase ya es muy clara, ya es muy visual, ya es escénica, como un anuncio de su deriva creativa hacia la narración. Lo que entonces le estaba mostrando a la gente fueron sus obras de teatro. Unas obras de teatro inmensas que formaban parte de lo primero que comenzó a escribir.

- ¿Se perdieron esas obras de teatro?

- Bueno, me invitó, medio me obligó, a un acto de sadomasoquismo mutuo, a quemar estas obras. Ya lo había hecho antes él solo. En ese momento me impresionó en él la capacidad de deshacerse de un trabajo. Esas obras ya estaban pasadas a máquina, preparadas para que las escenificase un grupo de
teatro o que fuesen publicadas como libreto teatral.

- ¿Cómo justificaba esos actos?

- Simplemente, afirmaba que aquello era "muy malo, muy malo, muy malo", y que de alguna manera él sentía que debía escribir
poesía y no teatro.

- ¿En este universo de lecturas ocupaba algún lugar Nicanor Parra?

- Ah, pero era uno de los libros de cabecera de Roberto, la Obra gruesa.

- ¿Pero lo leía solamente él o la compartía con el grupo?

- Yo ya había leído algo en Chile. Para mí Parra ha sido Dios, un dios literario en el sentido que es un paradigma de un tipo de claridad y personalidad e ironía, que mantiene con lucidez a sus noventa años.

- ¿Tú crees que Bolaño se basó en Parra para desarrollar su propia ironía o ya formaba parte de su personalidad esta característica que se refleja en su obra?

- Él ya la tenía. Lo interesante, lo luminoso de Parra, y también de lo que ha hecho Bolaño posteriormente, es que logran expresar un discurso poético, casi pedagógico, con claridad, el cual es invitación a la reflexión sarcástica y más humana.

EL VIAJE A ESPAÑA

En 1976 Bruno Montané Krebs cruza el Atlántico y aterriza en España. Cumplía así con una necesidad ontológica de salir de la casa de sus padres y de construir su propia vida: "Acababa de morir Franco
- noviembre de 1975- y en México se hablaba muchísimo de España. Además tenía a mi hermano Álvaro aquí. Bolaño tenía a la madre. Las llegadas fueron así: Vino mi hermano, luego la madre y la hermana de Roberto. Luego yo y después Roberto, a comienzos de 1977. Por entonces y ya estando aquí, en México se publicaron dos revistas: "Pájaro de calor", apoyada por el exiliado español Juan Cervera y "Correspondencia infrarrealista". Se trata de números únicos".

- ¿Retomaron ese ímpetu editorial de México?

- Hacíamos una revista en tiraje de diez ejemplares fotocopiados y yo le decía, "pero, Roberto, esto no llega a nadie". Él contestaba: "No importa, no importa, luego eso va a quedar, acuérdate, va a quedar". Así nació "Berthe Trépat", editada en Barcelona, en honor a la pianista que aparece en Rayuela, un personaje muy metafórico porque es una pianista que toca para nadie. Su auditorio está compuesto por Horacio Oliveira y la Maga y algún personaje extraño, de modo que el lector la reinventa como una especie de pianista marcelduchampiana. Es la idea del artista que da toda su pasión para un público inexistente, algo que también ocurría con la revista. Es lo que sentíamos haciendo una publicación de desconocimiento público.

- ¿Qué "publicaban", así entre comillas?

- Roberto se escribía con Enrique Lihn y algunos poemas de Pena de extrañamiento (que se editó en 1986) aparecieron en "Berthe Trépat" antes de que se publicara el libro. Llegó a tener sólo tres números, llevados por mí y por Roberto los dos primeros. En el tercero hubo cierto descontrol porque entró a maquetar otra gente. Tuvieron ejemplares sólo los colaboradores y, en su momento, Roberto se carteaba con Soledad Bianchi y así ella tuvo noticias de nosotros.

- ¿Aparte de esa revista hicieron otra?

- Al comienzo, al poco tiempo de llegar a España, una que se llamó "Rimbaud Vuelve a Casa". Hicimos sólo un número con una tirada de mil ejemplares impresa en los talleres de un periódico de Palma de Mallorca. Fue un contacto que teníamos con pintores catalanes que conocimos aquí en Barcelona, en una terraza.

- ¿Hubo cambios en la amistad o continuó siendo la misma?

- Nos distanciamos por el hecho de que se fue a vivir a Girona, hacia 1979 ó 1980. Trabajaba como vigilante nocturno en un camping de Catelldefels durante los veranos y en los inviernos vivía en Girona. El salto a Girona fue porque su hermana y su compañero catalán decidieron regresar a México unos años. Roberto, entonces, se fue a vivir a la casita que le dejó su hermana. Después, alrededor de 1984 se establece en Blanes.

En 1983, el mismo año que apareció la revista "Berthe Trépat", se edita "Regreso a la Antártida" que reúne en sendas seis páginas poemas de Alberto Gallero, Bruno Montané y Roberto Bolaño, y dibujos, fotografías y grabados de Luis Hermosilla, Alvaro Montané y Macarena Infante. En la contratapa está el ex-libris que contiene la efigie de Rimbaud y bajo él el nombre de la editorial: Rimbaud Vuelve a Casa, Press. Para los contactos se indica: "Toda correspondencia a: R. Bolaño, Apartado de Correos 364, Girona, España".

- ¿Tú te consideras uno de los detectives salvajes?

- Los principales son Belano y Lima. Yo no aparezco ni soy trasunto de ninguno. Sin embargo hay otros que sí y que están vivos, incluso algunos no han escrito un verso jamás. Roberto ha logrado hacer una literatura muy especial con esto de las reconstrucciones biográficas y ha producido la tentación de que muchísimas personas se autoimputen un papel en sus novelas. A él le pasó que recibió una lluvia de autoimputados y que lo llamaban por teléfono, de repente, comenzaron a aparecer hasta de debajo de las piedras y todos sen-tían que Roberto había contado la vida de ellos. La novela en muchos momentos es muy en clave y en muchísimos otros está totalmente inventada, pero claro, une tan bien estas dos cosas que se produce un magma donde cualquiera que más o menos convivió en esa época con Roberto se siente identificado con tal o cual personaje.

montané poeta

Bruno Montané tiene publicado un volumen de poemas donde reúne dos obras bajo el título de El maletín de Stevenson / El cielo de los topos (México D.F., Ediciones El Aduanero / Universidad Autónoma Metropolitana, 2002). Su poesía, escrita a impulsos de precisión y en busca de lo cotidiano, una y otra vez vuelve al centro ontológico que es el punto vital desde el cual crea Montané Krebs.

De El maletín de Stevenson (2002)

SOLO

Solo en la ráfaga de brisa

que atraviesa el circo,

solo en los andenes flotantes

donde todo se espera.

Solo en una porción de silencio

cada vez más reducida; solo frente a

cualquier figura de simultaneidad.

Solo en el abrazo.

Cuando la soledad sigue siendo

esa emoción primitiva con sus

sigilosos pasos entre las montañas

de desechos donde ya no es sino

su propio vacío.

José-Christian Páez.

Esto aparecio en la Revista de Libros el 15 de julio.
 
Zepol,04.05.2007
Un dios.
 



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