TU COMUNIDAD DE CUENTOS EN INTERNET
Noticias Foro Mesa Azul

Inicio / Cuenteros Locales / bibliofilo / DA LA TIERRA A LA LUNA

[C:413048]


Julio Verne
De la Tierra a la Luna
I
El Gun-Club
Durante la guerra de Secesión de los Estados Unidos, se estableció en Baltimore,
ciudad del Estado de Maryland, una nueva sociedad de mucha influencia. Conocida es
la energía con que el instinto militar se desenvolvió en aquel pueblo de armadores,
mercaderes y fabricantes Simples comerciantes y tenderos abandonaron su despacho y
su mostrador para improvisarse capitanes, coroneles y hasta generales sin haber visto
las aulas de West Point,(1) y no tardaron en rivalizar dignamente en el arte de la guerra
con sus colegas del antiguo continente, alcanzando victorias, lo mismo que éstos, a
fuerza de prodigar balas, millones y hombres.
1. Academia militar de los Estados Unidos.
Pero en lo que principalmente los americanos aventajaron a los europeos, fue en la
ciencia de la balística, y no porque sus armas hubiesen llegado a un grado más alto de
perfección, sino porque se les dieron dimensiones desusadas y con ellas un alcance
desconocido hasta entonces. Respecto a tiros rasantes, directos, parabólicos, oblicuos
y de rebote, nada tenían que envidiarles los ingleses, franceses y prusianos, pero los
cañones de éstos, los obuses y los morteros, no son más que simples pistolas de
bolsillo comparados con las formidables máquinas de artillería norteamericana.
No es extraño. Los yanquis no tienen rivales en el mundo como mecánicos, y nacen
ingenieros como los italianos nacen músicos y los alemanes metafísicos. Era, además,
natural que aplicasen a la ciencia de la balística su natural ingenio y su característica
audacia. Así se explican aquellos cañones gigantescos, mucho menos útiles que las
máquinas de coser, pero no menos admirables y mucho más admirados. Conocidas son
en este género las maravillas de Parrot, de Dahlgreen y de Rodman. Los Armstrong, los
Pallisier y los Treuille de Beaulieu tuvieron que reconocer su inferioridad delante de
sus rivales ultramarinos.
Así pues, durante la terrible lucha entre nordistas y sudistas, los artilleros figuraron
en primera línea. Los periódicos de la Unión celebraron con entusiasmo sus inventos,
y no hubo ningún hortera, por insignificante que fuese, ni ningún cándido bobalicón
que no se devanase día y noche los sesos calculando trayectorias desatinadas.
Y cuando a un americano se le mete una idea en la cabeza, nunca falta otro americano
que le ayude a realizarla. Con sólo que sean tres, eligen un presidente y dos secretarios.
Si llegan a cuatro, nombran un archivero, y la sociedad funciona. Siendo cinco se
convocan en asamblea general, y la sociedad queda definitivamente constituida. Así
sucedió en Baltimore. El primero que inventó un nuevo cañón se asoció con el primero
que lo fundió y el primero que lo taladró. Tal fue el núcleo del Gun-Club.(1)
1. Cañón Club.
Un mes después de su formación, se componía de 1.833 miembros efectivos y
30.575 socios correspondientes.
A todo el que quería entrar en la sociedad se le imponía la condición, sine qua non,
de haber ideado o por to menos perfeccionado un nuevo cañón, o, a falta de cañón, un
arma de fuego cualquiera. Pero fuerza es decir que los inventores de revólveres de
quince tiros, de carabinas de repetición o de sables-pistolas no eran muy considerados.
En todas las circunstancias los artilleros privaban y merecían la preferencia.
-La predilección que se les concede -dijo un día uno de los oradores más distinguidos
del Gun-Club- guarda proporción con las dimensiones de su cañón, y está en razón
directa del cuadrado de las distancias alcanzadas por sus proyectiles.
Fundado el Gun-Club, fácil es figurarse lo que produjo en este género el talento
inventivo de los americanos. Las máquinas de guerra tomaron proporciones colosales,
y los proyectiles, traspasando los límites permitidos, fueron a mutilar horriblemente a
más de cuatro inofensivos transeúntes. Todas aquellas invenciones hacían parecer poca
cosa a los tímidos instrumentos de la artillería europea.
Júzguese por las siguientes cifras:
En otro tiempo, una bala del treinta y seis, a la distancia de 300 pies, atravesaba
treinta y seis caballos cogidos de flanco y setenta y ocho hombres. La balística se
hallaba en mantillas. Desde entonces los proyectiles han ganado mucho terreno. El
cañón Rodman, que arrojaba a siete millas(1) de distancia una bala que pesaba media tonelada,
habría fácilmente derribado 150 caballos y 300 hombres. En el Gun-Club se
trató de hacer la prueba, pero aunque los caballos se sometían a ella, los hombres
fueron por desgracia menos complacientes.
1. La milla anglosajona equivale a 1.609,31 metros.
Pero sin necesidad de pruebas se puede asegurar que aquellos cañones eran muy
mortíferos, y en cada disparo caían combatientes como espigas en un campo que se
está segando. Junto a semejantes proyectiles, ¿qué significaba aquella famosa bala que
en Coutras, en 1587, dejó fuera de combate a veinticinco hombres?
¿Qué significaba aquella otra bala que en Zeradoff, en 1758, mató cuarenta soldados?
¿Qué era en sustancia aquel cañón austriaco de Kesselsdorf, que en 1742 derribaba en
cada disparo a setenta enemigos? ¿Quién hace caso de aquellos tiros sorprendentes de
Jena y de Austerlitz que decidían la suerte de la batalla? Cosas mayores se vieron
durante la guerra federal. En la batalla de Gettysburg un proyectil cónico disparado
por un cañón mató a 173 confederados, y en el paso del Potomac una bala Rodman
envió a 115 sudistas a un mundo evidentemente mejor. Debemos también hacer
mención de un mortero formidable inventado por J. T. Maston, miembro distinguido y
secretario perpetuo del Gun-Club, cuyo resultado fue mucho más mortífero, pues en el
ensayo mató a 137 personas. Verdad es que reventó.
¿Qué hemos de decir que no lo digan, mejor que nosotros, guarismos tan elocuentes?
Preciso es admitir sin repugnancia el cálculo siguiente obtenido por el estadista
Pitcairn: dividiendo el número de víctimas que hicieron las balas de cañón por el de los
miembros del Gun-Club, resulta que cada uno de éstos había por término medio
costado la vida a 2.375 hombres y una fracción.
Fijándose en semejantes guarismos, es evidente que la única preocupación de aquella
sociedad científica fue la destrucción de la humanidad con un fin filantrópico, y el
perfeccionamiento de las armas de guerra consideradas como instrumentos de
civilización.
Aquella sociedad era una reunión de ángeles exterminadores, hombres de bien a carta
cabal.
Añádase que aquellos yanquis, valientes todos a cuál más, no se contentaban con
fórmulas, sino que descendían ellos mismos al terreno de la práctica. Había entre ellos
oficiales de todas las graduaciones, subtenientes y generales, y militares de todas las
edades, algunos recién entrados en la carrera de las armas y otros que habían encanecido
en los campamentos. Muchos, cuyos nombres figuraban en el libro de honor
del Gun-Club, habían quedado en el campo de batalla, y los demás llevaban en su
mayor parte señales evidentes de su indiscutible denuedo. Muletas, piernas de palo,
brazos artificiales, manos postizas, mandíbulas de goma elástica, cráneos de plata o
narices de platino, de todo había en la colección, y el referido Pitcairn calculó
igualmente que en el Gun-Club no había, a to sumo, más que un brazo por cada cuatro
personas y dos piernas por cada seis.
Pero aquellos intrépidos artilleros no reparaban en semejantes bagatelas, y se
llenaban justamente de orgullo cuando el parte de una batalla dejaba consignado un
número de víctimas diez veces mayor que el de proyectiles gastados.
Un día, sin embargo, triste y lamentable día, los que sobrevivieron a la guerra
firmaron la paz; cesaron poco a poco los cañonazos; enmudecieron los morteros; los
obuses y los cañones volvieron a los arsenales; las balas se hacinaron en los parques,
se borraron los recuerdos sangrientos. Los algodoneros brotaron esplendorosos en los
campos pródigamente abonados, los vestidos de luto se fueron haciendo viejos a la par
del dolor, y el Gun-Club quedó sumido en una ociosidad profunda.
Algunos apasionados, trabajadores incansables, se entregaban aún a cálculos de
balística y no pensaban más que en bombas gigantescas y obuses incomparables. Pero,
sin la práctica, ¿de qué sirven las teorías? Los salones estaban desiertos, los criados
dormían en las antesalas, los periódicos permanecían encima de las mesas, tristes
ronquidos partían de los rincones oscuros, y los miembros del Gun-Club. tan
bulliciosos en otro tiempo, se amodorraban mecidos por la idea de una artillería
platónica.
-¡Qué desconsuelo! -dijo un día el bravo Tom Hunter, mientras sus piernas de palo
se carbonizaban en la chimenea-. ¡Nada hacemos! ¡Nada esperamos! ¡Qué existencia
tan fastidiosa! ¿Qué se hicieron de aquellos tiempos en que nos despertaba todas las
mañanas el alegre estampido de los cañones?
-Aquellos tiempos pasaron para no volver -respondió Bilsby, procurando estirar los
brazos que le faltaban-. ¡Entonces daba gusto! Se inventaba un obús, y, apenas estaba
fundido, iba el mismo inventor a ensayarlo delante del enemigo, y se obtenía en el
campamento un aplauso de Sherman o un apretón de manos de MacClellan. Pero
actualmente los generales han vuelto a su escritorio, y en lugar de mortíferas balas de
hierro despachan inofensivas balas de algodón. ¡Santa Bárbara bendita! ¡El porvenir de
la artillería se ha perdido en América!
-Sí, Bilsby -exclamó el coronel Blomsberry-, hemos sufrido crueles decepciones. Un
día abandonamos nuestros hábitos tranquilos, nos ejercitamos en el manejo de las
armas, nos trasladamos de Baltimore a los campos de batalla, nos portamos como
héroes, y dos o tres años después perdemos el fruto de tantas fatigas para
condenarnos a una deplorable inercia con las manos metidas en los bolsillos.
Trabajo le hubiera costado al valiente coronel dar una prueba semejante de su
ociosidad, y no por falta de bolsillos.
-¡Y ninguna guerra en perspectiva! -dijo entonces el famoso J. T. Maston,
rascándose su cráneo de goma elástica-. ¡Ni una nube en el horizonte, cuando tanto hay
aún que hacer en la ciencia de la artillería! Yo, que os hablo en este momento, he
terminado esta misma mañana un modelo de mortero, con su plano, su corte y su
elevación, destinado a modificar profundamente las leyes de la guerra.
-¿De veras? -replicó Tom Hunter, pensando involuntariamente en el último ensayo
del respetable J. T. Maston.
-De veras -respondió éste-. Pero ¿de qué sirven tantos estudios concluidos y tantas
dificultades vencidas? Nuestros trabajos son inútiles. Los pueblos del nuevo mundo se
han empeñado en vivir en paz, y nuestra belicosa Tribuna(1) pronostica catástrofes
debidas al aumento incesante de las poblaciones.
-Sin embargo, Maston-respondió el coronel Blomsberry-, en Europa siguen
batiéndose para sostener el principio de las nacionalidades.
-¿Y qué?
-¡Y qué! Podríamos intentar algo a11í, y si se aceptasen nuestros servicios...
-¿Qué osáis proponer? -exclamó Bilsby-. ¡Cultivar la balística en provecho de los
extranjeros!
-Es preferible a no hacer nada -respondió el coroner.
-Sin duda -dijo J. T. Maston- es preferible, pero ni siquiera nos queda tan pobre
recurso.
-¿Y por qué? -preguntó el coroner.
-Porque en el viejo mundo se profesan sobre los ascensos ideas que contrarían todas
nuestras costumbres americanas. Los europeos no comprenden que pueda llegar a ser
general en jefe quien no ha sido antes subteniente, to que equivale a decir que no puede
ser buen artillero el que por sí mismo-no ha fundido el cañón, to que me parece...
-¡Absurdo! -replicó Tom Hunter destrozando con su bowieknife(2) los brazos de la
butaca en que estaba sentado-. Y en el extremo a que han llegado las cosas no nos
queda ya más recurso que plantar tabaco y destilar aceite de ballena.
1. El más fogoso periódico abolicionista de la Unión.
2. Cuchillo de bolsillo, de ancha hoja.
-¡Cómo! -exclamó J. T. Maston con voz atronadora-. ¿No dedicaremos los últimos
años de nuestra existencia al perfeccionamiento de las armas de fuego? ¿No ha de
presentarse una nueva ocasión de ensayar el alcance de nuestros proyectiles? ¿Nunca
más el fogonazo de nuestros cañones iluminará la atmósfera? ¿No sobrevendrá una
complicación internacional que nos permita declarar la guerra a alguna potencia
transatlántica? ¿No echarán los franceses a pique ni uno solo de nuestros vapores, ni
ahorcarán los ingleses, con menosprecio del derecho de gentes, tres o cuatro de
nuestros compatriotas?
-¡No, Maston -respondió el coronel Blomsberry-, no tendremos tanta dicha! ¡No se
producirá ni uno solo de los incidentes que tanta falta nos hacen; y aunque se
produjesen, no sacaríamos de ellos ningún partido! ¡La susceptibilidad americana va
desapareciendo, y vegetamos en la molicie!
-¡Sí, nos humillamos! -replicó Bilsby.
-¡Se nos humilla! -respondió Tom Hunter.
-¡Y tanto! -replicó J. T. Maston con mayor vehemencia-. ¡Sobran razones para
batirnos, y no nos batimos! Se economizan piernas y brazos en provecho de gentes
que no saben qué hacer de ellos. Sin it muy lejos, se encuentra un motivo de gúérra.
Decid, ¿la América del Norte no perteneció en otro tiempo a los ingleses?
-Sin duda-respondió Tom Hunter, dejando con rabia quemarse en la chimenea el
extremo de su muleta.
-¡Pues bien! -repuso J. T. Maston-. ¿Por qué Inglaterra, a su vez, no ha de
pertenecer a los americanos?
-Sería muy justo -respondió el coronel Blomsberry.
-Id con vuestra proposición al presidente de los Estados Unidos -exclamó J. T.
Maston- y veréis cómo la acoge.
-La acogerá mal -murmuró Bilsby entre los cuatro dientes que había salvado de la
batalla.
-No seré yo -exclamó J. T. Maston- quien le dé el voto en las próximas elecciones.
-Ni yo -exclamaron de acuerdo todos aquellos belicosos inválidos.
-Entretanto, y para concluir -repuso J. T. Maston-, si no se me proporciona ocasión
de ensayar mi nuevo mortero sobre un verdadero campo de batalla, presentaré mi
dimisión de miembro del Gun-Club, y me sepultaré en las soledades de Arkansas.
-Donde os seguiremos todos -respondieron los interlocutores del audaz J. T.
Maston.
Tal era el estado de la situación. La exasperación de los ánimos iba en progresivo
aumento, y el club se hallaba amenazado de una próxima disolución, cuando sobrevino
un acontecimiento inesperado que impidió tan sensible catástrofe.
Al día siguiente de la acalorada conversación de que acabamos de dar cuenta, todos
los miembros de la sociedad recibieron una circular concebida en los siguientes
términos:
«Baltimore, 3 de octubre.
»El presidente del Gun-Club tiene la honra de prevenir a sus colegas que en
la sesión del 5 dei corriente les dirigirá una comunicación de la mayor
importancia, por lo que les suplica que, cualesquiera que sean sus
ocupaciones, acudan a la cita que les da por la presente. »
Su afectísimo colega,
IMPEY BARBICANE, P. G. C.»
II
Comunicación del presidente Barbicane
El 5 de octubre, a las ocho de la noche, una multitud compacta se apiñaba en los
salones del Gun-Club, 21, Union Square. Todos los miembros de la sociedad residentes
en Baltimore habían acudido a la cita de su presidente.
En cuanto a los socios correspondientes, los trenes los depositaban a centenares en
las estaciones de la ciudad, sin que por mucha que fuese la capacidad del salón de
sesiones, cupiesen todos en ella. Así es que aquel concurso de sabios refluía en las
salas próximas, en los corredores y hasta en los vestiíbulos exteriores, donde se
condensaba un gentío inmenso que deseaba con ansia conocer la importante
comunicación del presidente Barbicane. Los unos empujaban a los otros, y
mutuamente se atropellaban y aplastaban con esa libertad de acción característica de
los pueblos educados en las ideas democráticas.
Un extranjero que se hubiese hallado aquella noche en Baltimore no hubiera
conseguido a fuerza de oro penetrar en el gran salón, exclusivamente reservado a los
miembros residentes o correspondientes, sin que nadie más pudiera ocupar en él
puesto alguno; así es que los notables de la ciudad, los magistrados del consejo y la
gente selecta habían tenido que mezclarse con la turba de sus admiradores para coger al
vuelo las noticias del interior.
La inmensa sala ofrecía a las miradas un curioso espectáculo. Aquel vasto local
estaba maravillosamente adecuado a su destino. Altas columnas, formadas de cañones
sobrepuestos que tenían por pedestal grandes morteros, sostenían la esbelta armazón
de la bóveda, verdadero encaje de hierro fundido admirablemente recortado. Panoplias
de trabucos, retacos, arcabuces, carabinas y de todas las armas de fuego antiguas y
modernas cubrían las paredes entrelazándose de una manera pintoresca. La llama del
gas brotaba profusamente de un millar de revólveres dispuestos en forma de lámparas,
completando tan espléndido alumbrado arañas de pistolas y candelabros formados de
fusiles artísticamente reunidos. Los modelos de cañones, las muestras de bronce, los
blancos acribillados a balazos, las planchas destruidas por el choque de las balas del
Gun-Club, el surtido de baquetones y escobillones, los rosarios de bombas, los collares
de proyectiles, las guirnaldas de granadas, en una palabra, todos los útiles del artillero
fascinaban por su asombrosa disposición y hacían presumir que su verdadero destino
era más decorativo que mortífero.
En el puesto de preferencia, detrás de una espléndida vidriera, se veía un pedazo de
recámara rota y torcida por el efecto de la pólvora, preciosa reliquia del cañón de J. T.
Maston.
El presidente, con dos secretarios a cada lado, ocupaba en uno de los extremos del
salón un ancho espacio entarimado. Su sillón, levantado sobre una cureña laboriosamente
tallada, afectaba en su conjunto las robustas formas de un mortero de
treinta y dos pulgadas, apuntando en ángulo de 90°, y estaba suspendido de dos
quicios que permitían al presidente columpiarse como en una mecedora, que tan
cómoda es en verano para dormir la siesta. Sobre la mesa, que era una gran plancha de
hierro sostenida por seis obuses, se veía un tintero de exquisito gusto, hecho de una
bala de cañón admirablemente cincelada, y un timbre que se disparaba estrepitosamente
como un revólver. Durante las discusiones acaloradas, esta campanilla de
nuevo género bastaba apenas para dominar la voz de aquella legión de artilleros sobreexcitados.
Delante de la mesa presidencial, los bancos, colocados de modo que formaban eses
como las circunvalaciones de una trinchera, constituían una serie de parapetos del
Gun-Club, y bien puede decirse que aquella noche había gente hasta en las trincheras.
El presidente era bastante conocido para que nadie pudiese ignorar que no hubiera
molestado a sus colegas sin un motivo sumamente grave.
Impey Barbicane era un hombre de unos cuarenta años, sereno, frío, austero, de un
carácter esencialmente formal y reconcentrado; exacto como un cronómetro, de un
temperamento a toda prueba, de una resolución inquebrantable. Poco caballeresco,
aunque aventurero, siempre resuelto a trasladar del campo de la especulación al de la
práctica las más temerarias empresas, era el hombre por excelencia de la Nueva
Inglaterra, el nordista colonizador, el descendiente de aquellas Cabezas Redondas tan
funestas a los Estuardos, y el implacable enemigo de los aristócratas del Sur, de los
antiguos caballeros de la madre patria. Barbicane, en una palabra, era to que podría
calificarse un yanqui completo.
Había hecho, comerciando con maderas, una fortuna considerable. Nombrado
director de Artillería durante la guerra, se manifestó fecundo en invenciones, audaz en
ideas, y contribuyó poderosamente a los progresos del arma, dando a las
investigaciones experimentales un incomparable desarrollo.
Era un personaje de mediana estatura, que por una rara excepción en el Gun-Club,
tenía ilesos todos los miembros. Sus facciones, acentuadas, parecían trazadas con
carbón y tiralíneas, y si es cierto que para adivinar los instintos de un hombre se le
debe mirar de perfil, Barbicane, mirado así, ofrecía los más seguros indicios de energía,
audacia y sangre fría.
En aquel momento permanecía inmóvil en su sillón, mudo, meditabundo, con una
mirada honda, medio tapada la cara por un enorme sombrero, cilindro de seda negra
que parece hecho a propósito para los cráneos americanos.
A su alrededor, sus colegas conversaban estrepitosamente sin distraerle. Se
interrogaban, recorrían el campo de las suposiciones, examinaban a su presidente, y
procuraban, aunque en vano, despejar la incógnita de su imperturbable fisonomía.
Al dar las ocho en el reloj fulminante del gran salón, Barbicane, como impelido por
un resorte, se levantó de pronto. Reinó un silencio general, y el orador, con bastante
énfasis, tomó la palabra en los siguientes términos:
-Denodados colegas: mucho tiempo ha transcurrido ya desde que una paz infecunda
condenó a los miembros del Gun-Club a una ociosidad lamentable. Después de un
período de algunos años, tan lleno de incidentes, tuvimos que abandonar nuestros
trabajos y detenernos en la senda del progreso. Lo proclamo sin miedo y en voz alta:
toda guerra que nos obligase a empuñar de nuevo las armas sería acogida con un
entusiasmo frenético.
-¡Sí, la guerra! -exclamó el impetuoso J. T. Maston.
-¡Atención! -gritaron por todos lados.
-Pero la guerra -dijo Barbicane- es imposible en las actuales circunstancias, y aunque
otra cosa desee mi distinguido colega, muchos años pasarán aún antes de que nuestros
cañones vuelvan al campo de batalla. Es, pues, preciso tomar una resolución y buscar
en otro orden de ideas una salida al afán de actividad que nos devora.
La asamblea redobló su atención, comprendiendo que su presidente iba a abordar el
punto delicado.
-Hace algunos meses, ilustres colegas -prosiguió Barbicane-, que me pregunté si, sin
separarnos de nuestra especialidad, podríamos acometer alguna gran empresa digna del
siglo XIX, y si los progresos de la balística nos permitirán salir airosos de nuestro
empeño. He, pues, buscado, trabajado, calculado, y ha resultado de mis estudios la
convicción de que el éxito coronará nuestros esfuerzos, encaminados a la realización de
un plan que en cualquier otro país sería imposible. Este proyecto, prolijamente
elaborado, va a ser el objeto de mi comunicación. Es un proyecto, digno de vosotros,
digno del pasado del Gun-Club, y que producirá necesariamente mucho ruido en el
mundo.
-¿Mucho ruido? -preguntó un artillero apasionado.
-Mucho ruido en la verdadera acepción de la palabra -respondió Barbicane.
-¡No interrumpáis! -repitieron al unísono muchas voces.
-Os suplico, pues, dignos colegas -repuso el presidente-, que me otorguéis toda
vuestra atención.
Un estremecimiento circuló por la asamblea. Barbicane, sujetando con un
movimiento rápido su sombrero en su cabeza, continuó su discurso con voz tranquila.
