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[C:413034]

ALDOUS HUXLEY
El joven Arquímedes
Los Claxton
Cura de reposo
El monóculo
Traducción directa del inglés por LEONOR DE ACETEDO


ALDOUS HUXLEY no es sólo el singularísimo autor de
Contrapunto y de Con los esclavos en la noria —quizá
sus obras más difundidas en castellano—, creador de una
nueva fórmula novelesca; es también, en cuanto
narrador, y aparte sus ensayos, biografías y libros de
viaje, un admirable cuentista. Ducho en todas las
dimensiones de la ficción se mueve con pareja maestría
tanto en los espacios abiertos de la gran novela como
en los más exiguos de la "nouvelle". Acierta del mismo
modo al presentar una acción fraccionada, vista en
cortes transversales, yendo y viniendo a través del
tiempo, como en los relatos de ritmo seguido y
progresión continua.
Esto último podrá apreciarse cabalmente mediante la
versión, por vez primera a nuestro idioma, de las
cuatro novelas cortas que en este volumen recopilamos.
El joven Arquímedes procede de Little Mexican (1924);
Los Claxtons y La cura de reposo, de Brief Candles
(1930); El Monóculo, de Mortal Coils (1922). Tales
libros, junto con Limbo (1920) y Two or three Graces
(1926) integran su producción de relatos breves
publicados hasta el día.
Por ahora hemos de limitarnos a estas meras
indicaciones bibliográficas. Las frondosas
perspectivas, los múltiples problemas que ofrece a
granel el arte novelesco de Aldous Huxley, desde sus
comienzos en Crome Yellow (1921) (traducida con el
título Los escándalos de Crome) hasta Con los esclavos
en la noria (1936), pasando por la utopía Un mundo
feliz (1932) y deteniéndose en la que sigue siendo su
obra maestra, Contrapunto (1928), son tan vastos que
fuera imposible exponerlos aquí esquemáticamente. Igual
dificultad se presentaría al intentar analizar sus
libros de ensayos, desde el primero, On the Margin
(1923) hasta Fines y medios (1938) y la evolución de
sus ideas, desde el escepticismo de Pilatos burlón
(Jesting Pilate), 1926 (título de su libro de la vuelta
al mundo) hasta el misticismo pacifista, con toques de
neobudismo y de primitivo cristianismo, que Huxley
defiende actualmente.
Coyuntura más adecuada para la exposición y análisis
de arte y del pensamiento huxleyano habrá de
ofrecérnosla próximamente la publicación, en esta misma
serie, de una selección de sus ensayos. Por el momento,
para no retrasar el deleite que estas breves novelas
proporcionarán al lector, anticipemos que en ellas
están cabalmente contenidas las mejores virtudes de
Aldous Huxley: su virtuosismo narrativo, su buída
ironía, aun más, su implacable "sense of humour", sin
contar atributos de gracia y amenidad, de ligereza y
pensamiento simultáneamente, según cumple a un autor en
quien —según ya fue escrito—, se complementan y
equilibran una naturaleza poética y una
cultura científica.
Guillermo de Torre
EL JOVEN ARQUIMEDES
FUÉ la vista lo que nos decidió a alquilarla. Es
cierto que la casa tenía sus inconvenientes. Estaba
bastante lejos de la ciudad y no tenía teléfono. El
alquiler era excesivamente caro y los desagües
deficientes. En las noches de viento, cuando los
vidrios mal colocados hacían en las maderas de las
ventanas un ruido terrible como el de los ómnibus de
hotel, la luz eléctrica, por algún misterioso motivo,
se apagaba invariablemente y uno se quedaba en ruidosa
oscuridad. Había un espléndido cuarto de baño; pero la
bomba eléctrica, destinada a llevar el agua de los
tanques a la terraza, no funcionaba. Puntualmente, en
el otoño, el pozo de agua potable se secaba. Y nuestra
casera mentía y era una tramposa.
Pero éstas son las pequeñas desventajas de todas las
casas alquiladas, en todo el mundo. Para Italia no eran
tan graves. He visto muchas casas que las tenían con
cien más, sin poseer las compensadoras ventajas de la
nuestra: la orientación al sur del jardín y la terraza
para el invierno y la primavera, las amplias y frescas
habitaciones al abrigo del calor estival, el aire de lo
alto de la colina, la ausencia de mosquitos, y, por
último, la vista.
¡Y qué vista! O más bien, ¡qué sucesión de vistas!
Cambiaban cada día; y sin moverse de la casa se tenía
la impresión de un perpetuo cambio de decoración: todos
los encantos del viaje sin ninguno de sus
inconvenientes. Había días de otoño en que todos los
valles estaban llenos de neblina y las crestas de los
Apeninos emergían, oscuras, de un liso lago blanco.
Había días en que esa niebla invadía nuestras alturas y
en que estábamos envueltos en un blando vapor en donde
los olivos color de bruma, que bajaban, ante nuestras
ventanas, hacia el valle, desaparecían, fundidos, se
diría, en su propia esencia; y las dos únicas cosas
firmes y definidas del pequeño mundo vago en que
estábamos confinados eran los dos altos cipreses negros
que se elevaban sobre una pequeña terraza en saliente a
unos cien pies cuesta abajo. Se levantaban negros,
agudos y sólidos, gemelas columnas de Hércules en el
confín del mundo conocido; y más allá sólo había nubes
pálidas y alrededor nebulosos olivares.
Eso era los días de invierno; pero había días de
primavera y otoño, días invariablemente sin nubes o —
más deliciosos todavía— variados por las enormes masas
de vapor flotante que, nevadas sobre las lejanas cimas
tocadas de nieve, desenvolvían gradualmente contra el
brillante cielo azul pálido, enormes gestos heroicos. Y
en lo alto del cielo, las colgaduras hinchadas de aire,
los cisnes, los mármoles aéreos, desbaratados e
inacabados por dioses hartos de creación casi antes de
formarlos, vagaban adormecidos, a impulsos del aire,
cambiando de forma con el movimiento. Y el sol aparecía
y desaparecía detrás de ellos; y tan pronto la ciudad,
allá en el valle, se esfumaba y casi desaparecía en la
sombra, y semejante á una inmensa joya cincelada entre
las colinas resplandecía con brillo propio. Y mirando a
través del más cercano valle tributario que descendía
bajo nuestra cuesta serpenteando hacia el Amo, y por
sobre el lomo oscuro del monte en cuyo extremo
promontorio se elevaban las torres de la iglesia de San
Miniato, se veía el enorme domo aéreo, suspendido en su
armazón de albañilería, el cuadrado campanil, la aguda
flecha de Santa Croce, y la torre endoselada de la
Signoria, levantándose encima del intrincado laberinto
de casas, diversas y brillantes, como pequeños tesoros
esculpidos en piedras preciosas... Sólo un instante,
pues pronto su brillo se esfumaba otra vez, y el
destello viajero no llegaba, entre las lejanas colinas
azul índigo, más que a dorar una única cima.
Había días en que el aire estaba mojado de lluvia
pasada o próxima, y en que todas los distancias
parecían acortarse milagrosamente claras. Los olivos se
destacaban uno a uno en las distantes laderas; las
aldeas lejanas eran deliciosas y patéticas como
pequeños y exquisitos juguetes. Había días de verano,
días de tormenta amenazante, en que, luminosas y
soleadas sobre un fondo de masas hinchadas negras y
púrpuras, las colinas y las casas blancas brillaban
como con un fulgor efímero, con un muriente fulgor, al
borde de una horrible catástrofe.
¡Cómo cambiaban las colinas! Cada día y cada hora del
día casi, eran distintas. Había momentos en que mirando
por sobre la planicie de Florencia no se veía más que
una silueta azul oscuro contra el cielo. El cuadro no
tenía hondura; era sólo un cortinaje suspendido, sobre
el que estaban pintados sin relieve los símbolos de las
montañas. Y luego, casi de golpe con el pasar de una
nube, o cuando el sol había declinado a un cierto nivel
del firmamento, la escena plana se transformaba; y
donde antes había sólo una cortina pintada, ahora había
filas y filas de montes, en tonos y tonos desde el
pardo, o gris, o verde oro hasta el lejano azul. Formas
que hasta ese momento estaban fundidas indistintamente
en una sola masa, ahora se descomponían en sus
elementos. Fiésole, que había sido sólo un soporte del
Monte Morello, ahora se revelaba como la cabeza
saliente de otro sistema de montes, separado del
baluarte más próximo, de sus vecinos mayores, por un
profundo valle sombrío.
Al mediodía, en los ardores del verano, el paisaje se
hacía oscuro, polvoriento, vago y casi descolorido bajo
el sol de mediodía; los montes desaparecían entre las
franjas temblorosas de cielo. Pero, al avanzar la
tarde, surgía de nuevo el paisaje, perdía su anonimía,
salía de la nada volviendo a la forma y a la vida. Y
esa vida, a medida que el sol declinaba, declinaba
lentamente en la larga tarde, se hacía más suntuosa,
más intensa momento por momento. La luz horizontal, con
su acompañamiento de sombras alargadas y oscuras,
desnudaba, por decirlo así, la anatomía del terreno;
los montes —cada escarpadura occidental brillante, y
cada pendiente opuesta al sol hundida en sombra— se
volvían macizos, proyectándose en sólido relieve.
Aparecían, en el suelo liso en apariencia, hoyuelos y
pequeños pliegues. Al este de nuestra cresta, borrando
la planicie del Erna, un gran pico lanzaba su sombra,
que se agrandaba sin cesar; entre el brillo vecino del
valle una ciudad entera yacía eclipsada. Y al expirar
el sol en el horizonte, mientras las colinas más
distantes se enrojecían con su luz ardiente hasta que
sus flancos iluminados tenían el color de rosas
tostadas, los valles se colmaban con la bruma azul de
la tarde. Y esa bruma subía y subía; el fuego se
apagaba en los vidrios de las laderas habitadas; sólo
las cimas ardían todavía, pero todas también se
apagaban por fin. Las montañas al palidecer se
entremezclaban y se fundían en una pintura plana de
montañas contra el cielo pálido de la tarde. Un poco
más y era de noche; y si la luna estaba llena, un
fantasma de la escena muerta revivía en los ámbitos.
Cambiante en su belleza, el vasto paisaje conservaba
siempre una cualidad humana y doméstica que lo hacía,
al menos a mi modo de ver, el mejor de los paisajes
para convivir. Día por día uno recorría sus diversas
bellezas, pero el viaje, como el Gran Viaje por Europa
de nuestros antepasados, era siempre un viaje en la
civilización. Pues con todas sus montañas, sus declives
a pico y sus hondos valles, el paisaje toscano está
dominado por sus habitantes. Han cultivado hasta el más
pequeño pedazo de suelo posible; sus casas profusamente
esparcidas hasta en los declives se unen a los valles
populosos. Solitario en la cima de un monte, no se
está, sin embargo, en un desierto. Las huellas del
hombre cubren el suelo y ya —lo descubrimos con alegría
al abarcarlo en una mirada— por siglos, por miles de
años ha sido suyo, sumiso, domado y humanizado. Las
vastas landas desiertas, las arenas, los bosques de
árboles innumerables, son lugares para visitas
ocasionales, saludables al espíritu que se somete por
un tiempo no muy largo. Pero influencias demoníacas y
también divinas pueblan esas completas soledades. La
vida vegetativa de plantas y cosas es extraña y hostil
al hombre. Los hombres no pueden vivir tranquilos sino
donde han dominado lo que los rodea y donde sus
existencias acumuladas son más numerosas e importantes
que la de las próximas vidas vegetales. Despojado de
sus bosques oscuros, plantado, dispuesto en terrazas y
cultivado casi hasta la cima de sus montes, el paisaje
toscano es seguro y humanizado. Los que a veces lo
habitamos somos presa del deseo de un lugar solitario,
inhumano, sin vida, o poblado sólo de vida extraña.
Pero ese deseo se satisface pronto, y uno se alegra de
volver al sumiso paisaje civilizado.
Yo consideré esta casa en lo alto el sitio ideal para
vivir. Porque ahí, seguro en medio de un paisaje
humanizado, se está solo sin embargo; se puede estar
tan solitario como uno quiera. Vecinos cercanos que uno
no ve nunca son los vecinos ideales.
Nuestros vecinos más próximos, próximos físicamente,
vivían muy cerca. Teníamos dos series de ellos, en
realidad, casi en la misma casa, con nosotros. Una era
la familia campesina que habitaba un largo edificio
bajo, medio casa habitación, medio caballerizas,
galpones y establo de vacas, agregados a la quinta.
Nuestros otros vecinos —vecinos intermitentes, porque
no se aventuraban a dejar la ciudad sino de tarde en
tarde, cuando el tiempo era perfecto— eran los
propietarios de la villa, que se habían reservado la
pequeña ala de la enorme casa en forma de L —unas doce
habitaciones apenas— dejándonos las dieciocho o veinte
restantes.
Era una curiosa pareja la de nuestros caseros. Un
viejo marido, encanecido, distraído, tembleque, de unos
setenta años; y una señora de unos cuarenta, baja,
regordeta, con manos y pies diminutos y un par de
enormes ojos muy negros, que manejaba con la destreza
de una comediante de nacimiento.
Su vitalidad, si hubiera sido posible encauzarla y
hacerla realizar trabajo útil, habría suplido de luz
eléctrica a toda una ciudad. Los físicos hablan de
extraer energía del átomo; sacarían mayor provecho sin
buscar tan lejos descubriendo alguna manera de utilizar
esas enormes provisiones de energía vital que acumulan
las mujeres desocupadas de temperamento sanguíneo y que
en el presente estado imperfecto de organización social
y científica se emplean en general tan deplorablemente;
interviniendo en asuntos ajenos, armando escenas
emocionales, pensando en el amor y haciéndolo y
fastidiando a los hombres hasta el punto de impedirles
continuar sus tareas.
La signora Bondi se desembarazaba de su energía
superflua, entre otras cosas, "envolviendo" a sus
inquilinos. El viejo señor, que era un antiguo
negociante de reputación intachable, no estaba
autorizado a hacer tratos con nosotros. Cuando vinimos
a visitar la casa, fue la señora quien nos la enseñó.
Fue ella la que con gran despliegue de encanto, con
irresistible revoloteo de ojos, se explayó en los
méritos del lugar, cantó loas a la bomba eléctrica,
glorificó el cuarto de baño (en vista de él, el
alquiler era, insistió, verdaderamente bajo), y cuando
sugerimos llamar un perito para examinar la casa, nos
rogó encarecidamente, como si nuestro bienestar fuera
su sola preocupación, no gastar tan superfluamente
nuestro dinero en una cosa innecesaria. Después de todo
—dijo— somos personas honradas. Yo no soñaría en
alquilarles la casa si no estuviera en perfecta
condición. Tengan confianza. —Y me miró con una
expresión apenada y suplicante en sus magníficos ojos,
como pidiéndome que no la insultara con mi grosera
desconfianza. Y sin dejarnos tiempo a llevar más lejos
lo de los peritos, empezó a asegurarnos que nuestro
hijito era el ángel más hermoso que había visto. Al
terminar la entrevista con la signora Bondi, estábamos
completamente decididos a tomar la casa.
—¡Qué mujer encantadora! —dije al salir. Pero creo que
Elizabeth no estaba enteramente de acuerdo conmigo.
Después empezó el episodio de la bomba.
Al anochecer de nuestra llegada a la casa abrimos el
conmutador de la electricidad. La bomba hizo un ruido
ronco muy profesional; pero no salió ni una gota de
agua de las canillas del baño. Nos miramos llenos de
dudas.
¿Mujer encantadora? Elizabeth arqueó las cejas.
Pedimos una entrevista; pero sucedía siempre que el
viejo caballero no podía recibirnos y que la signora
invariablemente estaba indispuesta o había salido.
Dejamos unas líneas; quedaron sin respuesta. Al fin,
nos dimos cuenta de que el único medio de comunicarnos
con nuestros caseros, que vivían en la misma casa que
nosotros, era bajar a Florencia y enviarles una carta
certificada por expreso. Para recibirla estaban
obligados a firmar dos recibos separados, y, si
queríamos pagar cuarenta céntimos más, otro documento
inculpatorio, que se nos devolvía después. No había
medio de alegar, como sucedía con las cartas o notas
ordinarias, que la comunicación no había sido recibida.
Empezamos, al fin, a recibir contestaciones a nuestros
reclamos. La signora, que escribía todas las cartas,
empezó diciéndonos que naturalmente la bomba no
funcionaba, porque las cisternas estaban vacías a causa
de la larga sequía. Tuve que andar tres millas hasta el
correo para certificar mi carta recordándole que había
habido una violenta tormenta sólo el miércoles pasado,
y que los tanques en consecuencia se habían llenado
hasta más de la mitad. Vino la respuesta; en el
contrato no garantizaba el agua para baños; y si yo la
deseaba ¿por qué no había hecho examinar la bomba antes
de alquilar la casa? Otra caminata a la ciudad para
preguntar a la signora de al lado si no recordaba su
ruego de que tuviéramos confianza en ella y para
informarla de que la existencia de un cuarto de baño en
una casa era en sí una garantía de agua para bañarse.
La respuesta fue que la signora no podía continuar en
correspondencia con personas que le escribían tan
groseramente. Después de todo eso puse el asunto en
manos de un abogado. Dos meses más tarde se cambió la
bomba. Pero nos vimos obligados a enviar a la dama un
exhorto judicial antes de que cediera. Y los gastos
fueron considerables.
Un día, hacia el final del episodio, encontré al viejo
caballero en el camino, paseando su inmenso perro —o
más bien, paseado por el perro. Pues el viejo debía ir
en la dirección que el perro quería. Y cuando se
detenía a olfatear o arañar el suelo, o a dejar contra
una verja su carta de visita o un injurioso desafío,
pacientemente, a la extremidad de la correa, el viejo
tenía que esperar.
Pasé y lo dejé atrás parado en un lado del camino, a
unos centenares de metros de nuestra casa. El perro
olfateaba las raíces de uno de los cipreses gemelos que
crecían a cada lado de la entrada de una granja; oí al
animal gruñir indignado, como si oliera un intolerable
insulto. El viejo signor Bondi esperaba, atado a su
perro. Las rodillas dentro los pantalones grises,
tubulares, se doblaban ligeramente. Apoyado en su
bastón, contemplaba tristemente el paisaje con mirada
vaga. El blanco de sus ojos viejos era descolorido,
como bolas de billar usadas. En el rostro grisáceo de
profundas arrugas, su nariz era de un rojizo
dispéptico. Su bigote blanco, como serruchado y
amarillento en los bordes, caia hacia abajo en curva
melancólica. En la corbata negra llevaba un grueso
brillante; tal vez eso era lo que la signora Bondi
encontraba más atrayente.
Me quité el sombrero al acercarme. El viejo me miró
con aire vago, y solamente se dio cuenta de quién era
cuando ya casi había pasado.
—¡Espere —gritó detrás de mí—, espere! Y se apresuró a
bajar el camino en mi seguimiento. Tomado completamente
de sorpresa, y en posición desventajosa —porque estaba
ocupado en devolver la afrenta impresa en las ramas del
ciprés— el perro se dejó llevar.
Asombradísimo para hacer otra cosa que obedecer,
siguió a su dueño.
—¡Espere!
Esperé.
—Mi querido señor —dijo el anciano, asiéndome por la
solapa de la chaqueta, y echándome a la cara un aliento
desagradable—, quiero disculparme. —Miró a su
alrededor, como temeroso de que aún, en ese lugar
solitario alguien pudiera oír sus palabras—. Quiero
disculparme —prosiguió—, acerca de ese miserable asunto
de la bomba. Le aseguro que si hubiera dependido sólo
de mí, la hubiera arreglado tan pronto como usted lo
pidió. Usted tiene razón; un baño es una tácita
garantía de agua. Desde el primer momento me di cuenta
de que no teníamos ninguna probabilidad de ganar el
asunto si se planteaba ante la justicia. Y además,
pienso que se debe tratar a los inquilinos tan
generosamente como sea posible. Pero a mi mujer —bajó
la voz— el hecho es que le agradan esa clase de
asuntos, aun sabiendo que no tiene razón y que perderá
el pleito. Y además, esperaba, sin duda, que usted,
cansado de reclamaciones, haría al fin el trabajo por
su cuenta. Desde el principio le dije que cediera; pero
no quiso oír nada. ¿Qué quiere usted? eso la
entretiene. Ahora se ha convencido de que hay que
hacerlo. En dos o tres días tendrán ustedes el agua
para su baño. Pero he pensado que me gustaría decirle
cuanto... —Pero el maremmano, que ya se había repuesto
de la sorpresa sufrida, dio un brinco de repente y
gruñendo disparó cuesta arriba. El viejo señor trató de
sujetar el animal, tirando de la correa, se tambaleó y
vencido se dejó arrastrar—... Cuánto lamento —continuó,
mientras se alejaba—, que ese pequeño malentendido... —
Pero era inútil—. Adiós — sonrió cortésmente, hizo un
gesto de súplica, como si de pronto recordara una cita
urgente, y no tuviera tiempo de entrar en
explicaciones—. Adiós. —Se descubrió y se dejó llevar
por el perro.
Una semana después el agua empezó a correr de veras y
al día siguiente de nuestro primer baño la signora
Bondi, vestida de raso gris tórtola, y luciendo todas
sus perlas, vino a visitarnos.
—¿Están hechas las paces, ahora? —preguntó con una
franqueza encantadora, mientras nos daba la mano.
Se lo aseguramos, y así era por nuestra parte.
—Pero ¿por qué han escrito ustedes esas cartas tan
terriblemente descorteses? —dijo, fijando en mí una
mirada de reproche que debía despertar la contrición
del pecador más endurecido—. Y luego, ese pleito, ¿cómo
ha podido usted? A una señora...
Tartamudée algo sobre la bomba y nuestra necesidad de
bañarnos.
—¿Pero cómo pretendían que yo escuchara nada dicho en
ese tono? ¿Por qué no tratar las cosas de otro modo,
cortésmente, de una manera seductora?
Me sonrió y bajó sus párpados inquietos.
Me pareció mejor cambiar la conversación. Es
desagradable cuando uno tiene razón sentir que lo
quieren hacer a uno culpable.
Algunas semanas más tarde recibimos una carta —
debidamente certificada; por expreso— en la cual la
signora nos preguntaba si pensábamos renovar el
contrato (que era sólo por seis meses) y nos notificaba
que en caso afirmativo aumentaría el alquiler en un 25
por ciento, en consideración a las mejoras que habían
sido ejecutadas. Nos dimos por bien servidos, después
de mucho negociar, de poder renovar el contrato por un
año con sólo un aumento del 15 por ciento.
Principalmente por la vista aceptamos esa explotación
intolerable. Pero teníamos otras razones, a los pocos
días de habitarla, para gustar de la casa. De esas
razones, era la más poderosa, que en el hijo menor del
campesino descubrimos el compañero ideal de juegos de
nuestro hijito.
Entre el pequeño Guido —tal era su nombre— y el menor
de sus hermanos había una diferencia de seis o siete
años. Los dos mayores trabajaban en el campo con su
padre; después de la muerte de la madre, dos o tres
años antes de conocerlos, la hermana mayor manejaba la
casa, y la menor, que acababa justamente de dejar el
colegio, la ayudaba y en las horas libres vigilaba a
Guido, quien no necesitaba ya mucha vigilancia: contaba
de seis a siete años, y era tan precoz, tan seguro y
tan lleno de responsabilidad como lo son en general los
hijos de los pobres, entregados a sí mismos desde que
empiezan a andar.
Aunque era dos años y medio mayor que el pequeño Robin
—y en esa edad treinta meses están rellenos con la
experiencia de la mitad de una vida— Guido no se
aprovechaba indebidamente de la superioridad de su
inteligencia y de su fuerza. No he visto nunca un niño
más paciente, tolerante y menos tiránico. Nunca se reía
de Robín y de sus torpes esfuerzos para imitarle en sus
prodigiosas hazañas; no fastidiaba ni atemorizaba a su
compañerito, más bien lo ayudaba cuando lo veía en
apuros y le explicaba aquello que no podía entender.
Robín lo adoraba, mirándolo como el modelo del perfecto
Muchacho Grande, y servilmente lo imitaba en todo lo
posible.
Estos esfuerzos de Robin para imitar a su compañero
eran, a menudo, bastante cómicos. Pues por una oscura
ley psicológica, las palabras y las acciones serias en
sí mismas se vuelven ridiculas al ser imitadas; y
cuanto más exacta es la copia, si la imitación es una
parodia deliberada, más ridicula resulta, pues ninguna
imitación exagerada de alguien conocido nos hace reír
como la perfecta imitación casi exacta al original. La
mala imitación no es risible sino cuando es una muestra
de sincera y seria adulación que no cuaja enteramente.
Las imitaciones de Robin eran de esta clase, en su
mayoría. Sus heroicos y desgraciados esfuerzos para
ejecutar las proezas fuertes y hábiles que Guido
llevaba a cabo fácilmente eran de una exquisita
comicidad. Y sus largas y prolijas imitaciones del modo
de ser y de las maneras de Guido no eran menos
divertidas. Las más risibles, porque estaban hechas
seriamente y de modo inesperado por parte del imitador,
eran las tentativas de Robin de imitar un Guido
pensativo. Éste era un niño reflexivo sujeto a súbitas
abstracciones. Uno lo encontraba, a veces, solo en un
rincón, la barbilla en la mano, el codo en la rodilla,
sumergido, al parecer, en profunda meditación. Y a
veces, aun en medio de sus juegos se detenía de pronto
y se quedaba de pie con las manos detrás, el entrecejo
fruncido y mirando al suelo. Cuando esto sucedía, Robin
se asustaba y se ponía inquieto. Con asombrado
silencio, miraba a su compañero. —Guido, —le solía
decir suavemente—, Guido. Pero Guido generalmente
estaba demasiado preocupado para contestarle; y Robin,
no atreviéndose a insistir, se deslizaba a su lado, y
tomando como podía la actitud de Guido —parado
napoleónicamente, con las manos cruzadas a la espalda,
o sentado en la postura del Lorenzo el Magnífico de
Miguel Ángel— trataba él también de meditar. Cada dos
segundos volvía sus vivos ojos azules hacia el niño
mayor para ver si su actitud era correcta. Pero al
minuto empezaba a impacientarse; la meditación no era
su fuerte. —Guido —volvía a llamar, más alto— ¡Guido! —
Y lo tomaba de la mano tratando de arrastrarlo. A veces
Guido sacudía su ensueño y volvía al juego
interrumpido. A veces no prestaba atención.
Melancólico, perplejo, Robin se veía obligado a ir a
jugar solo y Guido continuaba inmóvil sentado o de pie;
y sus ojos, si uno los miraba bien, eran bellos en su
grave y pensativa calma.
Eran grandes ojos muy separados, y, —cosa extraña en
un niño italiano de cabellos oscuros— de un pálido y
luminoso azul grisáceo. No siempre eran graves y
quietos, como en los momentos pensativos. Cuando jugaba
o charlaba o reía, se iluminaban y la superficie de
esos lagos claros y pálidos de meditación, parecía en
cierto modo agitada con olas brillantes de sol. Sobre
esos ojos se levantaba una frente amplia y alta, de una
curva que era como la curva sutil de un pétalo de rosa.
La nariz era recta, la barba pequeña y algo puntiaguda,
la boca de comisuras caídas, un poco triste.
Tengo una instantánea de los dos niños sentados juntos
en el parapeto de la terraza. Guido está casi de
frente, pero mirando de lado y hacia abajo; sus manos
cruzadas sobre los muslos y su expresión, su actitud
son graves, meditativas. Es el Guido abstraído en uno
de esos trances en que solía caer, aun en plena risa y
juegos, de manera absoluta e inesperada, como si de
pronto se le hubiera metido en la cabeza irse y hubiera
dejado el hermoso cuerpo silencioso abandonado, como
una casa vacía, esperando su vuelta. Y a su lado está
sentado el pequeño Robin, tratando de mirarlo, con el
rostro un poco desviado de la máquina, pero delatando
su risa la curva de la mejilla; una de sus manecitas
levantada está tomada en el momento de un ademán, la
otra ase la manga de Guido, como si le incitara a jugar
con él, y las piernas colgando del parapeto están
fijadas por la mirada indecisa del aparato en mi
impaciente ajetreo, en el momento de dejarse caer al
suelo y escaparse para jugar al escondite en el jardín.
Todas las características principales de ambos niños
están en la pequeña instantánea.
—Si Robin no fuera Robin, —solía decir Elizabeth—,
casi desearía que fuera Guido.
Y aun entonces, cuando yo no tenía particular interés
en el niño, era de su parecer. Guido me parecía uno de
los niños más interesantes que había visto.
No éramos los únicos en admirarlo. La signora Bondi,
que en los intervalos de curiosidad que había entre
nuestras querellas venía a visitarnos, hablaba de él
constantemente. —¡Un niño tan hermoso, tan hermoso! —
decía con entusiasmo—. Es una lástima que sea hijo de
campesinos que no pueden vestirlo bien. Si fuera mío,
lo vestiría de terciopelo negro, o con un pantaloncito
blanco y un jersey tejido de seda blanco con una lista
roja en el cuello y los puños; o quizá un traje blanco
de marinero sería bonito y en el invierno un abrigo de
piel, con un gorro de piel de ardilla, y botas rusas
tal vez... —Se dejaba llevar por la imaginación—. Y le
dejaría crecer el pelo, como a un paje, y se lo rizaría
un poquito en las puntas. Y un cerquillo sobre la
frente. Todo el mundo se volvería a mirarlo si lo
llevaba conmigo a la Vía Tornabuoni.
Lo que usted desea, le hubiera querido decir, no es un
niño: es una muñeca de cuerda o un mono sabio. Pero no
se lo dije, en parte porque no encontraba la palabra
italiana equivalente a muñeca de cuerda y en parte
porque no quería correr el riesgo de que me aumentaran
de nuevo el alquiler en un 15 por ciento.
—¡Ah, si yo tuviera un varoncito como ése! —suspiraba,
entornando los párpados, modestamente.
—Adoro los niños, a veces pienso en adoptar uno, es
decir, si mi marido me lo permitiese.
Yo pensaba en el pobre señor que se dejaba arrastrar
por su gran perro blanco y sonreía interiormente.
—Pero no sé si me lo permitiría —continuaba la la
signora—. No sé si lo permitiría... —y se quedaba
silenciosa un momento, como si examinara una idea
nueva.
Unos días después, estábamos sentados en el jardín
después del almuerzo tomando nuestro café y el padre de
Guido en vez de pasar y saludarnos con una inclinación
de cabeza, como de costumbre, y con el jovial buenos
días, se detuvo y empezó a conversar. Era un hombre
hermoso, no muy alto, pero bien proporcionado, vivo, de
movimientos elásticos y lleno de vida. Tenía un fino
rostro moreno, con las facciones de un romano,
iluminado por un par de los más inteligentes ojos
grises que yo haya visto. Casi brillaban con demasiada
inteligencia, cuando, y eso acontecía a menudo, trataba
con una apariencia de perfecta franqueza y de infantil
inocencia de sacar algo o de envolverlo a uno.
Complaciéndose en sí misma, esa inteligencia brillaba
de malicia. El rostro podía ser ingenuo, impávido, casi
imbécil en su expresión, pero los ojos en esas
ocasiones lo traicionaban completamente. Ya uno sabía
al verlos brillar así que había que ponerse en guardia.
Hoy, sin embargo, no tenían esa luz peligrosa. No
quería sacarnos nada, nada de valor: sólo un consejo—
artículo, él lo sabía bien, que muchas personas dan
encantadas. Pero quería consejo en algo que para
nosotros era un asunto algo delicado: sobre la signora
Bondi. Carlos se había quejado de ella con frecuencia.
—El viejo es bueno —nos decía— muy bondadoso, es la
verdad. —Lo que significaba, sin duda, entre otras
cosas, que se dejaba engañar fácilmente Pero su
mujer... Bueno, la mujer era una mala bestia. Y nos
contaba cuentos de su rapacidad insaciable: pedía
siempre más de la mitad de la cosecha, que, según la
ley, es lo que corresponde al propietario. Se quejaba
de sus sospechas: lo acusaba constantemente de malos
manejos, de robo —a él, se golpeaba el pecho, a él, el
alma de la honradez—. Se quejaba de su ciega avaricia:
no quería gastar en el abono necesario, no quería
comprarle otra vaca, ni quería instalar luz eléctrica
en los establos.
Le manifestamos nuestra simpatía, pero con prudencia,
sin dar una opinión decisiva. Los italianos son
maravillosos para hablar sin comprometerse; no dirán ni
una palabra al interesado hasta estar absolutamente
ciertos que esa palabra es justa y necesaria y, ante
todo, perfectamente segura. Habíamos vivido bastante
entre ellos para no imitar su prudencia. Lo que
dijéramos a Carlos estábamos seguros que tarde o
temprano llegaría a oídos de la signora Bondi. No se
ganaba nada con agriar innecesariamente nuestras
relaciones con la señora —solamente perder, quizá, otro
quince por ciento.
Hoy no eran quejas sino perplejidad. La signora le
había mandado buscar, parecía, para preguntarle qué
diría él de un ofrecimiento —todo era hipotético en el
capcioso estilo italiano—: adoptar al pequeño Guido. El
primer impulso de Carlos había sido decir que eso no le
agradaba; pero esa contestación lo hubiera comprometido
de modo grosero. Había preferido decir que lo pensaría.
Y ahora nos pedía un consejo.
—Haga lo que le parezca mejor —fue, en efecto, lo que
contestamos. Pero le dimos a entender de una manera
velada, aunque precisa, que a nuestro parecer la
signora Bondi no sería una buena madre adoptiva para el
niño. Y Carlos se inclinaba a convenir en ello. Además,
quería mucho al niño.
—Pero la cuestión es —concluyó con tristeza— que si
realmente se le ha metido en la cabeza tener al chico,
no dejará nada por hacer para tenerlo. Nada.
Él también, se veía muy bien, hubiera querido, que los
físicos se ocuparan de las mujeres desocupadas sin
hijos pero de temperamento sanguíneo, antes de tratar
de emprenderla con el átomo. Sin embargo, pensaba yo,
mientras se alejaba a grandes pasos por la terraza,
entonando poderosamente una canción con estentóreo
acento, hay ahí fuerza y vida suficiente en esos
miembros elásticos, tras esos brillantes ojos grises,
para sostener una seria lucha aun con las acumuladas
fuerzas vitales de la signora Bondi.
Fue algunos días después de este incidente cuando mi
gramófono y dos o tres cajones de discos llegaron de
Inglaterra. Fue un gran recurso para nosotros en
nuestra montaña, que nos proporcionó lo único que
faltaba a esta soledad tan espiritualmente fértil —
perfecta isla de robinsones suizos—: la música. No se
oye mucha música en Florencia en esta época. Los
tiempos en que el Dr. Buney podía recorrer Italia,
escuchando una interminable sucesión de óperas,
sinfonías, cuartetos, cantatas —todas nuevas—, ya
pasaron. Pasados los tiempos en que un docto músico,
sólo inferior al Reverendo Padre Martini de Bolonia,
podía admirar los cantos campesinos y lo que
tamborileaban y rascaban en sus instrumentos de músicos
ambulantes.
