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Herejía.





A Diocleciano, luego de acceder al trono del Imperio, le costó mucho trabajo reemplazar por orden al caos que había dejado el gran vacío institucional. El centro del mundo, por decirlo de alguna manera, era Roma, pero el Imperio se extendía mucho más allá de lo que un hombre, por grande que fuere, podía controlar. Decidió, entonces, nombrar a otro augusto, que a la sazón fue Maximiano, y le designó el Oriente. Pero los romanos no eran ajenos al hecho de que el poder no se comparte, por lo que Diocleciano –único emperador– declaró que él era descendiente del gran Júpiter y que Maximiano lo era del poderoso Hércules. Todos supieron de inmediato en qué manos descansaba el poder.
Sin embargo, el Imperio seguía siendo incontenible, mucho territorio, muchas costumbres. Un gobernante debía estar entre su pueblo para manejarlo. Pensó (Diocleciano) que lo mejor sería nombrar a dos césares: Constancio Cloro para Maximiano y Galerio para él. De esta manera, el problema estaba resuelto, el Imperio quedaba constituido en tetrarquía, pero con Diocleciano como única cabeza gobernante.
Era mucho muy importante, huelga decirlo, que todos los súbditos rindieran honores a la supuesta divinidad del emperador, era la forma de asegurarse todo el poder. No permitía que nadie se le acercara sin antes postrarse, y era exactamente lo que pasaba, salvo por los cristianos, que aseguraban sólo postrarse ante su dios. No es difícil imaginarse lo que ocurría con los cristianos en épocas de Diocleciano. Las persecuciones eran sangrientas, pero a medida que aumentaba la severidad del trato para con los seguidores del mesías, más se aferraban estos a su fe; lo cual no era extraño en absoluto, la muerte del joven sabio llamado Jesús había marcado fuertemente a sus seguidores, y es que un mártir (sea quien sea) que lleva cerca de trescientos años muerto logra despertar una pasión inexplicable en su gente, hasta tal punto es así, que los cristianos estaban dispuestos a que se los decapite en el acto antes que arrodillarse frente a algo o alguien que no perteneciera a su fe.
Así las cosas, parece ser que el emperador estaba harto de tener que perseguir a los cristianos, y una mañana, decidió dialogar con uno de ellos para saber qué pensaban, qué los impulsaba a la obstinación de morir por un hombre que llevaba trescientos años muerto y por un dios que no habían visto, ni verían jamás, un dios que no realizaba prodigios, salvo por algunas acciones muy sutiles –según sus seguidores– que al final pasaban por obras de los hombres. Además, un dios que había dejado morir a su único hijo bajo tales castigos era algo extraño para los romanos, que contaban con el poderoso Hércules, cuyo padre no descansaba para que el héroe saliera victorioso en sus hazañas. Es verdad, por otra parte, que quien obtuvo la victoria más grande fue el hombre torturado y asesinado, pero vamos por partes en este relato. Cuando el emperador entró en la sala, el cristiano, elegido al azar, permanecía de pie, inmóvil y, definitivamente, asustado. La fama de Diocleciano no era la de Salomón precisamente.
- ¿No te arrodillas ante mí? –dijo Diocleciano mientras se sentaba.
- Temo, mi señor, que sólo me postro ante el Padre y el Hijo –respondió el cristiano.
- Ya veo. ¿Acaso consideras que no merezco tu respeto? ¿No dijo Jesús: Denle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios? ¿No crees entonces que al no postrarte, me estas negando lo que me pertenece?
- Digo, mi señor, que gozas de todo mi respeto, mas no te venero y no me arrodillaré ante ti.
- Entiendo. Hablemos pues. Tu no lo sabes porque no debe ser que lo sepas, pero yo te diré, sólo para tus oídos, puesto que luego te mataré, cómo es que tu Cristo es lo que es.
El emperador, hay que decirlo, se vio invadido por la saña y puede que haya improvisado una historia poco creíble para poder así ofender al cristiano. Lo iba a matar, cierto es, pero antes quería enfadarlo. Consideraba que un hombre enfurecido sólo escupe verdades. Cosa extraña. De esta manera, creyó él, podía combatir las evasiones del cristiano.