-No hay ninguno entre vosotros, beneméritos colegas, que no haya visto la Luna, o
que, por to menos, no haya oído hablar de ella. No os asombréis si vengo aquí a
hablaros del astro de la noche. Acaso nos esté reservada la gloria de ser los colonos de
este mundo desconocido. Comprendedme, apoyadme con todo vuestro poder, y os
conduciré a su conquista, y su nombre se unirá a los de los treinta y seis Estados que
forman este gran país de la Unión.(1)
1. Número de los que entonces formaban los Estados Unidos de América del Norte.
-¡Viva la Luna! -exclamó el Gun-Club confundiendo en una sola todas sus voces.
-Mucho se ha estudiado la Luna -repuso Barbicane-; su masa, su densidad, su peso,
su volumen, su constitución, sus movimientos, su distancia, el papel que en el mundo
solar representa están perfectamente determinados; se han formado mapas
selenográficos con una perfección igual y tal vez superior a la de las cartas terrestres,
habiendo la fotografía sacado de nuestro satélite pruebas de una belleza incomparable.
En una palabra, se sabe de la Luna todo to que las ciencias matemáticas, la astronomía,
la geología y la óptica pueden saber; pero hasta ahora no se ha establecido
comunicación directa con ella.
Un vivo movimiento de interés y de sorpresa acogió esta frase del orador.
-Permitidme -prosiguió- recordaros, en pocas palabras, de qué manera ciertas
cabezas calientes, embarcándose para viajes imaginarios, pretendieron haber penetrado
los secretos de nuestro satélite. En el siglo xvli, un tal David Fabricius se vanaglorió de
haber visto con sus propios ojos habitantes en la Luna. En 1649, un francés llamado
Jean Baudoin, publicó el Viaje hecho al mundo de la Luna por Domingo González,
aventurero español. En la misma época, Cyrano de Bergerac publicó la célebre
expedición que tanto éxito obtuvo en Francia. Más adelante, otro francés (los franceses
se ocupan mucho de la Luna), llamado Fontenelle, escribió la Pluralidad de los mundos,
obra maestra en su tiempo, pero la ciencia, avanzando, destruye hasta las obras
maestras. Hacia 1835, un opúsculo traducido del New York American nos dijo que sir
John Herschell, enviado al cabo de Buena Esperanza para ciertos estudios
astronómicos, consiguió, empleando al efecto un telescopio perfeccionado por una
iluminación interior, acercar la Luna a una distancia de ochenta yardas.(1) Entonces
percibió distintamente cavernas en que vivían hipopótamos, verdes montañas veteadas
de oro, carneros con cuernos de marfil, corzos blancos y habitantes con alas membranosas
como las del murciélago. Aquel folleto, obra de un americano llamado Locke,
alcanzó un éxito prodigioso. Pero luego se reconoció que todo era una superchería de la
que fueron los franceses los primeros en reírse.
1. La yarda equivale a 0,91 metros.
-¡Reírse de un americano! -exclamó J. T. Maston-. ¡He aquí un casus belli!
-Tranquilizaos, mi digno amigo; los franceses, antes de reírse de nuestro compatriota,
cayeron en el lazo que él les tendió haciéndoles comulgar con ruedas de molino. Para
terminar esta rápida historia, añadiré que un tal Hans Pfaal, de Rotterdam, ascendiendo
en un globo lleno de un gas extraído del ázoe, treinta y siete veces más ligero que el
hidrógeno, alcanzó la Luna después de un viaje aéreo de diecinueve días. Aquel viaje,
to mismo que las precedentes tentativas, era simplemente imaginario, y fue obra de un
escritor popular de América, de un ingenio extraño y contemplativo, de Edgard Poe.
-¡Viva Edgard Poe! -exclamó la asamblea, electrizada por las palabras de su
presidente.
-Nada más digno -repuso Barbicane- de esas tentativas que llamaré puramente
literarias, de todo punto insuficientes para establecer relaciones formales con el astro
de la noche. Debo, sin embargo, añadir que algunos caracteres prácticos trataron de
ponerse en comunicación con él, y así es que, años atrás, un geómetra alemán propuso
enviar una comisión de sabios a los páramos de Siberia. A11í, en aquellas vastas
llanuras, se debían trazar inmensas figuras geométricas, dibujadas por medio de
reflectores luminosos, entre otras el cuadrado de la hipotenusa, llamado vulgarmente en
Francia el puente de los asnos. KTodo ser inteligente -decía el geómetra- debe
comprender el destino científico de esta figura. Los selenitas, si existen, responderán
con una figura semejante, y una vez establecida la comunicación, fácil será crear un
alfabeto que permita conversar con los habitantes de la Luna.» Así hablaba el geómetra
alemán, pero no se ejecutó su proyecto, y hasta ahora no existe ningún lazo directo
entre la Tierra y su satélite. Pero está reservado al genio práctico de los americanos
ponerse en relación con el mundo sideral. El medio de llegar a tan importante resultado
es sencillo, fácil, seguro, infalible, y él va a ser el objeto de mi proposición.
Un gran murmullo, una tempestad de exclamaciones acogió estas palabras. No hubo
entre los asistentes uno solo que no se sintiera dominado, arrastrado, arrebatado por
las palabras del orador.
-¡Atención! ¡Atención! ¡Silencio! -gritaron por todas partes.
Calmada la agitación, Barbicane prosiguió con una voz más grave su interrumpido
discurso.
-Ya sabéis -dijo- cuántos progresos ha hecho la balística de algunos años a esta parte
y a qué grado de perfección hubieran llegado las armas de fuego, si la guerra hubiese
continuado. No ignoráis tampoco que, de una manera general, la fuerza de resistencia
de los cañones y el poder expansivo de la pólvora son ilimitados. Pues bien, partiendo
de este principio, me he preguntado a mí mismo si, por medio de un aparato suficiente,
realizado con unas determinadas condiciones de resistencia, sería posible enviar una
bala a la Luna.
A estas palabras, un grito de asombro se escapó de mil pechos anhelantes, y hubo
luego un momento de silencio, parecido a la profunda calma que precede a las grandes
tormentas. Y en efecto, hubo tronada, pero una tronada de aplausos, de gritos, de
clamores que hicieron retemblar el salón de sesiones. El presidente quería hablar y no
podía. No consiguió hacerse oír hasta pasados diez minutos.
-Dejadme concluir -repuso tranquilamente-. He examinado la cuestión bajo todos sus
aspectos, la he abordado resueltamente, y de mis cálculos indiscutibles resulta que
todo proyectil dotado de una velocidad inicial de doce mil yardas(1) por segundo, y
dirigido hacia la Luna, llegará necesariamente a ella. Tengo, pues, distinguidos y bravos
colegas, el honor de proponeros que intentemos este pequeño experimento.
1. Unos once mil metros.
III
Efectos de la comunicación de Barbicane
Es imposible describir el efecto producido por las últimas palabras del ilustre
presidente. ¡Qué gritos! ¡Qué vociferaciones! ¡Qué sucesión de vítores, de hurras, de
¡hip, hip! y de todas las onomatopeyas con que el entusiasmo condimenta la lengua
americana! Aquello era un desorden, una barahúnda indescriptible. Las bocas gritaban,
las manos palmoteaban, los pies sacudían el entarimado de los salones. Todas las
armas de aquel museo de artillería, disparadas a la vez, no hubieran agitado con más
violencia las ondas sonoras. No es extraño. Hay artilleros casi tan retumbantes como
sus cañones.
Barbicane permanecía tranquilo en medio de aquellos clamores entusiastas. Sin duda
quería dirigir aún algunas palabras a sus colegas, pues sus gestos reclamaron silencio y
su timbre fulminante se extenuó a fuerza de detonaciones. Ni siquiera se oyó. Luego le
arrancaron de su asiento, le llevaron en triunfo, y pasó de las manos de sus fieles
camaradas a los brazos de una muchedumbre no menos enardecida.
No hay nada que asombre a un americano. Se ha repetido con frecuencia que la
palabra imposible no es francesa: los que tal han dicho han tomado un diccionario por
otro. En América todo es fácil, todo es sencillo, y en cuanto a dificultades mecánicas,
todas mueren antes de nacer. Entre el proyecto de Barbicane y su realización, no podía
haber un verdadero yanqui que se permitiese entrever la apariencia de una dificultad.
Cosa dicha, cosa hecha.
El paseo triunfal del presidente se prolongó hasta muy entrada la noche. Fue una
verdadera marcha a la luz de innumerables antorchas. Irlandeses, alemanes, franceses,
escoceses, todos los individuos heterogéneos de que se compone la población de
Maryland gritaban en su lengua materna, y los vítores, los hurras y los bravos se
mezclaban en un confuso a inenarrable estrépito.
Precisamente la Luna, como si hubiese comprendido que era de ella de quien se
trataba, brillaba entonces con serena magnificencia, eclipsando con su intensa
irradiación las luces circundantes. Todos los yanquis dirigían sus miradas a su
centelleante disco. Algunos la saludaron con la mano, otros la llamaban con los
dictados más halagüeños; éstos la medían con la mirada, aquéllos la amenazaban con el
puño, y en las cuatro horas que median entre las ocho y las doce de la noche, un óptico
de Jones Fall labró su fortuna vendiendo anteojos. El astro de la noche era mirado con
tanta avidez como una hermosa dama de alto copete. Los americanos hablaban de él
como si fuesen sus propietarios. Hubiérase dicho que la casta Diana pertenecía ya a
aquellos audaces conquistadores y formaba parte del territorio de la Unión. Y sin
embargo, no se trataba más que de enviarle un proyectil, manera bastante brutal de
entrar en relaciones, aunque sea con un satélite pero muy en boga en las naciones
civilizadas.
Acababan de dar las doce, y el entusiasmo no se apagaba. Seguía siendo igual en
todas las clases de la población; el magistrado, el sabio, el hombre de negocios, el
mercader, el mozo de cuerda, las personas inteligentes y las gentes incultas se sentían
heridas en la fibra más delicada. Tratábase de una empresa nacional. La ciudad alta, la
ciudad baja, los muelles bañados por las aguas del Patapsco, los buques anclados no
podían contener la multitud, ebria de alegría, y también de gin y de whisky. Todos
hablaban, peroraban, discutían, aprobaban, aplaudían, to mismo los ricos arrellanados
muellemente en el sofá de los bar-rooms(1) delante de su jarra de sherry cobbler,(2)
que el waterman(3) que se emborrachaba con el quebrantapechos(4) en las tenebrosas
tabernas del Fells-Point.
Sin embargo, a eso de las dos la conmoción se calmó. El presidente Barbicane pudo
volver a su casa estropeado, quebrantado, molido. Un hércules no hubiera resistido un
entusiasmo semejante. La multitud abandonó poco a poco plazas y calles. Los cuatro
trenes de Ohio, de Susquehanna, de Filadelfia y de Washington, que convergen en
Baltimore, arrojaron al público heterogéneo a los cuatro puntos cardinales de los Estados
Unidos, y la ciudad adquirió una tranquilidad relativa.
Se equivocaría el que creyese que durante aquella memorable noche quedó la
agitación circunscrita dentro de Baltimore. Las grandes ciudades de la Union, Nueva
York, Boston, Albany, Washington, Richmond, Crescent City,(5) Charleston, Mobile,
desde Texas a Massachusetts, desde Michigan a Florida, participaron todas del delirio.
Los treinta mil socios correspondientes del Gun-Club conocían la carta de su
presidente y aguardaban con igual impaciencia la famosa comunicación del 5 de
octubre. Aquella misma noche, las palabras del orador, a medida que salían de sus
labios, corrían por los hilos telegráficos que atraviesan en todos sentidos los Estados
de la Unión, a una velocidad de 248.447 millas por segundo. Podemos, pues, decir con
una exactitud absoluta, que los Estados Unidos de América; diez veces mayores que
Francia, lanzaron en el mismo instante un solo hurra, y que veinticinco millones de
corazones, henchidos de orgullo, palpitaron con un solo latido.
1. Locales semejantes a los cafés.
2. Mezcla de ron, zumo de naranja, azúcar, canela y nuez moscada. Esta bebida, de color amarillo, se
sorbe por medio de un tubito de vidrio.
3. Marinero.
4. Bebida muy fuerte, que suele tomar el vulgo.
5. Sobrenombre de Nueva Orleans.
Al día siguiente, mil quinientos periódicos diarios, semanales, bimensuales o
mensuales, se apoderaron de la cuestión, y la examinaron bajo sus diferentes aspectos
físicos, meteorológicos, económicos y morales, y hasta bajo el punto de vista de la
preponderancia política y de su influencia civilizadora. Algunos se preguntaron si la
Luna era un mundo extinguido, y si no experimentaría ya ninguna transformación. ¿Se
parecía a la Tierra durante los tiempos en que no había aún atmósfera? ¿Qué
espectáculo presentaría al hacerse visible la faz que desconoce el esferoide terrestre?
Aunque no se tratara más que de enviar una bala al astro de la noche, todos veían en
este hecho el punto de partida de una serie de experimentos; todos esperaban que
América penetraría los últimos secretos de aquel disco misterioso, y algunos hablaban
ya de las sensibles perturbaciones que acarrearía su conquista al equilibrio europeo.
Discutido el proyecto, no hubo un solo periódico que pusiese su realización en duda.
Las colecciones, los folletos, las gacetas, los boletines publicados por las sociedades
científicas, literarias o religiosas hicieron resaltar sus ventajas, y la Sociedad de
Historia Natural de Boston, la Sociedad Americana de Ciencias y Artes de Albany, la
Sociedad de Geografía y Estadística de Nueva York, la Sociedad Filosófica Americana
de Filadelfia, el Instituto Sunthosontana de Washington, enviaron mil cartas de
felicitación al Gun-Club, con ofrecimientos de apoyo y dinero.
Nunca proposición alguna había obtenido tan numerosas adhesiones. No hubo
ninguna inquietud, ninguna vacilación, ninguna duda. En cuanto a las chanzonetas, a las
caricaturas, a las canciones burlescas que hubieran acogido en Europa, y
particularmente en Francia, la idea de enviar un proyectil a la Luna, hubieran desacreditado
al que los hubiese permitido, y todos los life preservers(1) del mundo
hubieran sido impotentes para librarse de la indignación general. Hay cosas de las que
nadie suele reírse en el Nuevo Mundo.
Impey Barbicane fue desde aquel día uno de los más grandes ciudadanos de los
Estados Unidos, algo como si dijéramos el Washington de la ciencia, y un rasgo de los
muchos que pudiéramos citar, bastará para demostrar a qué extremo llegó la idolatría
que a todo un pueblo merecía un hombre.
Algunos días después de la famosa sesión del GunClub, el director de una compañía
inglesa de cómicos anunció en el teatro de Baltimore la representación de Much ado
about nothing.(2) Pero la población de la ciudad, viendo en este título una alusión
malévola a los proyectos del presidente Barbicane, invadió el teatro, hizo pedazos los
asientos y obligó a variar su cartel al desgraciado director, el cual, hombre sagaz,
inclinándose ante la voluntad pública, reemplazó la malhadada comedia por la titulada
As you tithe it(3) que durante muchas semanas le valió un lleno completo.
1. Arma de bolsillo que se compone de una ballena flexible y una bala de metal.
2. Mucbo ruido y pocas nueces, comedia de Shakespeare
3. Como gustéis, obra del mismo autor.
IV
Respuesta del observatorio de Cambridge
Sin embargo, Barbicane no perdió un solo instante en medio de las ovaciones de que
era objeto. Lo primero que hizo fue reunir a sùs colegas en el salón de conferencias del
Gun-Club, donde después de una concienzuda discusión, se convino en consultar a los
astrónomos sobre la parte astronómica de la empresa. Conocida la respuesta, se debían
discutir los medios mecánicos, no descuidando ni to más insignificante para asegurar el
buen éxito de tan gran experimento.
Se redactó, pues, y se dirigió al observatorio de Cambridge, en Massachusetts, una
nota muy precisa que contenía preguntas especiales. La ciudad de Cambridge, donde se
fundó la primera Universidad de los Estados Unidos, es justamente célebre por su
observatorio astronómico. Allí se encuentran reunidos sabios del mayor mérito, y a11í
funciona el poderoso anteojo que permitió a Bond resolver las nebulosas de
Andrómeda, y a Clarke descubrir el satélite de Sirio. Aquel célebre establecimiento
tenía, por consiguiente, adquiridos muchos títulos honrosos que justificaban la
consulta del Gun-Club.
Dos días después, la respuesta, tan impacientemente esperada, llegó a manos del
presidente Barbicane.
Estaba concebida en los siguientes términos:
El director del observatorio de Cambridge al presidente del Gun-Club en Baltimore
«Cambridge, 7 de octubre
»Al recibir vuesta carta del 6 del corriente, dirigida al observatorio de Cambridge en
nombre de los miembros del Gun-Club de Baltimore, nuestra junta directiva se ha
reunido en el acto y ha resuelto responder to que sigue:
»Las preguntas que se le dirigen son:
» 1ª ¿Es posible enviar un proyectil a la Luna?
»2ª ¿Cuál es la distancia exacta que separa a la Tierra de su satélite?
»3ª ¿Cuál será la duración del viaje del proyectil, dándole una velocidad inicial
suficiente y, por consiguiente, en qué momento preciso deberá dispararse para que
encuentre a la Luna en un punto determinado?
»4ª ¿En qué momento preciso se presentará la Luna en la posición más favorable
para que el proyectil la alcance?
»5ª ¿A qué punto del cielo se deberá apuntar el cañón destinado a lanzar el
proyectil?
»6ª ¿Qué sitio ocupará la Luna en el cielo en el momento de disparar el proyectil?
»Respuesta a la primera pregunta: ¿Es posible enviar un proyectil a la Luna?
»Sí, es posible enviar un proyectil a la Luna, si se llega a dar a este proyectil una
velocidad inicial de doce mil yardas por segundo. El cálculo demuestra que esta
velocidad es suficiente. A medida que se aleja de la Tierra, la acción del peso
disminuirá en razón inversa del cuadrado de las distancias, es decir, que para una
distancia tres veces mayor esta acción será nueve veces menor. En consecuencia, el
peso de la bala disminuirá rápidamente, y se anulará del todo en el momento de quedar
equilibrada la atracción de la Luna con la de la Tierra, es decir, a los 47/58 del trayecto.
En aquel momento el proyectil no tendrá peso alguno, y, si salva aquel punto, caerá
sobre la Luna por el solo efecto de la atracción lunar. La posibilidad teórica del experimento
queda, pues, absolutamente demostrada, dependiendo únicamente su éxito
de la potencia de is máquinaempleada.
»Respuesta a la segunda pregunta: ¿Cuál es la distancia exacta que separa a la Tierra
de su satélite?
»La Luna no describe alrededor de la Tierra una circunferencia, sino una elipse, de la
cual nuestro globo ocupa uno de los focos, y por consiguiente la Luna se encuentra a
veces más cerca y a veces más lejos de la Tierra, o, hablando en términos técnicos, a
veces en su apogeo y a veces en su perigeo. La diferencia en el espacio entre su mayor
y menor distancia es bastante considerable para que se la deba tener en cuenta. La
Luna en su apogeo se halla a 247.552 millas (99.640 leguas de 4 kilómetros), y en su
perigeo, a 218.895 millas (88.010 leguas), lo que da una diferencia de 28.657 millas
(11.630 leguas), que son más de una novena parte del trayecto que el proyectil ha de
recorrer. La distancia perigea de la Luna es, pues, la que debe servir de base a los
cálculos.
»Respuesta a la tercera pregunta: ¿Cuál será la duración del viaje del proyectil,
dándole una velocidad inicial suficiente y, por consiguiente, en qué momento preciso
deberá dispararse para que encuentre a la Luna en un punto determinado?
»Si la bala conservase indefinidamente la velocidad inicial de doce mil yardas por
segundo que le hubiesen dado al partir, no tardaría más que unas nueve horas en llegar
a su destino; pero como esta velocidad inicial va continuamente disminuyendo, resulta,
por un cálculo riguroso, que el proyectil tardará trescientos mil segundos, o sea
ochenta y tres horas y veinte minutos en alcanzar el punto en que se hallan
equilibradas las atracciones terrestre y lunar, y desde dicho punto caerá sobre la Luna
en cincuenta mil segundos, o sea trece horas, cincuenta y tres minutos y veinte
segundos. Convendrá, pues, dispararlo noventa y siete horas, trece minutos y veinte
segundos antes de la llegada de la Luna al punto a que se haya dirigido el disparo.
»Respuesta a la cuarta pregunta: ¿En qué momento preciso se presentará la Luna en
la posición más favorable para que el proyectil la alcance?
»Después de lo que se ha dicho, es evidente que debe escogerse la época en que se
halle la Luna en su perigeo, y al mismo tiempo el momento en que pase por el cenit, to
que disminuirá el trayecto en una distancia igual al radio terrestre o sea 3.919 millas, de
suerte que el trayecto definitivo será de 214.966 millas (86.410 leguas). Pero si bien la
Luna pasa todos los meses por su perigeo, no siempre en aquel momento se encuentra
en su cenit. No se presenta en estas dos condiciones sino a muy largos intervalos. Será,
pues, preciso aguardar la coincidencia del paso al perigeo y al cenit. Por una feliz
circunstancia, el 4 de diciembre del año próximo la Luna ofrecerá estas dos condiciones:
a las doce de la noche se hallará en su perigeo, es decir, a la menor distancia de la
Tierra, y, al mismo tiempo, pasará por el cenit.
»Respuesta a la quinta pregunta: ¿A qué púnto del cielo se deberá apuntar el cañón
destinado a lanzar el proyectil?
»Admitidas las precedentes observaciones, el cañón deberá apuntarse al cenit(1) del
lugar en que se haga el experimento, de suerte que el tiro sea perpendicular al plano del
horizonte, y así el proyectil se librará más pronto de los efectos de la atracción
terrestre. Pero para que la Luna suba al cenit de un sitio, preciso es que la latitud de
este sitio no sea más alta que la declinación del astro, o, en otros términos, que el sitio
no se halle comprendido entre 0° y 28° de latitud Norte o Sur.(2) En cualquier otro
punto, el tiro tendría que ser necesariamente oblicuo, to que contraría el buen resultado
del experimento.
1. El cenit es el punto del cielo situado verticalmente sobre la cabeza del observador.
2. No hay, en efecto, más que las regiones del globo comprendidas entre el ecuador y los paralelos
28 en que la elevación de la Luna llega al cenit. Más a11á de 28 grados, la Luna se acerca tanto menos
al cenit cuanto más avanza hacia los polos.
»Respuesta a la sexta pregunta: ¿Qué sitio ocupará la Luna en el cielo en el momento
de disparar el proyectil? »En el acto de lanzar la bala al espacio, la Luna, que avanza
diariamente 13° 10' y 35», deberá encontrarse alejada del punto cenital cuatro veces
esta distancia, o sea 52° 42' y 20", espacio que corresponde al camino que ella hará
mientras dure el avance del proyectil. Pero como es preciso tener también en cuenta el
desvío que hará sufrir a la bala el movimiento de rotación de la Tierra, y como la bala
no llegará a la Luna sino después de haber sufrido una desviación igual a dieciséis
radios terrestres, los cùales, contados con la órbita de la Luna, son unos 11°, éstos se
deben añadir a los que expresan el retraso de la Luna, ya mencionado, o sean 64°. Así
pues, en el momento del tiro, el rayo visual dirigido a la Luna formará con la vertical
del sitio del experimento un ángulo de 64°.
»Tales son las respuestas que da el observatorio de Cambridge a las preguntas de los
miembros del GunClub.
»En resumen:
»1.° El cañón deberá colocarse en un país situado entre 0° y 28° de latitud Norte o
Sur.
»2.° Deberá apuntarse al cenit del sitio del experimento.
»3 ° El proyectil deberá estar dotado de una velocidad inicial de 12.000 yardas por
segundo.
»4.° Deberá dispararse el primero de diciembre del año próximo a las once horas
menos tres minutos y veinte segundos.
»5 ° Encontrará a la Luna cuatro días después de su partida, el 4 de diciembre, a las
doce de la noche en punto, en el momento de pasar por el cenit.