He viajado semanas por la península sin oír ni una
nota que no fuera Salomé o la canción fascista. Ya que
no poseen otra riqueza que haga la vida agradable o
soportable, las metrópolis del Norte tienen la riqueza
de la música. Es, tal vez, el único atractivo que puede
hallar un hombre razonable para habitar en ellas. Los
otros atractivos —alegría organizada, gente,
conversación variada, placeres mundanos ¿qué son,
después de todo, sino un gasto del intelecto que nada
recibe en cambio? Y luego el frío, la oscuridad, la
suciedad, la humedad, la inmundicia... No, donde la
necesidad solamente puede retenerlo a uno no puede
haber otro halago que la música. Y la música, gracias
al ingenioso Edison, se puede llevar ahora en una caja
y sacarla en cualquier soledad que uno quiera visitar.
Se puede vivir en Benin, o en Nuneaton, o en Tozeur en
el Sahara, y oír cuartetos de Mozart, o selecciones del
Clave bien temperado, o la Quinta Sinfonía, el quinteto
con clarinete de Brahms y los motetes de Palestrina.
Carlos, que había bajado a la estación con su carro y
su muía a buscar el cajón, estaba interesadísimo en el
aparato.
—Oiremos música otra vez —decía, mirándome desembalar
el gramófono y los discos—. Es difícil hacerla uno
mismo.
Sin embargo, pensaba yo, él se arregla para hacer
bastante. En las noches cálidas solíamos oírlo tocar la
guitarra y cantar suavemente, sentado a la puerta de su
casa; el chico mayor tocaba en falsete la melodía en el
mandolín y a veces toda la familia hacía coro, y la
oscuridad se llenaba con el acento apasionado de sus
voces. Cantaban, principalmente, canciones de
Piedigrotta, y las voces resbalaban ligadas nota a
nota, subían con pereza o se lanzaban de pronto en
suspiros enfáticos de un tono a otro. A distancia y
bajo las estrellas el efecto no era desagradable.
—Antes de la guerra —prosiguió— en épocas normales —y
Carlos tenía la esperanza, y hasta la creencia, de que
las épocas normales volverían y de que la vida sería
pronto tan fácil y barata como antes de la catástrofe—,
yo acostumbraba escuchar óperas en el politeama. ¡Ah,
eran magníficas! Pero ahora cuesta cinco liras la
entrada.
—Demasiado caro —yo asentía.
—¿Tiene Il Trovatore? —preguntaba.
Sacudí la cabeza.
—¿Rigoletto?
—Creo que no.
—¿La Boheme, Fanciulla del West, Pagliacci?
Yo seguía decepcionándolo.
—¿Tampoco Norma? ¿Y el Barbiere?
Puse Battistini en "La ci darem" de Don Giovanni.
Convino en elogiar el canto; pero se veía que la
música no le satisfacía. ¿Por qué? No le fue fácil
explicarlo.
—No se parece a Pagliacci —dijo por fin.
—No es palpitante —asentí.
Y reflexioné que ésa es realmente la diferencia entre
palpitante y no palpitante y que en eso se separa el
gusto musical moderno del antiguo. La corrupción de lo
mejor, pensé, es lo peor. Beethoven enseñó a la música
a palpitar con su pasión espiritual e intelectual.
Desde entonces no ha cesado de palpitar, pero con la
pasión de hombres inferiores. Indirectamente, pensé,
Beethoven es responsable de Parsifal, Pagliacci y del
Poema del Fuego; más indirectamente de Sansón y Dalila
y de "Ivy, cling to me". Las melodías de Mozart pueden
ser brillantes, memorables, contagiosas; pero no
palpitan, no lo sujetan a uno entre suspiros y
lágrimas, no llevan al auditorio a éxtasis eróticos.
Para Carlos y sus hijos mayores, mi gramófono, me
temo, fue una decepción. Eran demasiado corteses para
decirlo abiertamente; dejaron, simplemente, al cabo de
los dos primeros días de interesarse por el aparato y
su música. Preferían la guitarra y su propio canto.
Guido, al contrario, estaba interesadísimo. Y le
gustaban, no los bailes alegres, a cuyos ritmos vivaces
Robin marchaba dando vueltas y marcando el paso como
todo un regimiento de soldados, sino la música genuina.
El primer disco que oyó, recuerdo, fue el del
movimiento lento del Concierto de Bach en re menor para
dos violines. Ése fue el primer disco que puse, apenas
Carlos me dejó. Me parecía, en cierto modo, la pieza
más musical con que refrescar mi espíritu tan sediento
de música —la bebida más clara y más fresca. Comenzaba
a iniciarse el ritmo y se ponía en movimiento
desarrollando sus puras y melancólicas bellezas, de
acuerdo con las leyes de la lógica intelectual más
exigentes, cuando los dos niños, Guido primero y el
pequeño Robin siguiéndolo sin aliento, hicieron ruidosa
irrupción en la pieza, entrando de la loggia.
Guido se detuvo ante el gramófono, y se quedó inmóvil,
escuchando. Sus ojos, de pálido azul grisáceo, se
abrieron desmesurados, y, con un pequeño gesto nervioso
que ya había notado antes, se tiró el labio inferior
apretando el pulgar y el índice. Debió de haber hecho
una profunda aspiración; porque noté que después de
escuchar por algunos segundos espiró vivamente, y
aspiró una nueva dosis de aire. Me miró un instante —
mirada interrogadora, entusiasta, asombrada—, se rió
con una risa que se volvió un estremecimiento nervioso,
y se volvió hacia la fuente de esos maravillosos
sonidos. Imitando servilmente a su amigo mayor, Robin
se había colocado también ante el gramófono, en
idéntica postura, echando de vez en cuando una mirada a
Guido, para asegurarse de que la copia era fiel, hasta
el gesto de tirarse el labio. Pero al cabo de un minuto
se cansó.
—Soldados —me dijo, volviéndose hacia mí—. Como en
Londres. —Recordaba los ragtimes y las alegres marchas
alrededor del cuarto.
Puse un dedo en mis labios. —Después—, murmuré. Robin
pudo quedarse quieto y silencioso otros veinte
segundos. Luego asió a Guido por el brazo gritando: —
Vieni, Guido! Soldados, soldati. Vieni giuocare
soldati!
Por primera vez vi a Guido impacientarse. —¡Vai! —dijo
con enojo pegando a Robin en la mano y empujándolo con
rudeza. Y se aproximó más al aparato como para
resarcirse escuchando más intensamente de lo que había
perdido con la interrupción.
Robin lo miró atónito. Nunca había pasado nada
semejante. Luego rompió a llorar y vino a mí en busca
de consuelo.
Cuando la querella se apaciguó —y Guido, sinceramente
arrepentido, volvió a ser tan bueno como sabía serlo,
cuando la música se detuvo y su espíritu ya libre pudo
pensar en Robin— le pregunté qué pensaba de la música.
Me dijo que era hermosa. Pero bello en italiano es una
palabra vaga, que se dice con demasiada frecuencia para
que signifique algo.
—¿Qué te ha gustado más? —insistí. Porque parecía
haber gozado tanto que yo tenía curiosidad de saber qué
era lo que realmente prefería.
Quedó silencioso un momento, con el ceño fruncido,
pensando. —Bueno —dijo al fin—, me gusta la parte que
era así. —Y tarareó una larga frase—. Y también otras
cosas que cantaban al mismo tiempo —se interrumpió—,
que cantaban así ¿qué eran?
—Se llaman violines —le dije.
—Violines. —Bajó la cabeza—. Bueno. El otro violín
hacía así. —Volvió a tararear—. ¿Por qué uno no los
puede cantar al mismo tiempo? ¿Y qué hay en la caja?
¿Por qué hace ese ruido? —Las preguntas se sucedían en
sus labios.
Le contesté lo mejor que pude, mostrándole las
espirales grabadas en el disco, la púa, el diafragma.
Le hice recordar cómo vibra la cuerda de la guitarra al
ser apretada; el sonido es un sacudimiento del aire, le
dije, y traté de explicarle cómo esos sacudimientos se
imprimen en el disco negro. Guido me escuchaba
gravemente, asintiendo con la cabeza de vez en cuando.
Tuve la impresión que había comprendido perfectamente
lo que le decía.
A todo esto, el pobre Robin estaba tan tremendamente
aburrido, que me dio lástima, y mandé a los dos a jugar
al jardín. Guido se fue, obedeciendo, pero me di cuenta
que hubiera preferido quedarse dentro oyendo música. Un
poco después, al mirar afuera, estaba escondido en lo
más sombrío, bajo el gran laurel, rugiendo como un
león, y Robin riéndose un poco nervioso —como si
temiera que el horrible ruido pudiera ser, después de
todo, el rugido de un verdadero león— blandía un palo,
con el que buscaba entre el matorral, gritando: —¡Sal,
sal de ahí! ¡Quiero tirar y atraparte!
Después del almuerzo, cuando Robin subió a dormir su
siesta, apareció Guido. —¿Puedo ahora escuchar la
música? —preguntó. Y por una hora se sentó frente al
aparato, con la cabeza inclinada de lado, escuchando
mientras yo ponía un disco tras otro.
Desde entonces vino todas las tardes. Pronto conoció
toda mi colección de discos, tenía sus preferencias y
sus antipatías y podía pedir lo que deseaba oír
tarareando el tema principal.
—Ése no me gusta —decía del Till Eulenspiegel, de
Strauss—. Se parece a lo que cantamos en casa. No es
exactamente igual ¿verdad?... pero se parece bastante.
¿Comprende? —Nos miraba con un aire perplejo y lleno de
ansiedad como pidiéndonos que lo comprendiéramos y
librarse así de nuevas explicaciones. Asentimos. Guido
prosiguió: —Y, además —decía—, el final no parece
salir, como es debido, del principio. No es como el que
oí la primera vez. — Tarareó uno o dos compases del
movimiento lento del Concierto en re menor de Bach.
—No es —repliqué— como cuando se dice: A todos los
niños les gusta jugar. Guido es un niño. Entonces a
Guido le gusta jugar.
Frunció el ceño. —Sí, quizá sea eso —dijo al fin—. El
primero que usted puso es más bien eso. Pero —añadió
con un celo extraordinario de la verdad— a mí no me
gusta tanto jugar como a Robin.
Wagner era una de sus antipatías, también Debussy.
Cuando puse el disco de uno de los Arabesques, me dijo:
—¿Por qué repite y repite la misma cosa? Debía decir
algo nuevo, o seguir, o hacer algo grande. ¿No
encuentra algo distinto?— Pero su crítica fue severa
con el Après-midi d'un faune.
—Las cosas tienen hermosas voces —dijo.
Mozart le encantaba. El dúo de Don Juan, que su padre
encontró poco palpitante, encantaba a Guido. Pero
prefería los cuartetos y los trozos de orquesta.
—Me gusta más la música que el canto —decía.
A mucha gente, pensaba yo, le gusta más el canto que
la música; se interesan más en el ejecutante que en lo
que ejecuta, y encuentran la orquesta impersonal menos
emocionante que el solista. El tocar del pianista es el
rasgo humano, y el do de la soprano es la nota
personal. Es por el interés de este rasgo y de esta
nota por lo que el auditorio colma las salas de
concierto.
Guido, sin embargo, prefería la música. Es verdad que
también le gustaban "La ci darem" y "Deh, vieni alia
finesta", pensaba que "Che soave zefiretto" era tan
encantador que todos los conciertos debían empezar con
él. Pero prefería lo otro. Una de sus favoritas era la
obertura de Fígaro. Hay un pasaje casi al principio, en
que los primeros violines se elevan a lo más alto de su
encanto; cuando la música llegaba a ese punto,
sorprendía una sonrisa que se acentuaba y brillaba en
el rostro de Guido, aplaudía y se reía de placer en
alta voz.
En el otro lado del disco estaba grabada la obertura
de Egmont, de Beethoven. Casi le gustaba más que la de
Fígaro.
—Tiene más voces —explicaba. Me encantó lo sagaz de la
crítica; porque es precisamente la riqueza de
orquestación lo que hace a Egmont superior a Las bodas
de Fígaro.
Pero lo que le conmovía más que nada era la obertura
de Coriolano. El tercer movimiento de la Quinta
Sinfonía, el segundo de la Séptima, el lento del
Concerto Emperador, rivalizaban con Coriolano, pero
nada lo excitaba tanto. Un día me lo hizo repetir tres
o cuatro veces seguidas; luego lo puso a un lado.
—Me parece que ya no quiero oírlo más...
—¿Por qué?
—Es demasiado... demasiado... —titubeaba—, demasiado
grande —dijo al fin—. Realmente no lo entiendo. Ponga
el que dice así —tarareó una frase del Concierto en re
menor.
—¿Te gusta más? —le pregunté.
Sacudió la cabeza. —No, exactamente. Pero es más
fácil.
—¿Más fácil? —Me parecía un término raro para aplicar
a Bach.
—Lo entiendo mejor.
Una tarde, mientras estábamos en medio de nuestro
concierto, se presentó la signora Bondi. Empezó en
seguida a llenar de caricias al niño; lo besó, le
palmeó la cabeza, y le hizo los cumplidos más
exagerados sobre su figura. Guido se apartó de ella.
—¿Te gusta la música? —le preguntó.
El niño asintió.
—Creo que tiene mucha disposición —dije—, de todos
modos tiene un oído maravilloso y un don para escuchar
y analizar que nunca había visto en un niño de esa
edad. Desearíamos alquilar un piano para que
aprendiera.
Unos instantes después me reproché el franco elogio
del niño, porque la signora Bondi empezó a protestar y
decir que si ella lo pudiera educar le pondría los
mejores maestros, haría de él un gran músico —y por
añadidura, un niño prodigio. Estoy seguro, que ya se
veía, sentada maternalmente, vestida de raso negro y
adornada de perlas, próxima al gran Stinway, mientras
el angélico Guido vestido como el pequeño Lord
Fauntleroy tocaba Liszt o Chopin, haciendo las delicias
de un apretado auditorio. Ella veía los ramos y demás
complicados tributos florales, oía los aplausos y las
pocas palabras bien elegidas con que los maestros,
conmovidos hasta el llanto, saludaban la revelación del
pequeño genio. Era, para ella, más importante que nunca
la conquista del niño.
Cuando se fue la signora Bondi, Elizabeth observó:
—La has puesto terriblemente ávida. Será mejor
decirle, la próxima vez que venga, que te has
equivocado y que el muchacho no tiene el talento
musical que pensabas.
El piano llegó a su debido tiempo. Después de dar a
Guido un mínimum de conocimientos preliminares, le
permití tocar. Empezó sacando en el piano las melodías
que había oído, reconstruyendo la harmonía en que están
basadas. Después de algunas lecciones, comprendió los
rudimentos de la música y pudo leer a primera vista,
aunque lentamente, un pasaje sencillo. Todo el proceso
de la lectura le era, sin embargo, desconocido; conocía
las letras, pero nadie le había enseñado a leer frases
y ni aun palabras.
Aproveché la oportunidad, la primera vez que volví a
ver a la signora, para asegurarle que Guido me había
defraudado. No tenía, en verdad, ningún talento
musical. Demostró pena al oírlo, pero me di cuenta de
que no me creía en absoluto. Probablemente creyó que
nosotros también teníamos interés en el niño, y
queríamos guardar al niño prodigio, privándola de lo
que ella consideraba como un derecho feudal. Pues ¿no
eran sus gentes, después de todo? Si alguien tenía que
aprovechar con la adopción del niño, debía ser ella.
Diplomáticamente, con mucho tacto, reanudó sus
negociaciones con Carlos. El muchacho, le aseguró,
tenía genio. Se lo había dicho el caballero extranjero,
y era una clase de persona que sabía de esas cosas. Si
Carlos le permitía adoptar el niño, ella lo haría
estudiar. Sería un gran músico y lo contratarían en la
Argentina y los Estados Unidos, en París y en Londres.
Ganaría millones y millones como Caruso, por ejemplo.
Le explicó que parte de esos millones serían para él.
Pero antes de enriquecerse el niño tenía que estudiar.
El estudio era costoso. En su propio interés y en el de
su hijo, debía dejarla hacerse cargo del niño. Carlos
le contestó que lo pensaría y volvió a pedirnos
consejo. Le sugerimos que en todo caso le convenía
esperar un poco y ver si el muchacho adelantaba.
Hacía grandes progresos, a pesar de mis afirmaciones a
la signora Bondi. Todas las tardes, mientras Robín
dormía, venía a su concierto y a su lección; sus
deditos adquirían fuerza y agilidad. Pero lo que más me
interesaba era que empezaba a componer piececitas.
Algunas las escribí al oírselas y aún las conservo. La
mayoría, cosa rara, me parecía entonces, eran clásicas.
Tenía pasión por lo clásico. Cuando le expliqué los
principios de esa forma, quedó encantado.
—Es hermoso —decía admirado—. ¡Hermoso, hermoso, y tan
fácil!
Quedé sorprendido. No son los cánones tan
manifiestamente sencillos. Desde entonces pasaba la
mayor parte del tiempo componiendo cánones para su
propio entretenimiento. Eran a menudo notablemente
ingeniosos. Pero en la composición de otra clase de
música no se mostró tan fecundo como yo esperaba.
Compuso y armonizó uno o dos aires solemnes como
himnos, con algunas piezas más ligeras del tipo de
marchas militares. Como composiciones de una criatura
eran extraordinarias; todos solemos ser genios hasta
los diez años. Pero yo había esperado que Guido
seguiría siendo genio a los cuarenta; en cuyo caso lo
que era extraordinario para un niño normal no era
bastante extraordinario para él. No es un Mozart,
conveníamos, volviendo a tocar sus piezas. Yo sentía,
lo confieso, casi un resentimiento. No valía la pena
preocuparse por algo menos importante que un Mozart.
No era un Mozart, no, pero era alguien, y debía llegar
a descubrirlo, casi tan extraordinario.
Hice este descubrimiento una mañana, al principio del
verano. Estaba trabajando, sentado a la sombra tibia de
nuestro balcón que mira al norte. Guido y Robín jugaban
abajo en el jardincito. Absorbido en mi trabajo,
supongo, sólo me di cuenta del poco ruido que hacían
los niños, después de un prolongado silencio. No se
sentían ni gritos ni corridas: sólo una tranquila
conversación. Sabiendo por experiencia que cuando los
niños están quietos es porque se ocupan en algo
prohibido, me levanté y miré por sobre la balaustrada
lo que hacían. Esperaba verlos chapoteando agua, o
encendiendo un fuego o cubriéndose de alquitrán. Pero
lo que vi fue a Guido que, con un palo tiznado,
demostraba sobre las piedras lisas de la vereda que el
cuadrado construido sobre la hipotenusa de un triángulo
rectángulo es igual a la suma de los cuadrados
construidos sobre los dos otros lados.
Arrodillado en el suelo, dibujaba con la punta de su
palo quemado sobre el piso. Y Robin, arrodillado, por
imitación a su lado, empezaba, se veía, a impacientarse
un poco con ese juego tan tranquilo.
—Guido —le dijo. Pero Guido no hizo caso. Frunciendo
el ceño, pensativo, continuó su diagrama. — ¡Guido! —El
más pequeño de los dos se inclinó y encogió el cuello
para poder mirar de abajo arriba el rostro de Guido: —
¿Por qué no dibujas un tren?
—Después —dijo Guido—. Pero quiero, primero, mostrarte
esto. ¡Es tan hermoso! —agregó con tono engañador.
—Pero yo quiero un tren. —insistió Robin.
—En seguida. Espera un momento. —El tono era casi
suplicante. En un minuto Guido concluyó sus diagramas.
—¡Ya está! —dijo triunfalmente, levantándose para
mirarlos—. Ahora te voy a explicar.
Y empezó a demostrar el teorema de Pitágoras, no como
Euclides, sino por el método más sencillo y
satisfactorio que. según todas las probabilidades
empleó el mismo Pitágoras. Había dibujado un cuadrado
que había seccionado, con un par de perpendiculares
cruzadas, en dos cuadrados y dos rectángulos iguales.
Dividió los dos rectángulos iguales por sus diagonales
en cuatro triángulos rectángulos iguales. Los dos
cuadrados resultan estar construidos sobre los lados
del ángulo recto de esos triángulos. Eso era, el primer
dibujo. En el siguiente, tomó los cuatro triángulos
rectángulos en los cuales estaban divididos los
rectángulos y los dispuso alrededor del cuadrado
primitivo, de manera que sus ángulos rectos llenaran
los ángulos de las esquinas del cuadrado, las
hipotenusas en el interior y el lado mayor y menor de
los triángulos como continuación de los lados del
cuadrado (siendo iguales, cada uno, a la suma de esos
lados). De este modo, el cuadrado primitivo está
seccionado en cuatro triángulos rectos iguales y un
cuadrado construido sobre su hipotenusa. Los cuatro
triángulos son iguales a los dos rectángulos de la
primera división. Resulta que el cuadrado construido
sobre la hipotenusa es igual a la suma de dos cuadrados
—los cuadrados de los dos catetos— en los cuales, con
los rectángulos, fue dividido el primer cuadrado.
En un lenguaje muy poco técnico, pero claramente y con
implacable lógica, Guido expuso su demostración. Robin
escuchaba, con aire de total incomprensión en su rostro
vivo y cubierto de pecas.
—Treno —repetía de vez en cuando—. Treno, hazme un
tren.
—En seguida —imploraba Guido—. Espera un momento. Pero
mira esto; por favor. —Quería engatusarlo y
conquistarlo.
—¡Es tan hermoso! y ¡tan fácil!
Tan fácil... El teorema de Pitágoras parecía explicar
las predilecciones musicales de Guido. No era un
pequeño Mozart el que habíamos protegido; era un
pequeño Arquímedes, que como la mayoría de sus
congéneres, tenía también una inclinación por la
música.
—¡Treno, treno! —gritaba Robin, inquietándose más y
más a medida que proseguía la explicación. Y como Guido
insistiera en continuar su demostración, se enojó: —
¡Catiivo Guido! —gritaba, y empezó a darle puñetazos.
—Bueno —dijo Guido resignado—. Te voy a hacer un tren—
, y con su palo quemado se puso a garabatear las
piedras.
Yo seguí mirando en silencio. No era un tren muy
notable. Guido podía inventar, él solo, el teorema de
Pitágoras y demostrarlo, pero no valía gran cosa como
dibujante.
—¡Guido! —lo llamé. Los dos niños se volvieron a la
vez levantando los ojos. —¿Quién te ha enseñado a
dibujar esos cuadrados? —No era imposible que alguien
le hubiera enseñado eso.
—Nadie. —Sacudió la cabeza. Luego, ansiosamente, como
si temiera que hubiera algo malo en dibujar cuadrados,
prosiguió disculpándose y explicándome. —¿Verdad? —
dijo— me parecía tan hermoso. Porque aquellos cuadrados
—señaló los dos pequeños cuadrados de la primera
figura— son del mismo tamaño que éste. E indicando el
cuadrado sobre la hipotenusa en la segunda, me miró con
una conciliadora sonrisa.
Asentí. — Sí, es muy hermoso —le dije—; en verdad, muy
hermoso.
Una expresión de alivio y contento apareció en su
rostro; se rió de alegría. —Mire, es así —prosiguió
satisfecho con iniciarme en el glorioso secreto que
había descubierto—: cortan esos dos largos cuadrados —
quería decir rectángulos— en dos rebanadas. Entonces
hay cuatro rebanadas, iguales, porque, porque —¡oh, he
debido decirlo antes!— porque esos cuadrados son
iguales, porque esas líneas, vea…
—Pero yo quiero un tren —protestó Robin.
Inclinado sobre el balcón, miraba yo los niños, allá
abajo y pensaba en la cosa extraordinaria que acababa
de ver y en lo que significaba.
Pensaba en las enormes diferencias entre seres
humanos. Clasificamos los hombres por el color de sus
ojos y de su pelo, por la forma de sus cráneos. ¿No
sería mejor dividirlos en especies intelectuales? Habrá
siempre un más ancho abismo entre los extremos tipos
mentales que entre un bosquimano y un escandinavo. Este
niño, pensaba, cuando crezca, será, comparado conmigo,
lo que un hombre es comparado con un perro. Y hay otros
hombres y mujeres que son casi perros comparados
conmigo.
Tal vez los hombres de genio son los hombres
verdaderos. En toda la historia de la raza humana sólo
ha habido algunos miles de verdaderos hombres. Y el
resto de nosotros ¿qué somos? Animales capaces de
aprender. Sin la ayuda de los verdaderos hombres, no
habríamos descubierto casi nada. Casi todas las ideas
que nos son familiares nunca se les hubieran ocurrido a
espíritus como los nuestros. Si se siembra en ellos, la
semilla germina, pero nuestro espíritu habría sido
incapaz de engendrarlas.
Hay naciones enteras de perros, pensaba yo, épocas
enteras en las que no ha nacido ni un Hombre. De los
pesados egipcios recogieron los griegos la dura
experiencia y reglas empíricas para hacer ciencias.
Pasaron más de mil años antes que Arquímedes tuviera un
sucesor que se le pareciera. No ha habido más que un
Buda, un solo Jesús, un solo Bach cuyo nombre nos haya
quedado, un solo Miguel Ángel.
¿Será una pura casualidad que nazca un Hombre de
tiempo en tiempo? ¿Qué será lo que produce toda una
constelación de ellos en una misma época y en un mismo
pueblo?
Taine creía que Leonardo, Miguel Ángel y Rafael
nacieron en ese momento porque la época estaba madura
para grandes pintores y el paisaje italiano estaba en
armonía. En boca de un francés racionalista del siglo
diecinueve, resulta esta doctrina extrañamente mística;
no por eso tal vez menos cierta. ¿Pero coma explicar
los que nacen fuera de su tiempo? Blake, por ejemplo.
¿Cómo explicarlos?
Este niño —pensaba yo— ha tenido la suerte de nacer en
una época en la que podrá emplear útilmente sus
capacidades. Encontrará a mano los métodos analíticos
más perfeccionados; tendrá detrás de sí una prodigiosa
experiencia. Supongamos que hubiera nacido en la época
de los monumentos megalíticos; hubiera podido consagrar
toda su vida a descubrir los rudimentos, a adivinar
vagamente lo que ahora podría probar, quizá. Nacido en
la época de la conquista normanda, hubiera tenido que
luchar con todas las dificultades preliminares creadas
por un simbolismo inadecuado; le hubiera tomado años,
por ejemplo, aprender el arte de dividir
MMMCCCCLXXXVIII por MCMXIX. En cinco años, ahora,
aprenderá lo que han necesitado generaciones de Hombres
para descubrir. Y yo pensaba en la suerte de todos los
Hombres que nacieron tan lamentablemente a destiempo,
sin poder llevar a término nada o muy poco de algún
valor. Si Beethoven hubiera nacido en Grecia, pensaba,
hubiera tenido que contentarse con tocar sencillas
melodías en la flauta o la lira; en ese clima
intelectual le hubiera sido casi imposible imaginar la
naturaleza de la armonía.
Habiendo dibujado trenes, los niños, en el jardín
habían pasado al juego de los ferrocarriles. Daban
vueltas trotando; con las mejillas infladas y alargando
la boca como querubín que simboliza el viento. Robin
hacía puf-puf y Guido lo sujetaba por la blusa,
arrastrando los pies detrás de él y silbando. Corrían,
se volvían atrás, paraban en estaciones imaginarias, se
encarrilaban por desvíos, franqueaban con estrépito los
puentes, se metían ruidosamente en los túneles, y
tenían sus choques y descarrilamientos. El joven
Arquímedes parecía tan feliz como el pequeño bárbaro de
cabellos rubios. Unos minutos antes se había ocupado
del teorema de Pitágoras. Ahora, silbando
infatigablemente, corriendo por rieles imaginarios, se
sentía feliz de retroceder y avanzar sobre los
canteros, entre los pilares de la loggia, dentro y
fuera de los negros túneles del laurel. El hecho de que
uno vaya a ser un Arquímedes no impide ser entretanto
un niño animado. Yo pensaba en ese raro talento
diferente y separado del resto de la mente,
independiente casi de la experiencia. El niño prodigio
típico es músico o matemático; los otros talentos
maduran lentamente bajo la influencia de la experiencia
emocional y crecen. Hasta los treinta años Balzac no
dio pruebas sino de ineptitud; pero a los cuatro el
joven Mozart ya era músico, y algunos de los mejores
trabajos de Pascal fueron realizados antes de los
veinte años.
En las semanas siguientes, yo alternaba las lecciones
de piano con lecciones de matemáticas. Eran más que
lecciones sugestiones, indicación de métodos, dejando
al niño desarrollar sus ideas. Así le hice conocer el
álgebra, haciéndole una nueva demostración del teorema
de Pitágoras. En esa demostración, se traza una
perpendicular de lo alto del ángulo recto sobre la
hipotenusa, y partiendo de la base de que los dos
triángulos así formados son semejantes entre ellos y al
triángulo primitivo, y que sus lados homólogos son en
consecuencia proporcionales, se demuestra
algebraicamente que c2+d2 (los cuadrados de los otros
dos lados) es igual a a2+b2 (los cuadrados de los dos
segmentos de la hipotenusa) +2ab; cuyo total, como se
puede demostrar con facilidad geométricamente, es igual
a (a+b)2, o sea al cuadrado construido sobre la
hipotenusa. Guido quedó tan encantado con los
rudimentos del álgebra, como si le hubiera regalado una
locomotora a vapor, con un calentador de alcohol para
la caldera; más encantado, tal vez, porque la máquina
se podía romper, y, quedando siempre igual, hubiera en
cualquier caso perdido su atractivo, mientras que los
rudimentos de álgebra se agrandaban y florecían en su
mente con una exuberancia infalible. Cada día descubría
algo que le parecía exquisitamente bello; el nuevo
juguete tenía posibilidades ilimitadas.
En los intervalos que nos dejaba la aplicación del
álgebra al segundo libro de Euclides, hacíamos pruebas
con círculos; plantamos bambúes en la tierra endurecida
por la sequía y medimos la sombra en distintas horas
del día, sacando de esas observaciones sensacionales
conclusiones. A veces, para entretenernos, cortábamos y
doblábamos hojas de papel para hacer cubos y pirámides.
Una tarde apareció Guido trayendo cuidadosamente en sus
pequeñas y sucias manos un endeble dodecaedro.
—¡É tanto bello! —decía mientras lo mostraba, y cuando
le pregunté cómo lo había hecho, se contentó con
sonreír y decir que ¡había sido tan fácil! Miré a
Elizabeth y me reí. Pero hubiera sido más
simbólicamente conveniente —me parecía— ponerme en
cuatro patas, remover la prolongación espiritual de mi
coxis y ladrar para expresar mi sorprendida admiración.
Fue un verano excepcionalmente caluroso. Al empezar el
mes de julio nuestro pequeño Robin, poco habituado a
temperatura tan elevada, empezó a ponerse pálido y
cansado; estaba distraído, había perdido su energía y
su apetito. El doctor aconsejó aire de montaña.
Decidimos pasar diez o doce semanas en Suiza. Mi regalo
de despedida a Guido fueron los seis primeros libros de
Euclides en italiano. Volvió las páginas mirando
extasiado los diagramas.
—Si yo pudiera leer bien —decía—; soy tan estúpido.
Pero ahora me pondré a aprender seriamente.
Desde nuestro hotel en Grindelwald le enviamos en
nombre de Robin varias postales con vacas, picos
alpinos, chalets suizos, edelweiss y cosas por el
estilo. Sin recibir respuesta; pero tampoco la
esperábamos. Guido no podía escribir y no había motivo
para que su padre o sus hermanas se molestasen en
escribir por él. No hay noticias, pensamos, buenas
noticias. Y un día, al empezar setiembre llegó al hotel
una extraña carta. El administrador la había colocado
bajo el cristal del tablero del hall, de manera que los
huéspedes pudieran verla, y la reclamara el que se
creyera destinatario. Pasando para ir a almorzar,
Elizabeth se detuvo a mirar.
—Pero, si debe ser de Guido —dijo.
Fui y miré, por sobre su hombro. No tenía estampilla y
estaba negra con los sellos de correo. Escritas con
lápiz, las grandes e indecisas mayúsculas cubrían el
sobre. En la primera línea se leía: AL BABBO DI ROBÍN,
y seguía una versión disfrazada del nombre del sitio y
del hotel. Alrededor de la dirección, asombrados
empleados de correo habían garabateado supuestas
correcciones. La carta había vagado, a lo menos por una
quincena, atrás y adelante por la faz de Europa.
"Al babbo de Robin. Al padre de Robin." Me reí. ¡Una
hazaña de los carteros traerla hasta aquí! Me fui a la
administración, probé la justicia que tenía para
reclamar la carta y, habiendo pagado los cincuenta
céntimos de multa por la falta de franqueo, abrieron la
caja y me la entregaron. Fuimos a almorzar.
—La letra es magnífica —convinimos, riendo, mientras
examinábamos de cerca la dirección.
—Gracias a Euclides —agregué—. Esto resulta de
engolfarse en la pasión dominante.
Pero cuando abrí el sobre y vi el contenido, dejé de
reír. La carta era breve y casi telegráfica en su
estilo. SONO DALLA PADRONA, decía, NON MI PIACE HA
RUBATO IL MIO LIBRO NON VOGLIO SUONARE PIU VOGLIO
TORNARE A CASA VENGA SUBITO GUIDO.
—¿Qué hay?
Alcancé la carta a Elizabeth. —Esa maldita mujer se ha
apoderado de él —dije.
* * *
Bustos de hombres con sombreros de anchas alas,
ángeles anegados en lágrimas de mármol apagando
antorchas, estatuas de niñitas, querubines, figuras
veladas, alegorías e implacables realismos —los ídolos
más extraños atrayendo las miradas y gesticulando
mientras pasábamos. Trazadas indeleblemente en hierro e
incrustadas en la roca viva, aparecen, bajo vidrio, las
oscuras fotografías entre las cruces, los túmulos de
piedra y las más humildes columnas tronchadas. Señoras
difuntas, vestidas a la moda de hace treinta años —dos
conos de raso negro juntando los vértices en la
cintura, y los brazos; una esfera hasta el codo, y más
abajo un pulido cilindro—, sonríen tristemente en sus
marcos de mármol; las caras sonrientes, las manos
blancas, son los únicos rastros humanos reconocibles
que emergen de la sólida geometría de sus trajes.
Hombres de bigotes negros, hombres de barba blanca,
jóvenes rasurados, miran o vuelven la mirada para
mostrar su perfil romano. Criaturas en sus tiesos
trajes de fiesta sonríen a la espera del pajarito que
va a salir por la abertura de la cámara, sonriendo
escépticamente porque saben que no va a salir,
sonriendo trabajosa y obedientemente porque se les ha
dicho que sonrían. En casitas góticas de mármol los
ricos difuntos reposan privadamente; a través de
puertas enrejadas se echa una mirada sobre pálidas
Inconsolables que lloran. Genios desesperados guardan
el secreto de la tumba. Las clases menos prósperas de
la mayoría duermen en comunidad, abrigadas bajo losas
lisas de mármol, y cada una cubre una tumba individual.
Estos cementerios continentales, pensaba, mientras
Carlos y yo seguíamos nuestro camino entre los muertos,
son más horrendos que los nuestros, porque estas gentes
se ocupan más de sus muertos que nosotros. Este culto
primordial del cadáver, esa tierna solicitud por su
bienestar, que conducía a los antiguos a abrigar sus
muertos bajo piedras, mientras ellos vivían entre muros
de mimbre y bajo techos de paja, persiste aquí todavía;
persiste, yo pensaba, con más vigor que entre nosotros.