La historia que el emperador contó fue, no lo negaré, bastante extraña, aunque de ninguna manera imposible.
- Bien sabes –comenzó Diocleciano– que en épocas de tu Señor, en Roma gobernaba el César. También sabes del rey Herodes de Judea.
- Sí, señor, todo eso lo sé.
- Entonces iré al asunto rápidamente, créeme si quieres, o has lo que te parezca. La verdad es que el César detestaba a este rey judío y también aborrecía todas las leyes judías, las consideraba bárbaras y propias de hombres de pocas luces, con lo cual concuerdo, debo confesarlo.
- No veo en qué pueda cambiar eso mi postura, señor.
- Claro que no lo ves, pues no he terminado, y si me vuelves a interrumpir, ya no concluiré, mas tu sí que lo harás.
- No volverá a ocurrir, señor.
- Bien, en esos momentos, el César hubiera podido eliminar a Herodes, pero se habría visto presionado por el Senado, y el principado era demasiado joven como para arriesgarlo otra vez por una república. Por todo esto, ideó un plan para cambiar a los judíos. Él conocía a un muchacho muy inteligente y con gran elocuencia y agudeza mental. Alrededor de este muchacho, creó un mundo de misterio y le dijo que se presentara ante su pueblo como el verdadero rey de los judíos. Eso de ser el hijo de Dios fue idea del mismo muchacho. Creo que imaginas de quién hablo.
El emperador se regocijó cuando pudo notar el rostro de indignación del cristiano ante la herejía que le estaban presentando, y prosiguió.
- Lo que ocurrió luego es que la situación se salió de control, el muchacho se vio seducido por el poder y terminó creyendo en el discurso que daba al pueblo. Jesús iba a ser un gran líder junto al César, pero decidió seguir más allá, decidió tocar y manosear las leyes judías sin ningún tipo de sutileza. El César le advirtió que lo matarían y que él nada podría hacer al respecto; Jesús le dijo que su verdadera intención era, y siempre había sido, la de terminar con la hipocresía y la miseria. El César lo dejó marchar, ya nada podía hacer. El muchacho lo había usado a él, pero lo había hecho, al final, con similares intenciones. Es cierto que el César no quería, no le interesaba propagar un mensaje de humanidad y amor sobre Judea, como lo deseaba Jesús, a él le alcanzaba con una buena administración de la justicia, pero…no estaba de más lo otro. En fin, el resto de la historia la conoces.
- ¿Trata de decirme que Cristo fue un hombre de carne y hueso creado por el César?
- Es lo que dije.
- No lo creo, y si lo creyera, en nada cambiaría mi postura. Máteme de una vez.
- Esa es exactamente la respuesta que esperaba de ti –dijo el emperador–. Es ese mismo fanatismo tuyo, esa misma devoción, la que convertirá la vida de tu Señor Cristo en una pérdida de tiempo.
- ¿Qué dices, mi señor?
- Digo que conozco a tu gente, sé de su profunda y sincera devoción y de cómo aumentan en número día a día. Sé también lo seductora que es su doctrina. Pero al final será esa misma devoción la que los convierta en mí.
- No entiendo.
- Ahora eres tú el interrogado, el acosado, pero tu rigidez y la de los tuyos hará que algún día sean ustedes los perseguidores y acosadores. Eso no lo dudes. El mensaje de aquel joven sabio se convertirá, con el tiempo, nada más que en bellas palabras, sólo lamento no poder estar allí para verlo.
El emperador ordenó que, salvo a ese joven, los soldados liquidarán a cuantos cristianos pudieran. Dijo que el muchacho sería el testigo entonces, de lo que los suyos harían alguna vez. Esa fue la más terrible persecución que sufrieron los cristianos, hasta que en el año 313 el emperador Constantino, mediante el Edicto de Milán, permitió y legalizó la práctica de la religión cristiana.
El joven cristiano terminó por huir lejos del emperador. Si bien le perdonaron la vida en esa ocasión, dudaba mucho de la palabra de Diocleciano. Parece que fundó una ciudad, o algo así.

Texto agregado el 03-05-2007, y leído por 117 visitantes. (0 votos)


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