»Los miembros del Gun-Club deben, por tanto, emprender sin pérdida de tiempo los
trabajos que requiere su empresa y hallarse prontos a obrar en el momento determinado,
pues, si dejan pasar el 4 de diciembre, no hallarán la Luna en las mismas
condiciones de perigeo y de cenit hasta que hayan transcurrido dieciocho años y once
días.
»La junta directiva del observatorio de Cambridge se pone enteramente a disposición
del Gun-Club para las cuestiones de astronomía teórica, y une por la presente sus
felicitaciones a las de la América entera.
»Por la junta:
J. M. BELFAST
»Director del observatorio de Cambridge.»
V
La novela de la Luna
Un observador dotado de una vista infinitamente penetrante y colocado en este centro
desconocido a cuyo alrededor gravita el mundo, habría visto en la época caótica del
Universo miríadas de átomos que poblaban el espacio. Pero poco a poco, pasando
siglos y siglos, se produjo una variación, manifestándose una ley de atracción, a la cual
se subordinaron los átomos hasta entonces errantes. Aquellos átomos se combinaron
químicamente según sus afinidades, se hicieron moléculas y formaron esas
acumulaciones nebulosas de que están sembradas las profundidades del espacio.
Animó luego aquellas acumulaciones un movimiento de rotación alrededor de su
punto central. Aquel centro formado de moléculas vagas, empezó a girar alrededor de
sí mismo, condensándose progresivamente. Además, siguiendo leyes de mecánica
inmutables, a medida que por la condensación disminuía su volumen, su movimiento
de rotación se aceleró, de to que resultó una estrella principal, centro de las
acumulaciones nebulosas.
Mirando atentamente, el observador hubiera visto entonces las demás moléculas de
la acumulación conducirse como la estrella central, condensarse de la misma manera
por un movimiento de rotación bajo forma de innumerables estrellas. La nebulosa
estaba formada. Los astrónomos cuentan actualmente cerca de 5.000 nebulosas.
Hay una entre ellas que los hombres han llamado la Vía Láctea, la cual contiene
dieciocho millones de estrellas, siendo cada estrella el centro de un mundo solar.
Si el observador hubiese entonces examinado especialmente entre aquellos dieciocho
millones de astros, uno de los más modestos y menos brillantes,(1) una estrella de
cuarto orden, la que llamamos orgullosamente el Sol, todos los fenómenos a que se
debe la formación del Universo se hubieran realizado sucesivamente a su vista.
1. El diámetro de Sirio, según Wollaston, es doce veces mayor que el del Sol.
Hubiera visto al Sol, en estado gaseoso aún y compuesto de moléculas movibles,
girando alrededor de su eje para consumar su trabajo de concentración. Este
movimiento, sometido a las leyes de la mecánica, se hubiese acelerado con la
disminución de volumen, Ilegando un momento en que la fuerza centrífuga prevaleciese
sobre la centrípeta, que tiende a impeler las moléculas hacia el centro.
Entonces, a la vista del observador se habría presentado otro fenómeno. Las
moléculas situadas en el plano del ecuador, escapándose como la piedra de una honda
que se rompe súbitamente, habrían ido a formar alrededor del Sol varios anillos
concéntricos semejantes a los de Saturno. Aquellos anillos de materia cósmica, dotados
a su vez de un movimiento de rotación alrededor de la masa central, se habrían roto y
descompuesto en nebulosidades secundarias, es decir, en planetas.
Si el observador hubiese entonces concentrado en estos planetas toda su atención, les
habría visto conducirse exactamente como el Sol y dar nacimiento a uno o más anillos
cósmicos, origen de esos astros de orden inferior que se llaman satélites.
Así pues, subiendo del átomo a la molécula, de la molécula a la acumulación, de la
acumulación a la nebulosa, de la nebulosa a la estrella principal, de la estrella principal
al Sol, del Sol al planeta y del planeta al satélite, tenemos toda la serie de las
transformaciones experimentadas por los cuerpos celestes desde los primeros días del
mundo.
El Sol parece perdido en las inmensidades del mundo estelar, y, sin embargo, según
las teorías que actualmente privan en la ciencia, se había subordinado a la nebulosa de
la Vía Láctea. Centro de un mundo, aunque tan pequeño parece en medio de las
regiones etéreas, es, sin embargo, enorme, pues su volumen es un millón cuatrocientas
mil veces mayor que el de la Tierra. A su alrededor gravitan ocho planetas, salidos de
sus mismas entrañas en los primeros tiempos de la Creación. Estos planetas,
enumerándolos por el orden de su proximidad, son: Mercurio, Venus, Tierra, Marte,
Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno. Además, entre Marte y Júpiter circulan
regularmente otros cuerpos menos considerables, restos errantes tal vez de un astro
hecho pedazos, de los cuales el telescopio ha reconocido ya ochenta y dos.(1)
1. Algunos de estos asteroides son tan pequeños, que a paso gimnástico, se podría dar una vuelta a
su alrededor en un solo día.
De estos servidores que el Sol mantiene en su órbita elíptica por la gran ley de la
gravitación, algunos poseen también sus satélites. Urano tiene ocho; Saturno otros
tantos; Júpiter, cuatro; Neptuno, tres; la Tierra, uno. Este último, uno de los menos
importantes del mundo solar, se llama Luna, y es el que el genio audaz de los
americanos pretendía conquistar.
El astro de la noche, por su proximidad relativa y el espectáculo rápidamente
renovado de sus diversas fases, compartió con el Sol, desde los primeros días de la
humanidad, la atención de los habitantes de la Tierra. Pero el Sol ofende los ojos al
mirarlo, y los torrentes de luz que despide obligan a cerrarlos a los que los contemplan.
La plácida Febe, más humana, se deja ver complaciente con su modesta gracia; agrada
a la vista, es poco ambiciosa y, sin embargo, se permite alguna vez eclipsar a su
hermano, el radiante Apolo, sin ser nunca eclipsada por él. Los mahometanos,
comprendiendo el reconocimiento que debían a esta fiel amiga de la Tierra, han regulado
sus meses en base a su revolución.(1)
1. La revolución de la Luna dura unos veintisiete días y medio.
Los primeros pueblos tributaron un culto muy preferente a esta casta deidad. Los
egipcios la llamaban Isis; los fenicios, Astarté; los griegos la adoraron bajo el nombre
de Febe, hija de Latona y de Júpiter, y explicaban sus eclipses por las visitas
misteriosas de Diana al bello Endimión. Según la leyenda mitológica, el león de Nemea
recorrió los campos de la Luna antes de su aparición en la Tierra, y el poeta Agesianax,
citado por Plutarco, celebró en sus versos aquella amable boca, aquella nariz
encantadora, aquellos dulces ojos, formados por las partes luminosas de la adorable
Selene.
Pero si bien los antiguos comprendieron a las mil maravillas el carácter, el
temperamento, en una palabra, las cualidades morales de la Luna bajo el punto de vista
mitológico, los más sabios que había entre ellos permanecieron muy ignorantes en
selenografía.
Sin embargo, algunos astrónomos de épocas remotas descubrieron ciertas
particularidades confirmadas actualmente por la ciencia. Si bien los acadios pretendieron
haber habitado la Tierra en una época en que la Luna no existía aún, si bien
Simplicio la creyó inmóvil y colgada de la bóveda de cristal, si bien Tasio la consideró
como un fragmento desprendido del disco solar; si bien Clearco, el discípulo de
Aristóteles, hizo de ella un bruñido espejo en que se reflejaban las imágenes del
océano; si bien otros, en fin, no vieron en ella más que una acumulación de vapores
exhalados por la Tierra o un globo medio fuego, medio hielo, que giraba alrededor de sí
mismo, algunos sabios, por medio de observaciones sagaces, a falta de instrumentos de
óptica, sospecharon la mayor parte de las leyes que rigen al astro de la noche.
Tales de Mileto, seiscientos años antes de jesucristo, emitió la opinión de que la
Luna estaba iluminada por el Sol. Aristarco de Samos dio la verdadera explicación de
sus fases. Cleómedes enseñó que brillaba con una luz refleja. El caldeo Beroso
descubrió que la duración de su movimiento de rotación era igual a la de su movimiento
de traslación, y así explicó cómo la Luna presenta siempre la misma faz. Por último,
Hiparco, dos siglos antes de la era cristiana, reconoció algunas desigualdades en los
movimientos aparentes del satélite de la Tierra.
Estas distintas observaciones se confirmaron después, y de ellas sacaron partido
nuevos astrónomos. Tolomeo, en el siglo ii, y el árabe Abul Wefa, en el siglo x,
completaron las observaciones de Hiparco sobre las desigualdades que sufre la Luna
siguiendo la línea tortuosa de su órbita, bajo la acción del Sol. Después, Copérnico, en
el siglo XV, y Tycho Brahe, en el siglo XVI, expusieron completamente el sistema
solar, y el papel que desempeña la Luna entre los cuerpos celestes.
Ya en aquella época, sus movimientos estaban casi determinados; pero de su
constitución física se sabía muy poca cosa. Entonces fue cuando Galileo explicó los
fenómenos de luz producidos en ciertas fases por la existencia de montañas, a las que
dio una altura media de 4.500 toesas.
Después Hevelius, un astrónomo de Dantzig, rebajó a 2.600 toesas las mayores
alturas, pero su compañero, Riccioli, las elevó a 7.000.
A fines del siglo XVIII, Herschel, armado de un poderoso telescopio, redujo mucho
las precedentes medidas. Dio 2.900 toesas a las montañas más elevadas, y redujo por
término medio las diferentes alturas a 400 toesas solamente. Pero Herschel se
equivocaba también, y se necesitaron las observaciones de Schoeter, Louville, Halley,
Nasmith, Bianchini, Pastor¡, Lohrman, Gruithuisen y, sobre todo, los minuciosos
estudios de Beer y de Moedler, para resolver la cuestión de una manera definitiva.
Gracias a los mencionados sabios, la elevación de las montañas de la Luna se conoce en
la actualidad perfectamente. Beer y Moedler han medido 1.905 alturas, de las cuales
seis pasan de 2.600 toesas y veintidós pasan de 2.400.(1) La más alta cima sobresale
de la superficie del disco lunar 3.801 toesas.
1. La altura del Mont Blanc es de 4.813 metros sobre el nivel del mar.
A1 mismo tiempo, se completaba el reconocimiento del disco de la Luna, el cual
aparecía acribillado de cráteres, confirmándose en todas las observaciones su naturaleza
esencialmente volcánica. De la falta de refracción en los rayos de los planetas
que ella oculta, se deduce que le falta casi absolutamente atmósfera. Esta carencia de
aire supone falta de agua y, por consiguiente, los selenitas, para vivir en semejantes
condiciones, deben tener una organización especial y diferenciarse singularmente de los
habitantes de la Tierra.
Por último, gracias a nuevos métodos, instrumentos más perfeccionados registraron
ávidamente la Luna, no dejando inexplorado ningún punto en su hemisferio, no
obstante medir su diámetro 2.150 millas(1) y ser su superficie igual a una 13ª parte de
la del globo,(2) y su Volumen una 49ª parte de la esfera terrestre; pero ninguno de
estos secretos podía serlo eternamente para los sabios astrónomos, que llevaron más
lejos aún sus prodigiosas observaciones.
1. 3.475 kilómetros, es decir, algo más de una cuarta parte del diámetro terrestre.
2. Treinta y ocho millones de kilómetros cuadrados.
Ellos notaron que, durante el plenilunio, el disco aparecía en ciertas partes, marcado
de líneas negras. Estudiando estas líneas con mayor precisión, llegaron a darse cuenta
exacta de su naturaleza. Aquellas líneas eran surcos largos y estrechos, abiertos entre
bordes paralelos que terminaban generalmente en las márgenes de los cráteres. Tenían
una longitud comprendida entre diez y cien millas, y una anchura de 800 toesas. Los astrónomos
las llamaron ranura, pero darles este nombre es todo to que supieron hacer.
En cuanto a averiguar si eran lechos secos de antiguos ríos, no pudieron resolverlo de
una manera concluyente. Los americanos esperaban poder, un día a otro, determinar
este hecho geológico. Se reservaban igualmente la gloria de reconocer aquella serie de
parapetos paralelos, descubiertos en la superficie de la Luna por Gruithuisen, sabio
profesor de Munich, que las consideró como un sistema de fortificaciones levantadas
por los ingenieros selenitas. Estos dos puntos, aún oscuros, y otros sin duda, no
podían aclararse definitivamente, sino por medio de una comunicación directa con la
Luna.
En cuanto a la intensidad de su luz, nada había que aprender, pues ya se sabía que es
300.000 veces más débil que la del Sol, y que su calor no ejerce sobre los termó=
metros ninguna acción apreciable. Respecto del fenómeno conocido con el nombre de
luz cenicienta, se explica
naturalmente por el efecto de los rayos del Sol rechazados de la Tierra a la
Luna, los cuales completan, al parecer, el disco lunar, cuando éste se presenta en
cuarto creciente o menguante.
Tal era el estado de los conocimientos adquiridos sobre el satélite de la Tierra, que el
Gun-Club se propuso completar bajo todos los puntos de vista, tanto cosmográficos y
geológicos como políticos y morales.
VI
Lo que no es posible dudar y lo que no es permitido creer en los Estados Unidos
La proposición de Barbicane había tenido por resultado inmediato el poner sobre el
tapete todos los hechos astronómicos relativos al astro de la noche. Todos los
ciudadanos de la Unión se dieron a estudiarlo asiduamente. Hubiérase dicho que la
Luna aparecía por primera vez en el horizonte y que nadie hasta entonces la había
entrevisto en el cielo. Se puso de moda, era el alma de todas las conversaciones, sin
menoscabo de su modestia, y tomó sin envanecerse un puesto de preferencia entre los
astros. Los periódicos reprodujeron las anécdotas añejas en que el Sol de los lobos
figuraba como protagonista; recordaron las influencias que le atribuía la ignorancia de
las primeras edades; la cantaron en todos los tonos, y poco le faltó para que citasen de
ella algunas frases ingeniosas. América entera se sintió acometida de selenomanía.
Las revistas científicas trataron más especialmente las cuestiones que se referían a la
empresa del GunClub, y publicaron, comentándola y aprobándola sin reserva, la carta
del observatorio de Cambridge.
A nadie, ni aun al más lego de los yanquis, le estaba permitido ignorar uno solo de
los hechos relativos a su satélite, ni respecto del particular se hubiera tampoco
tolerado que las personas de menos cacumen hubiesen admitido supersticiosos errores.
La ciencia llegaba a todas partes bajo todas las formas imaginables; penetraba por los
oídos, por los ojos, por todos los sentidos; en una palabra, era imposible ser un asno...
en astronomía.
Hasta entonces la generalidad ignoraba cómo se había podido calcular la distancia que
separa la Luna de la Tierra. Los sabios se aprovecharon de las circunstacias para
enseñar hasta a los más negados que la distancia se obtenía midiendo el paralaje de la
Luna. Y si la palabra paralaje les dejaba a oscuras, decían que paralaje es el ángulo
formado por dos líneas rectas que parten a la Luna desde cada una de las extremidades
del radio terrestre. Y si alguien dudaba de la perfección de este método, se le probaba
inmediatamente que esta distancia media no sólo era de 234.347 millas (94.330 leguas),
sino que los astrónomos no se equivocaban ni en 70 millas (30 leguas).
A los que no estaban familiarizados con los movimientos de la Luna, los periódicos
les demostraban diariamente que la Luna posee dos movimientos distintos, el primero
llamado de rotación alrededor de su eje, y el segundo llamado de traslación alrededor de
la Tierra, verificándose los dos en igual período de tiempo, o sea en veintisiete días y
un tercio.(1)
1. Es la duración de la revolución sideral, es decir, el tiempo que tarda la Luna en volver a una
misma estrella.
El movimiento de rotación es el que crea el día y la noche en la superficie de la Luna,
pero no hay más que un día, más que una noche por cada mes lunar, durando cada uno
trescientas cincuenta y cuatro horas y un tercio. Afortunadamente para ella, el
hemisferio que mira
al globo terrestre está alumbrado por éste con una intensidad igual a la luz de catorce
Lunas. En cuanto al otro hemisferio, siempre invisible, tiene, como es natural,
trescientas cincuenta y cuatro horas de una noche absoluta, algo atemperada por la
pálida claridad que cae de las estrellas. Este fenómeno se debe únicamente a que los
movimientos de rotación y traslación se verifican en un período de tiempo
rigurosamente igual, fenómeno común, según Cassini y Hers, a los satélites de Júpiter
y muy probablemente a todos los otros.
Algún individuo muy aplicado, pero algo duro de mollera, no comprendía fácilmente
que si la Luna presentaba invariablemente la misma faz a la Tierra durante su
traslación, fuese esto debido a que en el mismo período de tiempo describía una vuelta
alrededor de sí misma. A esto se le decía:
-Vete a to comedor, da una vuelta alrededor de la mesa mirando siempre su centro, y
cuando hayas concluido to paseo circular, habrás dado una vuelta alrededor de ti
mismo, pues que to vista habrá recorrido sucesivamente todos los puntos del comedor.
Pues bien, el comedor es el Cielo, la mesa es la Tierra y tú eres la Luna.
Y los más reacios quedaban encantados de la comparación.
Tenemos, pues, que la Luna presenta incesantemente el mismo hemisferio a la
Tierra, si bien, para ser más exactos, debemos añadir que, a consecuencia de cierto
balance y bamboleo del Norte al Sur y del Oeste al Este llamado libración, se deja ver
un poco más de la mitad de su disco, o sea cincuenta y siete centésimas partes de él
aproximadamente.
Luego que los ignorantes -por to que atañe al movimiento de rotación de la Lunasupieron
tanto como el director del observatorio de Cambridge, se ocuparon de su
movimiento de traslación alrededor de la Tierra, y veinte revistas científicas les
instruyeron inmediatamente. Entonces supieron que el firmamento, con su infinidad de
estrellas, puede considerarse como un vasto cuadrante por el que la Luna se pasea
indicando la hora verdadera a todos los habitantes de la Tierra. Supieron también que
en este movimiento el astro de la noche presenta sus diferentes fases; que la Luna es
llena cuando se halla en oposición con el Sol, es decir, cuando los tres astros se hallan
sobre la misma línea, estando la Tierra en medio; que la Luna es nueva cuando se halla
en conjunción con el Sol, es decir, cuando se halla entre la Tierra y él, y, por fin, que la
Luna se halla en su primero o su último cuarto cuando forma con el Sol y la Tierra un
ángulo recto del cual ocupa el vértice.
Algunos yanquis perspicaces deducían entonces la consecuencia de que los eclipses
no pueden reproducirse sino en las épocas de conjunción o de oposición, y
raciocinaban perfectamente. En conjunción, la Luna puede eclipsar al Sol, al paso que
en oposición es la Tierra quien puede eclipsar a la Luna, y si estos eclipses no
sobrevienen dos veces al mes, se debe a que el plano en que se mueve la Luna está
inclinado sobre la eclíptica, o en otros términos, sobre el plano en que se mueve la
Tierra.
Respecto a la altura que el astro de la noche puede alcanzar en el horizonte, la carta
del observatorio de Cambridge ya había dicho cuanto podía desearse. Todos sabían que
la altura varía según la latitud del lugar desde el cual se observa. Pero las únicas zonas
del globo en que la Luna pasa por el cenit, es decir, en que se coloca diariamente
encima de la cabeza de los que la contemplan, se hallan necesariamente comprendido
entre el paralelo 28 y el ecuador. De aquí la importancia suma de la recomendación de
hacer el experimento desde un punto cualquiera de esta parte del globo, a fin de que el
proyectil pudiera avanzar perpendicularmente y sustraerse más pronto a la acción de
la gravedad. Esta condición era esencial para el buen resultado de la empresa, y no dejaba
de preocupar vivamente a la opinión pública.
En cuanto a la línea que sigue la Luna en su traslación alrededor de la Tierra, el
observatorio de Cambridge se había expresado tan claramente que los más ignorantes
comprendieron que es una línea curva entrante, una elipse y no un círculo en que la
Tierra ocupa uno de los focos. Estas órbitas elípticas son comunes a todos los
planetas y a todos los satélites, y la mecánica racional prueba rigurosamente que no
puede ser otra cosa. Para todos fue evidente que la Luna se halla to más lejos posible
de la Tierra estando en su apogeo y to más cerca en su perigeo.
He aquí, pues, to que todo americano sabía de grado o por fuerza, y to que nadie
podía ignorar decentemente. Pero si muy fácil fue vulgarizar rápidamente estos
principios, no to fue tanto desarraigar muchos errores y ciertos miedos ilusorios.
Algunas almas pacatas sostenían que la Luna era un antiguo cometa que, recorriendo
su órbita alrededor del Sol, pasó junto a la Tierra y se detuvo en su círculo de
atraccióñ. Así pretendían explicar los astrónomos de salón el aspecto ceniciento de la
Luna, desgracia irreparable de que acusaban al astro radiante. Verdad es que cuando se
les hacía notar que los cometas tienen atmósfera y que la Luna carece de ella o poco
menos, se encogían de hombros sin saber qué responder.
Otros, pertenecientes al gremio de los temerosos, manifestaban respecto de la Luna
cierto pánico. Habían oído decir que, según las observaciones hechas en tiempo de los
califas, el movimiento de rotación de la Luna se aceleraba en cierta proporción, de to
que dedujeron, lógicamente sin duda, que a una aceleración de movimiento debía
corresponder una disminución de distancia entre los dos astros, y que prolongándose
hasta lo infinito este doble efecto, la Luna, al fin y al cabo, había de chocar con la
Tierra. Debieron, sin embargo, tranquilizarse y dejar de temer por la suerte de las
generaciones futuras cuando se les demostró que, según los cálculos del ilustre
matemático francés Laplace, esta aceleración de movimiento estaba contenida dentro
de límites muy estrechos, y que no tardaría en suceder a ella una disminución
proporcional. El equilibrio del mundo solar no podía, por consiguiente, alterarse en los
siglos venideros.
Quedaba en último término la clase supersticiosa de los ignorantes, que no se
contentan con ignorar, sino que saben to que no es, y respecto de la Luna sabían demasiado;
algunos de ellos consideraban su disco como un bruñido espejo por cuyo
medio se podían ver desde distintos puntos de la Tierra y comunicarse sus pensamientos.
Otros pretendían que de las mil Lunas nuevas observadas, novecientas
cincuenta habían acarreado notables perturbaciones, tales como cataclismos, revoluciones,
terremotos, diluvios, pestes, etc., es decir, que creían en la influencia misteriosa
del astro de la noche sobre los destinos humanos. La miraban como el verdadero
contrapeso de la existencia: creían que cada selenita correspondía a un habitante de la
Tierra, al cual estaba unido por uri lazo simpático; decían, con el doctor Mead, que el
sistema vital le está enteramente sometido, y sostenían con una convicción profunda
que los varones nacen principalmente durante la Luna llena y las hembras en el cuarto
menguante, etcétera. Pero tuvieron, al fin, que renunciar a tan groseros errores y reconocer
la verdad, y si bien la Luna, despojada de su supuesta influencia, perdió en el
concepto de ciertos cortesanos toda su categoría, si algunos le volvieron la espalda, se
declaró partidario suyo la inmensa mayoría. En cuanto a los yanquis, no abrigaban más
ambición que la de tomar posesión de aquel nuevo continente de los aires para
enarbolar en la más erguida cresta de sus montañas el poderoso pabellón, salpicado de
estrella: de los Estados Unidos de América.
VII
El himno al proyectil
En su memorable carta del 7 de octubre, el observatorio de Cambridge había tratado la
cuestión bajo el punto de vista astronómico, pero era preciso resolverla
mecánicamente. En este concepto las dificultades prácticas hubieran parecido
insuperables a cualquier otro país que no hubiese sido América. En los Estados Unidos
pareció cosa de juego.