Hay aquí cien estatuas gesticulantes para una sola en
un cementerio inglés. Hay más panteones de familia;
están más "lujosamente dispuestos" (como se dice de los
barcos y de los hoteles) que los que pueden encontrarse
entre nosotros. Y hay fotografías incrustadas en cada
lápida para recordar a los despojos pulverizados que
reposan allá abajo qué forma deberán tomar el día del
Juicio final; al lado de cada una cuelgan lamparitas
que deben arder con optimismo el día de difuntos. Están
más cerca que nosotros, pensé, del Hombre que construyó
las Pirámides. —¡Si hubiera sabido! —repetía Carlos—
¡si lo hubiera sabido! —Su voz me llegaba lejana a
través de mis pensamientos. — Entonces nada le
importaba. ¿Cómo podía adivinar que tomaría, luego, la
cosa tan a pecho? ¡Y ella me ha engañado, me ha
mentido!
Le aseguré una vez que él no tenía culpa. Sin embargo,
la tenía en parte. En parte, también era la mía;
hubiera debido pensar en esa posibilidad y haberla
previsto de un modo u otro. Y él no debió dejar partir
al niño, aunque fuera provisionalmente o a prueba,
aunque la mujer lo hubiera presionado. Y la presión
había sido considerable. Los hombres de la familia de
Carlos habían trabajado por más de cien años en la
misma tierra y ahora había obligado al viejo a
amenazarlos con echarlos a la calle. Sería horrible
verse obligados a partir; y además no se encontraría
fácilmente dónde ir. Se le dio a entender, claramente,
que si permitía a la signora adoptar el niño, podría
quedarse. Por un poco de tiempo al principio, para ver
si el niño se hallaba bien. Nunca lo obligarían a
quedarse contra su voluntad. Y todo sería para bien de
Guido, y a fin de cuentas para su familia también. Lo
que el inglés había dicho, de que no era tan buen
músico como le había parecido primero, era una mentira
evidente, pura envidia y estrechez de espíritu; el
hombre que quería atribuirse el mérito de Guido; eso
era todo. Y el muchacho, claro está, no aprendería nada
con él. Lo que necesitaba era un verdadero maestro.
Toda la energía que, si los físicos supieran su
obligación, habría puesto dínamos en movimiento, se
puso en campaña. Empezó, intensivamente, apenas dejamos
la casa. Pensó, sin duda, la signora que tendría más
éxito en ausencia nuestra. Y además, era esencial tomar
la oportunidad cuando se ofrecía y apoderarse del niño
antes que nosotros hiciéramos nuestro ofrecimiento,
porque para ella no cabía duda que nosotros deseábamos
tener a Guido con igual entusiasmo.
Día tras día volvía a la carga. Después de una semana
mandó a su marido a quejarse del estado de las viñas:
estaban en un estado lamentable; había resuelto, o casi
resuelto, despedir a Carlos. Sumiso, avergonzado,
obedeciendo órdenes superiores, el viejo señor profirió
sus amenazas. Al día siguiente la signora Bondi volvió
al ataque. El padrone, declaró, estaba furioso; pero
ella hacía lo posible, todo lo posible, para aplacarlo.
Y después de una pausa significativa se puso a hablar
de Guido.
Al fin Carlos cedió. La mujer era demasiado
persistente y tenía muchos triunfos en la mano. El
chico podía ir y estar con ella uno o dos meses a
prueba. Si deseaba seriamente quedarse con la signora,
entonces podría adoptarlo en forma.
Aceptando la idea de ir a una playa —la signora Bondi
le dijo que irían a una playa— Guido se puso loco de
contento. Le había oído algo del mar a Robin. "Tanta
acqua". Le parecía de tan bueno casi imposible. Y ahora
él iría a ver esa maravilla. Y muy contento dejó a los
suyos.
Pero cuando se acabaron las vacaciones junto al mar, y
la signora Bondi regresó a su casa de la ciudad, empezó
a sentir nostalgia. La signora, en verdad, lo trataba
con gran bondad, le compraba trajes nuevos, lo llevaba
a tomar té en la Vía Tornabuoni y lo llenaba de pastas,
helados de fresa, crema de Chantilly y chocolates. Pero
le hacía estudiar el piano más de lo que Guido quería,
y, lo que era peor, le quitó su Euclides, con el
pretexto que le hacía perder tiempo. Y cuando dijo que
quería volver a su casa, lo entretuvo con promesas y
excusas y mentiras manifiestas. Le dijo que lo llevaría
la semana siguiente, si era bueno y estudiaba bastante
el piano mientras tanto, la semana próxima... Y cuando
llegó el momento, que su padre no quería que volviera.
Y la signora redoblaba sus mimos, le hacía costosos
regalos y lo llenaba de comidas indigestas. Inútil. A
Guido no le gustaba su nueva vida, no quería hacer
escalas, suspiraba por su libro, y deseaba
ardientemente volver junto a sus hermanos. La signora
Bondi, mientras tanto, confiaba en que el tiempo y los
chocolates harían que el niño se apegara a ella; y para
tener la familia a distancia, escribía a Carlos cada
dos o tres días cartas fechadas en la playa (se tomaba
el trabajo de enviarlas a una amiga, que las reexpedía
a Florencia), en las cuales hacía un cuadro encantador
de la felicidad de Guido.
Fue entonces cuando Guido me escribió su carta.
Abandonado, supuso, por su familia —porque el hecho de
que no vinieran a verlo estando tan cerca probaba esa
hipótesis— debió ver en mí su única y última esperanza.
Y la carta, con su fantástica dirección, había tardado
una quincena en llegar. Una quincena debió parecerle
cien años, y, sucediéndose los siglos gradualmente, sin
duda, el pobrecito se convenció de que yo también lo
había abandonado. Ya no había esperanza.
—Aquí es —dijo Carlos.
Alcé los ojos y me encontré ante un enorme monumento.
En una especie de gruta cavada en los flancos de un
monolito de piedra gris, el Amor Sagrado, en bronce,
abrazaba una urna funeraria. Y con letras de bronce
incrustadas en la piedra, se leía una larga leyenda
exponiendo cómo el inconsolable Ernesto Bondi había
levantado ese monumento a la memoria de su amada esposa
Annunziata como testimonio de eterno amor al ser
arrancado prematuramente de su lado y al que esperaba
reunirse pronto bajo esa losa. Su primera esposa
falleció en 1912. Pensé en el viejo atado a la correa
de su perro blanco; siempre debió ser un marido
extremadamente apegado a su mujer.
—Ahí lo han enterrado.
Nos quedamos largo rato en silencio. Sentí llenarse de
lágrimas mis ojos al pensar en el pobre niño que yacía
bajo tierra. Pensaba en aquellos graves y luminosos
ojos, y en la curva de su hermosa frente, en la caída
de la boca melancólica, en la expresión radiante del
rostro cuando aprendía algo nuevo, o cuando oía la
música que le gustaba. Y esa hermosa criatura había
muerto; y el espíritu que habitaba esa forma, ese
espíritu extraordinario, también había muerto antes de
empezar a vivir.
Y la pena que debió preceder al último acto, la
desesperación del niño, la convicción de su completo
abandono, eran cosas terribles ¡terribles!
Ahora será mejor irnos, dije al fin, y toqué al brazo
de Carlos. Estaba ahí, como un ciego, los ojos
cerrados, el rostro un poco levantado hacia el cielo;
de entre los párpados cerrados brotaban lágrimas, que
por un instante quedaban suspendidas y rodaban luego
por sus mejillas. Le temblaban los labios y se
adivinaba que hacía un esfuerzo para no moverlos.
—¡Vamos! —repetí.
El rostro, que en la pena había estado inmóvil, se
convulsionó de pronto; abrió los ojos, que a través de
las lágrimas brillaban con violenta cólera. —¡La mataré
—dijo— la mataré! ¡Cuando pienso que se ha tirado al
vacío, por la ventana...! — Bajando las dos manos que
levantaba sobre su cabeza, hizo un gesto violento, las
detuvo con brusca sacudida sobre el pecho. Y luego,
estremecido, estalló: —Es tan culpable como si lo
hubiera empujado ella misma. ¡La mataré! — Y apretó los
dientes.
Es más fácil montar en cólera que entristecerse; es
menos dolordso. Es reconfortante pensar en la venganza.
—No hable así —le dije—. No es bueno. Es estúpido. ¿Y
para qué? —Ya había tenido accesos parecidos cuando su
pena desbordaba y había tratado de apartarla. La cólera
era la puerta de escape más fácil. Ya había tenido yo
que traerlo por la persuasión al camino más duro del
dolor—. Es estúpido hablar así —le repetía, le repetía,
y lo arrastraba por el laberinto horrible de las
tumbas, en que la muerte parece aún más terrible.
Cuando salimos del cementerio y bajábamos de San
Miniato hacia el Piazzale Michelangelo, se fue
calmando. Su enojo se había fundido, otra vez, en la
pena de la que había tomado su fuerza y su amargura.
Nos detuvimos en el Piazzale por un momento para mirar
la ciudad, en el Valle allá abajo. Era un día de nubes
flotantes —formas grandiosas, blancas, grises, doradas—
y entre ellas parches de un fino azul transparente. La
linterna, que llegaba casi al nivel de nuestros ojos,
revelaba la cúpula de la catedral en toda su ligera
grandiosidad, sus vastas dimensiones y su fuerza aérea.
En los innumerables techos pardos y rosados de la
ciudad, el sol de la tarde reposaba blandamente,
suntuosamente, y se diría que las torres estaban como
barnizadas y esmaltadas de oro viejo. Pensé en todos
los Hombres que allí habían vivido, dejando huellas
visibles de su espíritu, y que habían concebido cosas
extraordinarias. Pensé en el niño muerto.
LOS CLAXTON
QUÉ espiritual y bella vida llevaban los Claxton en su
casita del Common! Hasta el gato era vegetariano —al
menos oficialmente—, hasta el gato. Lo cual hacía de
todo punto inexcusable la conducta de la pequeña
Silvia. Porque Silvia era un ser humano y tenía seis
años; mientras Pussy no era más que un gato y tenía
sólo cuatro. Si Pussy se contentaba con legumbres y
patatas y leche y un ocasional pedacito de manteca de
nuez como postre —Pussy que tenía un tigre en la
sangre— bien se podía esperar que Silvia se abstuviera
de comer tocino a hurtadillas y menos en casa ajena. Lo
que hacía al asunto tan especialmente doloroso a los
Claxton era que había sucedido bajo el techo de Judith.
Era la primera vez que. después de su casamiento
pasaban algunos días en casa de Judith. Martha Claxton
tenía un poco de miedo a su hermana, miedo de su
lengua, de su risa y de su irreverencia cortante. Y
también, por su marido, tenía un poco de envidia del
marido de Judith. Los libros de Jack Bamborough no sólo
eran estimados; también producían dinero. Mientras que
el pobre Herbert... "el arte de Herbert es demasiado
interior —solía explicar su mujer—, demasiado
espiritual para ser comprendido por la mayoría". Le
dolía el éxito de Jack Bamborough; era demasiado
rotundo. No le hubiera importado tanto que hubiera
ganado millones a despecho del desdén de la crítica si
con su aprobación no hubiera ganado un céntimo. Pero
recibir alabanzas y mil libras al año —era demasiado.
Un hombre no tiene derecho a sacar provecho de dos
mundos, el material y el espiritual a la vez, mientras
que Herbert nunca vendía nada y estaba totalmente
olvidado. A despecho de todo eso había aceptado, al
fin, la repetida invitación de Judith. Después de todo
hay que querer a su hermana y al marido de su hermana.
Además todas las chimeneas de la casa necesitaban una
limpieza, y había que reparar el techo en los sitios
por donde la lluvia penetraba. La invitación de Judith
llegó muy oportunamente. Martha aceptó, Y entonces
Silvia fue y cometió lo imperdonable. Al bajar al
desayuno antes que los demás robó una tajada de la
fuente de tocino con que sus tíos erróneamente
comenzaban el día. La llegada de su madre le impidió
comerla ahí mismo; tuvo que esconderla. Poco después,
Judith al buscar algo en el mueblecito italiano
incrustado vio un charquito de grasa seca en uno de los
cajones, prueba elocuente del robo. Pasó el día sin que
Silvia tuviera oportunidad de perpetrar el crimen
comenzado. Sólo por la tarde mientras bañaban a su
hermanito pudo tomar posesión de la rebanada de tocino,
ahora seca, fría y pegajosa. Con la precipitación del
culpable, subió a su cuarto y la escondió bajo la
almohada. Cuando al fin se apagó la luz, se la comió.
La traicionaron a la mañana siguiente las manchas de
grasa y un pedazo del pellejo masticado. Judith se rió
a carcajadas.
—Esto es como en el Jardín del Edén —balbuceó entre
las explosiones de su alegría—. La carne del Cerdo de
la ciencia del Bien y del Mal. Pero si tú quieres
rodear el tocino de misterio e imperativos categóricos
¿qué puedes esperar, mi querida Martha?
Martha siguió sonriendo con su acostumbrada sonrisa de
suave y dulce mansedumbre. Pero en su fuero interno
estaba furiosa; la niña los había puesto en ridículo
ante Judith y Jack. Le hubiera querido dar unas buenas.
Y en cambio —porque una no debe ser nunca dura con un
niño, ni dejarle ver que está contrariada— habló a
Silvia, le explicó; hizo un llamado a sus buenos
sentimientos más con pena que con enojo.
—Tu papá y yo creemos que no se debe hacer sufrir a
los animales cuando uno puede alimentarse con legumbres
que no sufren.
—¿Y qué saben ustedes? —preguntó Silvia con maligna
intención. Tenía el rostro afeado de rabia.
—Encontramos, querida, que no está bien —prosiguió
Mrs. Claxton, sin tomar en cuenta la interrupción—. Y
estoy segura que tú tampoco lo encontrarás, si te das
cuenta. Piensa, tesoro; para hacer ese tocino ha habido
que matar a un pobre lechoncito. Matarlo, Silvia.
Piensa en eso. Un pobre inocente lechoncito que no
había hecho mal a nadie.
—Pero yo detesto los cerdos —gritó Silvia. De pronto
su aire retobado se volvió feroz; sus ojos, que estaban
fijos y vidriosos con sordo despecho, brillaron
oscuramente—. Los odio, los odio, los odio.
—Muy bien —dijo tía Judith, llegando en el momento más
inoportuno, en pleno sermón—. Muy bien. Los cerdos son
asquerosos. Por eso la gente los llama cerdos.
A Martha le alegró volver a su casita sobre el Common
y a su hermosa vida, feliz de escapar a la risa burlona
de Judith y al perpetuo reproche que veía en el éxito
de Jack. En su casa era el ama, la dueña de los
destinos familiares. Se encantaba repitiéndoles a los
amigos que venían a visitarlos, con esa sonrisa que le
era peculiar: —Tengo la sensación, que a nuestro modo y
en pequeña escala, hemos fundado Jerusalén en la verde
y alegre Inglaterra.
El abuelo de Martha fue el fundador de la cervecería.
La cerveza integral Postgate era un nombre familiar en
Cheshire y Derbyshire. La parte de Martha en la fortuna
de la familia era alrededor de setecientas libras al
año. La espiritualidad y el desinterés de los Claxton
eran flores de una planta económica cuyas raíces
estaban bañadas en cerveza. Gracias a la sed de los
trabajadores ingleses, Herbert podía emplear su tiempo
y sus energías en vivir hermosamente en vez de trabajar
para ganarse la vida. La cerveza y el hecho de haberse
casado con Martha le permitían cultivar el arte y las
religiones, distinguirse en este mundo material como un
apóstol del idealismo.
—Es lo que se llama la división del trabajo —decía
Judith riendo—. Hay gentes que beben y Martha y yo
pensamos. Al menos pensamos que pensamos.
Herbert era uno de esos hombres que llevan
invariablemente una mochila a la espalda. Hasta en Bond
street, en las raras veces que iba a Londres, parecía
que Herbert estaba listo a escalar el Mont Blanc, La
mochila es un signo de espiritualidad. Para los
modernos teutones o anglosajones de corazón puro y
elevados pensamientos, el escándalo de la mochila es lo
que el escándalo de la cruz era para los franciscanos.
Cuando Herbert pasaba, con sus largas piernas y sus
knickerbockers, su rostro encuadrado en su barba rubia
como una llamarada, su mochila desbordando puerros y
coles en la profusión requerida para alimentar una
familia exclusivamente vegetariana, gritaban los
muchachos de la calle y las muchachitas se morían de
risa. Herbert se hacía el desentendido o si no brotaba
en su barba una sonrisa de perdón, con humor estudiado.
Todos tenemos que soportar nuestra mochila. Herbert
llevaba la suya no sólo con resignación, sino
audazmente, provocadoramente a la faz de los hombres; y
junto con la mochila los otros símbolos de su
diferencia, de la separación del resto de la vulgar y
grosera humanidad —la barba disimuladora, los
knickerbockers, la camisa a lo Byron. Estaba orgulloso
de esa diferencia.
—¡Sé bien que nos encuentran ridículos! —repetía a sus
amigos del craso mundo materialista—. Sé que se burlan
de nosotros como de una pandilla de locos.
—Pero no, pero no —mentían amablemente los amigos.
—Y sin embargo si no hubiera sido por los locos —
proseguía Herbert— ¿dónde estarían ustedes y qué
harían? Estarían todavía azotando a los niños,
torturando a los animales, ahorcando a la gente por
robar un chelín, y cometiendo los horrores que se
cometían en los buenos tiempos de antaño.
Estaba orgulloso, orgulloso; tenía conciencia de su
superioridad. Y Martha también. A despecho de su bella
sonrisa cristiana, estaba convencida de su
superioridad. Esa sonrisa era el sello de su
espiritualidad. Una versión benévola de la sonrisa de
Mona Lisa, que arqueaba sus delgados labios exangües en
una suave curva de gentil y misericordiosa caridad, que
cubría la natural expresión malhumorada de su rostro
con una especie de dulzura sin fundamento. Era el
resultado de largos años de obstinado renunciamiento,
de obstinada aspiración hacia la vida más elevada, de
un £ amor consciente y determinado por la humanidad y
sus enemigos. (Y para Martha, esos dos términos se
identificaban: la humanidad, aunque por nada en el
mundo lo hubiera confesado, era su enemiga. La sentía
hostil y por consiguiente la amaba, consciente y
concienzudamente; la amaba por la sencilla razón de que
la odiaba.)
Por fin, la costumbre había fijado esa sonrisa en su
rostro inalterablemente. Y ahí brillaba inalterable,
como los faros de un automóvil encendidos
inadvertidamente, que continúan ardiendo en pleno día.
Aun desconcertada o iracunda, cuando terca, con la
terquedad de una muía luchaba por imponer su voluntad,
la sonrisa persistía. Encuadrado en los bandeaux prerafaelista
de su pelo color ratón, su rostro pesado de
palidez malsana continuaba iluminado incongruentemente
por su amor misericordioso a la detestable humanidad
entera, y sólo los ojos grises dejaban a veces
traslucir un algo de las emociones que Martha reprimía
con tanto cuidado.
Fueron su bisabuelo y su abuelo los que hicieron la
fortuna de la familia. Su padre era ya por nacimiento y
educación el caballero propietario. La cerveza no era
en su vida más que un fondo económico provechoso para
sus actividades más distinguidas de sportsman, de
agricultor, de criador de caballos y de rododendros, de
miembro del Parlamento y de los mejores clubes de
Londres.
La cuarta generación estaba naturalmente madura para
el Arte y el Pensamiento. Y a su debido tiempo, con
toda puntualidad, Martha, ya adolescente, descubrió a
William Morris y Mrs. Besant, descubrió a Tolstoi y a
Rodin y la danza folklórica y a Lao-Tze. Resueltamente,
con toda la energía de su fuerte voluntad se dispuso a
la conquista de la espiritualidad, al sitio y la
captura de la Vida Superior. Y con no menor puntualidad
que su hermana, Judith adolescente descubrió la
literatura francesa y tuvo ligero entusiasmo (porque
estaba en ella ser ligera y alegre) por Manet y
Daumier, y hasta en un momento dado por Matisse y
Cézanne. A la larga la cervecería, conduce casi
infaliblemente al impresionismo, a la teosofía o al
comunismo.
Pero hay también otros caminos que conducen a las
alturas espirituales; era por uno de esos otros caminos
por donde Herbert había viajado. No había cerveceros en
sus antepasados. Venía de una capa social más baja, o,
al menos, más pobre. Su padre tenía una tienda de paños
en Nantwich. Mr. Claxton era un hombre flaco y débil
que gustaba de la discusión y de las cebollas en
vinagre. La mala digestión le había agriado el
carácter, y la conciencia crónica de su inferioridad lo
había convertido en un revolucionario y en un mandón
doméstico. En sus ocios leía libros socialistas y
escépticos y vituperaba a su mujer, que se refugiaba en
la religión no conformista. Herbert era un muchacho
inteligente con un don para pasar exámenes. Trabajaba
bien en la escuela. En su casa estaban orgullosos de
él, porque era hijo único.
—Recuerden mis palabras —decía su padre, iluminado
proféticamente en ese beatífico cuarto de hora entre el
final de la cena y el comienzo de su dispepsia—, este
muchacho hará algo notable. —Pocos minutos después, con
los primeros síntomas y convulsiones de una digestión
laboriosa, se ponía furioso con el muchacho, lo
abofeteaba y lo echaba del cuarto.
Herbert no tenía disposición para el deporte, pero se
vengaba de sus compañeros más atléticos con sus
lecturas. Aquellas tardes en la biblioteca pública o en
su casa en medio de los libros subversivos de su padre,
en vez de estar en la cancha de fútbol, fueron el
comienzo de su diferencia y superioridad. Martha lo
conoció, entonces, con una diferencia política y una
superioridad anticristiana. La superioridad de Martha
era principalmente artística y espiritual; y la
personalidad más fuerte era la de ella: en poco tiempo
el interés de Herbert por el socialismo se vio relegado
a segundo término detrás del interés artístico; su
anticlericalismo se tiñó de religiosidad oriental. Era
de preverse.
Lo que no podía preverse era que se casaran, que se
encontraran un día. No es tan fácil para los hijos de
cerveceros terratenientes encontrarse y casarse con
hijos de propietarios de casas de paños.
Los bailes Morris hicieron el milagro. Se encontraron
en cierto jardín en los suburbios de Nantwich, donde
Mr. Winslow, conferenciante de la Universidad Popular,
presidía los serios zapateos y cabriolas de todo lo
mejor de la juventud del este de Cheshire. A ese jardín
suburbano llegó Martha desde el campo en automóvil,
Herbert vino en bicicleta desde la calle principal. Se
encontraron: el amor hizo el resto.
Martha tenía entonces veinticuatro años¿ y en su
pálido estilo pesado, no carecía de belleza. Herbert
tenía un año más, era un joven alto, con un cuerpo
estrecho que no iba bien a su rostro de rasgos
aquilinos y fuertes, aunque especialmente suave ("un
cordero bajo el plumaje de un águila", así lo describió
Judith una vez) y con el pelo muy rubio. En esa época
no tenía barba. Necesidades económicas le impedían
proclamar su diferencia y su superioridad. En la
oficina del corredor donde trabajaba como escribiente,
una barba hubiera sido tan inadmisible como los
knickerbockers o una camisa de cuello vuelto y como la
mochila, ese símbolo exterior de gracia interior. Esas
cosas no fueron posibles para Herbert hasta que su
casamiento con Martha y sus setecientas libras anuales
lo colocaron fuera del ineludible fuego de la ley
económica. En la época de Nantwich, sólo podía
permitirse una corbata roja y algunas opiniones
personales. Martha inició los amores. Silenciosamente,
con una pasión casi torva en su porfiada intensidad,
adoraba a Herbert, su cuerpo frágil, sus delicadas
manos de largos dedos afilados, el rostro aquilino con
su aire, para otros ojos que los suyos, de falsa
distinción e inteligencia, todo, todo en él. "Ha leído
a William Morris y a Tolstoi", escribía en su diario,
"es una de las pocas personas que conozco con la noción
de responsabilidad. Todos los demás son tan
terriblemente frivolos, egocéntricos e indiferentes.
Como Nerón haciendo música mientras ardía Roma. Él no
es así. Es consciente, ve claro, acepta su carga. Por
eso lo quiero." En todo caso, ella.creía que lo quería
por eso. Pero en realidad su físico era lo que la
apasionaba. Pesadamente, como nube oscura, preñada de
rayos, ella se cernía sobre él como una amenaza, lista
a estallar en relámpagos de pasión y de tiránica
voluntad. Herbert se cargó con un poco de esa
electricidad pasional que había provocado. Porque él la
quiso, le devolvió su amor. Su vanidad, también, se
veía halagada; sólo en teoría despreciaba las
diferencias de clase y la fortuna.
Los cerveceros terratenientes, se horrorizaron cuando
Martha les anunció que pensaba casarse con el hijo de
un tendero. Sus objeciones no lograron más que afirmar
la determinación obstinada de Martha de hacer su santa
voluntad. Aunque no lo hubiera querido, se hubiera
casado por principio, sólo porque el padre de Herbert
era tendero, y porque todas esas historias de clases
sociales no eran más que tonterías. Además, Herbert era
inteligente. Aunque no era fácil especificar en qué
consistía su inteligencia. Pero cualquier don propio
que tuviera se veía aplastado en esa oficina de
negocios. Las setecientas libras al año le darían plena
libertad. Prácticamente era su deber casarse con
Herbert.
—Un hombre, con todo, no es más que un hombre —le dijo
a su padre, citando, con la esperanza de convencerlo, a
su poeta favorito; para ella Burns era demasiado
grosero y material.
—Sí, y un carnero no es más que un carnero —replicó
Mr. Postgate—. Y una cucaracha no es más que una
cucaracha, a fin de cuentas.
Martha enrojeció de ira y dio media vuelta sin decir
palabra, Tres semanas después se casó con el dócil
Herbert.
Y ahora Silvia tenía ya seis años, y Pablito, que era
llorón y con vegetaciones, tenia casi cinco, y Herbert,
bajo la influencia de su mujer, había descubierto,
inesperadamente, que sus dones eran artísticos, y en
este momento era considerado como un pintor incapaz de
dar vida a sus obras. A cada reafirmación de su
fracaso, hacía un mayor alarde del escándalo de su
rucksack, de sus knickerbockers y de su barba. Martha,
mientras tanto, hablaba de la intimidad del arte de
Herbert. Lograban persuadirse a sí mismos de que su
superioridad impedía que el público reconociera sus
méritos. La falta de éxito de Herbert era una prueba
(quizás no muy satisfactoria) de esa superioridad.
—Pero la hora de Herbert llegará —afirmaba Martha, con
tono profético—. Es imposible que no llegue. —Mientras
tanto la casita de Surrey rebosaba de cuadros sin
comprador. Eran cuadros alegóricos, pintados en estilo
indio primitivo, suavizados —los originales eran
demasiado ricos en senos y talles de avispa y caderas
lunares— por la lúgubre respetabilidad de Puvis de
Chavannes.
—Y te ruego, Herbert —le había aconsejado Judith,
mientras esperaban el tren que los reintegraría a su
hogar—, por favor, sé un poquito más indecente en tus
cuadros. No seas escandalosamente puro. No te imaginas
qué feliz me harías si pudieras ser obsceno alguna vez.
Pero obsceno de verdad.
—Qué alivio —pensaba Martha—, alejarse de este
ambiente. Judith era demasiado... Sus labios sonreían,
su mano decía adiós.
—¿No es delicioso volver a nuestra querida casita? —
exclamó, en el taxi de la estación, dando tumbos por el
camino del Common hasta la puerta del jardín.
—¡Delicioso! —dijo Herbert, haciendo un eco dudoso a
ese casi forzado entusiasmo.
—Delicioso —repitió Pablito, medio gangoso por las
vegetaciones. Era un niño amable, cuando no
lloriqueaba, y siempre decía y hacía lo que debía.
Por la ventanilla del taxi, Silvia miraba con ojo
crítico la larga casa baja entre los árboles.
—Me parece que la casa de tía Judith es más linda, —
concluyó con aire decidido.
Martha volvió hacia ella la dulce iluminación de su
sonrisa.
—La casa de tía Judith es más grande —dijo— y más
grandiosa. Pero ésta es la casa, mi amor. Nuestra
propia casa.
—Pero me gusta más la casa de tía Judith —insistió
Silvia.
Martha le sonrió con indulgencia y sacudió la cabeza.
—Comprenderás lo que quiero decir cuando seas más
grande —dijo—. ¡Qué criatura rara, pensaba, qué
criatura difícil! Qué distinta de Pablo, que era tan
dócil. Demasiado dócil. Cedía a cualquier sugestión,
hacía lo que se le decía, tomaba el tono del medio
espiritual que lo rodeaba. Silvia no era así. Tenía
voluntad propia. Pablo era como su padre. En la niña,
Martha solía ver algo de su propia obstinación, de su
naturaleza absoluta y apasionada. Si la voluntad
pudiera ser bien orientada... Pero la dificultad
consistía en que a menudo era hostil, rebelde, opuesta.
Recordó Martha aquella deplorable escena, de hacía
pocos meses, cuando Silvia, en un acceso de rabia
porque no le permitían hacer algo que ella quería,
había escupido a su padre en la cara. Herbert y Martha
habían convenido en castigarla. Pero ¿cómo? Pegarle,
eso no, por supuesto; pegarle estaba descartado. Lo
importante era que la niña se diera cuenta de lo odioso
de su proceder. Al fin decidieron que lo mejor sería
que Herbert le hablara seriamente (pero con dulzura,
claro está) y que la dejara en libertad para elegir su
propio castigo. Parecía una excelente idea.
—Te voy a contar un cuento, Silvia —dijo Herbert esa
noche, sentando a la niña en sus rodillas—. Se trata de
una niñita que tenía un papá que la quería tanto,
¡tanto! —Silvia lo miró con desconfianza, pero no dijo
nada—. Y un día la niñita, aunque yo no creo que fuera
mala realmente, hizo algo que no estaba bien y que no
debía de hacer. Y su papá le dijo que no lo hiciera. ¿Y
qué te parece qué hizo la niñita? Escupió la cara de su
papá. Y su papá estaba muy, muy triste. Porque lo que
su niñita había hecho era malo, ¿no es verdad? —Silvia
hizo un desconfiado signo de asentimiento—. Y cuando
uno ha hecho algo malo, debe ser castigado, ¿no es así?
—La niña asintió de nuevo. Herbert se alegró; sus
palabras habían surtido efecto; la conciencia de Silvia
le remordía. Cambió una mirada con Martha por sobre la
cabeza de la niña—. Si tú hubieras sido ese papá —
prosiguió— y la niñita que tanto querías te hubiera
escupido la cara, ¿qué habrías hecho, Silvia?
—Yo también la hubiera escupido —contestó Silvia,
furiosa, sin titubear.
Martha suspiró al recordar la escena. Silvia era
difícil; decididamente, Silvia era un problema. El
coche llegó a la puerta; los Claxton descendieron con
su equipaje; encontrando insuficiente la propina, el
cochero hizo la escena acostumbrada. Herbert, cargando
su rucksack, le dio la espalda con una paciencia digna.
Estaba acostumbrado a estas cosas; era un martirio
crónico. A él le tocaba siempre el desagradable deber
de pagar. Martha no hacía más que proveer el dinero.
¡Con qué repugnancia, que aumentaba de año en año!
Herbert estaba siempre entre las maldiciones de los
descontentos y el mar profundo de la avaricia de
Martha.
—¡Por cuatro millas, dos peniques de propina! —
vociferó el cochero a Herbert y su rucksack.
Y hasta por esos dos peniques, Martha protestaba. Pero
las convenciones exigían que algo debía darse. Las
convenciones son estúpidas; pero hasta los Hijos del
Espíritu tienen que hacer alguna concesión al Mundo. En
este caso Martha estaba dispuesta a conceder al Mundo
dos peniques. Pero no más. Herbert sabía que se hubiera
puesto furiosa si hubiese dado más. No abiertamente,
por supuesto; no explícitamente. Jamás se enojaba
visiblemente, ni abandonaba su sonrisa. Pero su
desaprobación benévola hubiera pesado muchos días sobre
él. Y por muchos días hubiera encontrado excusas para
economizar como compensación de la loca extravagancia
de una propina de seis peniques en vez de dos. Las
economías se hacían principalmente sobre la comida, y
su justificación era siempre espiritual. Comer era
grosero; la vida en grande era incompatible con los
pensamientos elevados; era atroz pensar en los pobres
hambrientos mientras uno vivía en una desvergonzada
glotonería. Seguía una reducción de manteca y de nueces
del Brasil, de las legumbres más sabrosas y de frutas
elegidas. Las comidas se reducían a porridge, papas,
repollo y pan. Sólo cuando la extravagancia original
estaba corregida centenares de veces empezaba Martha a
suavizar su ascetismo. Herbert no se animaba nunca a
reprocharla. Por mucho tiempo, después de esas orgías
de vida sencilla tenía buen cuidado de evitar
despilfarros, aun cuando, como en este caso, sus
economías lo ponían en dolorosos conflictos humillantes
con quien las practicaba.
—La próxima vez —gritaba el cochero— voy a cobrarle
extra por las patillas.
Herbert cruzó el umbral y cerró la puerta tras él.
¡Uf! Se despojó del rucksack y lo puso ciuidadosamente
sobre una silla. ¡Bruto, imbécil! Pero al fin se había
largado con los dos peniques. Martha no tendría por qué
quejarse y disminuir la ración de habas y arvejas. De
modo suave y espiritual, Herbert apreciaba bastante la
comida. Y Martha lo mismo —oscura y violentamente. Por
eso se había hecho vegetariana, porque sus economías se
hacían siempre a expensas del estómago— precisamente
por su afición a la comida. Sufría realmente cuando se
privaba de un buen plato. Pero en cierto modo prefería
el sufrimiento al buen plato. Castigándose a sí misma,
sentía que su ser irradiaba una poderosa llama; el
sufrir la fortalecía, su voluntad estaba hecha, crecía
su energía. Tras el muro de penitencia voluntaria, sus
instintos contenidos se rebelaban, hondos y cargados de
fuerzas potenciales. En Martha era más fuerte el afán
de dominación que la glotonería y en la lucha entre
esos instintos triunfaba el primero; entre la jerarquía
de placeres, era más intenso el de manifestar su
voluntad consciente que el de comer, aunque se tratase
de rahat loukoum o de fresas con crema. No siempre, sin
embargo; había momentos en que, poseída por un deseo
irresistible, Martha compraba, en un solo día, y se la
comía en secreto, una libra entera de bombones de
chocolate, echándose sobre los dulces con la misma
violencia que había caracterizado al principio su
pasión por Herbert. Con el andar del tiempo, después
del nacimiento de sus dos hijos, calmada la pasión
física por su marido, las orgías de chocolate se
hicieron más frecuentes. Era como si su energía vital
tuviera la necesidad, cerrado el desahogo sexual, de
precipitarse en la glotonería. Después de cada una de
esas orgías, Martha tendía a volverse más y más
estricta en su ascética espiritualidad. A las tres
semanas de volver los Claxton a su casita del Common,
estalló la guerra.