El presidente Barbicane había nombrado, sin pérdida de tiempo, en el seno del
Gun-Club, una comisión ejecutiva. Esta comisión debía en tres sesiones dilucidar las
tres grandes cuestiones del cañón, del proyectil y de las pólvoras. Se componía de
cuatio miembros muy conocedores de estas materias. Barbicane, con voto preponderante
en caso de empate, el general Morgan, el mayor Elphiston y el inevitable J.
T. Maston, a quien se confiaron las funciones de secretario.
El 8 de octubre, la comisión se reunió en casa del presidente Barbicane: 3,
Republican Street. Como importaba mucho que el estómago no turbase con sus gritos
una discusión tan grave, los cuatro miembros del Gun-Club se sentaron a una mesa
cubierta de bocadillos y de enormes teteras. Enseguida J. T. Maston fijó su pluma en
su brazo postizo, y empezó la sesión.
Barbicane tomó la palabra.
-Mis queridos colegas -dijo-, estamos llamados a resolver uno de los más
importantes problemas de la balística, la ciencia por excelencia, que trata del
movimiento de los proyectiles, es decir, de los cuerpos lanzados al espacio por una
fuerza de impulsión cualquiera y abandonados luego a sí mismos.
-¡Oh! ¡La balística! ¡La balística! -exclamó J. T. Maston con voz conmovida.
-Tal vez hubiera parecido más lógico -repuso Barbicane- dedicar esta primera sesión
a la discusión del cañón...
-En efecto -respondió el general Morgan.
-Sin embargo -repuso Barbicane-, después de maduras reflexiones, me ha parecido
que la cuestión del proyectil debía preceder a la del cañón, y que las dimensiones de
éste debían subordinarse a las de aquél.
-Pido la palabra -lijo J. T. Maston.
Se le concedió la palabra con la prontitud y espontaneidad a que le hacía acreedor su
magnífico pasado.
-Mis dignos amigos -dijo con acento inspirado-, nuestro presidente tiene razón en
dar a la cuestión del proyectil preferencia sobre todas las otras. La bala que vamos a
enviar a la Luna es nuestro mensajero, nuestro embajador, y os suplico que me
permitáis considerarlo bajo un punto de vista puramente moral.
Esta manera nueva de examinar un proyectil excitó singularmente la curiosidad de los
miembros de la comisión, por to que escucharon con la más viva atención las palabras
de J. T. Maston.
-Mis queridos colegas -repuso éste-, seré breve. Dejaré a un lado la bala física, la bala
que mata, para no ocuparme más que de la bala matemática, la bala moral. La bala es
para mí la más brillante manifestación del poder humano; éste se resume enteramente
en ella: creándola es como el hombre se ha acercado más al Creador.
-¡Muy bien! -dijo el mayor Elphiston.
-En efecto -exclamó el orador-, si Dios ha hecho las estrellas y los planetas, el
hombre ha hecho la bala, este criterio de las velocidades terrestres, esta reducción de
los astros errantes en el espacio, que en definitiva tampoco son más que proyectiles.
¡A Dios corresponde la velocidad de la electricidad, la velocidad de la luz, la velocidad
de las estrellas, la velocidad de los cometas, la velocidad de los planetas, la velocidad
de los satélites, la velocidad del sonido, la velocidad del viento! ¡Pero a nosotros la
velocidad de la bala, cien veces superior a la de los trenes y a la de los caballos más
rápidos!
J. T. Maston estaba en éxtasis: su voz tomaba acentos líricos cantando este himno
sagrado a la bala.
-¿Queréis cifras? -repuso-. ¡Os las presentaré elocuentes! Fijaos sencillamente en la
modesta bala de veinticuatro(1): si bien corre con una velocidad ochocientas mil veces
menor que la de la electricidad, seiscientas cuarenta mil veces menor que la de la luz, y
setenta y seis veces menor que la de la Tierra en su movimiento de traslación alrededor
del Sol, sin embargo, al salir del canon, excede en rapidez al sonido,(2) avanza 200
toesas por segundo, 2.000 toesas en diez segundos, 14 millas por minuto (6 leguas),
840 millas por hora (360 leguas) y 20.100 millas por día (8.640 leguas), es decir, la
velocidad de los puntos del ecuador en el movimiento de rotación del globo, que es de
7.336.500 millas por año (3.155.760 leguas). Tardaría, pues, once días en trasladarse a
la Luna, doce años en llegar al Sol, trescientos sesenta años en alcanzar a Neptuno, en
los límites del mundo solar. ¡He aquí to que haría esta modesta bala, obra de nuestras
manos! ¿Qué será, pues, cuando haciendo esta velocidad veinte veces mayor la
lancemos a una rapidez de 7 millas por segundo? ¡Bala soberbia! ¡Espléndido
proyectil! ¡Me complazco en pensar que serás a11á arriba recibida con los honores
debidos a un embajador terrestre!
1. Es decir, que pesa veinticuatro libras.
2. Así es que cuando se ha oído el estampido de la boca de fuego, el que to ha oído no puede ser ya
herido por la bala.
Entusiastas hurras acogieron esta retumbante peroración, y J. T. Maston, muy
conmovido, se sentó entre las felicitaciones de sus colegas.
-Y ahora -dijo Barbicane- que hemos pagado un tributo a la poesía, vámonos
directamente al grano.
-Vamos al grano -respondieron los miembros del comité, echándose cada uno al
coleto media docena de bocadillos.
-Ya sabéis cuál es el problema que hay que resolver -repuso el presidente-. Se trata
de dar a un proyectil una velocidad de 12.000 yardas por segundo. Tengo motivos
para creer que to conseguiremos. Pero ahora examinemos las velocidades obtenidas
hasta la fecha. Acerca del particular, el general Morgan podrá instruirnos.
-Tanto más -respondió el general- cuanto que, durante la guerra, era miembro de la
comisión de experimentos. Os diré, pues, que los cañones de a 100 de Dahlgreen, que
alcanzaban 2.500 toesas, daban a su proyectil una velocidad inicial de 500 yardas por
segundo.
-Bien. ¿Y el columbiad (1) Rodynan? -preguntó el presidente.
1. Los americanos dan el nombre de columbiad a estas enormes máquinas de destrucción.
-El columbiad Rodman, ensayado en el fuerte Hamilton, lanzaba una bala de media
tonelada de peso a una distancia de 6 millas, a una velocidad de 800 yardas por
segundo, resultado que no han obtenido nunca en Inglaterra, Armstrong y Pallisier.
-¡Oh! ¡Los ingleses! -murmuró J. T. Maston, volviendo hacia el horizonte del Este
su formidable mano postiza.
-¿Así pues -repuso Barbicane-, 800 yardas son el máximo de la velocidad alcanzada
hasta ahora en balística?
-Sí -respondió Morgan.
-Diré, sin embargo -replicó J. T. Maston-, que si mi mortero no hubiese reventado...
-Sí, pero reventó -respondió Barbicane con un ademán benévolo-. Tomemos, pues,
por punto de partida la velocidad de 800 yardas. La necesitamos veinte veces mayor.
Dejando para otra sesión la discusión de los medios destinados a producir esta
velocidad, Ilamo vuestra atención, mis queridos colegas, sobre las dimensiones que
conviene dar a la bala. Bien comprendéis que no se trata ahora de proyectiles que
pesen media tonelada.
-¿Por qué no? -preguntó el mayor.
-Porque -respondió al momento J. T. Maston- se necesita una bala que sea bastante
grande para llamar la atención de los habitantes de la Luna, en el supuesto de que la
Luna tenga habitantes.
-Sí -respondió Barbicane-, y también por otra razón aún más importante.
-¿Qué queréis decir, Barbicane? -preguntó el mayor.
-Quiero decir que no basta enviar un proyectil para no volverse a ocupar de él; es
menester que le sigamos durante su viaje hasta el momento de llegar a su destino.
-¡Cómo! -dijeron el general y el mayor, algo sorprendidos de la proposición.
-Es natural -repuso Barbicane con la seguridad de un hombre que sabe to que se
dice-, de otra suerte nuestro experimento no produciría el menor resultado.
-Pero entonces -replicó el mayor- ¿vais a dar al proyectil dimensiones enormes?
-No, escuchadme. Ya sabéis que los instrumentos de óptica han adquirido una
perfección suma. Con ciertos telescopios se han llegado a obtener aumentos de seis mil
veces el tamaño natural, y a acercar la Luna a unas dieciséis leguas. A esta distancia,
los objetos cuyo volumen es de 60 pies, son perfectamente visibles. Si no se ha llevado
más lejos el poder de penetración de los telescopios, ha sido porque este poder no se
ejerce sino en menoscabo de la claridad; la Luna, que no es más que un espejo reflector,
no envía una luz bastante intensa para que se pueda llevar el aumento más allá de ese
límite.
-¿Qué pensáis, pues, hacer? -preguntó el general-. ¿Daréis a vuestro proyectil un
diámetro de sesenta pies?
-¡No!
-¿Os comprometéis, pues, a volver la Luna más luminosa?
-Precisamente.
-¡Me gusta la ocurrencia! -exclamó J. T. Maston.
-Es una cosa muy sencilla-respondió Barbicane-. Si se llega a disminuir la densidad
de la atmósfera que atraviesa la luz de la Luna, ¿no es evidente que se habrá vuelto esta
luz más intensa?
-Evidentemente.
-Pues bien, para obtener este resultado, me bastará colocar mi telescopio en alguna
montaña elevada, y es lo que haremos.
-Convenido, convenido -respondió el mayor-. ¡Tenéis una manera de simplificar las
cosas...! ¿Y qué aumento esperáis obtener así?
-Un aumento de cuarenta y ocho mil veces, que nos pondrá la Luna a una distancia
que será no más que de cinco millas, y los objetos para ser visibles no necesitarán tener
más que un diámetro de nueve pies.
-¡Perfectamente! -exclamó J. T. Maston-. ¿Nuestro proyectil va a tener nueve pies
de diámetro?
-Ni más ni menos.
-Permitidme deciros, sin embargo -repuso el mayor Elphiston-, que, aun así, será un
peso tal ... .
-¡Oh, mayor! -respondió Barbicane-. Antes de discutir su peso, permitidme deciros
que nuestros padres hacían, en este género, maravillas. Lejos de mí la idea de que la
balística no ha progresado, pero bueno es saber que ya en la Edad Media se obtenían
resultados sorprendentes, y aun me atreveré a decir más sorprendentes que los
nuestros.
-Eso contádselo a mi abuela-replicó Morgan.
Justificad vuestras palabras -exclamó al momento J. T. Maston.
-Nada más fácil -replicó Barbicane-, puedo citar ejemplos en apoyo de mi aserción.
En el sitio que puso a Constantinopla Mohamed II, en 1543, se lanzaron balas de
piedra que pesaban 1.900 libras, que serían de un regular tamaño.
-¡Oh! ¡Oh! -exclamó el mayor-. Muchas libras son 1.900.
-En Malta, en tiempos de los caballeros, cierto cañón del fuerte de San Telmo
arrojaba proyectiles que pesaban 2.500 libras.
-¡Imposible!
-Por último, según un historiador francés, bajo el reinado de Luis XI, había un
mortero que arrojaba una bomba de 500 libras de peso solamente; pero esta bomba,
partiendo de la Bastilla, que era un punto en que los locos encerraban a los cuerdos, iba
a caer en Charenton, que es un punto donde los cuerdos encierran a los locos.
-¡Imposible!
-¡Muy bien! -dijo J. T. Maston.
-¿Qué hemos visto nosotros después, en resumidas cuentas? ¡Los cañones
Armstrong, que disparan balas de 500 libras, y los columbiads Rodman, que disparan
balas de media tonelada! Parece, pues, que si los proyectiles han ganado en alcance, en
peso más han perdido que han ganado. Haciendo los debidos esfuerzos, llegaremos con
los progresos de la ciencia a decuplicar el peso de las balas de Mohamed II y de los
caballeros de Malta.
-Es evidente -respondió el mayor-. Pero ¿de qué metal pensáis echar mano para el
proyectil?
-Del hierro fundido, pura y simplemente -dijo el general Morgan.
-¡Hierro fundido! -exclamó J. T. Maston con profundo desdén-. El hierro es un metal
muy ordinario para fabricar una bala destinada a hacer una visita a la Luna.
-No exageremos, mi distinguido amigo -respondió Morgan-. El hierro fundido
bastará.
-Entonces -repuso el mayor Elphiston-, puesto que el peso de la bala es
proporcionado a su volumen, una bala de hierro fundido, que mide nueve pies de diámetro,
pesará horriblemente.
-Horriblemente, si es - maciza; pero no si es hueca dijo Barbicane.
-¡Hueca! ¿Será, pues, una granada?
-¡En la que pondremos mensajes! -replicó J. T. Maston-. ¡Y muestras de nuestras
producciones terrestres!
-¡Sí, una granada -respondió Barbicane-; no puede ser otra cosa! Una bala maciza de
108 pulgadas, pesaría más de 200.000 libras, y este peso es evidentemente excesivo.
Sin embargo, como es menester que el proyectil tenga cierta consistencia, propongo
que se le consienta un peso de 20.000 libras.
-¿Cuál será, pues, el grueso de sus paredes? -preguntó el mayor.
-Si seguimos la proporción reglamentaria -respondió Morgan-, un diámetro de 108
pulgadas exigirá paredes que no bajen de 2 pies.
-Sería demasiado -contestó Barbicane-. Notad bien que no se trata de una bala
destinada a taladrar planchas de hierro; basta, pues, que sus paredes sean bastante
fuertes para contrarrestar la presión de los gases de la pólvora. He aquí, pues, el
problema: ¿qué grueso debe tener una granada de hierro fundido para no pesar más que
20.000 libras? Nuestro hábil calculador, el intrépido Maston, va a decirlo ahora mismo.
-Nada más fácil -replicó el distinguido secretario de la comisión.
Y sin decir más, trazó fórmulas algebraicas en el papel, apareciendo bajo su pluma X
y más X elevadas hasta la segunda potencia. Hasta pareció que extraía, sin tocarla,
cierta raíz cúbica y dijo:
-Las paredes no llegarán a tener el grueso de dos pulgadas.
-¿Será suficiente? -preguntó el mayor con un ademán dubitativo.
-No, evidentemente, no -respondió el presidente Barbicane.
-¿Qué se hace, pues? -repuso Elphiston bastante perplejo.
-Emplear otro metal.
-¿Cobre?--dijo Morgan.
-No; es aún demasiado pesado, y os propongo otro mejor.
-¿Cuál? -dijo el mayor.
-El aluminio -respondió Barbicane.
-¿Aluminio? -exclamaron los tres colegas del presidente.
-Sin duda, amigos míos. Ya sabéis que un ilustre químico francés, Henry
Sainte-Claire Deville, Ilegó en 1854 a obtener el aluminio en masa compacta. Este precioso
metal time la blancura de la plata, la inalterabilidad del oro, la tenacidad del
hierro, la fusibilidad del cobre y la ligereza del vidrio. Se trabaja fácilmente, abunda en
la naturaleza, pues la alúmina forma la base de la mayor parte de las rocas; es tres
veces más ligero que el hierro, y parece haber sido creado expresamente para suministrarnos
la materia de que se ha de componer nuestro proyectil.
-¡Bien por el aluminio! -exclamó el secretario de la comisión, siempre muy
estrepitoso en sus momentos de entusiasmo.
-Pero, mi estimado presidente -dijo el mayor-, ¿no es acaso el aluminio
excesivamente caro?
-Lo era -respondió Barbicane-; en los primeros tiempos de su descubrimiento, una
libra de aluminio costaba de 260 a 280 dólares (cerca de 1.500 francos); después bajó a
20 dólares (150 francos), y actualmente vale 9 dólares (48 francos).
-Aun así -replicó el mayor, que no daba fácilmente su brazo a torcer-, es un precio
enorme.
-Sin duda, mi querido mayor, pero no inasequible a nuestros medios.
-¿Cuánto pesará, pues? -preguntó Morgan.
-He aquí el resultado de mis cálculos -respondió Barbicane-. Una bala de 108
pulgadas de diámetro y de 12 pulgadas de espesor pesaría, siendo de hierro colado,
67.440 libras; construida en aluminio, su peso queda reducido a 19.250 libras.
-¡Perfectamente! -exclamó Maston-. No nos separamos del programa.
-Sí, perfectamente -replicó el mayor-. Pero ¿no veis que a 9 dólares la libra el
proyectil costará...?
-Ciento setenta y tres mil doscientos cincuenta dólares, exactamente; pero no temáis,
amigos, no faltará dinero para nuestra empresa, respondo de ello.
-Una lluvia de oro caerá en nuestras cajas -replicó J. T. Maston.
-Pues bien, ¿qué os parece el aluminio? -preguntó el presidente.
-Adoptado -respondieron los tres miembros de la comisión.
-En cuanto a la forma de la bala -repuso Barbicane-, importa poco, pues una vez
traspasada la atmófera, el proyectil se hallará en el vacío. Propongo, por tanto, que la
bala sea redonda, para que gire como mejor le parezca y se conduzca del modo que le
dé la gana.
Así terminó la primera sesión de la comisión. La cuestión del proyectil estaba
definitivamente resuelta, y J. T. Maston no cabía de alegría en su pellejo, pensando
que se iba a enviar una bala de aluminio a los selenitas, to que les daría una alta idea de
los habitantes de la Tierra.
VIII
Historia del cañón
Las resoluciones tomadas en la primera sesión produjeron en el exterior un gran efecto.
La idea de una bala de 20.000 libras atravesando el espacio alarmaba un poco a los
meticulosos. ¿Qué cañón, se preguntaban, podrá transmitir jamás a semejante mole una
velocidad inicial suficiente? Durante la segunda sesión de la comisión debía
responderse satisfactoriamente a esta pregunta.
A1 día siguiente por la noche, los cuatro miembros del Gun-Club se sentaban delante
de nuevas montañas de emparedados, a la orilla de un verdadero océano de té. La
discusión empezó de inmediato, sin ningún preámbulo.
-Mis queridos colegas -dijo Barbicane-, vamos a ocuparnos de la máquina que se ha
de construir, de su tamaño, forma, composición y peso. Es probable que lleguemos a
darle dimensiones gigantescas, pero, por grandes que sean las dificultades, nuestro
genio industrial las allanará fácilmente. Tened, pues, la bondad de escucharme, y no os
desagrade hacerme las objeciones que os parezcan convenientes. No las temo.
Un murmullo aprobador acogió esta declaración.
-No olvidemos -continuó Barbicane- el punto a que ayer nos condujo nuestra
discusión. El problema se presenta ahora bajo esta forma: dar una velocidad inicial de
12.000 yardas por segundo a una granada de 108 pulgadas de diámetro y de 20.000
libras de peso.
-He aquí el problema, en efecto -respondió el mayor Elphiston.
-Prosigo -repuso Barbicane-. Cuando un proyectil se lanza al espacio, ¿qué sucede?
Se halla solicitado por tres fuerzas independientes: la resistencia del medio, la atracción
de la Tierra y la fuerza de impulsión de que está animado. Examinemos estas tres
fuerzas. La resistencia del medio, es decir, la resistencia del aire, será poco importante.
La atmósfera terrestre no tiene más que 40 millas de altura, que con una velocidad de
12.000 yardas el proyectil podrá atravesar en cinco segundos, lo que nos permite
considerar la resistencia del medio como insignificante. Pasemos a la atracción de la
Tierra, es decir, al peso de la granada. Ya sabemos que este peso disminuirá en razón
inversa del cuadrado de las distancias. He aquí to que la física nos enseña: cuando un
cuerpo abandonado a sí mismo cae a la superficie de la Tierra, su caída es de 15 pies(1)
en el primer segundo, y si este mismo cuerpo fuese transportado a 257.542 millas o,
en otros términos, a la distancia a que se encuentra la Luna, su caída quedaría reducida
a cerca de media línea, en el primer segundo, to que es casi la inmovilidad. Trátase,
pues, de vencer progresivamente esta acción del peso. ¿Cómo la venceremos?
Mediante la fuerza de impulsión.
1. 4,90 metros.
-He aquí la dificultad -respondió el mayor.
-En efecto -repuso el presidente-, pero la allanaremos, porque la fuerza de impulsión
que necesitamos resulta de la longitud de la máquina y de la cantidad de pólvora
empleada, hallándose ésta limitada por la resistencia de aquélla. Ocupémonos ahora,
pues, de las dimensiones que hay que dar al cañón. Téngase en cuenta que podemos
procurarle condiciones de una resistencia infinita, si es lícito hablar así, pues no se
tiene que maniobrar con él.
-Es evidente -respondió el general.
-Hasta ahora-dijo Barbicane-, los cañones más largos, nuestros enormes columbiads,
no han pasado de veinticinco pies de longitud; mucha sorpresa causarán, pues, a la
gente las dimensiones que tendremos que adoptar.
-Sin duda -exclamó J. T. Maston-. Yo propongo un cañón cuya longitud no baje de
media milla.
-¡Media milla! -exclamaron el mayor y el general.
-Sí, media milla, y me quedo corto.
-Vamos, Maston -respondió Morgan-. Exageráis.
-No -replicó el fogoso secretario-, no sé en verdad por qué me tacháis de exagerado.
-¡Porque vais demasiado lejos!
-Sabed, señor -respondió J. T. Maston, con solemne gravedad-, sabed que un
artillero es como una bala, que no puede it demasiado lejos.
La discusión tomaba un carácter personal, pero el presidente intervino.
-Calma, amigos, calma, y razonemos. Se necesita evidentemente un cañón de gran
calibre, puesto que la longitud de la pieza aumentará la presión de los gases
acumulados debajo del proyectil, pero es inútil pasar de ciertos límites.
-Perfectamente-dijo el mayor.
-¿Qué reglas hay para semejantes casos? Ordinariamente la longitud de un cañón es
la de 20 a 25 veces el diámetro de la bala, y pesa de 235 a 240 veces más que ésta.
-No basta -exclamó J. T. Maston impetuosamente.
-Convengo en ello, mi digno amigo. En efecto, siguiendo la proporción indicada, para
el proyectil que tuviese 9 pies de ancho y pesase 20.000 libras, el cañón no tendría
más que una longitud de 225 pies y un peso de 200.000 libras.
-Lo que es ridículo -añadió J. T. Maston-; tanto valdría echar mano de una pistola.
-Yo también opino to mismo -respondió Barbicane-, por lo que propongo
cuadruplicar esta longitud y construir un cañón de novecientos pies.
El general y el mayor hicieron algunas objeciones; pero sostenida resueltamente la
proposición por el secretario del Gun-Club, se adoptó definitivamente.
-Ahora sepamos -dijo Elphiston- qué grueso debemos dar a sus paredes.
-Seis pies -respondió Barbicane.
-Supongo que no intentaréis colocar en una cureña semejante mole -preguntó el
mayor.
-¡Lo que, sin embargo, sería soberbio!
-Pero impracticable -respondió Barbicane-. Creo que se debe fundir el cañón en el
punto mismo en que se ha de disparar, ponerle abrazaderas de hierro forjado y rodearlo
de una obra de mampostería, de modo que participe de toda la resistencia del terreno
circundante. Fundida la pieza, se pulirá el ánima para impedir el viento(1) de la bala, y
de este modo no habrá pérdida de gas, y toda la fuerza expansiva de la pólvora se
invertirá en la impulsión.
1. Se denomina viento, en balística, al espacio que algunas veces queda entre el proyectil y el ánima
de la pieza.
-¡Bravo! -exclamó J. T. Maston-. Ya tenemos nuestro cañón.
-¡Todavía no! -respondió Barbicane, calmando con la mano a su impaciente amigo.
-¿Por qué?
-Porque hasta ahora no hemos discutido aún su forma. ¿Será un cañón, un obús o un
mortero?
-Un cañón -respondió Morgan.
-Un lanzaobuses -replicó el mayor.
-Un mortero -exclamó J. T. Maston.
Iba a empeñarse una nueva discusión que prometía ser bastante acalorada, y cada
cual preconizaba su arma favorita, cuando intervino el presidente.
-Amigos míos -dijo-, voy a poneros a todos de acuerdo. Nuestro columbiad
participará a la vez de las tres bocas de fuego. Será un canon, porque la recámara y el
ánima tendrán igual diámetro. Será un lanzaobuses, porque disparará una granada. Será
un mortero, porque se apuntará formando con el horizonte un ángulo de noventa
grados, y, además le será imposible retroceder, estará fijo en tierra, y así comunicará al
proyectil toda la fuerza de impulsión acumulada en sus entrañas.
-Adoptado, adoptado -respondieron los miembros de la comisión.
-Permitidme una sencilla reflexión -dijo Elphíston-. ¿Este
cañón-lanzaobuses-mortero será rayado?
-No -respondió Barbicane-, no; necesitamos una velocidad inicial enorme, y ya
sabéis que la bala sale con menos rapidez de los cañones rayados que de los lisos.
Justamente.
-¡En fin, ya es nuestro! -repitió J. T. Maston.
-Aún falta algo -replicó el presidente.
-¿Qué falta?
-Aún no sabemos de qué metal se ha de componer.
-Decidámoslo sin demora.
-Iba a proponéroslo.
Los cuatro miembros de la Comisión se zamparon una docena de emparedados por
barba, seguidos de una buena taza de té, y reanudaron la discusión.
-Dignísimos colegas -dijo Barbicane--, nuestro cañón debe tener mucha tenacidad y
dureza, ser infusible al calor, ser inoxidable a indisoluble a la acción corrosiva de los
ácidos.
-Acerca del particular, no cabe la menor duda -respondió el mayor-. Y como será
preciso emplear una cantidad considerable de metal, la elección no puede ser dudosa.
-Entonces -dijo Morgan-, propongo para la fabricación del columbiad la mejor
aleación que se conoce, es decir, cien partes de cobre, doce de estaño y seis de latón.
-Amigos míos -respondió el presidente-, convengo en que la composición que se
acaba de proponer ha dado resultados excelentes, pero costaría mucho y se maneja
difícilmente. Creo, pues, que se debe adoptar una materia que es excelente y al mismo
tiempo barata, cual es el hierro fundido. ¿No sois de mi opinion, mayor?
-Estamos de acuerdo -respondió Elphiston.
-En efecto-respondió Barbicane-, el hierro fundido cuesta diez veces menos que el
bronce; es fácil de fundir y de amoldar, y se deja trabajar dócilmente. Su adopción
economiza dinero y tiempo. Recuerdo, además, que durante la guerra, en el sitio de
Atlanta, hubo piezas de hierro que de veinte en veinte minutos dispararon más de mil
tiros sin experimentar deterioro alguno.
-Pero el hierro fundido es quebradizo -respondió Morgan.
-Sí, pero también muy resistente. Además, no reventará, respondo de ello.
-Un cañón puede reventar y ser bueno -replicó sentenciosamente J. T. Maston,
abogando pro domu sua como si se sintiese aludido.
-Es evidente -respondió Barbicans-. Me permito, pues, suplicar a nuestro digno
secretario que calcule el peso de un cañón de hierro fundido de 900 pies de longitud y
de un diámetro interior o calibre de 9 pies, con un grueso de 6 pies en sus paredes.
-Al momento -respondió J. T. Maston.
Y como to había hecho en la sesión anterior, hizo sus cálculos con una maravillosa
facilidad, y dijo al cabo de un minuto:
-El cañón pesará 68.040 toneladas.
-¿Y a dos céntimos la libra, costará...?
-Dos millones quinientos diez mil setecientos un dólares.
J. T. Maston, el mayor y el general, miraron con inquietud a Barbicane.
-Señores -dijo éste-, repito to que dije ayer: estad tranquilos, los millones no nos
faltarán.
Dadas estas seguridades por el presidente, la comisión se separó, quedando citados
todos sus individuos para el día siguiente, en que celebrarían la tercera sesión.
IX
La cuestión de las pólvoras
Aún había que tratar la cuestión de las pólvoras.
Esta última decision era aguardada con ansiedad por el público. Dadas la magnitud
del proyectil y la longitud del cañón, ¿cuál sería la cantidad de pólvora necesaria para
producir la impulsión? Este agente terrible, cuyos efectos, sin embargo, ha dominado el
hombre, iba a ser llamado para desempeñar su papel en proporciones insólitas.
En general, se cree, y se repite sin cesar, que la pólvora fue inventada en el siglo xiv
por el fraile Schwartz, cuyo descubrimiento le costó la vida. Pero en la actualidad está
casi probado que esta historia se debe colocar entre las leyendas de la Edad Media.
La pólvora no ha sido inventada por nadie; resulta directamente del fuego griego,
compuesto como ella de azufre y salitre, si bien estas mezclas, que en el fuego griego
no eran más que mezclas de dilatación, en la pólvora, tal como se conoce actualmente,
al inflamarse producen un estrépito.
Pero si bien los eruditos conocen perfectamente la falsa historia de la pólvora, pocos
son los que saben darse cuenta de su poder mecánico, sin cuyo conocimiento no es
posible comprender la importancia del asunto sometido a la comisión.
Un litro de pólvora pesa aproximadamente 2 libras (900 gramos), y produce, al
inflamarse, 400 libras de gases, que haciéndose libres, y bajo la acción de una temperatura
elevada a 2.400°, ocupan el espacio de 4.000 litros. El volumen de la pólvora
es, pues, a los volúmenes de los gases producidos por su combustión o deflagración to
que 1 es a 4.000. Júzguese cuál debe ser el ímpetu de estos gases cuando se hallan
comprimidos en un espacio reducido cuatro mil veces para contenerlos.
He aquí to que sabían perfectamente los miembros de la comisión cuando se citaron
para la tercera sesión. Barbicane concedió la palabra al mayor. Elphiston había sido
durante la guerra director de las fábricas de pólvora.
-Mis buenos camaradas -dijó el distinguido químico-, vamos a enumerar unos
guarismos irrecusables que nos servirán de base. La bala de veinticuatro de que hablaba
ayer el respetable J. T. Maston en términos tan poéticos, sale de la boca de fuego
empujada por dieciséis libras de pólvora.
-¿Estáis seguro de la cifra? -preguntó el presidente.
-Absolutamente seguro -respondió el mayor-. El cañón Armstrong no se carga más
que con setenta y cinco libras de pólvora para arrojar un proyectil de ochocientas
libras, y el columbiad Rodman, no gasta más que ciento setenta libras de pólvora para
enviar a seis millas de distancia su bala de media tonelada. Éstos son hechos acerca de
los cuales no cabe la menor duda, pues los he comprobado yo mismo en las actas de la
Junta de artillería.
-Perfectamente -respondió el general.
-De estos guarismos -repuso el mayor- se deduce que la cantidad de pólvora no
aumenta con el peso de la bala. En efecto, si bien se necesitan dieciséis libras de
pólvora para una bala de veinticuatro, o, en otros términos, si bien en los cañones
ordinarios se emplea una cantidad de pólvora cuyo peso es dos terceras partes el del
proyectil, esta proporción no es constante. Calculad y veréis que para una bala de
media tonelada, en lugar de trescientas treinta y tres libras de pólvora, se reduce esta
cantidad a ciento sesenta libras solamente.
-¿Y qué pretendéis deducir de eso? -preguntó el presidente.
-Si lleváis vuestra teoría al último extremo, mi querido mayor -dijo J. T. Maston-,
resultará que cuando una bala tenga un peso suficiente, no se necesitará pólvora alguna.
-Mi amigo Maston se chancea hasta en las ocasiones más solemnes -replicó el
mayor-; pero tranquilizaos. No tardaré en proponerle cantidades de pólvora que dejarán
satisfecho su amor propio de artillero. Pero tenía interés en dejar consignado que
durante la guerra, la experiencia demostró que para cargar piezas de mayor calibre, el
peso de la pólvora podía reducirse perfectamente a una décima parte del que tiene la
bala.
-No hay nada más exacto -dijo Morgan-. Pero antes de determinar la cantidad de
pólvora necesaria para dar el impulso, opino que convendría ponernos de acuerdo
sobre su naturaleza.
-Emplearemos la pólvora de grano grueso -respondió el mayor-, porque su
deflagración es más rápida que la de la pólvora fina.
-Sin duda -replicó Morgan-. Pero se desmenuza más fácilmente y altera el ánima de
las piezas.
-Lo que sería un inconveniente para un cañón destinado a un largo servicio pero no
para nuestro columbiad. No corremos riesgo alguno de explosión, y necesitamos que la
pólvora se inflame instantáneamente para que su efecto mecánico sea completo.
-Podríamos -dijo J. T. Maston- abrir varios agujeros para aplicar el fuego a un mismo
tiempo a distintos puntos.
-Sin duda -respondió Elphiston-. Pero complicaríamos la operación. Me atengo, pues,
a mi pólvora de grano grueso que allana todas las dificultades.
-Sea -respondió el general.
-Para cargar su columbiad -añadió el mayor- Rodman empleaba una pólvora de
granos gruesos como castañas, hecha con carbón de sauce, tostado sencillamente en
calderas de hierro fundido. Era una pólvora dura y brillante, que no manchaba la mano;
contenía una gran proporción de hidrógeno y de oxígeno, se inflamaba
instantáneamente y, aunque muy desmenuzable, no deterioraba sensiblemente las
bocas de fuego.
-Me parece, pues -respondió J. T. Maston-, que no debemos vacilar y que la
elección está hecha.
-A no ser que prefiráis la pólvora de oro -replicó el mayor riendo, to que le valió un
ademán amenazador con que le contestó la mano postiza de su susceptible amigo.
Hasta entonces, Barbicane se había abstenido de tomar paxte en la discusión. Dejaba
hablar y escuchaba. Evidentemente meditaba algo. Se contentó con preguntar
sencillamente:
-¿Y ahora, amigos, qué cantidad de pólvora proponéis? -
Los tres miembros del Gun-Club se miraron mutuamente por un instante.
-Doscientas mil libras -dijo, por fin, Morgan.
-Quinientas mil -replicó el mayor.
-Ochocientas mil -exclamó J. T. Maston.
Esta vez, Elphiston no se atrevió a calificar a su colega de exagerado. En efecto, se
trataba de enviar a la Luna un proyectil de veinte mil libras, dándole una fuerza inicial
de doce mil yardas por segundo. Siguió a la triple proposición hecha por los tres
colegas un momento de silencio.
El presidente Barbicane lo rompió.
-Mis bravos camaradas -dijo con voz tranquila-, yo parto del principio de que la
resistencia de nuestro cañón, construido en las condiciones requeridas, es ilimitada.
Voy, pues, a sorprender al distinguido J. T. Maston diciéndole que ha sido tímido en
sus cálculos, y propongo doblar sus ochocientas mil libras de pólvora.
-¿Un millón seiscientas mil libras? -exclamó J. T. Maston saltando de su asiento.
-Como lo digo.
-Pero entonces fuerza será recurrir a mi cañón de media milla de longitud.
-Es evidente-dijo el mayor.
-Un millón seiscientas mil libras de pólvora -repuso el secretario de la comisiónocuparán
aproximadamente un espacio de 22.000 pies cúbicos,(1) y como vuestro
cañón no tiene más que una capacidad de 54.000 pies cúbicos,(2) quedará cargado de
pólvora hasta la mitad y el ánima no será bastante larga para que la detención de los
gases dé al proyectil un impulso suficiente.
1. Póco menos de 800 metros cúbicos.
2. Dos mil metros cúbicos.
La objeción no tenía réplica. J. T. Maston estaba en to justo. Todos miraron a
Barbicane.
-Sin embargo -continuó el presidente-, se necesita la cantidad de pólvora que he
dicho. Pensadlo bien, un millón seiscientas mil libras de pólvora producirán seis mil
millones de litros de gas. ¡Seis mil millones! ¿Lo entendéis?
-Pero, entonces, ¿cómo hacerlo?-preguntó el general.
-Muy sencillamente. Es preciso reducir esta enorme cantidad de pólvora
conservándola con este poder mecánico.
-¡Bueno! Pero ¿cómo?
-Voy a decíroslo -respondió tranquilamente Barbicane.
Sus interlocutores le miraban ávidamente.
-Nada, en efecto, es más fácil-dijo-que reducir esta masa de pólvora a un volumen
cuatro veces menos considerable. Todos conocéis esa curiosa materia que constituyen
los tejidos elementales de los vegetales, llamada celulosa.
-Os comprendo, querido Barbicane -dijo el mayor.
-Esta materia -prosiguió el presidente- se saca perfectamente pura de varios cuerpos,
especialmente del algodón, y no es más que la pelusa de los granos del algodonero. El
algodón, combinado con el ácido nítrico en frío, se transforma en una sustancia
eminentemente explosiva. En 1832, Braconnot, químico francés, descubrió esta
sustancia, a la cual dio el nombre de xiloidina. En 1838, Pelouze, otro francés, estudió
sus diversas propiedades, y, por último, en 1846, Shonbein, profesor de química en
Basilea, la propuso como pólvora de guerra. Esta pólvora es el algodón azótico o
nítrico...
-O piróxilo -respondió Elphiston.
-O fulmicotón-replicó Morgan.
-¿No hay un solo nombre americano que pueda ponerse al pie de este
descubrimiento? -exclamó J. T. Maston a impulsos de su amor propio nacional.
-Ni uno, desgraciadamente -respondió el mayor.
-Sin embargo -repuso el presidente-, debo decir, para halagar el patriotismo de
Maston, que los trabajos de un conciudadano nuestro se refieren al estudio de la
celulosa, pues el colidón, uno de los principales agentes de la fotografía, no es más que
piróxilo disuelto en el éter con adición de alcohol, y ha sido descubierto por Maynard,
que estudiaba entonces medicina en Boston.
-¡Pues hurra por Maynard y por el fulmicotón! -exclamó el entusiasta secretario del
Gun-Club.
-Volvamos al piróxilo -repuso Barbicane-. Conocéis sus propiedades, por las cuales
va a ser para nosotros tan precioso. Se prepara con la mayor facilidad, sumergiendo
algodón en ácido nítrico humeante,(1) por espacio de quince minutos, lavándolo
después en mucha agua y dejándolo secar.
1. Llamado así porque al contacto del afire húmedo despide una densa humareda blanquecina.
-Nada, en efecto, más sencillo -dijo Morgan.
-Además, el piróxilo es inalterable a la humedad, cualidad preciosa para nosotros,
que necesitaremos muchos días para cargar el cañón; se inflama a los 170° en lugar de
240°, y su deflagración es tan súbita que se inflamasobre la pólvora ordinaria sin que
tenga tiempo de inflamarse ésta.
-Perfectamente -respondió el mayor.
-Sólo que cuesta más cara.
-¿Qué importa? -dijo J. T. Maston.
-Por último, comunica a los proyectiles una velocidad cuatro veces mayor que la que
les da la pólvora ordinaria. Y si se mezclan con el piróxilo ocho décimas de su peso de
nitrato de potasa, su fuerza expansiva aumenta considerablemente.
-¿Será necesaria esa mezcla? -preguntó el mayor.
-Me parece que no -respondió Barbicane-. Así pues, en lugar de mil seiscientas libras
de pólvora, nos bastarán quinientas libras de fulmicotón, y como no hay peligro en
comprimir quinientas libras de algodón en un espacio de 26 pies cúbicos, esta materia
no ocupará en el columbiad más que una altura de 30 toesas. Así recorrerá la bala más
de 700 pies de ánima bajo el esfuerzo de seis mil millones de litros de gas antes de
emprender su marcha hacia el astro de la noche.
Al oír estas palabras, J. T. Maston no pudo reprimir su entusiasmo, y con la
velocidad de un proyectil se arrojó a los brazos de su amigo, al cual hubiera derribado,
si Barbicane no hubiese sido un hombre hecho a prueba de bomba.
Este incidente fue el punto final de la tercera sesiór de la comisión. Barbicane y sus
audaces colegas, par, quienes no había nada imposible, acababan de resolve la cuestión
tan compleja del proyectil, del cañón y de la pólvora. Formando su plan, ya no faltaba
más que ejecutarlo.
-Poca cosa, una bagatela -decía J. T. Maston.
X
Un enemigo para veinticinco millones de amigos
Los más insignificantes pormenores de la empresa del Gun-Club excitaban el interés
del público americano, que seguía uno tras otro todos los pasos de la comisión. Los
menores preparativos de tan colosal experimento, las cuestiones de cifras que
provocaba, las dificultades mecánicas que había que resolver, en una palabra, la
ejecución del gran proyecto le absorbía completamente.
Más de un año había de mediar entre el principio y la conclusión de los trabajos,
pero este transcurso de tiempo no podía ser estéril en emociones. La elección del sitio
para la construcción del molde, la fundición del columbiad, su muy peligrosa carga,
eran más que suficientes para excitar la curiosidad pública. El proyectil, apenas
disparado, desaparecería en algunas décimas de segundo, sin ser accesible a mirada
alguna; pero to que llegaría a ser después, su manera de conducirse en el espacio y el
momento de llegar a la Luna, no podían verlo con sus propios ojos más que unos
cuantos privilegiados. Así pues, los preparativos del experimento, los pormenores
precisos de la ejecución, constituían entonces el verdadero interés, el interés general, el
interés público.
Sin embargo, hubo un incidente que sobreexcitó de pronto el atractivo puramente
científico.
Ya se sabe que el proyecto de Barbicane había agolpado en torno de éste numerosas
legiones de admiradores y amigos. Pero aquella mayoría, por grande, por extraordinaria
que fuese, no era la unanimidad. Un hombre, un solo hombre en todos los Estados de
la Unión, protestó contra la tentativa del Gun-Club y la atacó con violencia en todas
las ocasiones que le parecieron oportunas. Es tal la naturaleza humana, que Barbicane
fue más sensible a esta oposición de uno solo que a los aplausos de todos los demás.
Y eso, pese a que conocía el motivo de semejante antipatía, y que conocía la
procedencia de aquella enemistad aislada, enemistad personal y antigua, fundada en
una rivalidad de amor propio.
El presidente del Gun-Club no había visto ni una vez en la vida a aquel enemigo
perseverante, to que fue una dicha, porque el encuentro de aquellos dos hombres
hubiera tenido funestas consecuencias. Aquel rival de Barbicane era un sabio como él,
de carácter altivo, audaz, seguro de sí mismo, violento, un yanqui de pura sangre. Se
llamaba capitán Nicholl y residía en Filadelfia.
Nadie ignora la curiosa lucha que se empeñó durante la guerra federal entre el
proyectil y la coraza de los buques blindados, estando aquél destinado a atravesar a
ésta y estando ésta resuelta a no dejarse atravesar. De esta lucha nació una
transformación de la marina en los Estados de los dos continentes. La bala y la plancha
lucharon con un encarnizamiento sin igual, la una creciendo y la otra engrosando en una
proporción constante. Los buques, armados de formidables piezas, marchaban al
combate al abrigo de su invulnerable concha. El Merrimac, el Monitor, el Ram
Tennessee, el Wechausen(1) lanzaban proyectiles enormes, después de haberse acorazado
para librarse de los proyectiles contrarios. Causaban a otros el daño que no
querían que los otros les causasen, siendo éste el principio inmoral en que suele
descansar todo el arte de la guerra.
1. Buques de la Armada americana.
Y si Barbicane fue el gran fundidor de proyectiles, Nicholl fue un gran forjador de
planchas. El uno fundía noche y día en Baltimore, y el otro forjaba día y noche en
Filadelfia. Los dos seguían una corriente de ideas esencialmente opuestas.
Apenas Barbicane inventaba una nueva bala, Nicholl inventaba una nueva plancha. El
presidente del Gun-Club pasaba su vida pensando en la manera de abrir agujeros, y el
capitán pasaba la suya pensando en la manera de impedirle que los abriera. He aquí el
origen de una rivalidad continua que se convirtió en odio personal.
Nicholl se aparecía a Barbicane en sus sueños bajo la forma de una coraza
impenetrable contra la cual se estrellaba, y Barbicane se aparecía en sus sueños a
Nicholl como un proyectil que le atravesaba de parte a parte.
Los dos sabios, si bien seguían dos líneas divergentes, se hubieran al fin encontrado a
pesar de todos los axiomas de geometría, pero se hubieran encontrado en el terreno del
duelo. Afortunadamente, aquellos dos ciudadanos, tan útiles a su país, se hallaban
separados uno de otro por una distancia de 50 a 60 millas, y sus amigos hacinaron en
el camino tantos obstáculos que no llegaron a encontrarse nunca.
Nose podía decir de una manera positiva cuál de los dos inventores había triunfado
del otro. Los resultados obtenidos volvían difícil una apreciación justa. Parecía, sin
embargo, que al fin la coraza había de ceder a la bala. Con todo, había dudas entre las
personas competentes. En los últimos experimentos, los proyectiles cilindrocónicos de
Barbicane se clavaron como alfileres en las planchas de Nicholl, por cuyo motivo éste
se creyó vitorioso, y atesoró para su rival una dosis inmensa de desprecio. Pero más
adelante, cuando Barbicane sustituyó las balas cónicas con simples granadas de
seiscientas libras, el presidente del Gun-Club tomó su desquite. En efecto, aquellos
proyectiles, aunque animados de una velocidad regular, rompieron, taladraron, hicieron
saltar en pedazos las planchas del mejor metal.
A este punto habían llegado las cosas, y parecía que la bala había quedado victoriosa,
cuando terminó la guerra, y terminó precisamente el mismo día en que Nicholl concluía
una nueva coraza de hierro forjado, que era en su género una obra maestra, capaz de
burlarse de todos los proyectiles del mundo. El capitán la hizo trasladar al polígono de
Washington, desafiando a que la destruyeran los proyectiles del presidente del
Gun-Club, el cual, hecha la paz, se negó a la prueba.
Entonces Nicholl, furioso, ofreció exponer su plancha al choque de las balas más
inverosímiles, llenas o huecas, redondas o cónicas.
Ni por ésas; el presidente no quería comprometer su última victoria.
Nicholl, exasperado por la incalificable obstinación de su adversario, quiso tentar a
Barbicane dejándole todas las ventajas. Barbicane siguió terco en su negativa. ¿A cien
yardas? Ni a setenta y cinco.
-A cincuenta -exclamó el capitán insertando su desafío en todos los periódicos-,
colocaré mi plancha a veinticinco yardas del cañón, y yo me colocaré detrás de ella.
Barbicane hizo contestar que aun cuando el capitán Nicholl se colocase delante, no
dispararía un solo tiro.
Nicholl, al oír esta contestación, no pudo contenerse y se deshizo en insultos; dijo
que la cobardía era indivisible, que el que se niega a tirar un cañonazo está muy cerca
de tener miedo al cañón; que, en suma, los artilleros que se baten a 6 millas de distancia
han reemplazado prudentemente el valor individual por las fórmulas matemáticas, y
que hay por to menos tanto valor en aguardar tranquilamente una bala detrás de una
plancha como en enviarla según todas las reglas del arte.
Siguió Barbicane haciéndose el sordo. O tal vez no tuvo noticia de la provocación,
absorbido enteramente como estaba entonces por los cálculos de su gran empresa.
Cuando dirigió al Gun-Club su famosa comunicación, el capitán Nicholl se salió de sus
casillas; mezclábase con su cólera una suprema envidia y un sentimiento absoluto de
impotencia. ¿Cómo inventar algo superior a aquel columbiad de 900 pies? ¿Qué coraza
podía idearse para resistir un proyectil de veinte mil libras?
Nicholl quedó abatido, aterrado, anonadado por aquel cañón, pero luego se reanimó y
resolvió aplastar la proposición bajo el peso de sus argumentos.