—La guerra ha cambiado a muchas gentes —observó un día
Judith, en el transcurso del tercer año—, los ha
cambiado tanto que no se les reconoce. Pero no a
Herbert y a Martha. Los ha hecho más, más ellos mismos
que antes. Es raro —inclinó la cabeza—, muy raro.
Pero no era raro, en verdad; era inevitable. La guerra
no podía sino intensificar todo lo básico en el
carácter de Martha y Herbert. No hizo más que aumentar
el sentimiento de remota superioridad distanciándolos
más aún del vulgar rebaño. Porque mientras el común de
las gentes creía en la guerra, luchaban y trabajaban
para ganarla, Herbert y Martha la repudiaban
totalmente, y por motivos en parte budistas, en parte
socialistas-internacionales, en parte tolstoyanos,
rehusaban tener relación alguna con esa cosa maldita.
En medio de la locura universal, ellos eran los únicos
cuerdos. Y esta superioridad se evidenciaba en la
persecución y en la consagración divina. Y esa
desaprobación no oficial fue seguida, después de la ley
de conscripción, por. represión oficial. Herbert alegó
escrúpulos de conciencia. Lo enviaron a trabajar al
campamento de Dorset, haciéndolo mártir, ser distinto y
superior. La acción de un brutal ministerio de guerra
lo había sacado definitivamente de las filas de una
vulgar humanidad. En esta selección Martha participó
virtualmente. Pero lo que estimulaba más poderosamente
su espiritualismo no era tanto la persecución del
período de guerra como la inestabilidad financiera y el
alza de los precios del período de guerra. En las
primeras semanas de confusión había sido presa de
pánico; imaginaba que había perdido todo su dinero, y
se veía con Herbert y sus hijos sin pan y sin techo
mendigando de puerta en puerta. Inmediatamente despidió
a sus dos sirvientas, redujo la comida de la familia a
raciones de preso. Pasaba el tiempo, sin embargo, y
seguía recibiendo sus rentas como antes. Pero Martha
estaba tan encantada con las economías que hacía, que
no quiso volver a su antigua manera de vivir.
"Después de todo —argüía—, no es agradable tener
extraños en la casa para servirle a uno. Y además, ¿por
qué nos tienen que servir? Son tan buenos como
nosotros". Era un hipócrita tributo a la doctrina
cristiana; los consideraba, en su alma, infinitamente
inferiores. "Porque tenemos con qué pagarles, sólo por
eso, tienen que servirnos. Siempre me he sentido
deprimida con ello y avergonzada. ¿Y tú, Herbert?"
—Siempre —dijo Herbert, que siempre estaba de acuerdo
con su mujer.
—Además —prosiguió—, creo que uno debe servirse a sí
mismo. Uno no debe perder contacto con las humildes
realidades de la vida. Yo me he sentido más feliz desde
que hago el trabajo de la casa, ¿y tú?
Herbert asintió.
—Y es tan bueno para los niños. Les enseña humildad y
hacerse útiles...
Suprimir los sirvientes hacía una economía de ciento
cincuenta libras al año. Pero las economías que hacía
en la comida fueron pronto contrabalanceadas por la
escasez de artículos alimenticios y por la inflación.
Con cada nueva alza de precios el entusiasmo de Martha
por el ascetismo espiritual era más férvido y profundo.
Y también su convicción de que los niños se harían
frivolos y mimosos si los mandaba a un colegio lujoso.
"Herbert y yo tenemos fe en la educación del hogar:
¿verdad, Herbert?". Y Herbert tenía la firme convicción
que así era. Educación casera, sin institutriz —
insistía Martha—. ¿Por qué va uno a permitir que un
extraño influya en los propios hijos? Y tal vez con una
mala influencia. En todo caso sería una influencia
distinta de la propia. La gente toma institutrices
porque les asusta la tarea de educar a los hijos. Y es,
claro está, una pesada tarea —tanto más pesada cuanto
más elevados son nuestros ideales. ¿Pero no merecen
nuestros hijos algún sacrificio? —A esta pregunta
exaltada acentuaba Martha la curva de sus labios, en
una sonrisa llena de alma—. Ya lo creo, bien lo
merecían. El trabajo era una continuada delicia. ¿No es
así, Herbert?
Porque, ¿qué mayor delicia, qué satisfacción más
íntima que ayudar a los propios hijos a crecer en
belleza, guiarlos, moldearles el carácter en normas
ideales, encauzar sus pensamientos y deseos por las
vías más nobles? Y no por un sistema de coerción; nunca
se debe presionar al niño; el arte de educar consiste
en persuadirle que debe moldearse a sí mismo en la
forma más ideal, enseñarle que debe ser el creador de
su yo más elevado, inflamarlo con el entusiasmo de lo
que Martha había, no sin gracia, bautizado "autoescultura".
Para Silvia —la madre no podía menos que verlo—, este
sistema educacional resultaba bastante difícil. Silvia
no quería moldearse a sí misma, al menos con las formas
que Martha y Herbert encontraban más bellas. Estaba
desprovista, en grado desesperante, ¿e ese sentido de
belleza moral en el que descansaba el sistema de los
Claxton, como medio de educación. Le repetían que era
feo ser brusca, desobedecer, decir cosas descorteses y
mentir. Que era hermoso ser suave y cortés, obediente y
no mentir. "Pero a mí no me importa ser fea",
contestaba Silvia. No merecía más que azotes; pero los
azotes estaban en contra de los principios de los
Claxton.
La estética y la belleza intelectual parecían
significar a Silvia tan poco como la belleza moral.
¡Qué dificultades para interesarla en el piano! Y esto
era tanto más raro, decía su madre, porque Silvia
estaba dotada, era evidente, de dotes musicales; cuando
tenía dos años y medio ya podía cantar sin desentonar
Three blind mice. Pero no quería hacer escalas. Su
madre le hablaba de un niñito maravilloso llamado
Mozart. Silvia odiaba a Mozart. "¡No, no!" gritaba cada
vez que su madre pronunciaba el nombre odiado, "no
quiero oír nada". Y para estar segura de no oír nada se
metía los dedos en las orejas. Sin embargo, a los nueve
años podía tocar The merry peasant sin una falta desde
el principio hasta el fin. Martha tenía esperanzas de
que fuera la música de la familia. Pablo entretanto era
el futuro Giotto; estaba decretado que heredaría el
talento paterno. Aceptó la carrera con la misma
docilidad con que aprendió el abecedario. Silvia, por
el contrario, rehusó tranquilamente aprender a leer.
—¡Pero piensa —le decía Martha como en éxtasis—, qué
maravilla cuando puedas abrir cualquier libro y leer
todas las hermosas cosas que se han escrito! —Sus
insinuaciones quedaban sin efecto.
—Me gusta más jugar —repetía obstinadamente Silvia,
con esa expresión de sombrío malhumor que amenazaba
volverse tan crónico como la sonrisa de su madre.
Fieles a sus principios, Herbert y Martha la dejaban
jugar, pero era para ellos una pena.
—Das tanta pena a tu papá y a tu mamá —le decían
tratando de conmover sus mejores sentimientos. —¡Tanta
pena! ¿No quisieras tratar de leer para contentar a tu
papá y a tu mamá? —La niña les hacía frente con una
expresión de desesperación malévola y tenaz sacudiendo
la cabeza—. Sólo para complacernos —insistían con
cariñoso acento—. ¡Nos das tanta pena! —Silvia miraba
una después de la otra sus caras compungidas e
indulgentes y rompía en sollozos.
—¡Malos! —lagrimeaba incoherentemente—. ¡Vayanse! —Los
detestaba porque estaban tristes y porque la
entristecían—. ¡No, vayanse, vayanse! —les gritaba
cuando trataban de consolarla. Lloraba sin consuelo;
pero no quería leer.
Pablo, en cambio, era admirablemente dócil y sumiso.
Lentamente (porque a causa de sus vegetaciones no era
muy inteligente), pero con toda la docilidad deseable,
aprendía a leer algunas historietas. "¡Escucha qué bien
lee Pablo!" —decía Martha con la esperanza de despertar
la emulación de Silvia. Pero Silvia se contentaba con
adoptar un aire despectivo y abandonar el cuarto. Y por
fin aprendió a leer sola y a escondidas, en un par de
semanas. El orgullo de sus padres por semejante proeza
se vio atenuado al descubrir el motivo de esfuerzo tan
extraordinario.
—Pero ¿qué significa este horrible librito? —interrogó
Martha, contemplando un ejemplar de Nick Carter y los
crímenes del Boulevard Michigan, que acababa de
encontrar, cuidadosamente escondido bajo la ropa de
invierno de Silvia. En la cubierta tenía el dibujo de
un hombre arrojado desde el techo de un rascacielos por
un gorila. La niña se lo arrancó de las manos.
—Es un libro lindísimo —replicó, roja de cólera, que
intensificaba el sentimiento de su culpabilidad. —
Queridita —dijo Martha, sonriendo complaciente por
sobre su disgusto —no se arrancan así las cosas de las
manos. Es muy feo.
—No me importa.
—Dámelo, quiero verlo, por favor. —Martha estiró la
mano. Sonreía, pero su rostro pálido estaba plenamente
resuelto y sus ojos imponían.
Silvia le hizo frente, sacudiendo la cabeza con
obstinación.
—No, no quiero.
—Te lo ruego —repitió la madre más misericordiosa y
más autoritaria que nunca—. Te lo ruego.
Finalmente en una súbita explosión de rabia y llanto
Silvia entregó el libro y huyó al jardín. "¡Silvia,
Silvia!", la llamó su madre. Pero la niña no quiso
volver. Asistir a la violación de su mundo propio le
sería intolerable.
A causa de sus vegetaciones Pablo parecía y casi era
un retardado. Sin ser una Christian Scientist, Martha
no creía en los médicos; y especialmente detestaba a
los cirujanos, tal vez porque eran tan caros. No hizo
operar las vegetaciones de Pablo; crecieron hasta
infectarse en su garganta. De noviembre a mayo se
sucedían los resfríos, las anginas, los dolores de
oído. El invierno de 1921 fue particularmente malo para
Pablo. Empezó con una grippe que degeneró en una
pulmonía, durante la convalecencia se le declaró el
sarampión y para Año Nuevo le vino una infección del
oído que amenazaba dejarlo sordo para siempre. El
médico aconsejó en tono enérgico una operación,
tratamiento y convalecencia en Suiza, altura y sol.
Martha dudaba en seguir el consejo. Estaba tan
convencida de su pobreza que creía firmemente no tener
los medios necesarios para realizarlo. En esta
perplejidad escribió a Judith. A los dos días llegó
Judith en persona.
—¿Pero quieres matar a tu hijo? —preguntó a su
hermana, violentamente—. ¿Por qué no lo has sacado de
este agujero húmedo desde hace tiempo?
En unas horas arregló todo. Herbert y Martha saldrían
en el acto con el niño. Viajarían directamente a
Lausana en coche-cama.
—Pero ¿es indispensable el coche-cama? —insinuó
Martha—. Olvidas —sonrió con su hermosa sonrisa— que
somos personas sencillas.
—Lo que no puedo olvidar es que lleváis un niño
enfermo —contestó Judith. Y se pagaron las camas.
En Lausana, Pablo debía operarse. (Un telegrama
carísimo a la clínica con respuesta paga; ¡lo que
sufría la pobre Martha!) Y cuando se mejorara tendría
que ir a un sanatorio en Leysin. (Otro telegrama, que
pagó Judith. Martha olvidó dar el dinero.) Martha y
Herbert, entretanto, debían ocuparse de encontrar un
buen hotel, donde Pablo se les reuniría cuando acabara
el tratamiento. Y tendrían que pasar allí seis meses a
lo menos y hasta un año si fuera posible. Silvia se
quedaría con su tía en Inglaterra; sería un gran ahorro
para Martha. Judith buscaría un inquilino para la casa
del Common.
—Se habla de los salvajes —decía Judith a su marido—,
pero nunca he visto un canibalito como Silvia.
—Es lo que resulta, supongo, de tener padres
Vegetarianos.
—¡Pobre criaturita! —prosiguió Judith con indignación
y lástima—. Hay momentos en que me dan ganas de ahogar
a Martha, es una loca criminal. Criar esos niños sin
permitirles que se acerquen a ningún niño de su edad.
¡Es un escándalo! ¡Y luego hablarles de espiritualismo
y de Jesús y ahimsa y belleza y Dios sabe de qué! ¡Y no
dejarlos nunca jugar a juegos tontos, nada más que
arte! ¡Y siempre el sistema de la dulzura aunque
estuviera furiosa! ¡Es horrible, realmente horrible! Y
tan estúpido. ¿No ve que la mejor manera de convertir
una criatura en un demonio es educarla como un ángel?
¡Bueno!... —suspiró y se quedó pensativa; no había
tenido hijos, y, si los médicos no se equivocaban, no
los tendría nunca.
Pasaron las semanas y poco a poco la pequeña salvaje
se civilizaba. Sus primeras lecciones fueron lecciones
en el arte de moderarse. La comida, que en la casa de
los Bamboroughs era buena y abundante, fue al principio
una terrible tentación para la niña acostumbrada a las
austeridades de la vida espiritual.
—Mañana habrá más —le decía Judith, cuando la niñita
quería repetir de nuevo—. No eres una serpiente boa,
¿sabes? No puedes ir almacenando excedentes de alimento
para tus comidas de las próximas semanas. Lo único que
sacarás con tanta comida es enfermarte.
Al principio Silvia insistía, lloriqueaba y se volvía
zalamera. Pero afortunadamente, como Judith lo hizo
notar a su marido, tenía un hígado delicado. Después de
tres o cuatro ataques de bilis, Silvia aprendió a
moderar su glotonería. Su segunda lección fue de
obediencia. Tenía la costumbre de obedecer a sus padres
lentamente y a regañadientes. Herbert y Martha, por
principio, no ordenaban nunca, sugerían. El sistema que
había impuesto a la niña era el hábito de decir "no",
automáticamente, a todo lo que le proponían.
—¡No, no, no! —era lo primero que se le ocurría, y
luego gradualmente, consentía en ser persuadida,
convencida u obligada por la expresión triste de sus
padres a un consentimiento tardío y rezongón.
Obedeciendo a la larga, sentía un oscuro resentimiento
contra aquellos que no la habían obligado a obedecer en
el acto. Como la mayoría de los niños, hubiera
preferido que la eximieran de la responsabilidad de sus
propios actos; se resentía con sus padres porque la
obligaban a desplegar tanta energía en resistir, tanta
dolorosa emoción para a fin de cuentas someter su
voluntad. Hubiera sido tanto más sencillo que hubieran
insistido desde el principio y la hubieran obligado a
obedecer en el acto, evitándole así todo disgusto y
esfuerzo espiritual. Oscura y amargamente condenaba el
llamado continuo a sus buenos sentimientos. No era
justo, no era justo. No tenían derecho a sonreír y
perdonar y darle a entender que ella era una mala, y
afligirla con la tristeza de ellos. Sentía que se
tomaban sobre ella una cruel ventaja. Y perversamente,
porque odiaba verlos tristes, decía y hacía a propósito
las cosas que más los entristecían. Una de sus bromas
favoritas era amenazarlos con "atravesar la planchada
sobre el torrente". Entre el tranquilo estanque y el
oleaje playo del arroyo, la suave corriente se volvía
furiosa en cierto trecho. Encerrada en un canal
estrecho de fangoso enladrillado, una catarata de seis
pies se volcaba con incesante estrépito en un estanque
negro y tumultuoso. Era un lugar siniestro. ¡Cuántas
veces sus padres le habían rogado que no jugase ahí
cerca! Su amenaza los hacía redoblar las
recomendaciones; le imploraban que fuera razonable.
"No, no quiero ser razonable", gritaba Silvia, y corría
hasta el estanque. Si nunca se aventuró a menos de
cinco yardas de distancia del rugiente abismo, es que
en realidad la aterraba tanto como a sus padres. Pero
se acercaba lo más posible por el placer —placer que
detestaba— de oír a su madre lamentarse con voz
dolorida de tener una hija tan desobediente, tan
egoístamente despreocupada del peligro. Quiso ensayar
el mismo sistema con tía Judith. "Me iré sólita al
bosque", amenazó un día rezongando. Judith se encogió
de hombros.
—¡Vete, entonces, si quieres hacer la tonta! —le
contestó, sin levantar los ojos de la carta que
escribía.
Silvia se fue indignada; pero se asustó muchísimo al
verse sola en el inmenso bosque. Sólo su amor propio le
impidió volverse en seguida. Mojada, sucia, bañada en
lágrimas y arañada, la trajo dos horas más tarde un
guardabosque.
—¡Qué suerte —dijo Judith a su marido—, qué gran
suerte que esta tontuela se haya ido y se haya perdido!
Las cosas se arreglaron para hacer frente a la
desobediencia de la niña. Pero Judith no descansaba en
ese arreglo para imponer su código; añadía sus
sanciones personales. Las represalias eran inmediatas
si la obediencia no lo era.
Una vez Silvia consiguió provocar en su tía un enojo
real. La escena la impresionó profundamente. Una hora
después, se arrastró tímida y humildemente hasta el
lugar donde su tía estaba sentada:
—Perdón, tía Judith —dijo y prorrumpió en sollozos.
Era la primera vez en su vida que pedía perdón
espontáneamente. Las lecciones que más aprovechó Silvia
fueron las que aprendió de otros niñois. Después de
ciertos experimentos infructuosos y hasta dolorosos,
aprendió a jugar, a comportarse como una igual entre
iguales. Hasta entonces había vivido entre grandes, en
estado de rebelión incesante y de guerrilla. Su vida
había sido un largo risorgimento contra Austrias llenos
de mansedumbre y amables Borbones hermosamente
sonrientes. Con los pequeños Carter de abajo, los
pequeños Holmes de enfrente, se tenía que adaptar ahora
a la democracia y al gobierno parlamentario. Al
principio, hubo sus dificultades; pero cuando al fin la
pequeña bandida adquirió el arte de la urbanidad se
sintió feliz como nunca. Los mayores explotaron con
fines educativos esta sociabilidad infantil. Judith
organizó un teatro de aficionados; hubo una
representación infantil del Sueño de una noche de
verano. Mrs. Holmes, que sabía música, aprovechó el
entusiasmo de los niños en hacer ruido para coros de
canto. Mrs. Carter les enseñó danzas campesinas. En
pocos meses adquirió Silvia toda esa pasión por una
vida superior que su madre había tratado en vano de
inculcarle durante años. Le gustaba la poesía, la
música, el baile —más bien platónicamente, es verdad—,
porque Silvia era una de esas naturalezas
congénitamente inhábiles y estéticamente insensibles,
cuya seria pasión por el arte está destinada a no
realizarse nunca. Amaba ardientemente, sin esperanza,
pero no sin alegría, porque tal vez aún no tenía
conciencia de que su pasión era sin esperanza. Le
gustaban también la aritmética y la geografía, la
historia inglesa, la gramática francesa, que Judith
había arreglado hacerle inculcar por la temible
gobernanta de los pequeños Carter.
—¿Recuerdas lo que era a su llegada? —dijo un día
Judith a su marido.
Él asintió, comparando mentalmente la salvajita hosca
de hacía nueve meses con la niña grave y radiante a la
vez que acababa de salir de la pieza.
—Me siento como una domadora de leones —dijo Judith
con una risa que ocultaba un gran cariño y un gran
orgullo—. ¿Pero qué hace una cuando el león se dedica
al Alto Anglicanismo? Dolly Carter prepara su
confirmación, y a Silvia se le ha contagiado la
infección —suspiró Judith—. Supongo que está pensando
que los dos estamos condenados.
—Ella sería la condenada si no lo creyera así —
contestó Jack filosóficamente—. Y más seriamente
condenada porque lo sería en este mundo. Demostraría
una terrible falla en su naturaleza, si a su edad no
creyera en esa especie de enredo.
—¿Pero supon —dijo Judith—, que siguiera creyendo en
eso?
…………………………………………………………………………..
Martha, entretanto, no gustaba mucho de Suiza, tal vez
porque físicamente le convenía demasiada Sentía
vagamente que gozar de una salud tan perfecta en
Leysin. era algo indecente. Era difícil, sintiéndose
tan llena de espíritu animal, interesarse demasiado en
la humanidad doliente y en Dios, en Buda y en la vida
superior y en lo demás. Lamentaba darse cuenta del
alegre y despreocupado egoísmo de su cuerpo en perfecta
salud. Teniendo, periódicamente, la conciencia de no
haber pensado en nada más, horas y hasta días enteros,
que en el placer de sentarse al sol, de aspirar el
aromático aliento de los pinos, o de andar por las
altas praderas recogiendo flores y contemplando el
paisaje, comenzaba una campaña de espiritualidad
intensiva; pero a poco el sol y el aire vivo y
penetrante eran más fuertes que ella y recaía en ese
estado vergonzosamente irresponsable de simple
bienestar.
—Qué contenta estaré —decía y repetía— cuando Pablo
esté bien otra vez y podamos volver a Inglaterra.
Y Herbert aprobaba, parte en principio, porque estando
ya hecho a su inferioridad moral y económica, siempre
aprobaba a su mujer, y parte porque él también, aunque
se sintiera físicamente mejor que nunca, encontraba a
Suiza poco satisfactoria desde el punto de vista
espiritual. En un país en el que todo el mundo lleva
knickerbockers y camisa abierta y un rucksack, no daba
ni superioridad ni distinción vestirse así. El
escándalo del sombrero de copa sería en Leysin el
equivalente del escándalo de la cruz; se sentía poco
distinguido con su ortodoxia.
A los quince meses de su partida los Claxton estaban
de vuelta en su casa del Common. Martha tuvo un resfrío
y un amago de lumbago; privado del ejercicio en las
montañas, Herbert ya empezaba a sentirse atacado de su
viejo enemigo, el estreñimiento. Desbordaban
espiritualidad.
Silvia también volvió a la casa del Common, y en las
primeras semanas, todo era tía Judith por acá, tía
Judith por allá, y en casa de tía Judith se hacía esto
y tía Judith nunca me hacía hacer éso. Con su mejor
sonrisa, pero con un despecho inconfesado en el fondo
del alma, "querida", decía Martha, "yo no soy tía
Judith". Detestaba a su hermana por haber triunfado
donde ella había fracasado. "Has hecho maravillas con
Silvia" —le escribió a Judith, "y Herbert y yo nunca
podremos agradecértelo bastante". Y decía lo mismo en
conversación con sus amigos: "Nunca le agradeceremos
bastante, ¿verdad, Herbert?" Y Herbert convenía en ello
lealmente. Pero cuanto más agradecida estaba, no sólo
como era debido, sino exageradamente, más detestaba
Martha a su hermana, más se resentía de su éxito y de
su influencia sobre la niña. Esa infuencia, sin duda
alguna, había sido buena; pero eso precisamente era lo
que dolía a Martha. Era intolerable que esa frivola
Judith tan falta de espiritualismo hubiera influido en
la niñita más eficazmente de lo que ella nunca había
podido. Había dejado una Silvia necia, mal criada y
desobediente, llena de odiosa rebeldía a todo lo que
sus padres admiraban; se la devolvían bien educada,
complaciente, apasionada de la música y de la poesía,
seriamente entregada a los problemas religiosos recién
descubiertos. Era intolerable. Pacientemente Martha se
dedicó a minar la influencia de su hermana. La misma
obra de Judith le facilitaba la tarea. Pues, gracias a
Judith, Silvia ahora era maleable. El contacto con
niños de su edad la había ablandado, sensibilizado y
vuelto dócil, había templado su salvaje egoísmo y la
había abierto a influencias externas. Se podía ahora
hacer un llamado a sus buenos sentimientos con la
certeza de encontrar una respuesta positiva, en vez de
una rebelde negativa. Martha hacía ese llamado
constante y hábilmente. Machacaba, con admirable
resignación, claro está, con la pobreza de la familia.
Si tía Judith hacía o permitía tantas cosas que no se
hacían ni permitían en la casa del Common, era porque
tía Judith tenía mejor posición. Podía permitirse
muchos lujos que no eran para los Claxton. "No es que
tu padre y yo nos quejemos", insistía Martha. "Al
contrario. En realidad es una bendición no ser ricos.
Recuerda lo que Jesús dijo de los ricos". Silvia
recordó y se quedó pensativa. Martha desarrollaba el
tema; estar en posición de tener lujo y tenerlo tiene
un efecto vulgar y resta espiritualidad. ¡Es tan fácil
volverse frivola! Estas reflexiones implicaban, claro
está, que tía Judith y tío Jack estaban tildados de
frivolidad. La pobreza había preservado felizmente a
los Claxton del peligro, la pobreza, y también —Martha
recalcaba—, su meritoria voluntad. Porque ellos
hubieran podido muy bien tener a lo menos una
sirvienta, aun en estos tiempos difíciles; pero habían
preferido no tenerla, "porque, compréndelo, mejor es
servirse uno mismo, que ser servido". Jesús había dicho
que la manera de ser de María era mejor que la de
Marta. "Pero yo soy una Marta" —decía Martha Claxton—
"que hace todo lo posible por ser también una María.
Marta y María: eso es lo mejor. Los trabajos materiales
y la contemplación. Tu padre no es uno de esos artistas
que egoístamente se desprenden de todo contacto con los
humildes menesteres de la vida. Es un creador, pero no
demasiado orgulloso para evitar el más humilde
trabajo." Pobre Herbert. ¿Cómo negarse a desempeñar la
más baja ocupación, si Martha lo ordenaba? Algunos
artistas —proseguía Martha—, sólo piensan en el éxito
inmediato y sólo trabajan con la vista puesta en la
ganancia y el aplauso. Pero el padre de Silvia, al
contrario, era de los que trabajan sin pensar en el
público, sólo por el afán de crear verdad y belleza.
Éstos y otros discursos similares, repetidos
constantemente con variantes y en todos los tonos
emocionales, hacían un profundo efecto en el espíritu
de Silvia. Con todo el entusiasmo de la pubertad,
deseaba ser buena y espiritualista y desinteresada,
ansiaba sacrificarse sin importársele a qué causa, con
tal que fuera noble. Y he aquí que su madre le brindaba
un motivo. Se aferró a ello con toda la porfiada
energía de su naturaleza. ¡Con qué entusiasmo estudiaba
su piano! ¡Con qué determinación leía los libros más
aburridos! Tenía un cuaderno para copiar los pasajes
más notables de sus lecturas diarias, y otro para
anotar sus buenos propósitos, y además un diario
atormentado de sus remordimientos, sus
desfallecimientos en seguir esos buenos propósitos, sus
fallas. "Glotona: promesa de no comer más que una
ciruela. Tomé cuatro de postre: Ninguna mañana. O. G.
H. M. T. B. G.".
—¿Qué quiere decir O. G. H. M. T. B. G.? —preguntó un
día Pablo, maliciosamente.
Silvia se puso muy colorada:
—Has leído mi diario —dijo—. Eres un animal, una
bestia. —Y se arrojó sobre su hermano como una furia.
Le hizo sangrar las narices—. Si lo vuelves a mirar te
mato. —Y parecía pensar realmente en lo que decía con
sus dientes apretados, sus narices palpitantes, sus
cabellos sueltos rodeando el pálido rostro. Su rabia
estaba justificada; O. G. H. M. T. B. G. quería decir:
O God, help me to be good (¡Oh Dios!, ayúdame a ser
buena).
Esa misma tarde le pidió perdón a Pablo.
Tía Judith y tío Jack habían pasado en América la
mayor parte del año.
—Sí, vé; tienes que ir —había dicho Martha cuando
llegó la carta de Judith, invitando a Silvia a pasar
con ellos unos días en Londres—. No debes perder esa
buena oportunidad de ir a la ópera y a todos esos
hermosos conciertos.
—Pero ¿realmente, debo ir, mamá? —replicó Silvia
indecisa—. Es decir, no quisiera divertirme yo sola. Me
parece que todo eso...
—Pero debes ir —le interrumpió Martha. Estaba ya tan
segura de Silvia que no temía la influencia de Judith—.
Para una música como tú es necesario oír Parsifal y La
flauta mágica. Yo pensaba llevarte el año próximo; pero
ya que la oportunidad se te brinda este año, debes
aprovecharla. Y agradecida —añadió, dulcificando aún
más su sonrisa.
Silvia se fue. Parsifal era como una función de
iglesia, pero mucho más eclesiástica. Silvia escuchaba
con entusiasmo religioso, interrumpido a ratos por una
idea extraña al asunto, hasta innoble, pero ¡ay! tan
dolorosa, de que su traje, sus medias, sus zapatos eran
terriblemente diferentes de los de una niña de su edad
que había notado al entrar, en la fila de atrás. Y la
muchacha, le pareció, había devuelto, burlonamente, su
mirada. En torno al Santo Grial hubo una explosión de
campanas y de armonioso estruendo. Se sintió
avergonzada de pensar en cosas tan insignificantes
frente al misterio. Y cuando en el entreacto tía Judith
le ofreció un helado, lo rehusó casi con indignación.
Tía Judith se quedó sorprendida.
—Pero ¡te gustaban tanto los helados!
—¡Pero no ahora, tía Judith, no en este momento! —Un
helado en el templo ¡qué sacrilegio! Trató de pensar en
el Santo Grial. La visión de unos zapatos de raso verde
y de una deliciosa flor artificial color malva flotaba
ante su mirada interna.
Al día siguiente salieron de compras. Era una clara
mañana, sin una sola nube de comienzos de estío. Los
escaparates de las tiendas de novedades de Oxford
Street florecían en pálidos colores brillantes. Los
maniquíes de cera estaban preparados para ir a Ascot, a
Henley y ya pensaban en el match Eton-Harrow. Las
aceras estaban repletas; un vago y vasto rumor llenaba
el aire como una niebla. Los autobuses rojos y oro
tenían un aire casi real y el sol brillaba con un
fulgor aceitoso y vivo en el flanco liso de los
automóviles. Una pequeña procesión de desocupados
desfilaba a paso lento tras una banda de música, como
si estuvieran contentos de no trabajar, como si fuera
un placer verdadero estar hambrientos.
Silvia no había estado en Londres hacía casi un par de
años, y esas muchedumbres, ese ruido, esa riqueza
infinita de cosas lindas y raras en todos los
escaparates se le subieron a la cabeza. Estaba más
desbordante de entusiasmo que oyendo Parsifal.
Una hora entera vagaron en Selfridge.
—Y ahora, Silvia —le dijo tía Judith, cuando hubo
concluido su lista de compras—, puedes elegir el traje
que más te guste. —Se los señalaba con la mano. Un
despliegue de Modelos de Verano para Señoritas las
rodeaba. Lila y morado, rosado y rosa pálido y verde,
azul y malva, blanco floreado, moteado: se diría un
jardín con bordes de trajes.
—El que te guste —repitió tía Judith—. O si prefieres
un traje de noche...
Zapatos verdes de raso y una gran flor color mal
va. La niña la había mirado con aire burlón. ¡Era
indigno, indigno! ,
—No, tía Judith, de veras. —Se sonrojó, empezó a
tartamudear—. Realmente, no necesito ningún vestido.
Realmente.
—Con más razón, para elegir uno, si no lo necesitas.
¿Cuál?
—No, de veras. No quiero, no puedo... —Y de repente,
con gran asombro de tía Judith que no comprendía,
rompió a llorar.
………………………………………………………………………….
Era el año 1924. La casa sobre el Common se bañaba en
el dulce sol de abril. Por las ventanas abiertas de la
sala se oía a Silvia estudiando el piano.
Obstinadamente, con una especie de furor reconcentrado,
trataba de ejecutar el vals de Chopin en re menor. Bajo
sus dedos concienzudos e insensibles, la fantasía y
languidez del ritmo de la danza era trabajosamente
sentimental, como la trasposición al piano de un solo
de cornetín a la puerta de un café, y el rápido vuelo
de las semicorcheas en los pasajes de contraste era, en
la ejecución de Silvia, un revoloteo de mariposas
mecánicas, un aleteo de alas de níquel. Tocaba y
tocaba, una y otra vez. En el pequeño soto, en la otra
margen del arroyo, al fondo del jardín, los pájaros,
sin que la música los molestara, se dedicaban a sus
asuntos. En los árboles las hojitas nuevas, eran como
espíritus de hojas, casi inmateriales, pero vivas, como
llamas minúsculas en la punta de cada rama. Herbert
estaba sentado en el tronco de un árbol en el medio del
bosque, haciendo sus ejercicios respiratorios de yoga,
acompañados de autosugestión, que encontraba tan buenos
para su estreñimiento. Tapándose el lado derecho de la
nariz con su largo índice, aspiraba profundamente por
el izquierdo, —hondo, hondo, mientras contaba hasta
cuatro latidos de su corazón. Luego durante dieciséis
latidos retenía el aliento y entre cada latido repetía
rápidamente: "No estoy estreñido, no estoy estreñido".
Cuando había hecho dieciséis veces esta afirmación, se
tapaba el lado izquierdo y espiraba por el derecho,
contando hasta ocho. Después de lo cual recomenzaba. El
lado izquierdo era el más favorecido; porqué aspiraba
con el aire un perfume suave de prímulas y hojas y
tierra mojada. Cerca, en un banco plegadizo, Pablo
dibujaba un roble. Arte a toda costa; hermoso,
desinteresado, levantaba el alma. Pablo se aburría.
¿Para qué dibujar ese árbol viejo? A su alrededor las
agudas lanzas verdes de los jacintos silvestres
brotaban de la tierra oscura. Una había atravesado una
hoja seca y la levantaba en el aire. Unos cuantos días
de sol y cada botón se abriría en una florecilla azul.
Pablo se puso a pensar que la próxima vez que su madre
lo mandara de compras en bicicleta podría ganarse dos
chelines en vez de uno como la última vez. Se podría
comprar con eso unos chocolates además de ir al cine; y
quizás cigarrillos, aunque podría ser peligroso... ,
—Bueno, Pablo —le dijo su padre, que ya había tomado
bastante equivalente espiritual de cascara sagrada—,
¿cómo va eso? —Se levantó de su tronco de árbol y
caminó por la avenida hasta donde estaba sentado su
hijo. El andar del tiempo no había cambiado a Herbert:
su barba explosiva estaba más rubia que nunca, siempre
delgado, su cabeza no tenía síntomas de calvicie. Sólo
sus dientes habían envejecido; su sonrisa era pálida y
triste.
—Pero realmente debe ir al dentista— había insistido
Judith con su hermana, la última vez que se vieron.
—No quiere —replicaba Martha—. No les tiene fe. —Pero
quizás su propia repugnancia a separarse de la cantidad
de guineas necesarias tenía algo que hacer can la falta
de fe de Herbert en los dentistas—. Además —añadía—,
Herbert apenas se fija en las cosas materiales. Vive
tan exclusivamente en el mundo espiritual, que apenas
percibe el material. Ésa es la pura verdad.
—Bueno, haría muy bien en percibirlo —contestó Judith—
es todo lo que puedo decirte. —Estaba indignada.
—¿Cómo va eso? —repitió Herbert, apoyando la mano en
el hombro del niño.
—Es horriblemente difícil hacer la corteza —contestó
Pablo con acento quejoso y malhumorado.
—Eso hace más meritorio el trabajo —dijo Herbert—. La
paciencia y el trabajo son las cosas principales.