Atacó con violencia los trabajos del Gun-Club, publicando al efecto numerosas
cartas que los periódicos reprodujeron. Quiso demoler científicamente la obra de
Barbicane. Empeñado el combate, se valió de razones de todo género con harta
frecuencia especiosas y rebuscadas.
Empezó a combatir a Barbicane por sus cifras. Se esforzó en probar por A+B la
falsedad de sus fórmulas, y le acusó de ignorar los principios rudimentarios de la
balística. Echó cálculos para demostrar, amén de otros errores, que era absolutamente
imposible dar a un cuerpo cualquiera una velocidad de doce mil yardas por segundo;
con el álgebra en la mano sostuvo que aun en el supuesto de que se consiguiera esta
velocidad, jamás un proyectil tan pesado traspasaría los límites de la atmósfera
terrestre. Ni siquiera iría más a11á de 8 leguas. Más aún, suponiendo adquirida la
velocidad suficiente, la granada no resistiría la presión de los gases desarrollados por la
combustión de un millón seiscientas mil libras de pólvora, y aunque la resistiera, no
soportaría una temperatura semejante, se fundiría al salir del columbiad, y convertida
en lluvia de hierro derretido, caería sobre el cráneo de los imprudentes espectadores.
Barbicane, sin hacer caso de estos ataques, continuó su obra.
Entonces Nicholl miró la cuestión bajo otros aspectos. Dejando a un lado su
inutilidad absoluta, consideró el experimento como muy peligroso para los ciudadanos
que autorizasen con su presencia tan reprobado espectáculo y para las poblaciones
próximas a aquel cañón vituperable. Hizo notar también que el proyectil, si no
alcanzaba, como no to alcanzaría, el objetivo a que se le destinaba, caería y la caída de
una mole semejante, multiplicada por el cuadrado de su velocidad, comprometería
singularmente algún punto del globo. Sin atacar los derechos de los ciudadanos, había
llegado el caso en que la intervención del gobierno era de absoluta necesidad, pues no
era justo comprometer la seguridad de todos por el capricho de uno solo.
Véase a qué exageraciones se dejaba arrastrar el capitán Nicholl. Nadie participaba de
su opinión, ni tuvo en cuenta sus funestos pronósticos. Se le dejó gritar y desgañitarse
cuanto le diera la gana. Así quedó constituido el capitán en defensor de una causa
perdida de antemano; se le oía, pero no se le escuchaba, y no privó al presidente del
Gun-Club, ni de uno solo de sus admiradores. Barbicane no se tomó siquiera la
molestia de contestar a los argumentos de su implacable rival.
Acorralado en sus últimas trincheras, Nicholl, ya que no podía pagar con su persona,
resolvió pagar con su dinero.
En el Enquirer, de Richmond, propuso públicamente una serie de apuestas en la
forma siguiente:
Apostó:
1.° A que no se reunirían los fondos necesarios
para llevar a cabo la empresa del Gun-Club................................ 1.000 dólares
2.° A que la fundición de un cañón de
900 pies resultaría impracticable y no tendría éxito .......................2.000 dólares
3.° A que sería imposible cargar el columbiad,
y a que la pólvora se inflamaría por la Bola presión del proyectil.....3.000 dólares
4.° A que el columbiad reventaría al primer disparo ..................... 4.000 dólares
. . . . . . .
5.° A que la bala no alcanzaría a más de 6 millas
y caería a los pocos segundos de haberla disparado .......................5.000 dólares
Corno se ve, era importante la sums que, en su obstinación invencible, arriesgaba el
capitán. Tratábase nada menos que de 15.000 dólares.
Apesar de la importancia de la apuesta, recibió el 19 de mayo un pliego lacrado. Era
lacónico:
«Baltimore,18 de octubre. »
Aceptadas.
BARBICANE.»
XI
Florida y Tejas
Una cuestión faltaba resolver, y era la elección del lugar favorable al experimento. El
observatorio de Cambridge había recomendado con interés que el disparo se dirigiese
perpendicularmente al plano del horizonte, es decir, hacia el cenit, y la Luna no sube al
cenit sino en los lugares situados entre 1° y 28° de latitud, o, lo que es lo mismo, la
declinación de la Luna no es más que de 28°.(1) Tratábase, pues, de determinar
exactamente el punto del globo en que se había de fundir el inmenso columbiad.
1. La declinación de un astro es su latitud en la esfera terrestre; la ascensión recta es la longitud.
El 20 de octubre, hallándose reunido el Gun-Club en sesión general, Barbicane se
presentó con un magnífico mapa de los Estados Unidos de Z. Belltropp. Pero sin darle
tiempo de desplegarlo, J. T. Maston pidió la palabra con su habitual vehemencia, y se
expresó en los siguientes términos:
-Dignísimos colegas, la cuestión que vamos a debatir tiene una importancia
verdaderamente nacional, y va a depararnos la ocasión de ejercer un gran acto de patriotismo.
Los miembros del Gun-Club se miraron unos a otros sin comprender dónde iría a
parar el orador.
-Ninguno de vosotros -prosiguió éste- ha pensado ni pensará nunca en transigir con
la gloria de su país, y si hay algún derecho que la Unión pueda reivindicar es el fundir
en su propio seno el formidable cañón del GunClub. Así pues, en las circunstancias
actuales...
-Insigne Maston... -dijo el presidente.
-Permitidme exponer mi pensamiento -repuso el orador-. En las circunstancias
actuales, tenemos que buscar un sitio bastante cerca del ecuador, para que el
experimento se haga en buenas condiciones...
-Si me dejáis hablar... -dijo Barbicane.
-Pido que no se opongan obstáculos a la libre discusión de las ideas -repuso el
displicente J. T. Maston-, y sostengo que el territorio desde el cual se lance nuestro
glorioso proyectil, debe ser parte integrante de la Unión.
-¡Sin duda! -respondieron algunos miembros.
-¡Pues bien! Puesto que nuestras fronteras no son bastante extensas, puesto que al
Sur nos opone el océano una barrera insuperable, puesto que tenemos necesidad de it a
buscar más allá de los Estados Unidos este paralelo 28 que nos es tan preciso, se nos
presenta un casus belli legítimo y pido que se declare la guerra a México.
-¡No! ¡No! -exclamaron muchas voces al unísono.
-¿Conque no? -replicó J. T. Maston-. No, es un monosílabo que me resulta
totalmente incomprensible en este recinto.
-¡Pero, escuchad...!
-¡No puedo escuchar nada! -exclamó el fogoso orador-. Tarde o temprano la guerra se
hará, y pido que estalle hoy mismo.
-¡Maston! -dijo Barbicane haciendo sonar el timbre con estrépito-. ¡Os suplico que
no sigáis hablando!
Maston quiso replicar, pero algunos de sus colegas pudieron contenerle.
-Convengo -dijo Barbicane- en que el experimento no se puede ni se debe intentar
sino en territorio de la Unión, pero si mi impaciente amigo me hubiese dejado hablar, si
hubiese recorrido con la vista este mapa, sabría que es períectamente inútil declarar la
guerra a nuestros vecinos, en atención a que ciertas fronteras de los Estados Unidos se
extienden más a11á del paralelo 28. Mirad el mapa y veréis que tenemos a nuestra
disposición, sin salir de nuestro país, toda la parte meridional de Tejas y de Florida.
El incidente no tuvo consecuencias, si bien a J. T. Maston le costó no poco dejarse
convencer. Se decidió fundir el columbiad en el suelo de Tejas o en el de Florida.
Pero esta decisión debía crear una rivalidad sin antecedentes entre las ciudades de
estos dos Estados.
En la costa americana, el paralelo 28 atraviesa la península de Florida y la divide en
dos partes casi iguales. Después, cruzando el golfo de México, se apoya en los
extremos del arco formado por las costas de Alabama, Mississippi y Luisiana.
Entonces, abordando Tejas, de la que corta un ángulo, se prolonga por México, salva
Sonora, pasa por encima de la antigua California y se pierde en los mares del Pacífico.
Situadas debajo de este paralelo, no había más que las porciones de Tejas y Florida que
se hallasen en las condiciones de latitud recomendadas por el observatorio de
Cambridge.
En su parte meridional, Florida, erizada de fuertes levantados contra los indios
nómadas, no tiene ciudades de importancia. Tampa es la única población que por su
situación merece tenerse en cuenta.
En Tejas las ciudades son más numerosas a importantes. Corpus Christi, en el
distrito de Nueces, y todas las poblaciones situadas en el río Bravo: Laredo, Realitos,
San Ignacio, Webb, Roma, Río Grande City, Pharr, Edimburgo, Hidalgo, Santa Rita,
Panda, Brownsville, La Feria y San Manuel formaron contra las pretensiones de
Florida una liga imponente.
Los diputados tejanos y floridenses, apenas conocieron la decisión, se trasladaron a
Baltimore por el camino más corto, y desde entonces el presidente Barbicane y los
miembros más influyentes del Gun-Club se vieron día y noche asediados por
formidables reclamaciones.
Con menos afán se disputaron siete ciudades de Grecia la gloria de haber sido la cuna
de Homero que el Estado de Tejas y el de Florida la de ver fundir un cañón en su
regazo.
Aquellos feroces hermanos recorrían armados las calles de Baltimore. Era inminente
un conflicto de incalculables consecuencias. Afortunadamente, la prudencia y el buen
tacto del presidente Barbicane conjuraron el peligro. Las demostraciones personales
hallaron un derivativo en los periódicos de varios Estados. En tanto que el New York
Herald y la Tribune se declaraban partidarios de Tejas, el Times y el American Review
se constituían en órganos de los diputados floridenses. Los miembros del Gun-Club
estaban perplejos.
Tejas hacía orgulloso alarde de sus veintiséis condados, que parecía poner en batería;
pero Florida contestaba que, siendo ella un país seis veces más pequeño, tenía doce
condados que son relativamente a la extensión del territorio más que los veintiséis de
Tejas.
Tejas sacaba a relucir sus 300.000 habitantes, pero Florida, menos extensa, se
consideraba más poblada con sus 56.000. Acusaba a Tejas de tener una variedad de
fiebres palúdicas que costaba la vida todos los años a algunos miles de habitantes. Y,
desde luego, tenía razón.
Tejas, a su vez, replicaba que Florida, respecto a fiebres, nada tenía que envidiar a
nadie, y que no era prudente que acusase de insalubres a otros países un Estado que
tenía la honra de poseer entre sus enfermedades endémicas el vómito negro. Y Tejas
tenía razón también.
Además, añadían los tejanos en el New York Herald, algunas consideraciones que
merece un Estado que produce el mejor algodón de América y la mejor madera de
construcción para buques, encerrando también en sus entrañas soberbio carbón de
piedra y minas de hierro que dan un 50 por ciento de mineral puro.
A esto el American Review contestaba que el suelo de Florida, sin ser tan rico,
ofrecía mejores condiciones para fundir y vaciar el columbiad, porque estaba compuesto
de arena y arcilla.
-Pero -replicaban los tejanos- antes de fundir algo, sea to que sea, en un país, es
preciso llegar al país, y las comunicaciones con Florida son difíciles, mientras que la
costa de Tejas ofrece la bahía de Galveston, que tiene catorce leguas de extensión y
podría contener holgadamente a todas las escuadras del mundo.
-¡Bueno! -repetían los periódicos defensores de Florida-. ¡Gran cosa tenéis en
vuestra bahía de Galveston, situada encima del paralelo 29! ¿No tenemos acaso
nosotros la bahía del Espíritu Santo, abierta precisamente a 28° de latitud, y por la
cual los buques llegan directamente a Tampa?
-¡Magnífica bahía! -respondía sarcásticamente Tejas-. ¡Una bahía medio cegada!
-¡Vosotros sois los que estáis cegados por la pasión! -exclamaba Florida-.
¡Cualquiera, al oíros, diría que yo soy un país de salvajes!
-La verdad es que los semínolas recorren vuestras praderas.
-¿Y vuestros apaches y comanches son gente civilizada?
Después de algunos días de dimes y diretes, Florida llamó a su adversario a otro
terreno, y una mañana salió el Times con la pata de gallo de que siendo la empresa
esencialmente americana, no podía llevarse a cabo sino en un terreno esencialmente
americano.
A estas palabras, Tejas se salió de sus casillas.
-¡Americanos! -exclama-. ¿No to somos tanto como vosotros? ¿Tejas y Florida no se
incorporaron las dos a la Unión en 1845?
-Sin duda -respondió el Times-. ¡Después de haber sido españoles o ingleses por
espacio de doscientos años, os vendieron a los Estados Unidos por cinco millones de
dólares!
-¡Qué importa! --replicaron los floridenses-. ¿Debemos por ello avergonzarnos? En
1903, ¿no fue comprada la Luisiana a Napoleón por dieciséis millones de dólares?
-¡Qué vergüenza! -exclamaron entonces los diputados de Tejas-. ¡Un miserable
pedazo de tierra como Florida ponerse en parangón con Tejas, que, en lugar de
venderse, se hizo ella misma independiente, expulsó a los mexicanos el 2 de marzo de
1836 y se declaró república federal después de la victoria alcanzada por Samuel
Houston en las márgenes del San Jacinto sobre las tropas de Santana! ¡Un país, en fin,
que se anexionó voluntariamente a los Estados Unidos de América!
-¡Sí, por miedo a los mexicanos! -respondió Florida.
¡Miedo! Desde el momento que se pronunció esta palabra, demasiado fuerte, en
realidad, la posición se hizo intolerable. Era de temer un degüello de los dos partidos
en las calles de Baltimore. Fue preciso vigilar a los diputados con centinelas.
El presidente Barbicane se hallaba metido en un atolladero. Llegaban continuamente a
sus manos notas, documentos y cartas preñadas de amenazas. ¿Qué partido había de
tomar? Bajo el punto de vista de la posición, facilidad de las comunicaciones y rapidez
de los transportes, los derechos de los dos Estados eran perfectamente iguales. En
cuanto a las personalidades políticas, nada tenían que ver en el asunto.
La vacilación y la perplejidad se habían prolongado ya mucho y ofrecían visos de
perpetuarse, por to que Barbicane trató de salir resueltamente al paso ocurriéndosele
una solución que era indudablemente la más discreta.
-Todo bien considerado -dijo-, es evidente que las dificultades suscitadas por la
rivalidad de Tejas y Florida se producirán entre las ciudades del Estado favorecido. La
rivalidad descenderá del género a la especie, del Estado a la ciudad, y no habremos
adelantado nada. Pero Tejas tiene once ciudades que gozan de las condiciones
requeridas, y las once, disputándose el honor de la empresa, nos crearán nuevos
conflictos, al paso que Florida no tiene más ciudades que Tampa. Optemos, pues, por
Florida.
Esta disposición, apenas fue conocida, puso a los diputados de Tejas de un humor
de perros. Se apoderó de ellos un furor indescriptible, y dirigieron insultos desmedidos
a los distintos miembros del Gun-Club. Los magistrados de Baltimore no podían tomar
más que un partido, y to tomaron. Mandaron preparar un tren especial, metieron en él
de grado o fuerza a los tejanos, y les hicieron abandonar la ciudad con una rapidez de
treinta millas por hora.
Pero, por precipitado que fuese su obligado viaje, tuvieron tiempo de echar un
último sarcasmo amenazador a sus adversarios.
Aludiendo a la poca extensión de Florida, península en miniatura encerrada entre dos
mares, se consolaron con la idea de que no resistiría al sacudimiento del disparo y
saltaría al primer cañonazo.
-¡Que salte! -respondieron los floridenses, con un laconismo digno de los tiempos
antiguos.
XII
Urbi et orbi
Resueltas las dificultades astronómicas, mecánicas y topográficas, se presentaba la
cuestión económica. Tratábase nada menos que de procurarse una enorme cantidad
para la ejecución del proyecto. Ningún particular, ningún Estado hubiera podido
disponer de los millones necesarios.
Por más que la empresa fuese americana, el presidente Barbicane tomó el partido de
darle una carácter de universalidad para poder pedir su cooperación a todas las
naciones. Era a la vez un derecho y un deber de toda la Tierra intervenir en los
negocios de su satélite. Abrióse con este fin una suscripción que se extendió desde
Baltimore al mundo entero. Urbi et orbi.
La suscripción debía tener un éxito superior a todas las esperanzas. Tratábase, sin
embargo, de un donativo, y no de un préstamo. La operación, en el sentido literal de la
palabra, era puramente desinteresada, sin la más remota probabilidad de beneficio.
Pero el efecto de la comunicación de Barbicane no se había limitado a las fronteras de
los Estados Unidos, sino que había salvado el Atlántico y el Pacífico, invadiendo a la
vez Asia y Europa, áfrica y Oceanía. Los observadores de la Unión se pusieron
inmediatamente en contacto con los de los países extranjeros. Algunos, los de París,
San Petersburgo, El Cabo, Berlín, Altona, Estocolmo, Varsovia, Hamburgo, Budapest,
Bolonia, Malta, Lisboa, Benarés, Madrás y Pekín cumplimentaron al Gun-Club; los
demás se encerraron en una prudente expectativa.
En cuanto al observatorio de Greenwich, con el beneplático de los otros veintidós
establecimientos astronómicos de la Gran Bretaña, no se anduvo en chiquitas ni paños
calientes, sino que negó terminantemente la posibilidad del éxito, y se colocó sin
vacilar en las filas del capitán Nicholl, cuyas teorías prohijó sin la menor reserva.
Así es que, en tanto que otras ciudades científicas prometían enviar delegados a
Tampa, los astrónomos de Greenwich acordaron, en una sesión especial, no darse por
enterados de la proposición de Barbicane. ¡A tanto llega la envidia inglesa!
Pero el efecto fue excelente en el mundo científico en general, desde el cual se
propagó a todas las clases de la sociedad, que acogieron el proyecto con el mayor entusiasmo.
Este hecho era de una importancia inmensa tratándose de una suscripción
para reunir un capital considerable.
El 8 de octubre, el presidente Barbicane redactó un manifiesto capaz de entusiasmar a
las piedras, en el cual hacía un llamamiento a todos los hombres de buena voluntad que
pueblan la Tierra. Aquel documento, traducido a todos los idiomas, tuvo un éxito
portentoso.
Se abrió suscripción en las principales ciudades de la Unión para centralizar fondos
en el banco de Baltimore, 9 Baltimore Street, y luego se establecieron también centros
de suscripción en los diferentes países de los dos continentes:
En Viena, S. M. Rothschild.
En San Petersburgo, Stieglitz y Compañía.
En París, el Crédito Mobiliario.
En Estocolmo, Tottie y Arfuredson.
En Londres, N. M. Rothschild a hijos.
En Turín, Ardouin y Compañía.
En Berlín, Mendelsohn.
En Ginebra, Lombard Odier y Compañía.
En Constantinopla, el banco Otomano.
En Bruselas, S. Lambert.
En Madrid, Daniel Weisweiller.
En Amsterdam, el Crédito Neerlandés.
En Roma, Torlonia y Compañía.
En Lisboa, Lecesno.
En Copenhague, el banco Privado.
En Buenos Aires, el banco Maun.
En Río de Janeiro, la misma casa.
En Montevideo, la misma casa.
En Valparaíso, Tomás La Chambre y Compañía.
En México, Martin Durán y Compañía.
En Lima, Tomás La Chambre y Compañía.
Tres días después del manifiesto del presidente Barbicane se había recaudado en las
varias ciudades de la Unión cuatro millones de dólares,(l) con los cuales el Gun-Club
pudo empezar los trabajos.
Algunos días después se supo en América, por partes telegráficos, que en el
extranjero se cubrían las suscripciones con una rapidez asombrosa. Algunos países se
distinguían por su generosidad, pero otros no soltaban el dinero tan fácilmente.
Cuestión de temperamento.
Rusia, para cubrir su contingente, aprontó la enorme suma de 368.733 rublos.(2)
Francia empezó riéndose de la pretensión de los americanos. Sirvió la Luna de
pretexto a mil chanzonetas y retruécanos trasnochados y a dos docenas de sainetes en
que el mal gusto y la ignorancia andaban a la greña. Pero así como en otro tiempo, los
franceses soltaron la mosca después de cantar, la soltaron esta vez después de reír, y
se suscribieron por una cantidad de 253.930 francos. A este precio, tenían derecho a
divertirse un poco.
Austria, atendido el mal estado de su Hacienda, se mostró bastante generosa. Su
parte en la contribución pública se elevó a la suma de 216.000 florines, que fueron bien
recibidos.(3)
Suecia y Noruega enviaron 52.000 rixdales,(4) que, en relación al país, son una
cantidad considerable, pero hubiera sido mayor aún si se hubiese abierto suscripción
en Cristianía al mismo tiempo que en Estocolmo. Por no sabemos qué razón, a los
noruegos no les gusta enviar su dinero a Suecia.
1. 21.680.000 francos.
2. 1.475.000 francos.
3. 520.000 francos.
4. 294.323 francos.
Prusia demostró la consideración que le mereció la empresa enviando 250.000
táleros.(1) Todos sus observatorios se suscribieron por una cantidad importante, y
fueron los que más procuraron alentar al presidente Barbicane.
Turquía se condujo generosamente, pues siendo la Luna quien regula el curso de sus
años y su ayuno del Ramadán, se hallaba personalmente interesada en el asunto. No
podía enviar menos de 1.372.640 piastras,(2) y las dio con una espontaneidad que
revelaba, sin embargo, cierto interés del gobierno otomano.
Bélgica se distinguió entre todos los Estados de segundo orden con un donativo de
513.000 francos, que vienen a corresponder a doce céntimos por habitante.
Holanda y sus colonias se interesaron en la cuestión por 110.000 florines,(3)
pidiendo sólo una rebaja del 5 por ciento por pagarlos al contado.
Dinamarca, cuyo territorio es muy limitado, dio, sin embargo, 9.000 ducados
finos,(4) lo que prueba la afición de los daneses a las expediciones científicas.
La confederación germánica contribuyó con 34.285 florines.s Pedirle más hubiera
sido gollería, y aunque se to hubieran pedido, ella no to hubiera dado.
Italia, aunque muy endeudada, encontró 200.000 liras en los bolsillos de sus hijos,
pero dejándolos limpios como una patena. Si hubiese tenido Venecia hubiera dado más;
pero no la tenía.
1. 937.500 francos.
2. 343.160 francos.
3. 235.400 francos.
4. 117.414 francos.
5. 72.000 francos.
Los Estados de la Iglesia no creyeron prudente enviar menos de 7.040 escudos
romanos,(l) y Portugal llegó a desprenderse por la ciencia hasta de 30.000 cruzados(2).
En cuanto a México, no pudo dar más que 86.000 pesos fuertes,(3) pues los
imperios que se están fundando andan algo apurados.
1. 38.000 francos.
2. 113.200 francos.
3. 1.727 francos.
Doscientos cincuenta y siete francos fueron el modesto tributo de Suiza para la obra
americana... Digamos francamente que Suiza no acertaba a ver el lado práctico de la
operación; no le parecía que el acto de enviar una bala a la Luna fuese de tal naturaleza
que estableciese relaciones diplomáticas con el astro de la noche, y se le antojó que era
poco prudente aventurar sus capitales en una empresa tan aleatoria. Si bien se medita,
Suiza tenía, tal vez, razón.
Respecto a España, no pudo reunir más que ciento diez reales. Dio como excusa que
tenía que concluir sus ferrocarriles. La verdad es que la ciencia en aquel país no está
muy considerada. Se halla aún aquel país algo atrasado. Y, además, ciertos españoles, y
no de los menos instruidos, no sabían darse cuenta exacta del peso del proyectil,
comparado con el de la Luna, y temían que la sacase de su órbita; que la turbase en sus
funciones de satélite y provocase su caída sobre la superficie del globo terráqueo. Por
to que pudiera tronar, to mejor era abstenerse. Así se hizo, salvo unos cuantos realejos.