¿Sabes cómo definió una vez un gran hombre el genio? —
Pablo sabía muy bien cómo un gran hombre había
definido, una vez, el genio; pero la definición le
parecía tan estúpida y tan insultante para él, que no
respondió más que con un rezongo. Su padre lo aburría
locamente. "El genio, prosiguió Herbert, en respuesta a
su propia interrogación, el genio es una capacidad
infinita de tomarse trabajo". En ese momento. Pablo
odiaba a su padre.
—Uno, dos y tres. Uno, dos y tres y... —Bajo los dedos
de Silvia las mariposas mecánicas seguían agitando sus
alas metálicas. La expresión de su rostro era fija,
decidida, enojada; el gran hombre de Herbert la hubiera
encontrado genial. Por detrás de su espalda decidida su
madre iba y venía sacudiendo con un plumero. El tiempo
la había engordado y vulgarizado. Andaba pesadamente.
Su cabello empezaba a encanecer. Cuando acabó de
sacudir o más bien cuando se cansó, se sentó. Silvia
proseguía trabajosamente el solo de pistón a través del
ritmo de danza. Martha cerró los ojos. "¡Qué hermoso,
qué hermoso!" —dijo sonriendo con su más bella sonrisa.
"Lo tocas admirablemente, querida". Estaba orgullosa de
su hija. No sólo como música sino también como persona.
Cuando pensaba en el trabajo que Silvia le había dado
antes... "Magnífico". Se levantó y subió a su cuarto.
Abriendo un armario, sacó una caja de frutas
abrillantadas y comió varias cerezas, una ciruela y
tres damascos. Herbert había vuelto a su estudio y a
continuar su lectura sobre "Europa y América a los pies
de la India Madre". Pablo sacó del bolsillo uno honda,
puso una piedra y la disparó a un pajarito que corría
como ratón por lo alto del roble del otro lado del
arroyo. "¡Demonio!", exclamó al ver que el pájaro
volaba indemne. Pero el tiro siguiente fue más
afortunado. Hubo un remolino de plumas, se oyeron dos o
tres grititos. Pablo se precipitó y descubrió un
churrinche en la hierba. Había sangre en sus plumas.
Estremecido de entusiasmo y un poco asqueado, Pablo
levantó el pobre cuerpecito. ¡Qué calen tito! Era la
primera vez que mataba. ¡Qué puntería! Pero no lo podía
contar a nadie. Silvia no servía para nada. Era peor
que mamá en ciertas cosas. Con una rama seca hizo un
hoyo y enterró el cuerpecito, de miedo de que alguien
lo encontrara y descubriera cómo había sido muerto. ¡Se
pondrían furiosos si supieran! Se fue a comer muy
satisfecho consigo mismo. Pero cuando vio lo que había
en la mesa puso una cara larga.
—¿Nada más que ese plato fiambre?
—Pablo, Pablo —dijo su padre con un tono de reproche.
—¿Dónde está mamá?
—No come hoy —contestó Herbert.
—De todos modos —murmuró Pablo en voz baja—. se podía
haber tomado el trabajo de hacernos algo caliente.
Silvia, entretanto, sin levantar los ojos de su plato
de ensalada de papas, comía en silencio.
CURA DE REPOSO
ERA una mujercita de pelo oscuro, cuyos ojos de color
gris azulado llamaban la atención, tan grandes parecían
en su carita pálida. Una cara de niña, con menudas
facciones delicadas, pero marchitas prematuramente;
pues la señora Tarwin sólo tenía veintiocho años y sus
grandes ojos bien abiertos estaban llenos de inquietud
y tenían al mirar un fulgor extraño. "Moka es nerviosa"
—explicaba su marido cuando la gente le preguntaba por
qué no estaba con él. "Nervios que no pueden soportar
la tensión de Londres o de Nueva York. Tiene que vivir
tranquila, en Florencia. Una especie de cura de reposo.
¡Pobre querida!" —añadía con una voz que de pronto se
aterciopelaba de sentimiento; e iluminaba su cara
inteligente, de ordinario inexpresiva, con una de esas
sonrisas suyas, tan pensativas, tiernas y encantadoras.
Casi demasiado encantadoras, uno se sentía incómodo.
Apretaba el botón del encanto y de la ternura como el
de la electricidad. ¡Clic! su cara se iluminaba. Y
luego ¡clic! la luz se apagaba y volvía a ser el
inexpresivo, inteligente investigador científico. El
cáncer era su objetivo.
Pobre Moira. ¡Qué nervios! Estaba llena de caprichos y
manías. Por ejemplo, cuando alquiló la quinta en las
cuestas de Bellosguardo, quería que le permitieran
cortar los cipreses en el fondo del jardín. "Tan
terriblemente parecido a un cementerio", no se cansaba
de repetir al viejo signor Bargioni. El viejo Bargioni
era encantador, pero firme. No tenía intención de
sacrificar sus cipreses. Daban el toque final de
perfección a la vista más deliciosa de Florencia desde
la ventana del dormitorio principal: el Duomo y la
torre de Giotto encuadrados en sus oscuras columnas.
Con locuacidad inagotable, trataba de persuadirla de
que los cipreses no eran nada fúnebres. Para los
etruscos, por el contrario (inventó esa pequeña pieza
de arqueología bajo la inspiración del momento), el
ciprés era un símbolo de alegría; las fiestas del
equinoccio de primavera concluían con danzas alrededor
del árbol sagrado. Boecklin, es cierto, había plantado
cipreses en su Isla de los Muertos. Pero Boecklin,
después de todo... Y si ella encontraba tristes los
árboles, podía plantar nasturcias para que se enreden
en ellos. O rosales. Los rosales que los griegos...
—Bueno, bueno —dijo Moira Tarwin precipitadamente—.
Dejaremos los cipreses.
¡Esa voz, ese interminable flujo de erudición y de
inglés extranjero! El viejo Bargioni era realmente
terrible. Si lo hubiera tenido que seguir escuchando un
momento más, hubiese llorado. La necesidad de
defenderse la hizo ceder.
—¿E la Tarwine? —preguntó la signora Bargioni cuando
volvió a casa su marido.
Él se encogió de hombros—: Una domina piuttosto
sciocca, fue su veredicto.
¡Un poco tonta! El viejo Bargioni no era el único
hombre que lo pensaba; pero era uno —y no eran muchos—
de los que miraban su ingenuidad como una falta. A la
mayoría de los hombres que la conocían les encantaba;
sonriendo, la adoraban. Aliada a su diminuta estatura,
a esos ojos, a esos rasgos delicados en ese rostro
infantil, su ingenuidad inspiraba devociones y amores
protectores. Tenía un don de que los hombres se
sintieran, por contraste, agradablemente amplios,
superiores e inteligentes. Y para su suerte o tal vez
su mala suerte, Moira había pasado su vida entre
hombres realmente inteligentes, lo que se dice
superiores. Su abuelo, el viejo Sir Watney Croker, con
el que siempre había vivido desde la edad de cinco años
(su padre y su madre habían muerto jóvenes), era uno de
los médicos más eminentes de su época. La monografía
sobre úlceras del duodeno, trabajo de los principios de
su carrera, es todavía la obra clásica de ese tema.
Entre dos úlceras del duodeno, Sir Watney encontraba
tiempo para adorar y mirar a su nietecita y hacerle el
gusto en todo. Con la pesca al anzuelo y la metafísica,
era su manía. El tiempo pasaba. Moira creció,
cronológicamente hablando; pero Sir Watney continuaba
tratándola como niña mimada, continuaba encantándose
con sus gorjeos de pajarito, y con la ingenuidad e
impertinencia de sus enfant-terrible-rías. La alentaba,
casi la compelía a preservar su infantilidad. Lo
divertía conservarla niña a través del tiempo. Quería
su puerilidad y sólo así podía quererla. Todas esas
úlceras del duodeno, tal vez habían influido en su
sensibilidad, lo habían desviado un poco, lo habían
detenido en su desarrollo y preservado no adulto como
la misma Moira. En las profundidades de su ser no
especializado, no profesional, Sir Watney era también
un poco niño. La excesiva preocupación por el duodeno
había impedido a su descuidada parte instintiva
desarrollarse por completo. Lo semejante gravita hacia
lo semejante. Al viejo niño Watney le gustaba el niño
en Moira y quería conservar a la joven perpetuamente
infantil. Muchos de sus amigos compartían los gustos de
Sir Watney. Médicos, jueces, profesores, funcionarios
civiles —todos los miembros del círculo de Sir Watney
eran profesionales eminentes, especialistas veteranos.
Ser invitado a sus comidas era un privilegio. En esas
augustas ocasiones, Moira desde los diecisiete años
siempre había estado presente, única mujer en la mesa.
No es una mujer, explicaba Sir Watney, es sólo una
niña. Los grandes especialistas eran para ella tíos
indulgentes. Cuanto más pueril, más la querían. Moira
les ponía sobrenombres cariñosos. El profesor Stagg,
por ejemplo, el neo-hegeliano, era el tío Bonzo; el
señor juez Gidley era Giddy-goat, etc. Cuando la
embromaban, les replicaba con impertinencias. ¡Cómo se
reían! Cuando empezaban a discutir el Absoluto o el
Porvenir Industrial de la Gran Bretaña, los interrumpía
con alguna observación deliciosamente incongruente que
los hacía reír a carcajadas. ¡Exquisita! Y al día
siguiente la historia se la contaba a los colegas del
tribunal o del hospital, a los camaradas del Ateneo. En
los círculos científicos o de profesiones liberales,
Moira gozaba de una real celebridad. Al fin, había
cesado no sólo de ser mujer, sino casi de ser una niña.
Era simplemente la mascota.
A las nueve y media dejaba el comedor, y la
conversación volvía a úlceras y Realidad y Evolución
Emergente...
—Uno querría tenerla como un pajarito enjaulado —dijo
John Tarwin, cuando la puerta se cerró tras ella, la
primera vez que comió en casa de Sir Watney.
El profesor Broadwater asintió. Hubo un pequeño
silencio. Fue Tarwin quien lo rompió.
—¿Cuál es su opinión —preguntó, inclinándose hacia
adelante, con esa expresión de inteligencia inexpresiva
en su rostro vehemente de agudos rasgos— cuál es su
opinión sobre el valor de los experimentos en tumores
artificialmente injertados en oposición a los
practicados en tumores naturales?
Tarwin tenía sólo treinta y tres años y parecía más
joven aún, entre los veteranos de Sir Watney. Ya tenía
una buena obra, lo había dicho Sir Watney a sus
huéspedes antes de la llegada del joven, y prometía
mejorarla en lo sucesivo. Era además un tipo
interesante. Había viajado mucho, en el África
tropical, en la India, en ambas Américas. Tenía una
buena posición y no necesitaba atarse a un empleo
académico para ganarse la vida. Había trabajado aquí en
Londres, en Alemania, en el Instituto Rockefeller de
Nueva York, en el Japón —¡envidiables oportunidades!
Tiene grandes ventajas poseer una renta propia...
—¡Ah! aquí está. Tarwin, buenas noches. No, no es
tarde... El señor juez Gidley, el profesor Broadwater,
el profesor Stagg y ¡válgame Dios! no te había visto,
Moira; eres realmente ultramicroscópica, mi nieta—r
Tarwin le sonrió. Era verdaderamente deliciosa.
Bueno, hacía cinco años que se habían casado, pensaba
Moira, mientras se empolvaba el rostro frente al
espejo. Tonino venía a tomar el té; se estaba cambiando
el vestido. Por la ventana detrás del espejo, se veía
Florencia entre los cipreses —un entrevero de techos
pardos, en la bruma, y sobre ellos la torre de mármol y
el Duomo surgiendo enorme, aéreo. Cinco años. Fue el
retrato de John en su marco de cuero de viaje lo que la
hizo pensar en su casamiento. ¿Por qué lo tenía en su
tocador? La fuerza de la costumbre, suponía. No era que
le recordara días particularmente felices. Al
contrario. Había ahora como una falta de honradez de su
parte en conservarlo ahí. Pretendiendo quererlo cuando
ya no lo quería... Lo miró de nuevo. El perfil era
afilado y ardiente: un joven investigador ávido,
enfocando un tumor. A ella en realidad le gustaba más
como hombre de ciencia que cuando trataba de tener un
alma o ser un poeta o un enamorado. Parecía horrible
decirlo pero era así: el hombre de ciencia era de mejor
calidad que el hombre hombre.
Ella lo había sabido siempre —o más bien, sabido no,
sino sentido. El hombre siempre la ponía incómoda.
Cuanto más humano, más incómoda se sentía. Nunca debía
haberse casado con él. ¡Pero él había insistido tanto!
y tenía tanta vitalidad; todos hablaban tan bien de él;
lo encontraba bien físicamente; parecía llevar una vida
tan alegre, viajando por todo el mundo; y ella estaba
cansada de ser ¡a mascota de los viejos colegas de su
abuelo. Había un buen número de pequeñas razones.
Juntos los dos, pensaba Moira, serían el equivalente de
una razón grande y poderosa. Pero no lo eran; se había
equivocado.
Sí, cuanto más humano, más incómodo. ¡La manera
desconcertante en que él proyectaba la hermosa
iluminación de su sonrisa! Iluminación súbita que se
apagaba sin aviso alguno, cuando se iniciaba una
discusión sobre un tema serio; cáncer o filosofía, por
ejemplo... Y además esa voz acolchada de
sentimentalismo, cuando hablaba del Amor o de la
Naturaleza, ¡o de Dios! ¡Ese acento emocionado y ese
temblor superfluo que ponía en su adiós! Como un
perrito de Landseer, le había dicho una vez antes de
casarse, riendo y haciendo una burlesca parodia de su
demasiado tierno ¡Adiós, Moira! La burla lo había
herido. John se enorgullecía de su alma y de sus
sentimientos tanto como de su intelecto; tanto de sus
sentimientos por la Naturaleza y sus poéticas
nostalgias amorosas como de su conocimiento de los
tumores. Goethe era su autor favorito y el personaje
histórico que más admiraba. Poeta y hombre de ciencia,
pensador profundo y ardiente enamorado, artista en el
pensamiento y en la vida —John se veía personificado en
ese papel fastuoso. La hizo leer Fausto y Wilhelm
Meister. Moira hizo lo posible para fingir un
entusiasmo que no sentía. En su fuero interno pensaba
que Goethe era un farsante.
—Nunca he debido casarme con él —dijo a su imagen en
el espejo, y sacudió la cabeza.
En John convivían el aficionado a hacer mimos y el
educador cariñoso. Había veces en que la infantilidad
de Moira lo deleitaba lo mismo que había deleitado a
Sir Watney y sus colegas. Entonces se reía de todas las
candideces o impertinencias que se le ocurrían, como si
fueran rasgos del ingenio más exquisito; y no sólo se
reía, sino que llamaba la atención pública, la inducía
a nuevas puerilidades y repetía la historia de sus
gracias a quien quería escucharlo. Era menos entusiasta
cuando Moira se mostraba pueril a sus expensas, cuando
sus inocentadas habían comprometido en algún modo su
dignidad o sus intereses. En tales ocasiones perdía la
paciencia, la llamaba tonta y le decía que debía
avergonzarse de sí misma. Después de lo cual se
dominaba y se volvía grave, paternal y pedagógico. Y
hacía sentir a la pobre Moira que no era digna de él. Y
por fin, encendía la sonrisa y se reconciliaba,
prodigándola caricias que le dejaban fría como una
piedra.
—¡Y pensar —reflexionaba, volviendo a colocar el cisne
en la polvera— pensar en todo el tiempo y la energía
que he gastado tratando de ponerme a tono con él!
Todos esos artículos científicos que había leído, esos
esbozos de medicina y psicología, esos textos de esto o
de aquello (no recordaba ni los nombres), ¡para no
decir nada de los aburridos volúmenes de Goethe! ¡Y
después todas las andanzas cuando le dolía la cabeza o
estaba cansada! ¡Todos esos encuentros con gentes que
la aburrían, pero que eran realmente, según John, tan
interesantes e importantes! ¡Y todos los viajes, ese
terrible afán de verlo todo, esas visitas a extranjeros
distinguidos y a sus menos distinguidas esposas! Hasta
físicamente le era imposible seguir a su marido —¡tenía
las piernas tan cortas y John tenía siempre tanta
prisa! Mentalmente, a despecho de todos sus esfuerzos,
se quedaba cien millas atrás.
—¡Horrible!— dijo en alta voz.
Toda su vida de casada había sido horrible. Desde
aquella horrible luna de miel en Capri, cuando la había
hecho andar demasiado a prisa, demasiado a prisa,
cuesta arriba, sólo para leerle extractos de
Wordsworth, una vez arriba en el Aussichtpunckt; cuando
le hablaba de amor y lo hacía con demasiada frecuencia,
cuando le decía los nombres latinos de plantas y
mariposas, desde aquella horrible luna de miel hasta el
día, cuatro meses atrás, en que sus nervios se habían
hecho pedazos y el doctor había ordenado que estuviera
tranquila, lejos de John. ¡Horrible! Esa vida casi la
había muerto. Y eso no era (al fin se había dado
cuenta), eso no era vida. No era más que una actividad
galvánica, como la contracción de la pata de una rana
muerta cuando se le toca un nervio con un alambre
eléctrico. No era vida sino una muerte galvanizada.
Recordaba la última de sus querellas, antes de la
prescripción médica de alejarse. John estaba sentado a
sus pies, la cabeza recostada en sus rodillas. ¡Y John
empezaba a ponerse calvo! A ella le eran insoportables
esos largos pelos aplastados sobre el cráneo. Y porque
estaba cansado con sus investigaciones de microscopio,
cansado y a la vez (habiéndola dejado en paz, gracias a
Dios, por más de quince días) enamorado, se le veía en
los ojos, se volvía sentimental y hablaba con su voz
más aterciopelado de Amor y de Belleza y de la
necesidad de parecerse a Goethe. Hablando hasta darle
ganas de gritar. Y al fin ya no pudo más.
—¡John, por amor de Dios —le dijo casi a punto de
perder el dominio de sí— cállate!
—¿Qué te pasa? —interrogó, levantando hacia ella sus
ojos apenados.
¡Toda esa charla! Estaba indignada. —Pero si tú nunca
has querido a nadie más que a ti mismo. Ni sentido la
belleza de nada. Ni más ni menos que ese viejo farsante
de Goethe. Tú sabes lo que debes sentir cerca de una
mujer o mirando un paisaje; tú sabes lo que siente la
gente refinada. Y deliberadamente tratas de sentir lo
mismo en cabeza propia.
John se sintió herido en lo más vivo. —¿Cómo puedes
decir eso?
—Porque es cierto, es cierto. ¡Sólo vives
intelectualmente, con la cabeza! ¡Y una cabeza calva,
por añadidura!— agregó Moira, riendo sin poder
contenerse.
¡Qué escena! Siguió riéndose mientras él estaba
enfurecido; no podía contener la risa.
—Es histerismo —dijo John y se calmó—. La pobre
criatura está enferma. —No sin esfuerzo, encendió su
expresión de ternura paternal y fue a buscar las sales.
Un último toque a los labios ¡ya está! lista. Bajó al
salón, para encontrar a Tonino, que la esperaba —
siempre se adelantaba—. Se levantó al verla, se inclinó
sobre la mano que ella le tendía y se la besó. Le
gustaban sus maneras rebuscadas de meridional, a veces
algo excesivas.
John siempre ocupado en sus investigaciones
científicas o en hacer el poeta de voz afelpada no
tenía tiempo para pensar en buenas maneras. No creía
que la cortesía fuera muy importante. Lo mismo le
pasaba con la ropa. Andaba crónicamente mal vestido.
Tonino, al contrario, era un modelo de elegancia
llamativa. Ese traje gris claro, esa corbata color
alhucema, esos zapatos abigarrados de cabritilla blanca
y charol —¡maravilloso!
Uno de los placeres,, o de los peligros de los viajes
por el extranjero es que uno pierde la noción de clase.
En su propio país, aun con la mejor voluntad, esto es
imposible. El hábito nos hace a nuestra propia clase
legible de inmediato como nuestro propio idioma. Una
palabra, un gesto son suficiente: nuestro hombre está
clasificado.
Pero en el extranjero la gente no es legible. Los
defectos de educación no saltan a la vista; todos los
más sutiles refinamientos, los más finos matices de la
vulgaridad, se nos escapan. El acento, las inflexiones
de voz, el vocabulario, los ademanes, nada nos dicen.
Entre el duque y el corredor de seguros, el arrivista
aprovechador y el gentilhombre campesino, nuestro ojo
inexperimentado y nuestro oído no aprecian diferencias.
Para Moira, Tonino era la flor característica de la
sociedad italiana. Sabía, naturalmente, que no estaba
en buena posición, ¡pero hay tanta gente distinguida en
la pobreza! Veía en él el equivalente de uno de esos
hijos menores de los squires ingleses, esa clase de
joven que busca trabajo por medio de un aviso en el
Times, en la Agony Column: "Ex-estudiante
universitario, aficionado a los deportes, aceptaría
cualquier empleo de confianza bien remunerado". La
hubiera apenado y llenado de sorpresa e indignación oír
al viejo Bargioni, decir de Tonino después de su primer
encuentro: "il tipo dil parrucchiere napoletano" —el
peluquero típico napolitano. La signora Bargioni
sacudió la cabeza ante el posible escándalo,
regocijándose en el fondo.
En realidad Tonino no era peluquero. Era hijo de un
capitalista, no muy fuerte, pero un capitalista
auténtico.
Vasare padre era propietario de un restaurant en
Pozzuoli y tenía la ambición de abrir un hotel. Tonino
había sido enviado a estudiar la industria del turismo
a casa de un amigo de la familia que dirigía uno de los
mejores establecimientos de Florencia. Cuando hubiera
aprendido todos los secretos del oficio, volvería a
Pozzuoli a ser el director de la pensión refaccionada
que su padre se proponía rebautizar modestamente: el
Gran Hotel Ritz-Carlton. Mientras tanto, vagaba en
Florencia sin mucho que hacer. Había conocido a Moira
en una forma romántica, en el camino real. Guiando
sola, como era su costumbre, Moira había pasado sobre
un clavo. Un pinchazo. Nada más fácil que cambiar la
rueda —nada, siempre que se tenga la fuerza necesaria
para desatar los nudos que sujetan la rueda pinchada a
su eje. Moira no la tenía. Cuando Tonino apareció, diez
minutos después del accidente, la encontró sentada en
el estribo del coche, colorada, despeinada por los
esfuerzos y en un mar de lágrimas.
—Una signora forestiera. —Esa noche, en el café,
Tonino relató su aventura con satisfacción y aire
fatuo. Para la pequeña burguesía en que se había
criado, una Dama Extranjera era casi una criatura
fabulosa, un ser de riqueza, independencia y
excentricidad legendarias. Inglese, especificó. Giovane
y bella, bellissima. Sus interlocutores no se
convencían; la belleza por una u otra razón, no es
común entre los ejemplares ingleses que ambulan por el
extranjero. Ricca, añadió. Eso ya parecía menos
improbable; las señoras extranjeras, eran todas ricas,
casi por definición. Suculentamente y con unción,
describió Tonino el coche que ella guiaba, la villa
lujosa en que vivía.
El encuentro casual cuajó pronto en amistad. Ésta era
la cuarta o quinta vez en una quincena que Tonino había
visitado la casa.
—Unas pocas flores —dijo el joven en un tono de
excusa, suave e insinuante; y adelantó la mano
izquierda, que había tenido escondida detrás de la
espalda. Sostenía un ramo de rosas blancas.
—¡Pero qué bueno de su parte! —exclamó ella en su mal
italiano—. ¡Qué bonitas! —John no regalaba flores a
nadie; miraba esas cosas como tonterías. Sonrió a
Tonino por encima de las flores: mil gracias.
Con un gesto de súplica, devolvió la sonrisa.
Brillaron sus dientes iguales, como perlas. Sus grandes
ojos eran luminosos, oscuros, líquidos y algo vagos
como los de las gacelas. Era todo un buen mozo.
—Rosas blancas —dijo—, para la rosa blanca.
Moira se rió. El cumplido era ridículo; pero no dejó
de agradarle.
Tonino, no era sólo capaz de hacer cumplidos. Sabía
hacerse útil. Cuando unos días después, Moira resolvió
pintar al agua el hall, bastante deteriorado, y el
comedor, Tonino fue el alma del arreglo. Trató con el
decorador, hizo reproches a las demoras, indicó a los
obreros las ideas personales de Moira sobre los tonos
de color y tomó a su cargo la dirección de los
trabajos.
—Si no hubiera sido por usted —le dijo Moira, una vez
terminada la obra—, me hubieran robado y nada se
hubiera hecho como es debido.
—Qué alivio —pensaba—, tener a mano un hombre sin cosa
importante que hacer; un hombre con tiempo disponible
para ayudarla y serle útil. ¡Qué alivio! ¡Y qué cambio!
Con John, era ella la que tenía que hacer todas las
cosas prácticas y aburridas. John siempre tenía que
hacer, y su trabajo era antes que todo, hasta de la
conveniencia de su esposa. Tonino era un hombre vulgar,
sin nada de sobrehumano en él o en sus actividades. Sí,
era un gran alivio.
Poco a poco, Moira llegó a descansar en él para todo.
Era umversalmente útil. Se consumieron las mechas y
Tonino las puso nuevas. Había un nido de avispas en la
chimenea del salón, que Tonino heroicamente asfixió con
azufre. Pero su especialidad era la economía doméstica.
Criado en un restaurant, sabía los precios y todo lo
concerniente a bebidas y alimentos. Cuando la carne no
era buena, iba a la carnicería y poco faltaba para que
se la hiciera tragar al carnicero. Hacía rebajar al
almacenero lo que cobraba de más. Hizo un arreglo con
un empleado de la pescadería, mediante el cual Moira
tenía la flor de los lenguados y de los mújoles. Le
hizo las compras de vino y aceite, al por mayor, en
enormes damajuanas de vidrio; y Moira, que después de
la muerte de Sir Watney podía permitirse beber Pol
Roger 1911, y cocinar con manteca de yak importada, se
entusiasmaba en largas conversaciones sobre la economía
de un céntimo por libra o de una o dos liras por
quintal. Para Tonino el precio y la calidad de las
provisiones era de la mayor importancia. Conseguir una
botella de Chianti por cinco liras noventa en vez de
seis liras era a sus ojos una victoria; y la victoria
era un triunfo completo si se podía probar que el
Chianti llevaba tres años de embotellado y tenía más de
catorce por ciento de alcohol. Por naturaleza Moira no
era ni avara ni comilona. Y su educación había afirmado
sus tendencias naturales. Tenía el desinterés de
aquellos que nunca han estado cortos de dinero; y a su
abstemia indiferencia por los placeres de la mesa nunca
se había mezclado la preocupación de dueña de casa por
el apetito y la digestión de los demás. Nunca; pues Sir
Watney tenía a su servicio una ama de llaves
profesional, y con John Tarwin, que apenas se daba
cuenta de lo que comía, y que pensaba que las mujeres
debían ocuparse en cosas intelectuales, más importantes
que asuntos de cocina, había vivido la mayor parte del
tiempo desde su casamiento en hoteles o en
departamentos con pensión, o en piezas amuebladas en un
crónico estado de picnic. Tonino le había revelado el
mundo de los mercados y de las cocinas. Acostumbrada,
sin embargo, a pensar con Johrt. que no valía la pena
de preocuparse por la vida material, se rió al
principio de la seriedad con que Tonino trataba de la
carne o de un medio penique. Pero al poco tiempo empezó
a contagiarse de ese entusiasmo casi religioso por la
vida doméstica: desdubrió que la carne y el medio
penique eran interesantes, después de todo, que eran
reales e importantes —mucho más reales e importantes,
por ejemplo, que leer a Goethe cuando uno lo encuentra
farsante y aburrido. Vigilada cariñosamente por los más
competentes abogados y corredores, la fortuna del
finado Sir Watney producía Un buen cinco por ciento,
libre de impuestos. Pero en la compañía de Tonino podía
Moira olvidar el balance de su cuenta de banco.
Descendiendo del Sinaí financiero en el que tan alto
estaba colocada sobre el común de los mortales,
descubrió, con él, las preocupaciones de la pobreza.
Eran curiosamente excitantes e interesantes.
—¡Los precios que piden por el pescado en Florencia! —
decía Tonino, después de un silencio, ya agotado el
tema de las rosas blancas—. ¡Cuando pienso en el precio
de los pulpos en Ñapóles! Es escandaloso.
—¡Escandaloso! —repetía Moira, con igual indignación.
Hablaban interminablemente.
El día siguiente el cielo ya no fue azul, sino de un
blanco opaco. No había sol, sólo un resplandor difuso
sin sombras. El paisaje yacía absolutamente sin vida
bajo la mirada del cielo muerto como de un pez muerto.
Hacía mucho calor, no había viento, el aire apenas
respirable parecía de lana. Moira se despertó con dolor
de cabeza, y sus nervios tenían como una inquieta vida
propia, independiente de la suya. Eran como pájaros
enjaulados, aleteando y revoloteando y piando a la
menor alarma; y su cuerpo laxo y dolorido era la
pajarera. Contra su voluntad y su intención se
sorprendió malhumorada contra la doncella diciéndole
cosas desagradables. Como compensación tuvo que darle
un par de medias. Ya vestida, quiso escribir algunas
cartas; pero su estilográfica le manchó los dedos, lo
cual la enfureció de tal modo que la tiró por la
ventana. La estilográfica se hizo pedazos abajo en el
embaldosado. No tenía otra con que escribir; era
demasiado. Se lavó la tinta de las manos y tomó su
bastidor. Pero le parecía que todos los dedos eran
pulgares. Y se pinchó con la aguja. ¡Ah qué dolor! Se
le llenaron los ojos de lágrimas; empezó a llorar. Y
habiendo empezado no pudo parar. Assunta entró cinco
minutos después y la encontró sollozando: —¿Pero qué
pasa, signora? —le preguntó llena de afectuosa
solicitud, ablandada con el regalo de las medias. Moira
sacudió la cabeza—. Vayase —le dijo con voz
entrecortada. La muchacha insistió—. Vayase —repitió
Moira. ¿Cómo explicar lo que había, si no había
sucedido otra cosa más que el pinchazo del dedo? No
había nada. Y sin embargo, todo, todo !a entristecía. A
fin de cuentas ese todo era el tiempo. Aun en plena
salud Moira había sido muy sensible a las tormentas.
Sus nervios relajados eran entonces más sensibles que
nunca. Las lágrimas y furias y desesperaciones de este
horrible día tenían puramente un origen meteorológico.
Pero no por eso eran menos vio'entas y dolorosas. Las
horas pasaban lúgubremente. Espeso de nubes negras,
vino el crepúsculo en un silencio sofocante y
prematuramente se hizo noche. El reflejo de lejanos
relámpagos, brillando más allá bajo el horizonte,
iluminaba el cielo oriental. Los picos y las crestas de
los Apeninos se recortaban momentáneamente contra
extensiones de vapor plateado y desaparecían en
silencio, la expectativa persistía. Con una sensación
de ahogo —porque las tormentas la aterraban— Moira se
sentó en la ventana, mirando las negras colinas
aparecer en ese fondo de plata y morir, aparecer y
morir. Los relámpagos eran más intensos; por primera
vez oyó acercarse el trueno, lejano y débil como el
murmullo del mar en un caracol. Moira se estremeció. El
reloj del hall dio las nueve, y como si el sonido fuera
una señal convenida, de repente una ráfaga de viento
sacudió la magnolia en el cruce de los senderos del
jardín allá abajo. Largas hojas tiesas se entrechocaron
como escamas de cuerno. Hubo otro relámpago. A su
blanco resplandor fugaz distinguió los dos cipreses
funerarios que se retorcían y se debatían en la
agitación desesperada del dolor. Y entonces, de súbito,
la tormenta estalló catastrófica; directamente sobre su
cabeza, parecía. Ante la violencia salvaje de un
diluvio glacial, Moira cerró la ventana. Una raya
blanca de fuego zigzagueó terriblemente, allí detrás de
los cipreses. El trueno inmediato fue como el derrumbe
y la caída de una sólida bóveda. Moira se apartó de la
ventana y se tiró en la cama. Se cubrió la cara con las
manos. A través del ruido continuado de la lluvia el
trueno estallaba y repercutía, estallaba otra vez y
hacía rodar su voz entrecortada a través de la noche,
en todas direcciones. Temblaba la casa entera. En las
ventanas, los vidrios sacudidos repiqueteaban como los
vidrios de un ómnibus viejo rodando sobre el empedrado.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —repetía Moira. En el enorme
tumulto su voz era breve y como desnuda, perfectamente
abyecta.
—Pero es una estupidez asustarse. —Recordaba la voz de
John, su brillante tono de superioridad. Hay miles de
probabilidades contra una de no ser alcanzada. Y en
todo caso el esconder la cabeza no va a impedir al rayo
de...
¡Cómo lo odiaba por ser tan sensato y razonable!
—¡Dios mío! —Se oyó otro trueno—. ¡Dios mío, Dios mío,
Dios...
Y de repente sucedió algo espantoso: se apagó la luz.
A través de sus párpados cerrados ya no vio el rojo de
sangre traslúcida, sino un negro absoluto. Destapándose
la cara, abrió los ojos y miró con ansia a su
alrededor: la misma oscuridad. Buscó a tientas el
conmutador, lo encontró, le dio vuelta una y más veces:
la misma oscuridad impenetrable.
—¡Assunta! —llamó.
Y de pronto, enmarcado por la ventana, se proyectó un
cuadro del jardín sobre un fondo de cielo blanco-malva
y de lluvia brillante que caía a mares.
—¡Assunta! —Una explosión que parecía en el mismo
techo ahogó la voz—. ¡Assunta, Assunta! —Enloquecida,
llegó tropezando hasta la puerta del cuarto oscuro como
una tumba. Otro relámpago iluminó el picaporte. Abrió—.
¡Assunta!
Su voz resonó hueca en el pozo negro de la escalera.
Volvió a estallar el trueno sobre su cabeza. Con un
estallido y repiqueteo de vidrios rotos, una de las
ventanas de su cuarto se abrió de par en par. Una
ráfaga de viento frío le levantó los cabellos. De su
escritorio se elevó un vuelo de papeles y remolineó con
alas crujientes en la oscuridad. Una le rozó la cara
como algo vivo y después nada. Gritó con fuerza. La
puerta golpeó tras ella. Aterrada corrió escaleras
abajo, como si el diablo la persiguiera. En el hall
encontró a Assunta y la cocinera que venían a su
encuentro, encendiendo fósforos.
—¡Assunta, la luz! —Se colgó del brazo de la muchacha.
Sólo el trueno respondía. Cuando se apaciguó el ruido,
Assunta explicó que los fusibles habían saltado y que
no había ni una vela en la casa. Ni una, y nada más que
otra caja de fósforos.
—Pero entonces estaremos a oscuras —dijo Moira
histéricamente.
Por las tres relucientes ventanas negras del hall
aparecieron tres cuadros separados del jardín empapado
y desaparecieron. En la pared, los viejos espejos de
Venecia por un instante, parpadearon como ojos muertos
vueltos a la vida.
—¡A oscuras! —repetía con una insistencia de loca.
—¡Ay! —grito Assunta, dejando caer la cerilla que le
quemaba los dedos. El fragor del trueno caía sobre
ellas, a través de las tinieblas que la falta de luz
hacía más densas e impenetrables. Cuando sonó el
teléfono, Tonino estaba sentado en la gerencia de su
hotel, jugando a las cartas con los dos hijos del
propietario y un amigo.