Quedaba Inglaterra. Conocida es la desdeñosa antipatía con que acogió la
proposición de Barbicane. Los ingleses no tienen más que una sola alma para los veintinco
millones de habitantes que encierra la Gran Bretaña. Dieron a entender que la
empresa del Gun-Club era
contraria al «principio de no intervención», y no soltaron ni un cuarto.
A esta noticia, el Gun-Club se contentó con encogerse de hombros y siguió su
negocio. En cuanto a la América del Sur: Perú, Chile, Brasil, las provincias de la Plata,
Colombia, remitieron a los Estados Unidos 300.000 pesos.(1) El Gun-Club se
encontró con un capital considerable, cuyo resumen es el siguiente:
Suscripción de los Estados Unidos . . 4.000.000 dólares
Suscripciones extranjeras . . . . . . . . . 1.446.675 dólares
Total . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .5.446.675 dólares
5.446.675 dólares(2) entraron, como resultado de la suscripción, en la caja del
Gun-Club.
A nadie sorprenda la importancia de la suma. Los trabajos de fundición, taladro y
albañilería, el transporte de los operarios, su permanencia en un país casi inhabitado, la
construcción de hornos y andamios, las herramientas, la pólvora, el proyectil y los
gastos imprevistos, debían, según el presupuesto, consumirse casi completamente.
Algunos cañonazos de la guerra federal costaron 1.000 dólares, y, por consiguiente,
bien podía costar cinco mil veces más el del presidente Barbicane, único en los fastos
de la artillería.
El 20 de octubre se ajustó un contrato con la fábrica de fundición de Goldspring, cerca
de Nueva York, la cual se comprometió a transportar a Tampa, en la Florida
meridional, el material necesario para la fundición del columbiad.
1. 59.000 francos.
2. Alrededor de 29,5 millones de francos.
Todo to más tarde, la operación debía quedar terminada el 15 del próximo octubre, y
entregado el cañón en buen estado, bajo pena de una indemnización de 100 dólares por
día hasta el momento de volverse a presentar la Luna en las mismas condiciones
requeridas, es decir, hasta haber transcurrido dieciocho años y once días.
El ajuste y pago de salario de los trabajadores y las demás atenciones de esta índole,
eran de cuenta de la compañía de Goldspring.
Este convenio, hecho por duplicado y de buena fe, fue firmado por I. Barbicane,
presidente del Gun-Club, y por J. Murchison, director de la fábrica de Go1dspring,
que aprobaron la escritura.
XIII
Stone's Hill
Hecha ya la elección por los miembros del GunClub, en detrimento de Tejas, los
americanos de la Unión que todos saben leer, se impusieron la obligación de estudiar la
geografía de Florida. Nunca jamás habían vendido los libreros tantos ejemplares de
Bartram's travel in Florida, de Roman's natural history of East and West Florida, de
William's territory of Florida, de Cleland on the culture of the Sugar, Cane in East
Florida. Fue necesario imprimir nuevas ediciones. Aquello era un delirio.
Barbicane tenía que hacer algo más que leer; quería ver con sus propios ojos y marcar
el sitio del columbiad. Sin pérdida de un instante puso a disposición del observatorio
de Cambridge los fondos necesarios para la construcción de un telescopio, .y entró en
tratos con la casa Breadwill y Compañía, de Albany, para la fabricación del proyectil
de aluminio. Enseguida partió de Baltimore, acompañado de J. T. Maston, del mayor
Elphiston y del director de la fábrica de Goldspring.
Al día siguiente, los cuatro compañeros de viaje llegaron a Nueva Orleans, donde se
embarcaron inmediatamente en el Tampico, buque de la marina federal que el gobierno
ponía a su disposición, y, calentadas las calderas, las orillas de la Luisiana
desaparecieron pronto de su vista.
La travesía no fue larga. Dos días después de partir el Tampico, que había recorrido
480 millas, distinguióse la costa floridense. A1 acercarse a ésta, Barbicane se halló en
presencia de una tierra baja, llana, de aspecto bastante árido. Después de haber
costeado una cadena de ensenadas materialmente cubiertas de ostras y cangrejos, el
Tampico entró en la bahía del Espíritu Santo.
Dicha bahía se divide en dos radas prolongadas: la rada de Tampa y la rada de
Hillisboro, por cuya boca penetró el buque. Poco tiempo después, el fuerte Broke
descubrió sus baterías rasantes por encima de las olas, y apareció la ciudad de Tampa,
negligentemente echada en el fondo de un puertecillo natural formado por la desembocadura
del río Hillisboro.
Allí fondeó el Tampico el 22 de octubre, a las siete de la tarde, y los cuatro pasajeros
desembarcaron inmediatamente.
Barbicane sintió palpitar con violencia su corazón al pisar la tierra floridense; parecía
tantearla con el pie, como hace un arquitecto con una casa cuya solidez desea conocer;
J. T. Maston escarbaba el suelo con su mano postiza.
-Señores -dijo Barbicane-, no tenemos tiempo que perder; mañana mismo
montaremos a caballo para empezar a recorrer el país.
Barbicane, en el momento de saltar a tierra, vio que le salían al encuentro los 3.000
habitantes de la ciudad de Tampa. Bien merecía este honor el presidente del GunClub,
que les había dado la preferencia. Fue acogido con formidables aclamaciones; pero él se
sustrajo a la ovación, se encerró en una habitación del hotel Franklin y no quiso recibir
a nadie. Decididamente, no se avenía su carácter con el oficio de hombre célebre.
Al día siguiente, 23 de octubre, algunos caballos de raza española, de poca alzada,
pero de mucho vigor y brío, relinchaban debajo de sus ventanas. Pero no eran cuatro,
sino cincuenta, con sus correspondientes jinetes. Barbicane, acompañado de sus tres
camaradas, bajó y se asombró de pronto, viéndose en medio de aquella cabalgata. Notó
que cada jinete llevaba una carabina en la bandolera y un par de pistolas en el cinto. Un
joven floridense le explicó inmediatamente la razón que había para aquel aparato de
fuerzas.
-Señor-dijo-, hay semínolas.
-¿Qué son semínolas?
-Salvajes que recorren las praderas, y nos ha parecido prudente escoltaros.
-¡Bah! -dijo desdeñosamente J. T. Maston montando a caballo.
-Siempre es bueno -respondió el floridense- tomar precauciones.
-Señores -repuso Barbicane-, os agradezco vuestra atención; partamos.
La cabalgata se puso en movimiento y desapareció en una nube de polvo. Eran las
cinco de la mañana; el sol resplandecía ya, y el termómetro señalaba 84°,(1) pero
frescas brisas del mar moderaban la excesiva temperatura.
Barbicane, al salir de Tampa, bajó hacia el Sur y siguió la costa, ganando el creek(2) de
Alifia. Aquel arroyo desagua en la bahía de Hillisboro, doce millas al sur de Tampa.
Barbicane y su escolta costearon la orilla derecha, remontando hacia el Este. Las olas
de la bahía desaparecieron luego detrás de un accidente del terreno, y únicamente se
ofreció a su vista la campiña.
1. 28° centígrados.
2. Arroyo.
La Florida se divide en dos partes: una, al Norte, más populosa, menos abandonada,
tiene por capital a Tallahassee, y posee uno de los principales arsenales marítimos de
los Estados Unidos, que es Pensacola; la otra, colocada entre los Estados Unidos y el
golfo de México, que la estrechan con sus aguas, no es más que una angosta península
roída por la corriente del Gulf Stream, punta de tierra perdida en medio de un pequeño
archipiélago, doblándola incesantemente los numerosos buques del canal de Bahama.
Aquella punta es el centinela avanzado del golfo de las grandes tempestades. Tiene
aquel Estado una superficie de 38.033.267 acres,(1) entre los cuales había que escoger
uno situado más a11á del paralelo 28 que conviniese a la empresa, por to que
Barbicane, sin apearse, examinaba atentamente la configuración del terreno y su
distribución particular.
1. 151.975 kilómetros cuadrados.
La Florida, descubierta por Juan Ponce de León el Domingo de Ramos de 1512,
debió a esta circunstancia el nombre que llevaba en un principio de Pascua Florida. No
la hacía en verdad muy digna de él sus costas áridas y abrasadas. Pero a algunas millas
de la playa, la naturaleza del terreno se fue modificando poco a poco, y el país se
mostró acreedor a su denominación primitiva. Entrecortaba el terreno una red de
creeks, ríos, manantiales, estanques y lagos, que le daba un aspecto parecido al que
tienen Holanda y Guayana; pero el campo se elevó sensiblemente y no tardó en
ostentar sus llanuras cultivadas, en que se daban admirablemente todas las producciones
vegetales del Norte y del Mediodía. El sol de los trópicos y las aguas
conservadas por la arcilla del terreno, pagan todos los gastos de cultivo de su inmensa
vega. Praderas de ananás, de ñame, de tabaco, de arroz, de algodón y de caña de azúcar,
que se extienden a cuanto alcanza la vista, ofrecen sus riquezas con la prodigalidad más
espontánea.
Mucho satisfacía a Barbicane la elevación progresiva del terreno, y cuando J. T.
Maston le interrogó acerca del particular, le respondió:
-Amigo mío, tenemos el mayor interés en fundir nuestro columbiad en un terreno
alto.
-¿Para estar más cerca de la Luna? -preguntó con sorna el secretario del Gun-Club.
-No -respondió Barbicane sonriéndose-. ¿Qué importan algunas toesas más o
menos? Pero en terrenos altos la ejecución de nuestros trabajos será más fácil, no
tendremos que luchar con las aguas, to que nos permitirá prescindir del largo y penoso
sistema de tuberías, cosa digna de consideración cuando se trata de abrir un pozo de
900 pies de profundidad.
-Tenéis razón-dijo el ingeniero Murchison-. Debemos, en cuanto podamos, evitar los
cursos de agua durante la perforación; pero si encontramos manantiales, no hay que
amilanarse por eso, los agotaremos con nuestras máquinas o los desviaremos. No se
trata de un pozo artesiano, estrecho y oscuro, en el que la terraja, el cubo, la sonda, en
una palabra, todos los instrumentos del perforador, trabajan a ciegas. No. Nosotros
trabajaremos al aire libre, a plena luz, con el azadón o el pico en la mano, y con el
auxilio de los barrenos saldremos pronto del paso.
-Sin embargo -respondió Barbicans-, si por la elevación o naturaleza del terreno
podemos evitar una lucha con las aguas subterráneas, el trabajo será más rápido y
saldrá más perfecto. Procuremos, pues, abrir nuestra zanja en un terreno situado a
algunos centenares de toesas sobre el nivel del mar.
-Tenéis razón, señor Barbicane; y, si no me engaño, no tardaremos en encontrar el
sitio que nos conviene.
-¡Ah! Ya quisiera haber dado el primer azadonazo -dijo el presidents.
-¡Y yo el último! -exclamó J. T. Maston.
-Todo se andará, señores -respondió el ingeniero-, y, creedme, la compañía de
Goldspring no tendrá que pagar indemnización alguna por causa de retraso.
-¡Por Santa Bárbara que tenéis razón! -replicó J. T. Maston-. Cien dólares por día
hasta que la Luna se vuelva a presentar en las mismas condiciones, es decir, durante
dieciocho años y once días, constituirían una suma de 650.000 dólares. ¿Sabíais eso?
-Ni tenemos necesidad de saberlo -respondió el ingeniero.
A cosa de las diez de la mañana, la comitiva había avanzado unas doce millas. A los
campos fértiles sucedió entonces la región de los bosques. A11í se presentaban las
esencias más variadas con una profusión tropical. Aquellos bosques casi
impenetrables, estaban formados de granados, naranjos, limoneros, higueras, olivos,
albaricoques, bananos y cepas de viña, cuyos frutos y flores rivalizaban en colores y
perfumes. A la olorosa sombra de aquellos árboles magníficos, cantaban y volaban
numerosísimas aves de brillantes colores, entre las cuales se distinguían muy
particularmente las cangrejeras, cuyo nido debería ser un estuche de guardar joyas para
ser digno de su magnífico y variado plumaje.
J. T. Maston y el mayor, no podían hallarse en presencia de aquella naturaleza
opulenta, sin admirar su espléndida belleza.
Pero el presidents Barbicane, poco sensible a tales maravillas, tenía prisa en seguir
adelante. Aquel país tan fértil le desagradaba por su fertilidad misma. Sin ser hidróscopo
sentía el agua bajo sus pies, y buscaba, aunque en vano, señales de una
aridez incontestable.
Se siguió avanzando y hubo que vadear varios ríos, no sin algún peligró, porque
estaban infestados de caimanes de 15 a 18 pies de largo. J. T. Maston les amenazó con
su temible mano postiza, pero sólo consiguió meter miedo a los pelícanos, yaguazas y
faelones, salvajes habitantes de aquellas costas, mientras los grandes flamencos de
color rosa le miraban como embobados.
Aquellos huéspedes de las regiones húmedas desaparecieron a su vez, y árboles
menos corpulentos se desparramaron par bosques menos espesos. Algunos grupos
aislados se destacaron en media de llanuras infinitas cruzadas par numerosas manadas
de gansos azorados.
-¡Par fin llegamos! -exclamó Barbicane, levantándose sobre los estribos-. ¡He aquí la
región de los pinos!
-Y la de los salvajes -respondió el mayor.
En efecto, algunos semínolas aparecían a to lejos, agitándose, revolviéndose,
corriendo de un lado a otro, montados en rápidos caballos, blandiendo largas lanzas o
descargando fusiles de sordo estampido. Limitáronse a estas demostraciones hostiles,
sin inquietar a Barbicane y a sus compañeros.
Éstos ocupaban entonces el centro de una llanura pedregosa, vasto espacio descubierto
de una extensión de algunos acres que sumergía el sol en abrasadores rayos. Estaba
formada la llanura par una especie de dilatado entumecimiento del terreno, que ofrecía,
al parecer, a los miembros del Gun-Club todas las condiciones que requería la
colocación de su columbiad.
-¡Alto! -dijo Barbicane deteniéndose-. ¿Cómo se llama éste sitio?
-Stone's Hill(1) -respondió uno de los floridenses.
1. Colina de piedras.
Barbicane, sin decir una palabra, se apeó, sacó sus instrumentos y empezó a
determinar la posición del sitio con la mayor precisión.
La escolta, agolpada en torno suyo, le examinaba en silencio.
El sol pasaba en aquel momento par el meridiano. Barbicane, después de algunas
observaciones, apuntó rápidamente su resultado y dijo:
-Este sitio está situado a 300 toesas sobre el nivel del mar, a los 27° 7' de longitud
Oeste;(1) me parece que, par su naturaleza árida y pedregosa, presenta todas las condiciones
que el experimento requiere; en esta llanura, pues, levantaremos nuestros
almacenes, nuestros talleres, nuestros hornos, las chozas de los trabajadores y desde
aquí, desde aquí mismo -repitió, golpeando con el pie en el suelo-, desde aquí, desde la
cúspide de Stone's Hill, nuestro proyectil volará a los espacios del mundo solar.
1. La longitud indicada corresponde al meridiano de Washington.
XIV
Pala y zapapico
Aquella misma tarde, Barbicane y sus compañeros regresaron a Tampa, y el ingeniero
Murchison embarcó de nuevo en el Tampico para Nueva Orleans. Tenía que contratar
un ejército de trabajadores y recoger la mayor parte del material. Los miembros del
Gun-Club se quedaron en Tampa a fin de organizar los primeros trabajos con la ayuda
de la gente del país.
Ocho días después de su partida, el Tampico regresaba a la bahía del Espíritu Santo
con una flotilla de buques de vapor. Murchison había reunido quinientos trabajadores.
En los malos tiempos de la esclavitud le hubiera sido imposible. Pero desde que
América, la tierra de la libertad, no abrigaba en su seno más que hombres libres, éstos
acudían dondequiera que les llama'ba un trabajo generosamente retribuido. Y el
Gun-Club no carecía de dinero, y ofrecía a sus trabajadores un buen salario con
gratificaciones considerables y proporcionadas. El operario reclutado para la Florida
podía contar, concluidos los trabajos, con un capital depositado a su nombre en el
banco de Baltimore. Murchison tuvo, pues, donde escoger, y pudo manifestarse
severo respecto de la inteligencia y habilidad de sus trabajadores. Es de creer que
formó su laboriosa legión con la flor y nata de los maquinistas, fogoneros, fundidores,
mineros, albañiles y artesanos de todo género, negros o blancos, sin distinción de
colores. Muchos partieron con su familia. Aquello era una verdadera emigración.
El 31 de octubre, a las diez de la mañana, la legión desembarcó en los muelles de
Tampa, y fácilmente se comprende el movimiento y actividad que reinarían en aquella
pequeña ciudad cuya población se duplicaba en un día. En efecto, Tampa debía ganar
mucho con aquella iniciativa del Gun-Club, no precisamente por el número de
trabajadores que se dirigieron inmediatamente a Stone's Hill, sino por la afluencia de
curiosos que convergieron poco a poco de todos los puntos del globo hacia la
península.
Se invirtieron los primeros días en descargar los utensilios que transportaba la
flotilla, las máquinas, los víveres, a igualmente un gran número de casas de palastro
compuestas de piezas desmontadas y numeradas. Al mismo tiempo, Barbicane trazaba
un railway de 15 millas para poner en comunicación Stone's Hill con Tampa.
Nadie ignora en qué condiciones se hace un ferrocarril americano. Caprichoso en sus
curvas, atrevido en sus pendientes, despreciando terraplenes, desmontes y obras de
ingeniería, escalando colinas, precipitándose por los valles; el rail road corre a ciegas y
sin cuidarse de la línea recta, no es muy costoso, ni ofrece grandes dificultades de
construcción, pero descarrila con suma facilidad. El camino de Tampa a Stone's Hill no
fue más que una bagatela, y su construcción no requirió mucho tiempo ni tampoco
mucho dinero.
Por lo demás, Barbicane era el alma de aquella muchedumbre que acudió a su
llamamiento. Él la alentaba, la animaba y le comunicaba su energía y su entusiasmo; su
persona se hallaba en todas partes, como si hubiese estado dotado del don de
ubicuidad, seguido siempre de J. T. Maston, su mosca zumbadora. Con él no había
obstáculo ni dificultades, ni contratiempos: era minero, albañil y maquinista tanto
como artillero, teniendo respuestas para todas las preguntas y soluciones para todos
los problemas. Estaba en correspondencia constante con el Gun-Club y con la fábrica
de Goldspring, y día y noche, con las calderas encendidas, con el vapor en presión, el
Tampico aguardaba sus órdenes en la rada de Hillisboro.
El primer día de noviembre Barbicane salió de Tampa con un destacamento de
trabajadores, y al día siguiente se había levantado alrededor de Stone's Hill una ciudad
de casas metálicas que se cercó de empalizadas, la cual, por su movimiento, por su
actividad, poco o nada tenía que envidiar a las mayores ciudades de la Unión. Se
reglamentó cuidadosamente el régimen de vida y empezaron las obras.
Sondeos escrupulosamente practicados permitieron reconocer la naturaleza del
terreno, y empezó la excavación el 4 de noviembre.
Aquel día, Barbicane reunió a los jefes de los talleres y les dijo:
-Todos conocéis, amigos míos, el objeto por el cual os he reunido en esta parte
salvaje de Florida. Trátase de fundir un cañón de nueve pies de diámetro interior, seis
pies de grueso en sus paredes y diecinueve y medio de revestimiento de piedra. Es,
pues, preciso abrir una zanja que tenga de ancho sesenta pies y una profundidad de
novecientos. Esta obra considerable debe concluirse en ocho meses, y, por
consiguiente, tenéis que sacar, en doscientos cincuenta y cinco días, 2.543.200 pies
cúbicos de tierra, es decir, diez mil pies cúbicos al día. Esto, que no ofrecería ninguna
dificultad a mil operarios que trabajasen con holgura, será más penoso en un espacio
relativamente limitado. Sin embargo, puesto que es un trabajo que se ha de hacer, se
hará, para to cual cuento tanto con vuestro ánimo como con vuestra destreza.
A las ocho de la mañana se dio el primer azadonazo en el terreno floridense, y desde
entonces, el poderoso instrumento no tuvo en manos de los mineros un solo momento
de ocio. Las tandas de operarios se relevaban cada seis horas.
Por colosal que fuese la operación, no rebasaba el límite de las fuerzas humanas.
¡Cuántos trabajos más difíciles, en los que había sido necesario combatir directamente
contra los elementos, se habían llevado felizmente a cabo! Sin hablar más que de obras
análogas, basta citar el Pozo del Tío José, construido cerca de El Cairo por el sultán
Saladino, en una época en que las máquinas no habían completado aún la fuerza del
hombre. Dicho pozo baja al nivel del Nilo, a una profundidad de 300 pies. ¡Y aquel
otro pozo abierto en Coblenza, por el margrave Juan de Baden, a la profundidad de
600 pies! Pues bien, ¿de qué se trataba en última instancia? De triplicar esta
profundidad y duplicar su anchura, to que haría la perforación más fácil. Así es que no
había ni un peón, ni un oficial, ni un maestro, que dudase del éxito de la operación.
Una decisión importante, tomada por el ingeniero Murchison, de acuerdo con el
presidente Barbicane, había de acelerar más y más la marcha de los trabajos. Por un
artículo del contrato, el columbiad debía estar reforzado con zunchos o abrazaderas de
hierro forjado. Estos zunchos eran un lujo de precauciones inútil, de las
que el cañón podía prescindir sin ningún riesgo. Se suprimió, pues, dicha cláusula,
con to que se economizaba mucho tiempo, porque se pudo entonces emplear el nuevo
sistema de perforación adoptado actualmente en la construcción de los pozos, en que
la perforación y la obra de mampostería se hacen al mismo tiempo. Gracias a este
sencillo procedimiento, no hay necesidad de apuntalar la tierra, pues la pared misma la
contiene con un poder inquebrantable y desciende por su propio peso.
No debía empezar esta maniobra hasta alcanzar el azadón la parte sólida del terreno.
El 4 de noviembre, cincuenta trabajadores abrieron en el centro mismo del recinto
cercado, es decir, en la parte superior de Stone's Hill, un agujero circular de 60 pies de
ancho.
El pico encontró primero una especie de terreno negro, de seis pies de profundidad,
de cuya resistencia triunfó fácilmente. Sucedieron a este terreno dos pies de una arena
fina, que se sacó y guardó cuidadosamente porque debía servir para la construcción del
molde interior.
Apareció después de la arena una arcilla blanca bastante compacta, parecida a la
marga de Inglaterra, que tenía un grosor de cuatro pies.
Enseguida, el hierro de los picos echó chispas bajo la capa dura de la tierra, que era
una especie de roca formada de conchas petrificadas, muy seca y muy sólida, y con la
cual tuvieron en to sucesivo que luchar siempre los instrumentos. En aquel punto, el
agujero tenía una profundidad de seis pies y medio, y empezaron los trabajos de
albañilería.
Construyóse en el fondo de la excavación un torno de encina, una especie de disco
muy asegurado con pernos y de una solidez a toda prueba. Tenía en su centro un
agujero de un diámetro igual al que debía tener el columbiad exteriomente. Sobre aquel
aparato se sentaron las primeras hiladas de piedras, unidas con inflexible tenacidad por
un cemento de hormigón hidráulico. Los albañiles, después de haber trabajado de la
circunferencia al centro, se hallaron dentro de un pozo que tenía 25 pies de ancho.
Terminada esta obra, los mineros volvieron a coger el pico y el azadón para atacar la
roca debajo del mismo disco, procurando sostenerlo con puntales de mucha solidez;
estos puntales se quitaban sucesivamente a medida que se iba ahondando el agujero.
Así, el disco iba bajando poco a poco, y con él la pared circular de mampostería, en
cuya parte superior trabajaban incesantemente los albañiles, dejando aspilleras o
respiradores para que durante la fundición encontrase salida el gas.