—Alguien quiere hablarle, signor Tonino —dijo el subportero,
asomando la cabeza.—. Una señora. —E hizo un
gesto significativo.
Tonino, con dignidad, se alejó. Al volver unos minutos
después, tenía el sombrero en una mano y con la otra se
abotonaba el impermeable.
—Lo siento —dijo—; tengo que salir.
—¿Salir? —repitieron los otros, incrédulos. Tras las
ventanas con los postigos cerrados, la tormenta rugía
como una catarata con salvajes explosiones—. ¿Pero
dónde? —le preguntaron—. ¿Por qué? ¿Estás loco?
Tonino se encogió de hombros, como si no fuera nada
salir en un huracán, como si fuera su costumbre. La
signora forestiera —explicó fastidiado con la pregunta—
: la Tarwin le pedía que fuera en seguida a
Bellosguardo. Los fusibles... ni una vela en la casa...
completamente a oscuras... desesperada... los
nervios...
—Pero con una noche semejante... no eres electricista.
—Los dos hijos del propietario hablaban en coro. Les
parecía, y eso los indignaba, que Tonino se dejaba
explotar. Pero el tercer joven se recostó en la silla
riendo. —Vai, caro, vai —y amenazando con el dedo le
dijo con intención—: Ma fatti pagare per il tuo lavoro.
(Hazte pagar el trabajo.) Berto era un conquistador, un
especialista avezado en materia de estrategia amorosa,
un experto reconocido.
—Toma la oportunidad. —Los otros hicieron eco a su
risa desagradable. Tonino, por su parte, asintió con la
cabeza ensayando una sonrisa.
El taxi, por las calles desiertas, se hundía en el
agua y salpicaba como una fuente viajera. Tonino,
sentado en el coche oscuro, rumiaba el consejo de
Berto. Por cierto, era bonita. Pero —no sabía por qué—
apenas se le había ocurrido pensar en ella como en una
querida. Había sido cortésmente galante con ella —por
principio y por la fuerza de la costumbre— pero sin
idea de conquista, y cuando se dio cuenta de que ella
no respondía a sus avances, le había sido indiferente.
Pero tal vez hubiera debido sentirlo, y hubiera debido
poner mayor empeño. En el medio de Berto era como una
obligación deportiva hacer lo posible para seducir
todas las mujeres a mano. El hombre más admirable era
el hombre que contaba más mujeres en su haber.
Realmente encantadora, pensaba Tonino en su fuero
interno, tratando de entusiasmarse con ese juego. Sería
un triunfo de que podría enorgullecerse. Y más
tratándose de una extranjera. Y tan rica. Sentía una
satisfacción íntima en el gran coche, en la casa, en
los sirvientes, en la platería. Certo —se dijo
complacido—, mi vuol bene. Ella simpatizaba con él; no
cabía duda. Meditativamente, se acarició el rostro; los
músculos se distendieron bajo sus dedos. Se sonreía
consigo mismo en la oscuridad; inocentemente, la
sonrisa ingenua de una prostituta.
—Moira —dijo en alta voz— Moira. Strano quel nome.
Piuttosto ridicolo.
Moira le abrió la puerta. Había estado mirando por la
ventana, esperando, esperando.
—¡Tonino! —Le tendió ambas manos; nunca se había
sentido más feliz de ver a alguien.
El cielo se volvió un momento de un blanco-malva
detrás de él, mientras se detuvo en la puerta abierta.
Los faldones de su impermeable se agitaron con el
viento; una ráfaga húmeda entró con él; helando el
rostro de Moira. El cielo se puso negro de nuevo. Cerró
él la puerta con un golpe. Estaban en completa
oscuridad.
—Tonino, es demasiado bueno de haber venido, sí
demasiado...
El trueno que la interrumpió parecía el fin del mundo.
Moira se estremeció.
—¡Dios mío! —murmuró; y de pronto llorando oprimió la
cara contra el chaleco de Tonino, que la sostuvo en sus
brazos acariciándole el cabello. El siguiente relámpago
le mostró el sitio del sofá. En medio de la oscuridad
que se sucedió la condujo a través del cuarto, se sentó
y empezó a besar la cara húmeda de lágrimas. Ella
estaba quieta en sus brazos, como una criatura asustada
que al fin encuentra un amparo. Tonino la oprimía en
sus brazos, besándola con dulzura una y otra vez.
—Ti amo, Moira —murmuraba. Y era cierto. Oprimiéndola,
tocándola así en la oscuridad, la quería—. ¡Ti amo!
¡Cómo la amaba! Ti voglio un bene inmenso, —repetía con
pasión, con una honda y cálida ternura nacida de súbito
de la oscuridad y del dulce y ciego contacto. Pesada y
cálida como la vida, Moira yacía apretada contra él. Su
cuerpo se curvaba, pleno y sólido bajo sus dedos, sus
mejillas eran frescas y redondas, sus párpados redondos
y trémulos, húmedos de lágrimas, su boca tan dulce, tan
dulce bajo el contacto de sus labios.
—¡Ti amo, ti amo! —Estaba sin aliento de tanto amor, y
sentía como si hubiera un hueco en el centro de su ser,
un vacío de ternura deseosa de colmarse, que sólo Moira
podía colmar, un vacío que la atraía hacía él, en él,
que la absorbía como un vaso vacío absorbe el agua.
Inmóvil, con los ojos cerrados, inmóvil, estaba ella en
sus brazos, dejándose beber por su ternura, ahogarse en
el vacío absorbente de su corazón, feliz en su
pasividad, abandonándose a esa dulce insistencia
apasionada.
—¡Fatti pagare, fatti pagare! —El recuerdo de las
palabras de Berto transformó de golpe al enamorado en
un sportsman del amor con una reputación que guardar y
con records que sostener. Fatti pagare. Arriesgó una
caricia más íntima. Pero Moira se retrajo con tal
estremecimiento al contacto que renunció, avergonzado
de sí mismo.
—Ebbene —le preguntó Berto cuando regresó, una hora
después—, ¿arreglaste los fusibles?
—¡Sí, los arreglé!
—¿Y cobraste?
Tonino sonrió con la sonrisa del sportsman de amor. —
Algo a cuenta —contestó, y en el acto se disgustó
consigo mismo por lo que decía, y se disgustó con los
demás porque lo festejaban. ¿Por qué consentía en echar
a perder una cosa que había sido tan hermosa?
Pretextando dolor de cabeza subió a su cuarto. La
tormenta había pasado y la luna brillaba ahora en un
cielo claro. Abrió la ventana y miró afuera. El Arno,
río de tinta y mercurio, corría murmurando. Abajo, en
la calle, brillaban los charcos como ojos abiertos.
Lejos, en la opuesta ribera, el fantasma de Caruso
cantaba en un gramófono: Stretti, stretti, nell' estasi
d'amore... Tonino estaba emocionado profundamente.
A la mañana siguiente el cielo estaba azul, el sol
brillaba en las hojas barnizadas de la magnolia, el
aire era modesto y quieto. Sentada ante el tocador,
Moira miró por la ventana, preguntándose incrédula si
algo como una tormenta era posible. Pero las plantas
estaban tronchadas sobre los canteros; los caminos
alfombrados de hojas y pétalos dispersos. A despecho de
la brisa suave y del sol, los horrores de la noche eran
algo más que un mal sueño. Moira suspiró y empezó a
cepillarse el cabello. En su marco de cuero, el perfil
de John Tarwin se destacaba, brillantemente fijo en
tumores imaginarios. Con los ojos puestos en él, Moira
continuó cepillándose maquinalmente el cabello. Luego,
de pronto, interrumpiendo el ritmo de sus movimientos,
se levantó, tomó el cuadro y, atravesando el cuarto, lo
arrojó fuera de su vista encima del gran armario. ¡Ahí!
Volvió a su sitio, y, llena de una especie de temeroso
engreimiento, prosiguió el peinado interrumpido.
Cuando estuvo vestida, bajó a la ciudad y pasó una
hora en la joyería de Settepassi. Cuando salió
dirigiéndose a Lungarno, la saludaron como a una
princesa.
—¡No, no fume de ésos! —le dijo a Tonino esa tarde, al
querer tomar un cigarrillo de la caja de plata sobre la
chimenea—. Tengo algunos egipcios de los que a usted le
gustan. Los he comprado especialmente para usted. —Y
sonriendo le entregó un paquetito.
Tonino se lo agradeció profusamente —demasiado
profusamente— según su costumbre. Pero cuando abrió el
paquete y vio el oro mate de una gran cigarrera, sólo
pudo mirarla con embarazoso y escrutador asombro.
—¿No le parece bonita? —preguntó Moira.
—¡Maravillosa! Pero es... —titubeó un momento..—¿Es
para mí?
Moira se rió encantada de su cortedad. Nunca lo había
visto cohibido. Era siempre el joven de mundo dueño de
sí, seguro, inexpugnable bajo su armadura de buenas
maneras meridionales. Ella admiraba esa elegante
caparazón. Pero la divertía por una vez tomarlo de
improviso, verlo desorientado, ruborizándose y
tartamudeando como un niño. Le divertía y le gustaba;
le gustaba tanto el niño como el joven socialmente
competente, educado y cortés.
—¿Para mí? —remedó ella riendo—. ¿Le gusta? — Cambió
de tono, se volvió grave—: Quería que tuviera un
recuerdo de anoche. —Tonino le tomó las manos y las
besó en silencio. Lo había recibido con una alegría tan
natural, con tanta desenvoltura, como si nada hubiera
pasado entre ellos, que las tiernas referencias (tan
cuidadosamente preparadas al subir la cuesta) quedaron
inéditas. Temió decir lo que no debía y ofenderla. Pero
ahora el encanto estaba roto, por la misma Moira. —Uno
no debe olvidar sus buenas acciones —le dijo
abandonándole sus manos—. Cada vez que saque un
cigarrillo ¿recordará cuan bueno y gentil ha sido con
una ton tita?
Tonino tuvo tiempo de recobrar su aplomo. —Recordaré
la más adorable, la más bella... —Teniéndole siempre
las manos, la miró un momento en silencio,
intencionadamente. Moira sonreía—. ¡Moira! —Y se
encontró en sus brazos. Cerró los ojos y pasiva se
abandonó en el círculo fuerte de sus brazos, pasiva y
floja contra su cuerpo firme. —Te amo, Moira. —El
aliento de sus palabras abrasaba su mejilla—. Ti amo. —
Y de pronto los labios de Tonino encontraron los suyos
besándolos violentamente, impacientemente. Entre los
besos llegaban las palabras a su oído, apasionadas.
—Ti amo pazzamonte... picana... tesoro... amore...
cuore... Dicho en italiano, su amor parecía algo
especialmente fuerte y profundo. Las cosas descritas en
un idioma extranjero cobran una cierta extrañeza. —
Ammami, Moira, ammami. Mi ami un po? —Insistía — ¿Un
poco, Moira, me amas un poquito?
Ella abrió los ojos y lo miró. Luego, con un rápido
movimiento le tomó la cara en sus dos manos, lo atrajo
hacia ella y lo besó en la boca. —¡Sí —murmuró)—, te
amo! Y dulcemente, lo alejó. Tonino quiso besarla de
nuevo. Pero Moira sacudió la cabeza y se desasió de sus
brazos. —No, no —dijo bondadosa y perentoriamente, a la
vez. —No hay que afearlo todo.
Pasaban los días, calientes y dorados. Se acercaba el
verano. Los ruiseñores, invisibles, cantaban en la
frescura de la tarde.
—L'ussignolo —se decía Moira a sí misma al escuchar el
canto—. L'ussignolo. Hasta los ruiseñores eran
sutilmente melodiosos en italiano. El sol se ponía.
Sentados en una pequeña glorieta al fondo del jardín
miraban ensombrecerse el paisaje. Sobre la colina, allá
abajo, los muros blancos de las granjas y las villas se
recortaban con nítida claridad contra los olivos
crepusculares como llenos de un sentido nuevo y
extraño. Moira suspiró. —Estoy tan feliz —dijo; Tonino
le tomó la mano. —Ridículamente feliz. Porque, después
de todo —pensaba—, era ridículo estar tan feliz sin un
motivo en particular. John Tarwin le había enseñado que
sólo se podía ser feliz cuando se llevaba entre manos
algo "interesante" (como él decía) o se frecuentaba
personas que "valían la pena". Tonino no era un ser
extraordinario ¡gracias a Dios! Y hacer un pic-nic no
era exactamente "interesante" en el sentido que John
daba a la palabra; tampoco lo era hablar de los méritos
de las diferentes marcas de coches; tampoco, enseñar a
Tonino a manejar, ni ir de compras; ni discutir el
problema de cortinas nuevas para el salón; ni, como
sucedía ahora, estar sentados en una glorieta sin decir
palabra. A pesar, o a causa de lo cual, era feliz con
una felicidad sin precedente. —Ridiculamente feliz —
repetía.
Tonino le besó la mano. —Y yo también —dijo. Y no era
simple cortesía. A su manera, era realmente feliz con
Moira. Cuando lo veían sentado a su lado, en el
magnífico auto amarillo, la gente le tenía envidia. Era
ella tan bonita y elegante y también tan exótica; tenía
orgullo de que lo vieran andar con ella. ¡Y la
cigarrera, y el bastón con puño de ágata, montado en
oro, que le había regalado para su cumpleaños!...
Además, y sin, darse bien cuenta, estaba muy enamorado.
Por algo la había abrazado y acariciado en la
oscuridad, la noche de la tormenta. Algo de esa honda y
apasionada ternura, nacida de pronto de la noche y de
aquel ciego y mudo contacto, subsistía en él —subsistía
aun después que el deseo físico que entonces le había
inspirado hubiera sido satisfecho por sustitución. (Y
bajo los sabios consejos de Berto habían sido
satisfechos con frecuencia.) Si no fuera por los
comentarios sarcásticos de Berto sobre la naturaleza
aún platónica de sus relaciones, habría sido plenamente
feliz.
—Alle donne —Berto generalizaba, sentenciosamente—
piace sempre la violenza. Suspiran por que las
violenten. Tú no sabes, hacer el amor, mi pobre amigo.
—Y ponía como ejemplo sus hazañas. Para Berto, el amor
era una especie de lasciva venganza sobre las mujeres
por el crimen de ser puras.
Aguijoneado por las bromas de su amigo, Tonino hizo
otra tentativa para hacerse pagar el saldo del arreglo
de los fusibles en la noche de la tormenta. Pero
recibió en la cara tal bofetada, y Moira lo amenazó en
tono tan seco con no volverlo a ver a menos que se
condujera correctamente, que no se animó a intentar
otro ataque. Se contentó con tomar un aire de tristeza
y quejarse de su crueldad. Pero, a despecho de esa cara
larga de circunstancias, era feliz con ella. Feliz como
un gato al lado del fuego. El coche, la casa, su
elegante belleza extranjera, los regalos maravillosos
que le había hecho lo mantenían en una felicidad
ronroneante.
Pasaban los días y las semanas. Moira hubiera querido
que la vida se deslizara así por siempre, como una
corriente alegre y viva con rachas ocasionales de
tranquilo sentimentalismo, nunca peligrosamente honda o
turbulenta, sin caídas ni remolinos ni correntadas.
Ella quería que su existencia continuase eternamente
así, lo que era en este momento, una especie de juego,
con un compañero agradable que la excitara
emocionalmente, jugando a amar y a vivir. ¡Si este
pasatiempo feliz pudiera durar para siempre!
Y fue John Tarwin quien decidió que no podía durar.
"Debiendo asistir congreso citológico Roma iré de
pasada unos días llegaré jueves cariños. John". Tal era
el texto del telegrama que esperaba a Moira una tarde
al volver a su villa. Lo leyó y se sintió en el acto
deprimida y desmoralizada. ¿Por qué venía? Iba a
echarlo todo a perder. La tarde deslumbrante se volvió
descolorida y muerta a sus ojos; esa felicidad que la
colmaba al volver con Tonino de esa gira maravillosa
por los Apeninos se extinguió. Retrospectivamente, su
melancolía oscureció la belleza azul y dorada de las
montañas, las flores brillantes, veló las risas y la
charla del día. —¿Por qué venía? —se preguntó desolada
y rencorosa—. ¿Y qué va a suceder, qué va a suceder? —
Sintió frío y le faltó el aliento y se sintió enferma
con la inquietud y la incertidumbre.
La cara de John, al verla esperándolo en la estación,
se iluminó instantáneamente con todo el poder de sus
cien bujías de ternura y encanto.
—¡Queridita mía! —Su voz era trémula y aterciopelada.
Se inclinó sobre ella; Moira se puso tiesa, soportando
que la besara. Notó con asco que tenía las uñas sucias.
La perspectiva de la comida sola con John la había
asustado. Había invitado a Tonino a comer. Además,
quería que John lo conociera. Guardar el secreto de la
existencia de Tonino era admitir que había algo malo en
sus relaciones con él. Y no había nada. Quería que John
lo encontrara así, como la cosa más natural del mundo.
¿Le gustaría Tonino? Eso ya era otra cosa. Moira tenía
sus dudas que se vieron justificadas. John empezó
protestando al saber que había un invitado. ¡Su primera
noche! ¿Cómo se le había ocurrido? Le temblaba la voz —
pieles rizadas por la brisa. Moira tuvo que soportar un
diluvio de sentimentalismo. Pero al fin, cuando llegó
la hora de la comida, apagó su patetismo y pasó de
nuevo a ser el investigador científico. Indagando con
brillo pero impersonalmente, John hizo un verdadero
interrogatorio a su huésped sobre todo lo interesante e
importante que sucedía en Italia. ¿Cuál era la
verdadera situación política? ¿Cómo funcionaba el nuevo
sistema de educación? ¿Qué pensaba de la reforma del
código penal? Sobre todos esos temas, Tonino estaba,
claro está, mucho menos informado que su examinador. La
Italia que él conocía era la de sus amigos y la de su
familia, de las tiendas y los cafés y las muchachas y
la de la lucha diaria por el dinero. Toda esa Italia
histórica, impersonal de que hablaban las grandes
revistas que John leía tan inteligentemente, le era
totalmente desconocida. Sus respuestas fueron de una
tontería infantil. Moira escuchaba, muda de pena.
—¿Qué encuentras en ese muchacho? —le preguntó su
marido, cuando Tonino se retiró—. Me ha parecido
desprovisto de todo interés.
Moira no contestó. Hubo un silencio. John de repente
abrió el conmutador de su sonrisa, una tierna sonrisa
conyugal, protectora y enamorada. —Es hora de
acostarse, amor mío —dijo. Moira lo miró y vio en sus
ojos la expresión que tan bien conocía y temía. —Amor
mío —repitió, y se volvió el perro de Landseer
enamorado. La rodeó con sus brazos y se inclinó a besar
su rostro. Moira se estremeció, pero estaba sin
fuerzas, muda, no sabiendo cómo escapar. Se la llevó.
Cuando John la dejó, tarde en la noche, se quedó
despierta reviviendo sus ardores y sus accesos de
sentimentalismo con un horror que el correr de las
horas parecía aumentar. Al fin vino el sueño a
libertarla.
Arqueólogo, el viejo signor Bargioni era decididamente
"interesante".
—Pero me aburre mortalmente —dijo Moira, cuando al día
siguiente su marida sugirió hacerle una visita—. ¡Qué
voz! ¡Y sigue, y sigue! ¡Y la barba! ¡Y la mujer!
John se puso colorado de rabia. —No seas pueril, —
saltó, olvidando cuánto le divertía esa puerilidad
cuando no se oponía a sus diversiones o a sus asuntos.
—Con todo —insistió— no hay, probablemente, un hombre
en el mundo que sepa más sobre la Toscana en la Edad
Media.
A pesar de la Edad Media en la Toscana, John tuvo que
hacer solo su visita. Pasó una hora lo más provechosa,
charlando sobre arquitectura románica y sobre los reyes
lombardos. Pero momentos antes de salir la conversación
tomó otro giro; en cierto momento como por casualidad
se mencionó el nombre de Tonino. Era la señora la que
había insistido en mencionarlo.
—La ignorancia —protestó su marido— es una bendición.
—Pero a la signora Bargioni le gustaba el escándalo, y
siendo ya madura, fea, envidiosa y maligna, estaba
llena de virtuosa indignación contra la joven esposa y
de hipócrita simpatía por el esposo quizás engañado. —
Pobre Tarwin —insistió—, debe quedar advertido. —Y así,
con tacto, con aire de quien no dice nada el viejo
deslizó sus insinuaciones.
Volviendo a pie a Bellosguardo, John iba pensativo y
disgustado. Ño era que supusiera a Moira capaz de ser o
haber sido infiel. ¡Esas cosas, en verdad, nunca le
suceden a uno! Era evidente que Moira tenía simpatía
por ese muchacho poco interesante; pero, en definitiva,
y a pesar de su infantilidad, Moira era una persona
civilizada. Era demasiado bien educada para hacer una
estupidez. Además, reflexionaba, recordando la noche
pasada, recordando todos los años de matrimonio, no
tiene temperamento; no conoce la pasión; está
totalmente desprovista de sensualismo. Su puerilidad
nativa no puede más que reforzar sus principios. Se
puede confiar en la pureza de los niños; pero no (y eso
era lo que inquietaba a John Tarwin) en los que conocen
el mundo. Moira no iba a rebajarse hasta permitir que
le hicieran la corte; pero podía muy bien dejarse
estafar. El viejo Bargioni había sido muy discreto y no
se había comprometido; pero era evidente que
consideraba al joven como un aventurero, a la pesca de
cualquier cosa que le fuera provechosa. John, andando,
frunció el ceño y se mordió los labios. Al llegar a su
casa encontró a Moira y a Tonino dirigiendo la
colocación de las nuevas fundas de cretona en las
sillas del salón.
—Despacito, despacito —decía Moira al tapicero, cuando
él entró. Volvió la cara al ruido de sus pasos. Una
nube pareció oscurecer el brillo de su rostro al
mirarlo; pero hizo un esfuerzo para conservar su
alegría—. Vén a ver, John —le dijo—, es como querer
meter una vieja bien gorda dentro de un traje muy
estrecho. ¡Ridículo! —Pero John no le devolvió la
sonrisa; su rostro era una máscara de una gravedad de
piedra. Se dirigió con aire altanero hasta un sillón,
saludó brevemente con la cabeza a Tonino, y al tapicero
y se plantó ahí, a observar el trabajo, como si fuera
un extraño, y, lo que es peor, un extraño hostil. La
vista de Tonino y de Moira charlando y riendo había
hecho nacer en su alma una súbita y violenta furia.
—Aventurerillo repugnante—, se repetía ferozmente a sí
mismo detrás de su máscara.
—Es una tela muy bonita, ¿no te parece? —dijo Moira.
Contestó con un gruñido.
—Y muy moderna —agregó Tonino—. Aquí las tiendas son
muy modernas —insistió con esa especie de
susceptibilidad en lo que concierne a la modernidad que
caracteriza a los habitantes de un país demasiado rico
en monumentos y demasiado pobre en cuartos de baño.
—¿De veras? —dijo John sarcásticamente.
Moira frunció el ceño. —No tienes idea lo útil que me
ha sido Tonino —afirmó con cierto calor.
Tonino empezó a negar efusivamente que ella tuviera
nada que agradecerle. John Tarwin lo interrumpió. —¡Oh,
no tengo ninguna duda que te haya sido útil! —dijo con
el mismo tono sarcástico y con una risita
despreciativa. Hubo un incómodo silencio. Entonces
Tonino se despidió. Apenas hubo salido, Moira se encaró
con su marido. Tenía pálido el rostro y los labios le
temblaban. —¿Cómo te atreves a hablar así a uno de mis
amigos? —preguntó con una voz que la ira hacía temblar.
John se encolerizó. —Porque quiero verme libre de ese
tipo— le contestó; y caída la máscara, su cara
descubierta era una furia—. Es repugnante ver a un
individuo de esa calaña rondar la casa: un aventurero.
Aprovechando tu estupidez. Explotándote.
—Tonino no me explota... Y después de todo, ¿qué sabes
tú?
Se encogió de hombros. —No hay más que oír lo que dice
la gente.
—¡Ah! son esos viejos imbéciles, no? (Odiaba a los
Bargioni, los odiaba.) ¡En vez de agradecer a Tonino su
ayuda! Ha hecho más por mí que tú. John. ¡Tú con tus
horribles tumores y tu rancio Fausto! —El tono
despreciativo de su voz era incisivo—. Sola tengo que
luchar o hundirme. Y cuando alguien se me acerca y es
humano y bueno conmigo, lo insultas. Y sufres un ataque
de celos rabiosos porque le estoy normalmente
agradecida.
John había tenido tiempo de acomodarse la máscara. —Yo
no sufro ningún ataque de rabia —dijo tragando su enojo
y hablando lenta y fríamente—. Sólo quiero que no seas
una presa posible de bellos y jóvenes gigolós de negra
cabellera, salidos del bajo fondo napolitano.
—¡John!
—Aunque el asunto sea platónico —prosiguió— como estoy
seguro que lo es. Pero no quiero tener cerca un gigoíó
aunque sea platónico. —Hablaba fríamente, lentamente
con el propósito deliberado de herirla todo lo posible—
. ¿Cuánto te ha sacado, hasta ahora?
Moira no contestó, pero le volvió la espalda
bruscamente y salió corriendo.
Tonino acababa de bajar la colina, cuando la
insistencia de fuertes cornetazos le hicieron volver la
cara. Un gran automóvil amarillo estaba sobre él.
—¡Moira! —exclamó asombrado. El coche se paró a su
lado.
—¡Suba! —le ordenó casi furiosa, como si estuviera
enojada con él. Hizo lo que le decían.
—Pero i dónde piensa ir? —le preguntó.
—No sé, a cualquier parte. Tomemos el camino de
Bolonia, por las montañas.
—Pero no lleva sombrero —objetó—, ni abrigo.
Por toda respuesta, ella se rió, y poniendo el coche
en movimiento se lanzó a la carrera. John pasó la tarde
solitario. Empezó a hacerse reproches: no he debido
hablarle tan brutalmente —pensaba, cuando supo la
partida precipitada de Moira—. ¡Cuántas cosas tiernas y
dulces le diría, a su vuelta, para compensar su rudeza!
Y entonces, cuando hicieran las paces, le hablaría con
dulzura, paternalmente, sobre los peligros de las malas
amistades. Ya la anticipación de lo que le iba a decir
iluminaba su rostro con una bella sonrisa. Pero cuando
pasaron tres cuartos de hora del tiempo de la comida y
se sentó solitario ante platos recocidos, cambió de
humor.
—¡Si quiere enojarse, que se enoje! —Y a medida que
las horas pasaban, se le endurecía el corazón. Dio el
reloj la media noche. Su enojo empezó a entibiarse con
un cierto temor. ¿No le habría sucedido algo? Estaba
inquieto. Pero, por principio, y con firmeza, se fue a
la cama. Veinte minutos después oyó en la escalera los
pasos de Moira y luego su puerta que se cerraba. Había
vuelto, nada le había pasado; absurdamente, se sintió
exasperado con ella sabiéndola sana y salva. ¿Vendría a
darle las buenas noches? Esperó.
Como ausente, entretanto, Moira se desvistió
mecánicamente. Pensaba en todo lo que había pasado en
esa eternidad, desde que dejó la casa. ¡Esa maravillosa
puesta de sol en las montañas! Las laderas que miraban
al poniente teñidas de un rosa dorado; abajo yacía un
golfo azul de sombra. Contemplaban todo eso en silencio
hasta que ella, de pronto, murmuró: —¡Bésame, Tonino! —
y al contacto de sus labios había sentido bajo la piel
como un temblor delicioso. Se apretó contra él; ceñido
por sus brazos el cuerpo era firme y sólido. Podía oír
el latido del corazón de Tonino contra su mejilla, como
algo con vida propia. Tic, tic, tic, y esa palpitación
de vida nio era la vida del Tonino que ella conocía,
del Tonino que reía y hacía cumplidos y regalaba
flores: era la vida de un poder misterioso e
independiente. Un poder con el cual el personaje
familiar de Tonino estaba asociado, pero sin relación
apenas con él. Moira se estremeció. Misterioso y
aterrador. Pero era un terror atrayente, como un negro
abismo que nos atrae. —Bésame, Tonino. Bésame—.
Palideció la luz; las colinas se volvieron informes
masas chatas contra el cielo. —Tengo frío —dijo ella al
fin, tiritando. —Vamos—. Cenaron en una pequeña posada,
allá arriba, entre dos pasos. Cuando volvieron al auto,
era de noche. Él pasó el brazo alrededor de su cintura
y le besó la nuca, allí donde los cabellos cortados
eran ásperos contra su boca. —Vamos a dar a la zanja —
dijo ella riendo. Pero Tonino no reía. —¡Moira! ¡Moira!
—repetía; y había angustia en su voz—. ¡Moira! —Y al
fin, cediendo a su ruego doloroso, ella detuvo el
coche. Bajaron. Bajo los castaños, ¡qué completa
oscuridad!
Moira dejó caer la última prenda y desnuda ante el
espejo mirú su imagen. Parecía el mismo de siempre, su
cuerpo pálido: pero en realidad era distinto, era
nuevo, acababa de nacer.
John esperaba todavía, pero su mujer no vino.
—Bueno— se dijo a sí mismo, con un dejo de irritado
despecho que disfrazaba de olímpica serenidad
justiciera— que se enoje si quiere. Se castiga a sí
misma—. Apagó la luz y se dispuso a dormir. A la mañana
siguiente se fue a Roma, al Congreso Citológico sin
despedirse; ¡eso la enseñaría! Pero —¡gracias a Dios!—
fue lo primero que se le ocurrió decir a Moira cuando
supo la partida. Y luego, de pronto, le tuvo lástima—.
¡Pobre John! Como una rana muerta, galvanizada:
retorciéndose, pero nunca viviente. Era patético,
realmente. —Moira se sentía tan rica de dicha, que
podía darse el lujo de compadecerlo. Y en cierto modo
le estaba agradecida. Si no hubiera venido, si no se
hubiera conducido de un modo tan imperdonable, nada
habría pasado entre ella y Tonino. ¡Pobre John! Con
todo, era el suyo un caso desesperado.
Los días se sucedían serenos y brillantes. Pero la
vida de Moira no corría como antes de la venida de
John, tal una corriente clara y poco profunda.
Turbulenta ahora, con oscuridades y honduras. Ya el
amor no era un juego con un compañero agradable; era
violento, absorbente, casi terrible. Tonino se le
volvió una obsesión. Estaba perseguida por él; por su
rostro, por sus dientes blancos y su pelo oscuro, y por
sus miembros y por su cuerpo. Necesitaba estar con él,
sentir su proximidad, tocarlo. Podía pasar horas
enteras acariciándole el cabello, alborotándolo,
arreglándolo de un modo fantástico, tieso como el de un
gollinag, o en bucles enrollados como cuernos. Y cuando
conseguía un efecto cómico, golpeaba las manos y se
reía, se reía hasta que le corrían las lágrimas. —¡Si
te pudieras ver! —le gritaba; y, ofendido por su risa,
Tonino protestaba con una cómica expresión de dignidad
irritada: —Juegas conmigo como con una muñeca... —La
risa moría en el rostro de Moira, y con una feroz
seriedad, casi cruel se inclinaba sobre él y lo besaba
en silencio, violentamente, cien y cien veces.
Ausente, aún estaba con ella, como una conciencia
culpable. Sus soledades no eran más que meditaciones
sin fin sobre Tonino. A veces, la necesidad de su
presencia tangible era demasiado dolorosa e
insoportable. Desobedeciendo todos sus requerimientos,
rompiendo todas sus promesas, le telefoneaba que
viniera, o partía en su coche a buscarlo. Una vez,
cerca de medianoche, Tonino fue advertido en su cuarto
del hotel de que una señora necesitaba hablarle. La
encontró sentada en el coche.
—¡No he podido resistir ¡de veras! ¡no he podido! —
exclamó para excusarse y ablandar su enojo. Tonino no
quiso ablandarse, j Venir así a medianoche! Era una
locura, ¡era escandaloso! Ella escuchaba, sentada en su
sitio, pálida, con labios temblorosos y los ojos llenos
de lágrimas. Al fin él se calló.
—¡Oh, si supieras, Tonino! —murmuró—, si tú
supieras... — Le tomó la mano y se la besó
humildemente.
Berto, cuando supo la buena noticia (pues Tonino
orgulloso se la dijo en seguida), tuvo curiosidad de
saber si la signora forestiera era tan fría como se
suponía proverbíalmente que lo eran las mujeres del
norte.
—Macché! —protestó Tonino vigorosamente—. ¡Al
contrario!
Por largo rato los dos jóvenes sportsmen discutieron
las temperaturas amorosas, las discutieron
técnicamente, profesionalmente.
Los arranques de Tonino no eran tan exagerados como
los de Moira. En lo que le concernía personalmente, ya
le habían sucedido cosas parecidas. En Moira la pasión
no se disminuía con satisfacerla, más bien crecía, por
el hecho de que para ella la satisfacción era algo
intrínsecamente apocalíptico. Pero lo que era causa de
que creciera la pasión en ella, en él la hacía
declinar. Había conseguido lo que quería; su deseo de
ella, concebido en la noche, nacido de su contacto
(amortiguado con el tiempo y disminuido por todas sus
deportivas aventuras amorosas en compañía de Berto), se
había colmado. Ya no era más la deseada, la
inaccesible, sino la mujer poseída, conocida. Al
entregarse, se había rebajado al nivel de todas las
otras mujeres que había poseído; ya no era más que otro
ítem en el cuadro del sportsman.
Su actitud hacia ella sufrió un cambio. La
familiaridad reemplazó a la cortesía; sus maneras
tomaron una brusquedad conyugal. Cuando la volvía a ver
después de una ausencia, le decía alegremente, en un
tono poco romántico, dándole una o dos palmaditas en la
espalda, como se palmea un caballo: E bbene, tesoro? La
dejaba que hiciera sus compras y hasta las suyas
también. Moira era feliz con ser su sirvienta. Su amor,
al menos en ese aspecto, era casi abyecto. Era de una
sumisión de perro. Tonino encontró ese género de
adoración muy agradable mientras se concretó a buscarlo
y pasearlo en su coche, a seguir sus consejos y a
hacerle regalos. —Pero no debes, querida, no es posible
—protestaba cada vez que le regalaba algo. Sin embargo,
aceptó una perla para su corbata, un par de gemelos de
esmalte con brillantes, un cronómetro con una cadena de
oro y platino. Pero el amor de Moira se manifestaba
también de otra manera.
El amor exige tanto como da. Ella quería tantas cosas:
su corazón, su presencia física, sus caricias, sus
confidencias, su tiempo, su fidelidad. Era tiránica en
su abyección amorosa. Fastidiaba a Tonino con su
excesiva adoración. El omnisapiente Berto, a quien
contó sus cuitas, le aconsejó una actitud enérgica. A
las mujeres, decretó, se les debe mantener en su lugar
con firmeza. Quieren más si se les maltrata un poquito.
Tonino siguió su consejo y, pretextando trabajo y
compromisos sociales, redujo sus visitas. ¡Qué alivio
librarse de su asedio! Inquieta, Moira le regaló una
boquilla de ámbar. Él protestó, la aceptó, pero no le
retribuyó con visitas más frecuentes. Un juego de
botones con diamantes para camisa no produjo mejor
efecto. Hablaba vagamente y de un modo grandilocuente
de su carrera y de la necesidad de un trabajo
constante; ésa era la excusa para no venir a verla más
a menudo. Una tarde, ella tuvo en la punta de la lengua
decirle que ella sería su carrera, que le daría todo lo
que quisiera, si sólo... Pero el recuerdo de las
odiosas palabras de John la hizo enmudecer. La idea de
que él no pusiera dificultades para aceptar el
ofrecimiento la aterró. —Quédate conmigo esta noche —
imploró echándole los brazos al cuello. Él se dejó
besar.
—Lo desearía mucho —dijo hipócritamente—, pero tengo
un asunto importante que tratar esta noche.— El asunto
importante era una partida de billar con Berto.
Moira por un momento lo miró en silencio; luego,
separando sus manos del cuello de Tonino, volvió la
cara. Había leído en sus ojos un fastidio que era casi
horror.
Llegó el verano; pero en el alma de Moira no había
ningún brillo interior en armonía con el sol. Pasaba
sus días en una tristeza que fluctuaba entre el
desasosiego y la apatía. Sus nervios volvieron a
empezar su vida irresponsable, independiente de la de
ella. Sin motivo real y contra su voluntad, tenía
accesos incontrolables de furia, o de lagrimeo, o de
risa. Cuando Tonino venía a verla, casi siempre, a
despecho de sus buenos propósitos, montaba en amarga
cólera o prorrumpía en una risa histérica. —Pero ¿por
qué estoy así? —se preguntaba—. Me le hago odiosa. —
Pero en la próxima visita se conducía exactamente lo
mismo. Era como si estuviera poseída por el demonio. Y
no era sólo su espíritu el que estaba enfermo. Cuando
subía la escalera demasiado a prisa, parecía que el
corazón detenía por un instante sus latidos y que se le
oscurecía la vista. Tenía dolor de cabeza casi a
diario, perdió el apetito y no digería la comida. En su
carita pálida y delgada, sus ojos parecían enormes.
Cuando se miraba en el espejo se encontraba horrible,
vieja y repulsiva. —No es extraño que me deteste —
pensaba, y por horas cavilaba y cavilaba con la idea de
que se había vuelto físicamente desagradable para ver y
tocar, corrompiendo el aire con su aliento. La idea se
le volvió una obsesión, indescriptiblemente penosa y
humillante.
—Questa donna! —se quejaba Tonino con un suspiro, al
regreso de sus visitas. —¿Por qué entonces no la
abandonas? —Berto era hombre de medidas radicales.
Tonino protestaba que no tenía valor; la pobre mujer
sería demasiado infeliz. También lo complacía una buena
mesa y pasear en un auto de precio y que su guardarropa
se enriqueciera con suntuosos aditamentos. Se
contentaba con quejarse y ser un mártir cristiano. Una
noche su antiguo amigo Carlos Menardi le presentó a su
hermana. Desde entonces soportó su martirio con menos
paciencia todavía. Luisa Menardi sólo tenía diecisiete
años, era fresca, sana, provocativamente bonita, con
inquietos ojos negros que decían muchas casas y una
lengua mordaz. Las citas de negocios se hicieron más
frecuentes. Moira quedó abandonada a sus cavilaciones
sobre el horrible tema de la repulsión que inspiraba.
Y luego, de golpe, la actitud de Tonino hacia ella
sufrió otro cambio. Se volvió de nuevo asiduamente
tierno, atento, cariñoso. En vez de endurecerse en un
indiferente encogimiento de hombros, ante sus lágrimas,
en vez de responder con enojo al enojo histérico de
Moira, fue paciente con ella y le mostró una gentileza
dulce y gozosa. Gradualmente, por una especie de
contagio espiritual, ella también se volvió dulce y
cariñosa. Casi a disgusto —porque el demonio en ella
era el enemigo de la vida y la dicha— subió a la luz.
—"Mi hijo querido —había escrito el viejo Vasari en su
inquietante y elocuente carta—: yo no soy de los que
acusan débilmente al Destino; toda mi vida no ha sido
más que un largo acto de Fe y de indomable Voluntad.
Pero hay golpes bajo los cuales tambalea el hombre más
fuerte — golpes que..." La carta seguía así durante
páginas y páginas en ese estilo. La dura y desagradable
realidad que surgía de esa elocuencia era que el padre
de Tonino había estado especulando en la bolsa de
Nápoles, especulando sin suerte. El día primero del
próximo mes estaría obligado a pagar unos cincuenta mil
francos más de lo que tenía. El Grand Hotel Ritz-
Carlton estaba muerto: tal vez tendría que vender el
restaurant. ¿No podría Tonino hacer algo?
—¿Es posible? —dijo Moira con un suspiro de dicha—.
Parece demasiado bueno para ser verdad. — Se inclinó
sobre él. Tonino le besaba los oíos diciéndole palabras
cariñosas. No había luna, el firmamento azul oscuro
estaba profusamente constelado de estrellas; y como
otro universo estrellado que se moviera en un loco
delirio, las luciérnagas se precipitaban brillando y
eclipsándose alternativamente, entre los olivos. —
Darling —le dijo en voz alta, preguntándose si sería el
momento de hablar— Piccina mia! — Al fin se decidió a
aplazar el asunto uno o dos días más. En uno o dos días
—calculó—, ya no podría negarle nada.
Tonino había calculado bien. Le dio el dinero, no sólo
sin vacilar, sino con entusiasmo y alegría. La
repugnancia la tuvo el pobre Tonino al recibirlo. Al
recibir el cheque estaba casi llorando, y las lágrimas
eran lágrimas de verdadera emoción. —Eres un ángel —le
dijo, y la voz le temblaba—. —¡Nos has salvado!— Moira
lloraba sin poder contenerse al besarlo. ¿Cómo pudo
haber dicho John aquellas cosas? Lloraba y era feliz.
Un par de cepillos para el pelo, montados en plata,
acompañaban el cheque, para demostrar que aquel dinero
no alteraba en nada sus relaciones. Tonino reconoció la
delicadeza de la intención y se conmovió. —¡Eres
demasiado buena! —insistía—, ¡demasiado buena! —Y se
sentía un poco avergonzado.
—Vamos mañana a dar un largo paseo —insinuó ella.
Tonino había arreglado ir con Luisa y su hermano a
Prato. Pero era tan fuerte su emoción, que estuvo a
punto de sacrificar a Luisa aceptando la invitación de
Moira.
—Bueno —empezó, y de pronto lo pensó mejor. Después de
todo, podía salir con Moira cualquier día. Raras veces
tenía ocasión de pasear con Luisa. Sacudió la cabeza,
puso una cara desesperada. —¡Pero qué estoy pensando! —
exclamó—. Justamente mañana esperamos al administrador
de la sociedad de hoteleros de Milán.
—¿Pero tienes que estar ahí para verlo?
—¡Ay de mí!
Era muy triste. Hasta qué punto, sólo al día siguiente
Moira pudo saberlo. Nunca se había sentido más sola,
nunca había ansiado tanto la presencia y el afecto de
Tonino. Insatisfechas, sus ansias se volvían inquietud
insoportable. Tratando de escapar a la soledad y al
tedio que parecían llenar la casa, el jardín, el
paisaje, sacó el auto y salió al azar, sin saber a
dónde. Una hora después se encontró en Pistoia, y
Pistoia le resultó tan odiosa como el resto; tomó el
camino del regreso... En Prato había una feria. El
camino estaba lleno de gente, el aire lleno de polvo y
de músicas sonoras. En un campo próximo a la entrada de
la ciudad, las calesitas daban vuelta brillando al sol.
Un caballo desbocado interrumpió el tráfico... Moira
detuvo el auto y miró la multitud a su alrededor, los
columpios, las calesitas, los miró con fría hostilidad
y disgusto. ¡Odioso! Y de pronto vio a Tonino montado
en un cisne en la calesita más próxima con una muchacha
vestida de muselina rosa, sentada delante, entre las
blancas alas y el arqueado cuello. Subiendo y bajando,
mientras avanzaba., el cisne desapareció. La música
tocaba: But poor poppa, poor poppa, he's got nothip' at
all. El cisne apareció de nuevo. La muchacha de rosa
miraba sobre el hombro, sonriendo. Era muy joven, una
linda vulgar, regordeta y vendiendo salud. Los labios
de Tonino sonreían tras ese muro de ruido. ¿Qué decía?
Todo lo que Moira supo es que la muchacha reía; su risa
era como una explosión de joven vida sensual. Tonino
levantó la mano y le agarró el moreno brazo desnudo.
Como un planeta ondulante, el cisne una vez más
desapareció de la vista de Moira. Mientras tanto el
caballo desbocado se había sosegado y el tráfico
empezaba a moverse. Detrás de ella una corneta sonaba
insistentemente. Pero Moira no se movía. Algo en el
fondo del alma deseaba repetir y prolongar su agonía.
¡Hu, hu, hu! No prestaba atención. Subiendo y bajando,
el cisne otra vez surgió de su eclipse. Esta vez Tonino
la vio. Sus ojos se encontraron; la risa, de golpe,
desapareció de su rostro.
—Porca madonna! —gritó detrás de ella el motorista
enfurecido—, ¿no puede seguir? — Moira puso el auto en
movimiento y salió a la carrera por el camino
polvoriento.
El cheque estaba en el correo. —Todavía hay tiempo —
pensó Tonino— de anularlo.
—Estás silencioso —le dijo Luisa, bromeando, mientras
volvían a Florencia. Su hermano guiaba el coche sentado
al volante; no tenía ojos detrás. Y Tonino, sentado a
su lado, parecía una momia. —¿Por qué estás tan
callado?
Él la miró, y su rostro grave, de una insensibilidad
de piedra, no parecía percibir sus hoyuelos y su
alegría provocativa. Suspiró; luego, haciendo un
esfuerzo, sonrió con desgano. Luisa tenía una mano
sobre la rodilla con la palma hacia arriba, mostrando
patéticamente su inacción. Cumpliendo honradamente con
su deber, Tonino se apoderó de ella.
A las seis y media Tonino depositaba contra el muro de
la villa de Moira la motocicleta que le habían prestado
para la ocasión. Sintiéndose como un hombre que va a
soportar una operación peligrosa, llamó a la puerta.
Moira estaba tirada sobre la cama, así estaba desde que
llegó; tenía todavía el guardapolvo y no se había
quitado ni los zapatos. Afectando una alegre
desenvoltura como si nada hubiera pasado, Tonino entró
con paso ligero.
—¿Acostada? —dijo con un tono de cariñosa sorpresa—.
¿No tienes dolor de cabeza, verdad? — Sus palabras
sonaron triviales y ridiculas en ese vacío de
significativo silencio. Se sentó al borde de la cama,
con el corazón oprimido, y le puso una mano sobre su
rodilla. Moira no se movió, siguió tendida, con la cara
desviada, distante e inmóvil.— ¿Qué te pasa, mi
querida? —la palmeó suavemente—. ¿No estás enojada
porque me fui al Prato, verdad? —prosiguió con el tono
inseguro del homore que sabe de antemano que no
recibirá respuesta. Ella no dijo ni una palabra. Este
silencio era mucho peor que la explosión de llanto que
él había esperado. Desesperado, sabiendo que todo era
inútil, siguió hablando de su amigo Carlos Menardi, que
había venido a buscarlo en su coche; y como el director
de la Compañía Hotelera se había ido en seguida del
almuerzo —contra lo previsto— y estando seguro que
Moira habría salido, había aceptado, al fin, ir con
Carlos y sus amigos. Por supuesto, si se le hubiera
ocurrido que Moira estaba en casa, le hubiera pedido
que los acompañara. ¡Cuánto más agradable hubier? sido
para él!
Su voz era dulce, insinuante, apologética. "Un gigoló
de negra cabellera del bajo fondo napolitano." Las
palabras de John reverberaban en su memoria. Entonces
Tonino nunca la había amado, ¡sólo le importaba su
dinero! Esa otra mujer... Volvió a ver el traje rosa,
de tono más claro que la piel lisa y bronceada; la mano
de Tonino sobre el oscuro brazo desnudo; el relámpago
de la mirada y los dientes sonrientes. Y mientras tanto
él seguía hablando, como disculpándose; hasta su voz
era una mentira.
—Vete —le dijo al fin, sin mirarlo.
—Pero mi querida... —Inclinándose sobre ella trató de
besar la mejilla desviada. Entonces se volvió y con
toda su fuerza lo golpeó en el rostro.
—¡Demonio! —le gritó, furioso con el dolor de la
bofetada. Sacó el pañuelo para enjugarse el labio
ensangrentado. —¡Está bien! —La voz le temblaba de
rabia. —Si quieres que me vaya, me iré, y con mucho
gusto. — Pesadamente se alejó. La puerta se cerró con
un golpe tras él.
Pero, pensó Moira, escuchando apagarse el ruido de sus
pasos en la escalera, tal vez en realidad su culpa no
ha sido tan grande como parecía; tal vez lo he juzgado
mal. Se enderezó. Sobre la colcha amarilla había una
manchita roja y redonda: una gota de sangre.
¡Y era ella la que lo había golpeado!
—¡Tonino! —llamó; pero la casa estaba silenciosa—.
¡Tonino!
Siguió llamándolo precipitándose escaleras abajo,
atravesó el vestíbulo, salió al pórtico. Llegó a tiempo
para verlo franquear la verja en su motocicleta. La
manejaba con una mano: con la otra oprimía el pañuelo
contra su boca.
—¡Tonino! ¡Tonino! —Pero él no la oyó o no quiso
oírla. La motocicleta desapareció de su vista. Y porque
él se había ido, y porque estaba enojado y por su labio
herido, Moira se convenció súbitamente de que lo había
acusado sin razón y de que toda la culpa era de ella.
En un estado de dolorosa e incontenible agitación,
corrió al garage. Era urgente que lo alcanzara, que le
hablara, que le pidiera perdón, que le implorara
volver. Puso en movimiento el coche y partió.
"Un día de éstos —John le había prevenido— si no tomas
cuidado, te vas a desbarrancar. Es una vuelta muy
peligrosa."
Al salir del garage dio su golpe habitual al volante.
Pero con la impaciencia de alcanzar a Tonino, al mismo
tiempo oprimió el acelerador. La profecía de John se
cumplió. El coche se acercó demasiado al borde de la
barranca; la tierra seca se despedazó y rodó bajo las
ruedas del coche, que se inclinó horriblemente, osciló
por un largo instante y se volcó. A no ser por un
acebo, se hubiera hecho añicos rodando barranca abajo.
Felizmente, el motor sólo había alcanzado a rodar
apenas un metro detenido por el tronco del árbol,
quedando de lado como un ebrio. Sacudida, pero indemne,
Moira saltó del coche y se dejó caer al suelo.
"¡Assunta! ¡Giovanni!" Las sirvientas y el jardinero
vinieron corriendo. Cuando vieron lo que había
sucedido, hubo una Babel de exclamaciones, preguntas,
comentarios.
—¿No se le puede poner de nuevo en el camino? —
insistió Moira con el jardinero... porque era
necesario, absolutamente necesario que viera a Tonino
en el acto.
Giovanni movió la cabeza. —Se necesitarían cuatro
hombres, a lo menos, con palancas y un par de caballos.
—Telefonee, entonces, por un taxi —le ordenó a
Assunta, y corrió para la casa. Si se quedaba un minuto
más con esos charlatanes, empezaría a gritar. Otra vez
sus nervios hacían vida aparte; apretando los puños,
trató de dominarlos.
Ya en su cuarto, se sentó delante del espejo y empezó
metódicamente, deliberadamente (se imponía la voluntad)
a maquillarse. Se pasó un poco de rojo en las mejillas
pálidas, se pintó los labios, se empolvo. —Tengo que
estar presentable— pensaba, poniéndose su más elegante
sombrero. —¿Pero no iba nunca a llegar ese taxi?— Luchó
con su impaciencia. —Mi cartera, —se dijo—. —Voy a
necesitar dinero para el taxi—. Estaba satisfecha
consigo misma, al verse tan llena de previsión, tan
fríamente práctica. —Sí, naturalmente, mi cartera.
—Pero ¿dónde está la cartera?— Recordaba con tanta
claridad haberla tirado en la cama, al volver. Pero no
estaba. Miró bajo las almohadas, levantó la colcha. Tal
vez se había caído al suelo. ¿Sería posible que,
después de todo, no la hubiera puesto en la cama? Pero
no estaba en el tocador, ni sobre la chimenea, ni en
ninguno de los estantes, ni en los cajones del
guardarropa. ¿Dónde, dónde, dónde? Y de pronto se le
cruzó una idea terrible. Tonino... ¿era posible? Los
segundos pasaban. La posibilidad se le volvió una atroz
certidumbre. Un ladrón al par que un... Las palabras de
John resonaron en su cabeza: Un gigoló de negra
cabellera del bajo fondo napolitano, un gigoló de negra
cabellera del bajo fondo... Y también un ladrón. El
bolso era de malla de oro; contenía más de cuatro mil
liras. Ladrón, ladrón... Se quedó inmóvil, dura,
rígida, con. los ojos fijos. Entonces algo pareció
deshacerse en sus adentros. Lloró a gritos como si de
golpe la atormentara un dolor insoportable.
El estampido de un balazo los hizo subir a todos. La
encontraron atravesada en la cama, con la cara para
abajo, respirando aún débilmente. Pero antes de llegar
el médico ya estaba muerta. En una cama colocada como
la suya dentro la alcoba, era difícil arreglar el
cuerpo. Cuando retiraron la cama de su sitio, se oyó un
ruido de algo duro que caía al suelo con un sonido
metálico. Assunta se agachó a mirar al suelo.
—Es un bolso —dijo—. Debió de quedar apretado entre la
cama y la pared.
EL MONÓCULO
LA sala estaba en el primer piso. El rumor confuso e
inarticulado de muchas voces flotaba escaleras abajo,
como el rugir de un tren lejano. Gregory se despojó del
sobretodo y lo entregó a la doncella.
—No se moleste —dijo—, conozco ya el camino.
¡Siempre tan considerado! Sin embargo, por una u otra
razón, los criados nunca querían hacer nada por él; le
despreciaban y le tenían antipatía.
—No se moleste —insistió.
La doncella, que era joven, de tez encendida y
cabellos amarillos, le miró —él pensó que con
silencioso desprecio— y se alejó. Seguramente, siguió
pensando, ni siquiera había tenido la intención de
acompañarle hasta arriba. Y se sintió humillado... una
vez más.
Al fondo de la escalera había un espejo. Por un
instante atisbo su imagen, se dio una palmadita en los
cabellos, un toque rectificador en la corbata... Tenía
el rostro lampiño y oviforme, las facciones regulares,
el pelo pajizo y una boca diminuta, con el labio
superior dibujado en arco de Cupido. Rostro de cura. En
su fuero interno se creía hermoso, y de continuo se
asombraba de que no hubiese más gente de su opinión.
Bruñendo su monóculo, empezó a subir la escalera. El
volumen de sonido iba en aumento. Desde el descansillo,
allí donde la escalera daba la vuelta, pudo ver la
puerta abierta del salón. En un principio sólo alcanzó
a ver lo alto del dintel y, a su través, un pedazo del
techo; pero a cada escalón que subía fue viendo,
progresivamente, una faja de pared bajo la cornisa, un
cuadro, las cabezas de las gentes, sus cuerpos enteros,
sus piernas y, por último, sus pies. Al llegar al
penúltimo escalón, se insertó el monóculo y guardó el
pañuelo en el bolsillo. Cuadrando bien los hombros,
entró (casi militarmente, lisonjeóse en su interior).
La dueña de la casa estaba en pie, junto a la ventana,
al otro extremo del salón. Gregory avanzó hacia ella,
sonriendo ya mecánicamente su saludo, aunque ella
todavía no le había visto. La habitación estaba de bote
en bote, caliginosa y en bruma con el humo de los
cigarrillos. El ruido era casi tangible; Gregory tuvo
la sensación de abrirse paso trabajosamente a través de
un elemento más denso. Estirando el cuello fue vadeando
el ruido, siempre manteniendo, con gran cuidado, su
sonrisa sobre la corriente, a fin de presentarla
intacta, como lo hizo, a la dueña de la casa.
—Buenas tardes, Hermione.
—¡Ah, Gregory! ¡Qué sorpresa tan agradable! ¿Cómo está
usted?
—Lleva usted un traje delicioso —exclamó Gregory,
siguiendo concienzudamente el consejo del amigo mundano
(¡y con qué éxito!) que le había enseñado no debía
perderse nunca la ocasión de decir un cumplido, por
manifiestamente insincero que fuese.
Por otra parte, el traje no estaba mal. Lo malo era la
manera de llevarlo que tenía la pobre Hermione, que
bastaba que se pusiera una cosa para echarla a perder.
A tal punto de malignidad era desgalichada y fea que lo
era a propósito, había pensado siempre Gregory:
—¡Lo que se dice una delicia! —insistió, con su voz un
tanto chillona.
Hermione sonrió complacida.
—¡Cuánto lo celebro!... —comenzó.
Pero antes de que pudiera continuar, una voz
estentórea que cantaba nasalmente vino a interrumpirla:
—¡Contemplad al monstruo Polifemo! ¡Contemplad al
monstruo Polifemo! —clamaba aquella voz, repitiendo una
melodía de Acis y Galatea.
Gregory se ruborizó. Una ancha mano vino a palmotearle
en mitad de la espalda, bajo los omoplatos. Su cuerpo
emitió el sonido opaco de tambor que dan los flancos de
un sabueso en iguales circunstancias.
—¿Y qué tal, Polifemo? —exclamó la voz, dejando de
cantar, ya coloquial—. ¿Qué tal? ¿Cómo va esa salud?
—Muy bien, gracias —repuso Gregory, sin mirar a su
alrededor.
¿No era, acaso, aquella bestia sudafricana de Paxton,
siempre bebido?
—Muy bien, gracias, Sileno —añadió.
Paxton le había llamado Polifemo a causa de su
monóculo: Polifemo, el cíclope de un solo ojo, el del
ojo redondo. Botonazo mitológico por botonazo. En
adelante, ya siempre llamaría Sileno a Paxton.
—¡Bravo! —vociferó Paxton. Y una segunda y no menos
cordial sacudida vino a cortar la respiración a
Gregory—. ¡Una reunión de primera! ¿eh? Hermione! ¡Lo
que se llama de alta cultura! No todos los días puede
uno tener invitados que se apedreen con alusiones
grecorromanas. ¡Enhorabuena, Hermione! (Esto pasándole
el brazo por el talle.) ¡Enhorabuena por disfrutar de
nuestra compañía!
Hermione logró soltarse.
—¡No seas pesado, Paxton! —exclamó impaciente.
Paxton se echó a reír teatralmente: "¡Ja, ja!" Una
risa de traidor de melodrama. Y no era sólo la risa lo
teatral; toda su persona parodiaba al tragediante de
antaño: el escarpado perfil aquilino, los ojos
profundamente hundidos, el cabello negro, bien crecido.
—¡Mil perdones! —exclamó con irónica cortesía—. Al fin
y al cabo, tengan ustedes en cuenta que se trata de un
pobre colonial, de un patán mal educado y un tanto
bebido.
—¡Idiota! —prorrumpió Hermione alejándose.
Gregory hizo ademán de seguirla, pero Paxton le sujetó
por la manga.
—Dígame usted la verdad, Polifemo —inquirió, ya en
serio—: ¿por qué lleva usted monóculo?
—Pues si tanto empeño tiene usted en saberlo —contestó
secamente Gregory—, le diré que por la sencilla razón
de que soy miope y astigmático del ojo izquierdo y no
del derecho.
—¿Miope y astigmático? —repitió el otro, con afectada
sorpresa—. ¿Miope y astigmático? ¡ Santo Dios!... ¡Y yo
que creía que era por deseo de parecer un duque de
opereta!
La risa de Gregory intentó ser de franco regocijo.
¡Mire usted que ir a figurarse semejante cosa!
¡Increíble, grotesco! Pero a través del regocijo sonaba
una nota de malestar y turbación. Pues claro está que
aquel maldito Paxton estaba en lo cierto. Consciente de
su insignificancia, provincianismo y falta de aplomo
vencedor, había convertido el diagnóstico del oculista
en pretexto para tratar de parecer más distinguido, más
impertinente e impresionante. En vano ¡ay! Aquel
cristal no había aumentado ni mucho ni poco su
confianza en sí mismo. Los monoculistas, acabó por
decidir, son como los poetas: nacen y no se hacen.
Cambridge no había transformado al colegial
provinciano. A pesar de su cultura y sus inclinaciones
literarias, ni por un momento había logrado dejar de
sentirse el heredero del zapatero rico. Por más que
hizo, no pudo acostumbrarse a su monóculo. La mayor
parte del tiempo, no obstante las recomendaciones del
oculista, veíasele colgando de su cordón: péndulo
cuando andaba, sonda cuando comía, tan pronto
sumergiéndose en la sopa como en el té, ya horadando la
mermelada, ya la mantequilla. Sólo alguna que otra vez,
en circunstancias particularmente favorables, conseguía
Gregory ajustado a su órbita; y aún era más raro que
lograse, una vez ajustado, conservarlo unos cuantos
minutos, o segundos siquiera, sin que la ceja,
enarcándose, viniera a dejarlo caer de nuevo. Y aun
así. ¡qué pocas veces eran favorables las
circunstancias al tal vidrio de Gregory! Unas veces, el
medio era demasiado sórdido para dicho refinamiento;
otras, demasiado elegante. Usar monóculo en presencia
del indigente, del mísero, del analfabeto, equivale,
realmente, a poner demasiado de relieve el triste lote
que le cupo en suerte. Sin contar con que el mísero y
el analfabeto tienen la deplorable costumbre de hacer
befa de estos atributos de casta superior. Y Gregory no
estaba, ni mucho menos, a prueba de burlas: le faltaba
el aplomo señoril y la natural inconsciencia de los
monoculistas. No sabía cómo hacer caso omiso del pobre,
tratándolos, cuando no había más remedio que habérselas
con ellos, como si fueran máquinas o animales
domésticos. No en balde los había visto bastante de
cerca en vida de su padre, cuando lo obligaba a
interesarse de modo práctico en su negocio. Por otra
parte, la misma falta de aplomo le cohibía para
insertar su cristal en presencia del rico. Con éstos
nunca se sentía absolutamente seguro de tener derecho
al monóculo; sentíase, por decirlo así, un advenedizo a
la monocularidad. Luego, por si todo esto no bastara,
estaban también los intelectuales, cuya compañía era
igualmente de lo más desfavorable al porte del cristal.
¿Cómo poder, realmente, hablar de cosas serias llevando
monóculo? Así, por ejemplo, muy bien podríais decir en
un momento dado: "La música de Mozart es de una belleza
tan pura, tan espiritual..." Pero ¿a quién se le
ocurriría pronunciar estas palabras con un disco de
cristal engarzado en la órbita izquierda? No; el medio
era rarísima vez favorable. Sin embargo, alguna que
otra vez presentábanse ciertas circunstancias más
benignas: las reuniones semibohemias de Hermione, por
ejemplo. Pero Gregory no había contado con Paxton.
Regocijado, sorprendido, echóse a reír. Y, como por
accidente, le resbaló de la órbita el monóculo.
—¡Por favor, vuelva usted a ponérselo! —imploró
Paxton; y él mismo, apoderándose del cristal, que se
bamboleaba sobre el estómago de Gregory al extremo de
su cordoncillo, trató de poner en ejecución su súplica.
Gregory se echó atrás, rechazando con una mano a su
perseguidor y tratando, con la otra, de arrancar de sus
dedos el monóculo. Pero Paxton no estaba dispuesto a
soltarlo.
—¡Por favor!... —seguía repitiendo.
—¡Démelo usted en seguida! —exclamó Gregory furioso,
pero en voz queda, a fin de que la gente en torno no
advirtiese la grotesca causa de la querella. ¡En su
vida le habían puesto tan en ridículo!
Al fin, Paxton se lo dio.
—Usted perdone —dijo, con una caricaturesca atrición—.
Hay que perdonar a un pobre colonial, borracho, que no
está acostumbrado a la buena sociedad. Tenga usted en
cuenta que yo no soy sino un borrachín, un desdichado
palurdo aficionado a empinar el codo. ¿Conoce usted
esos impresos que tiene uno que llenar en los hoteles
franceses el día de llegada? Sí, donde hay que apuntar
el nombre, la fecha de nacimiento, la profesión, etc.,
etc. ¿Sabe usted?
Gregory asintió con dignidad.
—Pues bien, cuando llega lo de la profesión, yo
también pongo ivrogne. Eso, cuando estoy bastante
despejado para recordar la palabra francesa. Si me
encuentro ya en período demasiado avanzado, sólo pongo
"borracho". Hoy. todo el mundo entiende nuestro idioma.
—¡Ah! —exclamó Gregory, fríamente. —¡Es una profesión
estupenda! —aseveró Paxton—. Le permite a uno hacer
siempre lo que se le antoja..., todos los disparates
que se le ocurran a uno: abrazar a las mujeres decentes
(o que hacen como que lo son), decirles las groserías
mayores, insultar a los hombres impunemente, reírse de
ellos en sus mismas narices... ¡Todo le está permitido
al desgraciado borracho!... sobre todo si es un pobre
colonial y no sabe hacerlo mejor. Al hombre avisado,
con media palabra... Créame, amigo: déjese usted de
monóculo. ¡Maldito de lo que sirve! Hágase borracho, y
ya verá como se divierte mucho más. Por cierto que esto
me recuerda que tengo que encontrar, cueste lo que
cueste, algo más de beber. Se me está despejando la
cabeza.
Y desapareció entre la muchedumbre. Aliviado Gregory,
buscó, a su alrededor, algún rostro conocido. Mientras
miraba, bruñía su monóculo, que, después de secarse la
frente, acabó por ajustar de nuevo en la órbita.
—Usted perdone...
Y se fue, insinuando delicadamente entre los grupos de
pie y los corrillos sentados: "Usted perdone... ", a
cada paso, hasta llegar al otro extremo del
salón, donde 'djefecubrió a unos amigos: Ransom, Mary
Haig y Miss Camperdown. Apresuróse a inmiscuirse en la
conversación, que giraba en torno de Mrs. Mandragora.
Todos los cuentecillos, ya conocidos, acerca de esta
famosa cazadora de celebridades, fueron pasando en
revista. Él mismo repitió dos o tres, con la pantomima
"ad hoc", perfeccionada por cien representaciones. En
medio de una mueca, al remate de una gesticulación bien
estudiada, de pronto se vio tal, gesticulando y
haciendo muecas, repitiendo de memoria las ya sabidas
frases: "¿Por qué vendrá uno a las reuniones? ¿Por qué,
santo cielo? ¡Siempre la misma gente inaguantable, la
misma murmuración estúpida y los mismos juegos de
salón. ¡Siempre!" A pesar de todo, siguió mimando,
adornando y floreciendo su cuenta hasta el final. Sus
oyentes hasta consintieron en reírse; fue lo que se
llama un éxito.
Pero Gregory se sentía avergonzado de sí propio.
Ransom, mientras tanto, empezó a contar la historieta
de Mrs. Mandragora con el raja de Pataliapur. Gregory
gimió en espíritu. ¿Por qué?, se preguntó para sus
adentros; ¿por qué, por qué, por qué? Detrás de él
hablaban de política. Simulando sonreír aún a la fábula
de Mandragora, prestó oídos a la discusión.
—Es el principio del fin —decía el político,
profetizando catástrofes, con una voz tan tonante como
satisfecha.
—"Mi querido Maharajá..." —contrahacía Ransom,
imitando la voz intensa de la Mandragora, sus ademanes
obsequiosos y suplicantes—; si usted supiera cómo adoro
el Oriente...
—Nuestra posición excepcional se debe al hecho de
haber puesto en práctica el sistema industrial antes
que nadie. Ahora bien, en cuanto el resto del mundo ha
seguido nuestro ejemplo, nos encontramos con que el
haber comenzado antes es una desventaja. Pues toda
nuestra maquinaria resulta ya anticuada
—Gregory —reclamó Mary Haig—. ¿Cuál es su historieta
sobre el soldado desconocido?
—¿El soldado desconocido? —repitió Gregory vagamente,
tratando de oír lo que se decía a sus espaldas.
—Los últimos en llegar son los que tienen la última
palabra en cuestión de maquinaria. La cosa es
inevitable... Nosotros...
—¿Usted conoce ya la de la reunión de Mandragora,
verdad?
—¡Que si la conozco! ¿Cuando nos invitó para
presentarnos a la madre del soldado desconocido?
—... Como Italia —continuaba diciendo el político, con
su voz satisfecha y tronitruante—. En lo futuro,
siempre tendremos uno o dos millones de hombres más de
los que podemos emplear. Esto es, viviendo a costa del
Estado.
¡Uno o dos millones! Gregory pensó en el Derby. Es muy
posible que aquella muchedumbre, que acostumbraba a
contemplar la carrera famosa, constase de unas cien mil
personas. Es decir, diez Derbies, veinte Derbies, medio
muertos de hambre, caminando por las calles con
charangas y banderas. Dejó caer el monóculo. No tenía
más remedio que enviar un billete de cinco libras al
London Hospital, pensó. Cuatro mil ochocientas libras
al año... que hacen treinta libras diarias. Sin contar
los impuestos, claro está. Los impuestos eran
tremendos. Monstruosos, sí, señor, monstruosos. Y
Gregory trató de sentirse tan indignado respecto a los
impuestos como esos señores viejos que apenas hablan de
ellos, ya están congestionándose. Pero por mucho que se
esforzaba, la verdad es que no lo conseguía. Al fin y
al cabo, los impuestos no eran una excusa, ni una
justificación. De repente, se sintió profundamente
deprimido. Sin embargo —pensó, tratando de consolarse—,
apenas si unos veinte o veinticinco, de aquellos dos
millones, podrían vivir a expensas de su renta.
¡Veinticinco, de nada menos que dos millones!... La
cosa era absurda, irrisoria. Pero no por eso acababa de
sentirse Gregory consolado.
—Y lo curioso es —continuaba disertando Ransom sobre
la Mandragora— que, en el fondo, no le interesan lo más
mínimo sus celebridades. Empezará a contarle a uno lo
que, en tal o cual ocasión, le dijo Anatole France, y
de pronto, a la mitad del cuento, lo dejará colgado y
saltará a otro cualquiera, todo ello por pura
tontería...
—¡Santo Dios! —pensó Gregory—. ¡Cuántas veces no
habría oído ya a Ransom hacer las mismas reflexiones
sobre la psicología mandragoresca! ¡Cuántas veces! Y
seguro que no tardaría mucho en sacar a relucir la
historieta de los chimpancés. ¡Válganos el cielo!
—¿No se ha fijado usted nunca en los chimpancés del
Zoológico? —comenzó, en efecto, Ransom—. La manera que
tienen de coger una paja o un pellejo de plátano y
después de examinarlos durante unos segundos con
apasionada atención... —y aquí Ransom se entregó a una
apropiada pantomima simiesca—, luego, de pronto, se
cansan, y tiran el objeto que un momento antes parecía
absorberles de tal modo, y miran a su alrededor
buscando otra cosa... Siempre me han hecho pensar en la
Mandragora y en sus invitados. La manera que tiene de
empezar, cuando parece pendiente de uno, como si uno
fuera en aquel momento el eje del mundo, y luego, de
pronto...
Gregory no pudo aguantar más. Farfulló a miss
Camperdown unas palabras sobre alguien que acababa de
ver y con quien necesitaba urgentemente hablar, y se
escabulló. Otra vez el "Usted perdone..." y el sortear
la muchedumbre. ¡Ah! ¡La sordidez, la espantosa
melancolía de todo aquello! En un rincón se encontró al
joven Crane con otros dos o tres, todos ellos copa en
mano.
—¡Ah! ¡Crane! —exclamó Gregory—. ¡Por amor de Dios,
dígame dónde se puede conseguir algo de beber!
Aquel dorado fluido le parecía ya la única esperanza
Crane señaló en dirección al arco del medio punto que
comunicaba con la parte posterior del salón. Sin hablar
palabra, levantó el vaso, se lo acercó a los labios y
por encima guiñó el ojo a Gregory. Su rostro era ya,
por sí solo, un siniestro. Gregory siguió escurriéndose
por entre la multitud. "Usted perdone... ", decía en
voz alta, pero en su fuero interno iba diciendo:
"¡Válgame el cielo!"
Al fondo del salón se levantaba una mesa con botellas
y copas. El borracho de profesión se hallaba sentado en
un sofá cercano, copa en mano, haciéndose a sí mismo
las más variadas consideraciones personales sobre todo
aquel que caía a tiro de su voz.
—¡Por los clavos de Cristo! —estaba diciendo en el
momento en que Gregory llegó, por fin, a la mesa—. ¡Por
los clavos de Cristo! ¡Hay que ver esto! (Esto era la
cenceña Mrs. Labadie en tisú de oro constelado de
perlas.) ¡Por los clavos de Cristo!
Mrs. Labadie se había asido ya a un joven de aspecto
tímido, atrincherado tras de la mesa.
—Dígame usted, Mr. Foley —musitó, acercando mucho su
faz equina a la del joven y hablando con acento
suplicante—: usted que sabe tanto de matemáticas,
dígame...
—¿Es posible? —bramó el borracho de profesión—. ¿Y
esto en la alegre y verde Albión? ¡Ja, ja, ja!
Y tronó su risa melodramática.
—¡Majadero! ¡Presuntuoso! —pensó Gregory—. Sin duda el
muy idiota se cree un personaje novelesco. El filósofo
que ríe, seguramente que bebe y se emborracha porque el
mundo es para él un medio inferior. Un pequeño Fausto,
como quien dice.
—¡Ah! ¿También Polifemo? —siguió monologueando Paxton—
. ¡Delicioso este Polifemito! (Nueva carcajada.) ¡El
heredero de todos los tiempos! ¡Por los clavos de
Cristo!
Dignamente, Gregory se sirvió dos dedos de whisky,
acabando de llenar el vaso con agua de Seltz. Sí,
dignamente: con la gracia y la precisión conscientes
del actor que, en la escena, se sirve un whisky and
soda. Bebió un sorbo; después representó
escrupulosamente el papel de quien saca el pañuelo y se
suena la nariz.
—¡Y luego querrán que toda esta gente no le haga
pensar a uno en la conveniencia de intervenir en la
natalidad! —proseguía el borracho de profesión—. ¡Si
siquiera hubieran tenido sus progenitores algún trato,
por superficial que fuera, con Stopes! ¡Ay! (Suspiro
estilizado, shakesperiano.)
"¡Bufón!", pensó Gregory. Y lo peor es que si uno se
lo llamase, el muy mamarracho pretendería que ya se lo
había estado llamando él a sí mismo todo el tiempo. De
manera que, en realidad, no habría por dónde atacarle.
Aunque lo cierto es que, en el fondo, el tal se cree
una especie de Musset o de Byron modernizado; un alma
noble, ensombrecida y amargada por la experiencia. ¡Qué
asco!
Siempre aparentando ignorar la presencia del borracho
de profesión, Gregory se fue entregando, una tras otra,
a las acciones del hombre que bebe a sorbitos.
—¡Qué claro lo presenta usted! —exclamaba Mrs.
Labadie, a quemarropa sobre el joven matemático.
Exclamación acompañada, como es natural, de una
sonrisa. ("¡Qué expresión tan tremendamente humana
tiene el caballo!", pensó Gregory.)
—Pues bien —argüía, nerviosamente, el joven
matemático—, si ahora llegamos a Riemann...
—¡Riemann! —repitió Mrs. Labadie, como arrobada—.
¡Riemann! —como si el alma entera del geómetra
estuviese en su nombre.
Gregory deseó encontrar alguien con quien hablar,
alguien que le aliviase de la necesidad de representar
el papel de indiferencia ante los ojos escrutadores de
Paxton. Por lo pronto, se reclinó en la pared, en la
actitud de quien cae, súbitamente, en una meditación
abstrusa. Con expresión pensativa y ausente, se dio a
contemplar un punto muy alto de la pared de en frente,
casi en la línea de intersección con el techo. Sin
duda, ya la gente se estaría preguntando el objeto de
su meditación, pensó. ¿Y cuál era realmente ese objeto?
Él mismo, no cabía duda; él mismo. ¡Vanidad, vanidad!
¡Ah, la sordidez, la melancolía de todo ello!
—¡Polifemo!
Fingió no oír.
—¡Polifemo!
Y esta vez fue como un tronido.
Gregory exageró levemente el papel del que se ve
arrancado bruscamente de una honda meditación. Con un
estremecimiento, parpadeando, como un si es no es
deslumhrado, volvió la cabeza.
—¡Ah! Paxton... —dijo—. ¡Sileno! No me había fijado
que estaba usted ahí.
—No ¿eh? —repuso el borracho de profesión—. Hizo usted
muy bien. No en balde es usted tan inteligente. ¿Y en
qué, si puede saberse, estaba usted pensando ahí, de
modo tan pintoresco?
—¡Oh, en nada! —contestó Gregory, con la modesta
cortedad del pensador cogido in fraganti.
—¡Lo que yo me figuraba! —replicó Paxton—. ¡En
nada!... Naturalmente. ¡En nada!... ¡Jesucristo!—
añadió, para sí.
La sonrisa de Gregory era un tanto desmayada.
Desviando el rostro cayó nuevamente en meditación. Por
el momento, le parecía que era lo mejor que podía
hacer. Con expresión soñadora, como quien no se da
cuenta de lo que está haciendo, apuró el vaso.
—¡La verdad es que esto parece un funeral! —oyó que
murmuraba entre dientes el borracho de profesión—.
¡Triste! ¡Triste!
—¿Qué tal, Gregory?
Gregory dio nuevamente uno de sus elegantes respingos,
y tuvo un segundo parpadeo. Por un momento había temido
que Spiller fuera a pasar de largo, respetando su
meditación. Cosa que no habría dejado de ser molesta.
—¡Spiller! —exclamó, con tanto deleite como sorpresa—.
¡Mi querido Spiller! —Y se apresuró a estrecharle la
mano.
De rostro cuadrado, con una boca ancha y una frente
inmensa, enmarcada por una cabellera abundante y
rizosa, Spiller tenía todo el aspecto de una celebridad
victoriana. Sus amigos sostenían que muy bien hubiera
podido ser una celebridad georgiana, a no preferir la
conversación a la literatura.
—Pasando el día nada más —explicó Spiller—. No hubiera
podido soportar una hora más de cochino campo. Todo el
día trabajando. Sin más compañía que la mía propia.
¡Yo, que me aburro a mí mismo mortalmente! —Y se sirvió
su whisky and soda.
—¡Santo cielo! ¡El grande hombre! ¡Ja, ja!... — Y el
borracho de profesión se cubrió el rostro con las manos
y se estremeció de pies a cabeza.
—¿Quiere usted decir que vino a Londres especialmente
por esto? —inquirió Gregory, indicando con la mano la
reunión en su torno.
—No; especialmente, no. Incidentalmente. Me dijeron
que Hermione daba una reunión, y se me ocurrió venir...
—¿Por qué demonios vendrá uno a las reuniones? —
observó Gregory, asumiendo inconscientemente algo de la
modalidad amargada y byroniana del borracho de
profesión.
—Para satisfacer los anhelos del instinto gregario —
replicó Spiller a la retórica pregunta, sin vacilar y
con un aire pontifical de infalibilidad—. Lo mismo que
persigue uno a las mujeres para satisfacer los
requerimientos del instinto de reproducción.
Spiller daba a cuanto decía una resonancia científica
que impresionaba. Así Gregory, cuyo espíritu era un
tanto propenso a las vaguedades, lo encontraba muy
estimulante.
—¿Quiere usted decir que venimos a las reuniones
simplemente por encontrarnos en medio de una
muchedumbre?
—Exactamente —repuso Spiller—. Para sentir el calor
del rebaño en torno nuestro, y olfatear el tufillo de
nuestros semejantes, simplemente. —Y husmeó un momento
el aire denso y caliginoso de la estancia.
—Es muy posible que tenga usted razón —asintió
Gregory—. Lo cierto es que cuesta trabajo dar con otra.
Y Gregory miró en torno suyo por toda la habitación,
como buscando otras razones. Y, con no poca sorpresa
suya, he aquí que encontró otra: Molly Voles. Hasta
entonces no la había visto; sin duda acababa de llegar.
—Se me ha ocurrido una idea estupenda para un nuevo
periódico —comenzó a exponer Spiller.
—Sí, ¿eh? —preguntó Gregory, sin demasiada curiosidad—
. (¡Qué cuello tan precioso el de Molly! pues ¡y los
brazos!...)
—Arte, literatura y ciencia —continuó Spiller—. La
idea no puede ser más moderna. Es poner a la ciencia en
contacto con las artes, y de este modo, en contacto con
la vida. Vida, Arte, Ciencia... Es indudable que las
tres irían ganando. ¿Comprende usted mi propósito?
—SÍ —contestó Gregory—, ya me doy cuenta...
En realidad, estaba mirando a Molly, y tratando de
llamar su atención. Al fin consiguió captar su mirada,
aquella mirada gris, tranquila y fría. Molly sonrió y
le saludó con una inclinación de cabeza.
—¿Le parece a usted bien la idea? —insistió Spiller.
—¡Espléndida! —contestó Gregory, con un entusiasmo
súbito que asombró a su interlocutor.
La ancha faz severa de Spiller sonrió complacida.
—¡Ah! lo celebro —dijo—; celebro que le parezca a
usted tan bien.
—¡Espléndida! ¡Espléndida! —reiteró Gregory,
extravagantemente—. Lo que se dice espléndida. (Pensaba
que Molly había parecido realmente contenta de verle.)
—Por cierto —prosiguió explicando Spiller con una
estudiada indiferencia—, por cierto que, ahora que
pienso, ¿quizás a usted le interesaría contribuir a
poner en marcha la cosa? Por mi parte, no habría
inconveniente. Y creo que con unas mil libras de base
podría holgadamente darse el primer impulso...
El entusiasmo se apagó en el rostro de Gregory, que
recobró bruscamente su redondez eclesiástica.
—Si yo tuviese esas mil libras, crea usted... se
excusó melancólicamente, moviendo la cabeza—. (¡Un
cuerno! —pensó—. ¡A buena hora me pescan a mí!)
—¿El qué? —acosó Spiller—. Pero, mi querido amigo...
(risa brevemente despectiva, y a la par tentadora). ¡Si
al fin y al cabo es una inversión al seis por ciento!
Usted no sabe la plana magnífica de colaboradores con
que yo podría contar desde el comienzo...
—Sí, sí... no digo que no... —y Gregory meneó de nuevo
la cabeza.
—Sin contar —siguió asediando Spiller— que sería usted
un bienhechor de la sociedad.
—Imposible —afirmó Gregory, plantándose con la firmeza
de un rucio que no está dispuesto a moverse del sitio.
Precisamente, el dinero era el único punto sobre el
cual no le costaba ningún trabajo sentirse
inconmovible.
—Vamos, vamos... —prosiguió Spiller—. ¿Qué son mil
libras para un millonario como usted? ¿No ha heredado
usted?... Vamos a ver, ¿cuánto ha heredado usted?
—Mil doscientas libras de renta —afirmó Gregory,
mirándole, vidriosamente, de hito en hito—. Alrededor
de eso... mil cuatrocientas a lo sumo... (De sobra veía
que Spiller no le creía. ¡El muy...! No es que él
esperase que le creyera, no; no obstante...) Y eso sin
contar con los impuestos —añadió, quejumbrosamente—. Y
las obras de caridad a que tiene uno que contribuir...
(Y aquel billete de cinco libras que se prometió enviar
al London Hospital se le vino a las mientes.) El London
Hospital, por ejemplo, al que es un deber ayudar.
(Nuevo y melancólico meneo de cabeza.) Imposible, crea
usted, imposible...
Y pensó en todos los obreros que había sin trabajo;
diez muchedumbres de día de Derby, medio muertas de
hambre, con estandartes y charangas. Se sintió
enrojecer... ¡Al diantre este Spiller! ¡Habráse
visto!...
Dos voces sonaron simultáneamente en sus oídos: la del
borracho de profesión, y otra voz, ésta de mujer... ¡La
de Molly!
—¡El súcubo! —gruñó el borracho de profesión—. II ne
manqiiait que ça!
—¿Imposible? —preguntó la voz de Molly, repitiendo
inesperadamente su última palabra—. Y ¿qué es lo que es
imposible?
—Pues... —repuso Gregory, todo cortado y vacilante.
Al cabo, fue Spiller el que lo explicó.
—¡Pues claro está que Gregory puede poner esas mil
libras! —decidió Molly, en cuanto se hubo enterado de
la cuestión.
Y le miró indignada, despectiva, como echándole en
cara su avaricia.
—En ese caso, sabe usted más que yo —se defendió
Gregory, tratando de tomar la tangente de la chanza,
aun posible. Y acordándose de lo que aquel amigo
mundano (y ¡con qué éxito de mundo!) le enseñara
referente a los cumplidos: —¡Qué deliciosa está usted
con ese traje blanco, Molly!— Y la frivolidad de la
sonrisa fue atemperada con una expresión de ojos, a la
vez intencionada y tierna—. ¡Exquisita! —subrayó,
calándose el monóculo para mirarla.
—¡Gracias! —dijo ella, devolviéndole resueltamente la
mirada.
Los ojos de Molly eran tranquilos y luminosos. Contra
aquella mirada firme y penetrante, la intención y la
ternura de Gregory fracasaban irremediablemente. En
vista de ello, apartó los ojos y dejó caer el monóculo.
Este monóculo iba siendo ya como un arma que no se
atreviera o no supiese usar. Y, además, le ponía en
ridículo. Gregory acababa de sentirse como la equina
Mrs. Labadie flirteando coquetonamente con su abanico.
—De todos modos, yo no me niego a examinar la cuestión
—dijo a Spiller, contento de encontrar un pretexto que
le permitiera escapar de aquellos ojos—. Pero le
aseguro a usted que, realmente, no puedo... Por lo
menos, las mil enteras —añadió, comprendiendo,
desesperadamente, que se había visto obligado, bien
contra su voluntad, a rendirse.
—¡Molly! —vociferó el borracho de profesión.
Molly, obediente, fue a sentarse a su lado.
—¿Qué tal, Tom? —dijo, descansando una mano sobre la
rodilla de él—. ¿Cómo te sientes?
—Como siempre que tú estás cerca —contestó
trágicamente el borracho de profesión—, ¡loco! —Y
pasándole el brazo sobre los hombros, se inclinó hacia
ella—. ¡Loco de remate!
—Bueno, por lo pronto, ya sabes que no me gusta esa
manera de sentarse —le regañó ella, muy risueña,
mirándole fijamente, como, por otra parte, él a ella.
Al cabo de un instante, Paxton retiró el brazo y se
reclinó en un rincón del sofá.
Observándolos, Gregory quedó súbitamente convencido de
que se entendían. ¡La atracción, sin duda, de lo más
bajo! Al fin y al cabo, todos los amantes de Molly
habían sido por el estilo: todos rufianes.
Gregory se volvió hacia Spiller.
—¿Le parece a usted que nos vayamos a casa? — sugirió,
interrumpiéndole a mitad de un largo discurso sobre el
proyectado periódico—. Tendremos más tranquilidad, y un
aire menos mefítico. (Molly y Paxton. ¡Molly y aquella
bestia alcohólica! ¿Era posible? ¡Era seguro! No cabía
la menor duda.) Vamonos lo antes posible de este lugar
lamentable —insistió.
—Como usted guste —acordó Spiller—. Un último trago de
whisky para ayudarnos a hacer la travesía.
Gregory bebió casi medio vaso de whisky puro, sin
aditamento de agua. A los pocos pasos, calle abajo,
comprendió que estaba un tanto achispado:
—Me parece que mi instinto gregario no debe estar muy
desarrollado que digamos —confió a Spiller—. ¡Lo que
detesto las apreturas! (¡Hay que ver: Molly y Sileno-
Paxton! Se imaginaba ya sus amores... Y él, que se
figuró que ella se había alegrado de verle la primera
vez, poco antes, cuando se cruzaron sus miradas.)
Llegaron a la plaza de Bedford. Los jardincillos
estaban tan misteriosos como un boscaje campestre.
Campo fuera, whisky dentro, combináronse para dar voz a
la melancolía de Gregory. Che faro senza Euridice?,
comenzó a cantar suavemente.
—Pues pasarse perfectamente sin ella —intervino
Spiller, replicando a la letra—. Ése es, precisamente,
el timo y la estupidez del amor. Cada vez se siente uno
convencido de que es algo maravilloso y eterno; y tres
semanas después se empieza uno a aburrir en compañía
del ser amado u otro ser le pone a uno los ojos en
blanco, con el resultado de que aquellas emociones y
sentimientos infinitos cambian de objeto... para otra
eternidad de tres semanas. ¡Un bromazo! Eso es lo que
es. Tan estúpido como desagradable. Pero ¿qué quiere
usted? El humorismo de la naturaleza rara vez está a
nuestro alcance.
—¿Entonces, para usted, ese sentimiento divino no es
sino una broma? —exclamó Gregory, indignado—. ¡Pues
para mí no lo es! ¡No, señor! Para mí representa algo
real, fuera de nosotros, que integra la estructura del
universo...
—Un universo diferente con cada querida ¿eh?
—Pero ¿y cuando acontece una vez sola en la vida? —
preguntó Gregory, con voz pastosa. Y le entraron deseos
de contar a su amigo lo desgraciado que le había hecho
Molly, y hasta qué punto se había sentido siempre más
desgraciado que nadie.
—Nunca ocurre semejante cosa —aseguró Spiller.
—¿Y si yo le digo a usted que sí? —rebatió Gregory,
hipando.
—En ese caso, será por falta de oportunidades —repuso
Spiller, con su acento más decisivamente científico,
completamente ex cathedra.
—No estoy de acuerdo con usted —fue cuanto pudo
argüir, débilmente, Gregory. Y decidió no sacar a
relucir su desgracia. Spiller no podía entenderle. Era
un espíritu demasiado tosco.
—Personalmente —continuó Spiller—, hace tiempo que he
dejado de hacerme ilusiones sobre el particular. Acepto
esas emociones infinitas simplemente por lo que son...
muy estimulantes y muy tónicas mientras duran... sin
intentar explicarlas ni razonarlas. Es el único modo
sano y científico de considerar los hechos.
Hubo un silencio. Habían entrado en el resplandor de
la calle de Tottenham Court. El asfalto bruñido
reflejaba los arcos voltaicos. Las entradas de los
cines semejaban cavernas de refulgente claridad
amarilla. Dos autobuses pasaron de largo rugiendo.
—Muy peligrosas esas emociones infinitas —prosiguió
Spiller—; muy peligrosas. Una vez, recuerdo que una de
ellas estuvo a punto de hacerme caer en el garlito
conyugal. La cosa empezó a bordo de un trasatlántico.
Usted ya sabe lo que son los trasatlánticos; el
singular efecto afrodisíaco que ejercen los viajes por
mar sobre la gente; en especial sobre las mujeres.
Realmente, valía la pena de que algún fisiólogo
competente estudiara la cuestión. Probablemente, no es
sino el resultado del ocio, de la sobrealimentación y
de la constante cercanía... aunque dudo que, dadas las
mismas circunstancias en tierra, los efectos fueran
también los mismos. Quizás el cambio total de ambiente,
la variación del paisaje terrestre al paisaje acuático,
contribuya a socavar los habituales prejuicios de
tierra. Acaso también la misma brevedad del viaje
ayude... esa sensación de fugacidad, que nos debe
llevar, según el poeta, a coger las rosas de la vida
mientras permanecen intactas sobre el rosal. ¡Quién
sabe! (Encogimiento de hombros.) En todo caso, no cabe
duda que es muy singular... Pues sí, la cosa empezó,
como le decía, en un trasatlántico... Gregory
escuchaba. Hacía unos minutos que las frondas de la
plaza de Bedford habían rumoreado en la oscuridad de su
alma, nublada por el whisky. Las luces, el estrépito,
el tráfago de la calle de Tottenham Court, se extendían
ahora tanto detrás como delante de sus ojos. Escuchaba,
apretando los dientes. La historia duró sin dificultad
hasta Charing Cross Road.
En el momento de tocar a su fin, ya Gregory se sentía
en una disposición perfectamente eutrapélica y rosada.
Se había asociado además con Spiller; las aventuras de
éste eran ya suyas. Conteniendo a duras penas la risa,
volvió a insertarse el monóculo, que había estado
colgado todo este tiempo al extremo de su cordoncillo,
tintineando a cada paso contra los botones de su
chaleco. (Un corazón hecho pedazos, ya se comprenderá,
a poca sensibilidad que se tenga, que no puede, en
manera alguna, usar monóculo.) ¡Ah, él también se iba
haciendo ya perro viejo! Tuvo un acceso de hipo, al que
vino a mezclarse un cierto asomo de náuseas, que
entibió un tanto su jocundidad. (¡Oh, nada más que un
adorno levísimo!) Sí, sí; él también sabía lo que era
la vida en los trasatlánticos..., aunque su viaje más
largo por mar había sido de Newhaven a Dieppe.
Al llegar a Cambridge Circus, la gente salía de los
teatros. Las aceras estaban atestadas; el aire,
impregnado de ruido y de perfumes femeninos. Arriba,
los anuncios eléctricos guiñaban sus luces. Los
vestíbulos de los teatros relumbraban. Era un lujo
vulgar y plebeyo, al que Gregory se sentía fácilmente
superior. A través de su ojo de cíclope, examinaba
inquisitivamente a cada mujer que pasaba por su lado.
Sentíase prodigiosamente ligero, e importándole todo un
bledo (las náuseas seguían sin pasar del estado de una
simple insinuación), maravillosamente alegre, y... sí,
esto era lo curioso... grande, más grande, más vasto
que la vida. En cuanto a Molly Voles, ya vería ella.
—¡Deliciosa criatura! —exclamó, de pronto, señalando
hacia una salida de teatro, oro y seda, rematada por
una cabecita dorada y rizosa.
Spiller asintió, indiferente.
—En cuanto a nuestro periódico —dijo pensativamente—,
estaba pensando que podríamos empezar con una serie de
artículos sobre la base metafísica de la ciencia, las
razones históricas y filosóficas que nos asisten, para
dar por sentado que la verdad científica es tal verdad.
—¡Hum! —comentó Gregory.
—Al mismo tiempo, otra serie sobre el significado y la
finalidad del arte. En ambos casos, comenzando la
campaña desde un principio. ¿Qué, no le parece a usted
una buena idea?
—Excelente —corroboró Gregory.
Una de sus miradas monoculares había sido recibida con
una sonrisa de invitación. Claro está que ella era una
profesional; y fea, desgraciadamente. Con altivez, como
si no hubiese reparado en ella, Gregory pasó de largo.
—Si Tolstoy tenía o no razón —argumentaba
reflexivamente Spiller—, es cosa que no me atrevería a
decidir. ¿Que la función del arte es, como él pretende,
la transmisión de la emoción? Admitido; pero en parte
solamente, no como finalidad exclusiva. —Y Spiller
sacudió su cabeza con aire definitivo.
—Me parece que cada vez me siento más mareado —apuntó
Gregory más para sí que para su acompañante. Todavía
podía andar correctamente; a pesar de todo, se daba
cabal cuenta sobrada del hecho. Y aquella leve sospecha
de náuseas iba cobrando, por segundos, más y más
fundamento.
Spiller no le oyó, o bien, si le oyó, no dio
importancia a la cosa.
—Para mí —continuaba perorando—, la función principal
del arte es la trasmisión del conocimiento. El artista
sabe, conoce más que el resto de los hombres. Nació
sabiendo de su alma más de lo que nosotros sabemos de
la nuestra, y más también sobre las relaciones que
median entre su alma y el cosmos. Anticipa lo que, más
tarde, en una fase ulterior de desarrollo será
conocimiento común a todos. La mayoría de nuestros
contemporáneos son hombres primitivos comparados con
los grandes artistas del pasado.
—Exacto —apoyó Gregory, sin oír. Sus pensamientos
estaban en otra parte, con sus ojos.
—Además —continuó Spiller—, el artista puede decir lo
que sabe, y decirlo de tal manera, que nuestro
conocimiento rudimentario, incoherente y parcial de
aquello de que está hablando, viene a caer en una
especie de molde o patrón... como las limaduras de
hierro bajo la influencia del imán.
Allí en un grupo junto al borde de la acera,
deliciosamente, provocativamente jóvenes, se erguían
tres muchachitas. Charlaban entre sí, miraban con ojos
chispeantes y burlones a los transeúntes comentando lo
que había que comentar en voz perfectamente
inteligible, riendo con carcajadas agudas e
irrefrenables... Al acercarse Spiller y Gregory, los
vio una de ellas, que se apresuró a dar con el codo a
sus compañeras:
—¡Santo Dios! —Y arreciaron en sus carcajadas,
desternilladas de risa.
—¡Fíjate en el viejo Golliwog!— Esto iba por Spiller,
que caminaba con la cabeza descubierta, en la mano el
ancho fieltro gris.
—¡Pues y el del cristalito!...
Huelga decir que esto, a su vez, iba dedicado al
monóculo de Gregory.
—Este poder magnético —prosiguió, impertérrito,
Spiller, ignorante de la amable mofa de que era objeto—
, este poder de organizar el caos mental en una norma o
patrón, es lo que hace a una verdad, expresada
artísticamente, en poesía, más valiosa que una verdad,
expresada científicamente, en prosa.
Amablemente, en juego, Gregory amenazó con el dedo a
las burlonas. Lo que, como es natural, sirvió para
atizar la risa. Por fin, los dos hombres las dejaron
atrás. Sonriendo, Gregory se volvió un momento. Y se
sintió más ligero y gozoso que nunca. Aunque la leve
sospecha iba convirtiéndose, a pasos agigantados, en
certidumbre.
—Así, por ejemplo —seguía disertando Spiller—, yo
puedo saber que todos los hombres son mortales. Pero
esta noción adquiere forma, estructura, y hasta puede
decirse que se agranda y ahonda, cuando Shakespeare
habla de todos nuestros ayeres, habiendo iluminado a
necios el camino hacia el polvo de la muerte.
Gregory estaba tratando de buscar una excusa para dar
esquinazo a su acompañante, y volver atrás, a reunirse
con las tres gracias. Las amaría a las tres,
simultáneamente.
La touffe echevelée
De baisers que les dieux gardaient si bien mélée.
La frase mallarmeana le venía a las mientes,
revistiendo sus vagos deseos (¡qué razón tenía el viejo
Spiller..... el muy idiota!) de las más elegantes
formas. Las palabras de Spiller llegaban a él como a
través de una gran lejanía.
—Y la obertura de Coriolano es un ejemplo de
conocimiento nuevo, así como un compuesto de
conocimiento caótico del día.
A Gregory se le ocurrió si propondría el hacer alto un
momento en el café Mónico, para pretextar luego una
necesidad cualquiera, y poder, así, escurrir el bulto.
La verdad es que aquel viejo idiota se estaba poniendo
insoportable con su conferencia. Es muy posible que, en
un momento adecuado, todo aquello hubiese sido del
mayor interés. Pero en aquél precisamente... ¡Y pensar
que el muy majadero estaría regocijándose en sus
adentros a la idea de que le iba a sacar las mil
libras! ¡Sí, sí!... Ya Gregory le entraron ganas de
echarse a reír alto. Pero la conciencia de que su mareo
había, al fin, tomado una forma tan nueva como
inquietante, venía a turbar la euforia de aquel
sarcasmo.
—Algunos de los paisajes de Cézanne... —oyó aún que
decía Spiller.
Bruscamente, de un portal, a pocos pasos lenta y
trémulamente, surgió una cosa: un paquete de negros
guiñapos, sostenido por un par de botas desvencijadas,
y coronado por un remedo de sombrero. Este bulto tenía
un rostro demacrado y arcilloso. Y manos, con una de
las cuales extendía una bandejita con cajas de
fósforos. Y el bulto abrió la boca, en la cual faltaban
dos o tres dientes, seguramente tan sin brillo en un
tiempo como los que quedaban, y cantó; pero todo ello
de modo imperceptible. Gregory, sin embargo, creyó
reconocer el "Más cerca, ¡oh mi Señor!, de ti..." Se
fueron acercando.
—Algunos frescos de Giotto, algunas esculturas griegas
primitivas...— Y Spiller se lanzó en una interminable
catalogación.
El bulto los miraba, y Gregory miraba al bulto. Los
ojos de ambos se encontraron. Y la órbita de Gregory se
dilató, dejando caer a plomo el monóculo. Su mano
derecha exploró un instante el bolsillo correspondiente
del pantalón, donde acostumbraba a guardar la plata
menuda, buscando una monedita de seis peniques...
aunque fuera de un chelín. Pero he aquí que el bolsillo
no contenía sino cuatro medias coronas, cuatro monedas
de dos chelines y medio. ¿Media corona? ¿Le daría media
corona?... Vacilante, fue sacando una de las monedas
casi hasta la abertura del bolsillo... pero, antes de
llegar a ésta, ya había vuelto a caer al fondo, con un
leve retintín. En vista de ello, sumergió la mano
izquierda en el otro bolsillo del pantalón, y la sacó
llena de calderilla. Tres peniques y medio cayeron
sonoramente sobre la bandejita extendida.
—No, no necesito cerillas —profirió, con generosidad.
La gratitud interrumpió el himno. En su vida se había
sentido Gregory tan avergonzado. El monóculo tintineaba
de nuevo contra los botones del chaleco. Pensándolo
mucho, y muy atento a lo que hacía, fue colocando un
pie tras el otro, caminando con corrección, pero como
quien camina por un alambre. ¡Ah, pluguiese a Dios que
él no hubiera estado bebido, ni hubiera deseado con
tanta precisión aquella "guedeja enmarañada de besos"!
¡Tres peniques y medio! Pero nadie le impedía volver
atrás y darle media corona, o dos medias coronas. Nadie
le impedía correr atrás... Paso a paso, siempre como si
anduviese sobre el alambre, continuó avanzando, a
compás con Spiller. Cuatro pasos, cinco pasos... once,
doce, trece pasos... ¡Ah, la mala suerte! Dieciocho
pasos, diecinueve... ¡Demasiado tarde! Ahora sería
demasiado ridículo el volver atrás; sí, no cabe duda
que sería una estupidez. Veintitrés, veinticuatro
pasos... La leve sospecha, el vago asomo, era ya una
certidumbre de náuseas, una creciente e irrefragable
certidumbre.
—Al mismo tiempo —decía Spiller—, no veo cómo la mayor
parte de las verdades e hipótesis científicas pueden
llegar nunca a constituir un tema para el arte. No veo
la manera de darles un sentido poético, emotivo, sin
hacerles perder su exactitud. ¿Cómo va usted, pongo por
caso, a expresar en una forma literaria, conmovedora,
la teoría electro-magnética de la luz? ¡Imposible, de
todo punto imposible!
—¡Por amor de Dios! —gritó Gregory, en un súbito
estallido de furor— ¡Por amor de Dios, calle usted esa
boca! ¿Cómo es posible que pueda usted hablar tanto? —
Un hipo, más profundo y amenazador que hasta entonces,
vino a cortarle la indignación,
—¿Y por qué no? —preguntó Spiller, con una indulgente
sorpresa.
—¡Hablar de arte, ciencia y poesía —exclamó Gregory
trágicamente, casi con lágrimas en los ojos—, cuando
hay dos millones de personas en Inglaterra a pique de
morirse de hambre! ¡Dos millones! —Pensó que esta
repetición interjectiva pondría más de relieve el
horror del caso; pero nuevamente vino el hipo a
interrumpirle, cercenando el efecto: no cabía duda que,
de momento en momento, iba empeorando—. ¡Viviendo en
tabucos hediondos —logró, no obstante, proseguir,
aunque en decrescendo—, amontonados como bestias...,
peor aún que los animales!...
Habían hecho alto, y se hacían frente uno al otro. —
¿Cómo puede usted?... —repetía Gregory, tratando de
renovar la generosa indignación de un momento antes.
Pero las angustias precursoras de la catástrofe
rampaban ya estómago arriba, como los miasmas de un
pantano, ocupando por entero su espíritu, desalojando
de él todo pensamiento, toda emoción que no fuera el
temor a la cosa repugnante que amenazaba producirse.
La ancha faz de Spiller perdió súbitamente su
apariencia monumental, de celebridad victoriana, como
si, de pronto, se viniera a tierra, hecha añicos. Su
boca se abrió, los ojos se replegaron hacia arriba, la
frente se quebró en arrugas, y los dos surcos que
corrían, desde ambos lados de la nariz a las comisuras
de la boca, se dilataron y contrajeron frenéticamente,
como un par de abridores de guantes atacados de
demencia. Un volumen inmenso de sonido irrumpió de todo
él. Su corpachón se estremecía de pies a cabeza bajo el
ímpetu de aquella risa titánica.
Pacientemente —la paciencia era ya lo único que
quedaba en él; paciencia y una esperanza cada vez más
esfumada— esperó Gregory a que pasase aquel paroxismo.
No cabía duda: se había puesto en ridículo, y se
estaban burlando de él. Pero él se sentía por encima de
aquella burla.
Poco a poco, Spiller fue recobrando el uso de la
palabra.
—¡Es usted magnífico, amigo mío! —dijo, al fin, medio
ahogado aún por la risa, y con lágrimas en los ojos—.
¡Lo que se dice estupendo!...
Y tomándole afectuosamente de un brazo, y todavía
riendo, le arrastró consigo.
Gregory se dejó hacer. ¡Qué remedio le quedaba!
—Si le parece a usted, tomaremos un taxi —se atrevió a
decir, al cabo de unos pasos.
—¿Cómo, a su casa ya? —exclamó Spiller.
—Sí, me parece que es lo mejor que podemos hacer —
insistió Gregory.
Al subir al vehículo, se las arregló de manera que el
cordoncillo del monóculo se enredase en la manija de la
portezuela. El cordoncillo estalló, y el cristal fue a
caer sobre el suelo del coche.
Spiller lo recogió y se lo entregó.
—Gracias— dijo Gregory, guardándolo en el bolsillo, y
poniéndolo así ya en la imposibilidad de hacer daño.

Texto agregado el 11-07-2009, y leído por 274 visitantes. (0 votos)


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