Este género de trabajo exige en los obreros mucha habilidad y cuidado. Alguno de
ellos, cavando bajo el disco, fue peligrosamente herido por los pedazos de piedra que
saltaban y hasta hubo alguna muerte; pero estos percances del oficio no menguaban ni
un solo minuto el ardor de los trabajadores. Éstos trabajaban durante el día, a la luz de
un sol que algunos meses después daba a aquellas calcinadas llanuras un calor de
99°.(1) Trabajaban durante la noche; envueltos en los resplandores de la luz eléctrica.
El ruido de los picos rompiendo las rocas, el estampido de los barrenos, el chirrido de
las máquinas, los torbellinos de humo agitándose en el aire, trazaban alrededor de
Stone's Hill un círculo de terror que no se atrevían a romper las manadas de bisontes ni
los grupos de semínolas.
1. 37° centígrados.
Los trabajos avanzaban regularmente. Grúas movidas por la fuerza del vapor
activaban la traslación de los materiales, encontrándose pocos obstáculos inesperados,
pues todas las dificultades estaban previstas y había habilidad para allanarlas.
El pozo, en un mes, había alcanzado la profundidad proyectada para este tiempo, o
sea 112 pies. En diciembre, esta profundidad se duplicó, y se triplicó en enero. En
febrero, los trabajadores tuvieron que combatir una capa de agua que apareció de
improviso, viéndose obligados a recurrir a poderósas bombas y aparatos de aire
comprimido para agotarla y tapar los orificios como se tapa una vía de agua a bordo de
un buque. Se dominaron aquellas corrientes, pero a consecuencia de la poca consistencia
del terreno, el disco cedió algo, y hubo un derrumbamiento parcial. El
accidente no podía dejar de ser terrible, y costó la vida a algunos trabajadores. Tres
semanas se invirtieron en reparar la avería y en restablecer el disco, devolviéndole su
solidéz; pero gracias a la habilidad del ingeniero y a la potencia de las máquinas
empleadas, la obra, por un instante comprometida, recobró su aplomo, y la
perforación siguió adelante.
Ningún nuevo incidente paralizó en to sucesivo la marcha de la operación, y el 10 de
junio, veinte días antes de expirar el plazo fijado por Barbicane, el pozo, enteramente
revestido de su muro de piedra, había alcanzado la profundidad de 900 pies. En el
fondo, la mampostería descansaba sobre un cubo macizo que medía 30 pies de grueso,
al paso que en su parte superior se hallaba al nivel del suelo.
El presidente Barbicane y los miembros del GunClub felicitaron con efusión al
ingeniero Murchison, cuyo trabajo ciclópeo se había llevado a cabo con una rapidez
asombrosa.
Durante los ocho meses que se invirtieron en dicho trabajo, Barbicane no se separó
un instante de Stone's Hill, y al mismo tiempo vigilaba de cerca las operaciones de la
excavación y no olvidaba un solo instante el bienestar y la salud de los trabajadores,
siendo bastante afortunado para evitar las epidemias que suelen engendrarse en las
grandes aglomeraciones de hombres, y que tantos desastres causan en las regiones del
globo expuestas a todas las influencias tropicales.
Verdad es que algunos trabajadores pagaron con la vida las imprudencias inherentes a
trabajos tan peligrosos. Pero estas deplorables catástrofes son inevitables, y los
americanos no hacen de ellas ningún caso. Se cuidan más de la humanidad en general
que del individuo en particular. Sin embargo, Barbicane profesabá excepcionalmente
los principios contrarios, y los aplicaba en todas las ocasiones. Así es que, gracias a su
solicitud, a su inteligencia, a su útil intervención en los casos difíciles, a su prodigiosa
y filantrópica sagacidad, el término medio de las catástrofes no excedió al de los países
de ultramar famosos por su lujo de precauciones, entre otros Francia, donde se cuenta
con un accidente por cada 200.000 francos de trabajo.
XV
La fiesta de la fundición
Durante los ocho meses que se invirtieron en la operación de la zanja, se llevaron
simultáneamente adelante con suma rapidez los trabajos preparatorios de la fundición.
Una persona extraña que, sin estar en antecedentes, hubiese llegado de improviso a
Stone's Hill, hubiera quedado atónito ante el espectáculo que se ofrecía a sus miradas.
A 600 yardas de la zanja se levantaban 1.200 hornos de reverbero, de 600 pies de
ancho cada uno, circulamente situados alrededor de la zanja misma, que era su punto
central, separados uno de otro por un intervalo de media toesa. Los 1.200 hornos
formaban una línea que no bajaba de dos millas. Estaban todos calcados sobre el mismo
modelo, con una alta chimenea cuadrangular, y producían un singular efecto. Soberbia
parecía a J. T. Maston aquella disposición arquitectónica, que le recordaba los
monumentos de Washington. Para él no había nada más bello, ni aun en Grecia, donde,
según él mismo confesaba, no había estado nunca.
Sabido es que en su tercera sesión la comisión resolvió valerse para el columbiad del
hierro fundido, especialmente del hierro furidido gris, que es, en efecto, un metal tenaz
y dúctil, de fácil pulimento, propio para efectuar todas las operaciones de moldeo, y
tratado con el carbón de piedra, es de una calidad superior para 1ás piezas de gran
resistencia, tales como cañones, cilindros de máquinas de vapor y prensas hidráulicas.
Pero el hierro fundido, si no ha sido sometido más que a una sola fusión, es
raramente to suficiente homogéneo, por to que se le acendra y depura por medio de
una segunda fusión, que le desembaraza de sus últimos depósitos terrosos.
Por lo mismo, el mineral de hierro, antes de ser embarcado para Tampa, era sometido
a los altos hornos de Goldspring y puesto en contacto con carbón y silicio y elevado a
una alta temperatura, siendo transformado en carburo,(1) y después de esta primera
operación, se dirigía el metal a Stone's Hill. Pero se trataba de 136.000.000 de libras de
hierro fundido, que son una cantidad enorme para transportar por los railways. El
precio del transporte hubiera duplicado el de la materia. Pareció preferible fletar
buques de Nueva York y cargarlos de fundición en barras, aunque para esto se
necesitaron sesenta y ocho buques de 1.000 toneladas, una verdadera escuadra, que el
3 de mayo salió del canal de Nueva York, entró en el océano, siguió a lo largo de las
costas americanas, penetró en el canal de Bahama, dobló la punta de Florida y, el 10
del mismo mes, remontando la bahía del Espíritu Santo, pasó a fondear sin avería
alguna en el puerto de Tampa. A11í el cargamento fue trasladado a los vagones del
ferrocarril de Stone's Hill, y a mediados de enero, la enorme cantidad de metal había
llegado a su destino.
1. Por la operación de refinado en los hornos, el hierro fundido, libre de carbono y silicio, se
convierte en hierro dulce.
Bien se comprende que mil doscientos hornos no eran un exceso para derretir a un
mismo tiempo 68.000 toneladas de hierro. Cada horno podía contener cerca de
114.000 libras de metal, y todos, construidos y dispuestos según el modelo de los que
sirvieron para fundir ei cañón Rodman, afectaban la forma de un trapecio y eran muy
rebajados. El aparato para caldear y la chimenea, se hallaba en los dos extremos del
horno, el cual se calentaba por igual en toda su extensión. Los hornillos, hechos de
tierra refractaria, constaban de una reja donde se colocaba el carbón de piedra, y un
crisol o laboratorio donde se ponían las barras que habían de fundirse. El suelo de este
crisol inclinado en ángulo de 25 grados permitía al metal derretido verterse hacia los
depósitos de recepción, de los cuales partían doce arroyos divergentes que desaguaban
en el pozo central.
Un día, después de terminadas las obras de albañilería, Barbicane mandó proceder a la
construcción del molde interior. La cuestión era levantar en el centro del pozo,
siguiendo su eje, un cilindro de 900 pies de altura y 9 pies de diámetro, que llenase
exactamente el espacio reservado al ánima del columbiad. Este cilindro debía
componerse de una mezcla de tierra arcillosa y arena, a la que añadían heno y paja. El
intervalo que quedase entre el molde y la obra de fábrica, debía llenarlo el metal
derretido para formar las paredes del cañón, de un grosor de 6 pies. Para mantener
equilibrado el cilindro, fue preciso reforzarlo con armadura de hierro y sujetarlo a
trechos por medio de puntales transversales que iban desde él a las paredes del pozo.
Estas traviesas, después de la fundición, quedaban formando cuerpo común con el
cañón mismo, sin que éste sufriese por la interposición menoscabo alguno.
Habiendo terminado esta operación el 8 de julio, podía procederse inmediatamente a
la fundición, y se fijó ésta para el día siguiente.
-Será una gran fiesta el acto de la fundición -dijo J. T. Maston a su amigo Barbicane.
-Sin duda -respondió Barbicane-, pero no será fiesta pública.
-¡Cómo! ¿No abriréis las puertas del recinto a todo el que se presente?
-No haré semejante disparate, Maston; la fundición del columbiad es una operación
delicada que puede también ser peligrosa, y prefiero que se ejecute a puerta cerrada.
A1 dispararse el proyectil, toleraremos todo el bullicio que se quiera, pero no antes.
En efecto, la operación podía dar origen a peligros imprevistos, y, además, una gran
afluencia de espectadores estorbaría tal vez para conjurar una catástrofe. Convenía
mucho conservar la libertad de movimiento. Así es que a nadie se permitió entrar en el
recinto, a excepción de una delegación de individuos del Gun-Club, que se había
trasladado a Tampa. Figuraban entre ella el entusiasta Bilsby, Tom Hunter, el coronel
Blomsberry, el mayor Elphiston, el general Morgan y otros, para quienes la fundicion
del columbiad era una cuestión personal. J. T. Maston se convirtió espontáneamente
en su cicerone; no omitió ningún pormenor; les condujo a todas panes, a los almacenes,
a los talleres, a las máquinas, y les obligó a visitar uno tras otro, no obstante ser perfectamente
iguales, los mil doscientos hornos. Al efectuar la visita mil doscientas,
estaban algo cansados.
La fundición debía ejecutarse a las doce en punto del día. El día anterior se había
invertido principalmente en cargar cada uno de los hornos con ciento catorce mil libras
de barras de metal, colocadas de manera que dejasen algunos huecos para que el aire
inflamado pudiese circular entre ellas libremente. Desde la madrugada, empezaron las
mil doscientas chimeneas a vomitar en la atmósfera sus torrentes de llamas, y agitaban
la tierra sordas trepidaciones. Había que quemar tantas libras de carbón de piedra
cuantas eran las libras de metal que había que fundir. Había, pues, 68.000 libras de
carbón que proyectaban delante del disco del sol un denso cortinaje de humo negro.
No tardó el calor en hacerse insoportable en aquel círculo de hornos cuyos ronquidos
parecían retumbos de trueno, aumentando el estrépito poderosos ventiladores que en
su continuo soplo saturaban de oxígeno todos aquellos focos candentes.
El buen éxito de la operación de la fundición, dependía en gran parte de la rapidez
con que se la condujese. A una señal dada, que consistía en un cañonazo, todos los
hornos a la vez debían abrir paso al hierro derretido y vaciarse enteramente.
Tomadas estas disposiciones, maestros y trabajadores aguardaron el momento fijado
con mucha impaciencia y también con cierta zozobra. No había nadie en el recinto, y
cada maestro fundidor ocupaba su puesto cerca de los agujeros por donde debía salir el
metal licuado.
Barbicane y sus colegas contemplaban la operación desde una eminencia cercana,
teniendo delante un cañón, pronto a ser disparado a una señal del ingeniero.
Algunos minutos antes de dar las doce, empezó el metal a formar gotas que se iban
dilatando, se fueron llenando poco a poco los receptáculos, y cuando el hierro, se hubo
derretido enteramente, se le dejó reposar un poco con el fin de facilitar la separación de
las sustancias heterogéneas.
Dieron las doce, sonó de pronto un cañonazo, perdiéndose en el aire, como un
relámpago, su resplandor momentáneo. Mil doscientas aberturas se destaparon a la
vez, y mil doscientas serpientes de fuego se arrastraron hacia el pozo central,
desarrollando sus anillos candentes. Al llegar el pozo, se precipitaron a una
profundidad de 900 pies con espantoso estrépito. Aquel espectáculo era conmovedor
y magnífico. La tierra temblaba, y las olas de metal hirviente, lanzando al cielo los
torbellinos de humo, volatilizaban al mismo tiempo la humedad del molde y la
arrojaban por los espiráculos o respiraderos del muro de piedra bajo la forma de
impenetrables vapores. Aquellas nubes ficticias, subiendo hacia el cenit a una altura de
500 toesas, desenvolvían sus densas espirales. Un salvaje errante, más a11á de los
límites del horizonte, hubiera podido creer en la formación de un nuevo cráter en las
entrañas de Florida, y sin embargo, aquello no era una erupción, ni una tromba, ni una
tempestad, ni una lucha de elementos, ni ninguno de los fenómenos terribles que es
capaz de producir la naturaleza. ¡No! El hombre había creado aquellos vapores cojizos,
aquellas llamas gigantescas dignas de un volcán, aquellas trepidaciones estrepitosamente
análogas a los sacudimientos de un terremoto, aquellos mugidos rivales de los
huracanes y las borrascas, y era su mano quien precipitaba en un abismo abierto por
ella todo un Niágara del humeante metal derretido.
XVI
El columbiad
¿La operación había tenido buen éxito? Acerca del particular no se podía juzgar más
que por conjeturas. Todo, sin embargo, inducía a creer que la fundición se había
verificado debidamente, puesto que el molde había absorbido todo el metal licuado en
los hornos. Pero nada en mucho tiempo se podría asegurar de una manera positiva. La
prueba directa había de ser necesariamente muy tardía.
En efecto, cuando el mayor Rodman fundió su cañón de ciento sesenta mil libras, el
hierro tardó en enfriarse más de quince días. ¿Cuánto tiempo, pues, el monstruoso
columbiad, coronado de torbellinos de vapor y defendido por su calor intenso, iba a
ocultarse a las investigaciones de sus admiradores? Difícil era calcularlo.
Durante este tiempo la impaciencia de los miembros del Gun-Club pasó por una
dura prueba. Pero fuerza es esperar, y más de una vez la curiosidad y el entusiasmo
expusieron a J. T. Maston a asarse vivo. Quince días después de verificada la
fundición, subía aún al cielo un inmenso penacho de humo, y el suelo abrasaba los pies
en un radio de doscientos pasos alrededor de la cima de Stone's Hill.
Pasaron días y días, semanas y semanas. No había medio de enfriar el inmenso
cilindro, al cual era imposible acercarse. Preciso era aguardar, y los miembros del
Gun-Club tascaban su freno.
-Nos hallamos ya a to de agosto -dijo una mañana J. T. Maston-. ¡Faltan apenas
cuatro meses para llegar al 1 de diciembre, y aún tenemos que sacar el molde interior,
formar el ánima de la pieza y cargar el columbiad! ¿Tendremos tiempo? ¡Ni siquiera
podemos acercarnos al cañón! ¿No se enfriará nunca? ¡Sería un chasco horrible!
En vano se trataba de calmar la impaciencia del secretario; Barbicane no despegaba
los labios, pero su silencio ocultaba una sorda irritación. Verse absolutamente detenido
por un obstáculo del cual sólo podía triunfar el tiempo, enemigo temible en aquellas
circunstancias, y hallarse a discreción suya, era duro para un hombre de guerra.
Sin embargo, observaciones diarias permitieron comprobar modificaciones en el
estado del terreno. Hacia el 15 de agosto, la intensidad y densidad de los vapores había
disminuido notablemente. Algunos días después, la tierra no exhalaba más que un
ligero vaho, último soplo del monstruo encerrado en su ataúd de piedra. Poco a poco
se apaciguaron las convulsiones del terreno, y se circunscribió el círculo calórico; los
espectadores más impacientes se acercaron, ganaron un día 2 toesas y al otro 4; y el 22
de agosto, Barbicane, sus colegas y el ingeniero pudieron llegar a la masa de hierro
colado que asomaba al nivel de la cima de Stone's Hill, sitio sin duda muy higiénico, en
que no estaba aún permitido tener frío en los pies.
-¡Loado sea Dios! -exclamó el presidente del GunClub con un inmenso suspiro de
satisfacción.
Se volvió a trabajar aquel mismo día. Procedióse inmediatamente a la extracción del
molde interior para dejar libre el ánima de la pieza; funcionaron sin descanso el pico, el
azadón y la terraja; la tierra arcillosa y la arena habían adquirido con el calor una dureza
suma, pero con el auxilio de las máquinas, se venció la resistencia de aquella mezcla
que ardía aún al contacto de las paredes de hierro fundido; se sacaron rápidamente en
carros de vapor los materiales extraídos, y se hizo todo tan bien, se trabajó con tanta
actividad, fue tan apremiante la intervención de Barbicane y tenían tanta fuerza sus
argumentos, a los que dio la forma de dólares, que el 3 de septiembre había
desaparecido hasta el último vestigio del molde.
Inmediatamente después, empezó la operación de alisar el ánima, a cuyo efecto se
establecieron con la mayor prontitud las máquinas convenientes, y se pusieron en
juego poderosos alisadores cuyo corte eliminó rápidamente las desigualdades de la
fundición. Al cabo de algunas semanas, la superficie interior del inmenso tubo era
perfectamente cilíndrica, y el ánima de la pieza había adquirido un pulimento perfecto.
Por último, el 22 de septiembre, no habiendo aún transcurrido un año desde la
comunicación de Barbicane, la enorme máquina, calibrada rigurosamente y absolutamente
vertical, según comprobaron los más delicados instrumentos, estaba en
disposición de funcionar. No había que esperar más que a la Luna, pero todos tenían
una completa confianza en que tan honrada señora no faltaría a la cita. La conocían por
sus antecedentes, y por ellos la juzgaban.
La alegría de J. T. Maston traspasó todos los límites, y poco le faltó para ser víctima
de una espantosa caída por el afán con que abismaba sus miradas en el tubo de 900
pies. Sin el brazo derecho de Blomsberry, que el digno coronel había felizmente
conservado, el secretario del Gun-Club, como un segundo Eróstrato, hubiera encontrado
la muerte en las profundidades del columbiad.
El cañón estaba, pues, concluido, y no cabía duda alguna acerca de su ejecución
perfecta. Así es que, el 6 de octubre, el capitán Nicholl, no obstante sus antipatías,
pagó al presidente Barbicane la segunda apuesta, y Barbicane en sus libros, en la
columna de ingresos, apuntó una suma de 2.000 dólares. Motivos hay para creer que la
cólera del capitán llegó al último extremo, causándole una verdadera enfermedad. Sin
embargo, quedaban aún tres apuestas, una de 3.000 dólares, otra de 4.000 y otra de
5.000, y con sólo ganar dos de ellas, no se hubiera librado mal del negocio. Pero el
dinero no entraba para nada en sus cálculos, y el éxito obtenido por su rival en la
fundición de su cañón, a cuyo proyectil no hubiera resistido una plancha de 10 toesas,
le daba un golpe terrible. El 23 de septiembre se permitió al público entrar libremente
en el recinto de Stone's Hill, y ya se comprende to que sería la afluencia de visitantes.
Innumerables curiosos, procedentes de todos los puntos de los Estados Unidos, se
dirigían a Florida. Durante aquel año la ciudad de Tampa, consagrada enteramente a los
trabajos del Gun-Club, se había desarrollado de una manera prodigiosa, y contaba
entonces con una población de 60.000 almas. Después de envolver en una red de calles
el fuerte Broke, se fue prolongando por la lengua de tierra que separa las dos radas de
la bahía del Espíritu Santo. Nuevos cuarteles, nuevas plazas, un bosque entero de
casas nuevas había brotado en aquellos enales antes desiertos, al calor del sol americano.
Habíanse fundado compañías para erigir iglesias, escuelas y habitaciones
particulares, y en menos de un año se decuplicó la extensión de la ciudad.
Sabido es que los yanquis han nacido comerciantes. Adondequiera que les lance la
suerte, desde la zona glacial a la zona tórrida, es menester que se ponga en ejecución su
instinto de los negocios. He aquí por qué simples curiosos que se habían trasladado a
Florida sin más objeto que seguir las operaciones del Gun-Club, se entregaron, no bien
se hubieron establecido en Tampa, a operaciones mercantiles. Los buques fletados
para el transporte del material y de los trabajadores, habían dado al puerto una
actividad sin ejernplo. Otros buques de todas clases, cargados de víveres, provisiones
y mercancías, surcaron luego la bahía y las dos radas; grandes contadores de armadores
y corredores se establecieron en la ciudad, y la Shipping Gazette(1) anunció
diariamente en sus columnas la llegada de nuevas embarcaciones al puerto de Tampa.
1. Gaceta Marítima.
Mientras se multiplicaban los caminos alrededor de la ciudad, ésta, teniendo en
consideración el prodigioso desarrollo de su población y su comercio, fue unida por un
ferrocarril a los Estados meridionales de la Unión. Por medio de un railway, Mobile se
enlazó con Pensacola, el gran arsenal marítimo del Sur, desde donde el ferrocarril se
dirigió a la ciudad de Tallahassee, donde había ya un pequeño trozo de vía férrea y
ponía en comunicación con Saint Marks, en la costa. Aquel railway se prolongó hasta
Tampa, vivificando a su paso y despertando las comarcas muertas de Florida central.
Gracias a las maravillas de la industria, debidas a la idea que cruzó por la mente de un
hombre, Tampa pudo darse la importancia de una gran ciudad. Le habían dado el sobrenombre
de Moon City, y Tallahassee, la capital de las dos Floridas, sufrió un eclipse
total, visible desde todos los puntos del globo.
Ahora comprende cualquiera el fundamento de la gran rivalidad entre Tejas y Florida,
y la exasperación de los tejanos cuando se vieron desahuciados en sus pretensiones
por la elección del Gun-Club. Con su sagacidad previsora había adivinado cuánto debía
ganar un país con el experimento de Barbicane y los beneficios que produciría un
cañonazo semejante. Tejas perdía por la elección de Barbicane un vasto centro de
comercio, un ferrocarril y un aumento considerable de población. Todas estas ventajas
las obtenía la miserable península floridense, echada como una estacada en las olas del
golfo y las del océano Atlántico. Así es que Barbicane participaba, con el general
Santana, de todas las antipatías de Tejas.
Sin embargo, aunque entregada a su furor mercantil y a su pasión industrial, la nueva
población de Tampa no olvidó las interesantes operaciones del Gun-Club. Todo to
contrario. Seguía con ansia todos los pormenores de la empresa, y la entusiasmaba
cualquier azadonazo. Hubo constantemente entre la ciudad y Stone's Hill un continuo
it y venir, una procesión, una romería.
Fácil era prever que, al llegar el día del experimento, la concurrencia ascendería a
millares de personas, que de todos los puntos de la Tierra se iban acumulando en la
circunscrita península. Europa emigraba a América.
Pero es preciso confesar que hasta entonces la curiosidad de los numerosos viajeros
no se hallaba enteramente satisfecha. Muchos contaban con el espectáculo de la
fundición, de la cual no alcanzaron más que el humo. Poca cosa era para aquellas gentes
ávidas, pero Barbicane, como es sabido, no quiso admitir a nadie durante aquella
operación. Hubo descontento, refunfuños, murmullos; hubo reconvenciones al
presidente, de quien se dijo que adolecía de absolutismo, y su conducta fue declarada
poco americana. Hubo casi una asonada alrededor de la cerca de Stone's Hill. Pero ni
por ésas; Barbicane era inquebrantable en sus resoluciones.
Pero cuando el columbiad quedó enteramente concluido, fue preciso abrir las
puertas, pues hubiera sido poco prudente contrariar el sentimiento público manteniéndolas
cerradas. Barbicane permitió entrar en el recinto a todos los que llegaban, si
bien, empujado por su talento práctico, resolvió especular en grande con la curiosidad
general. La curiosidad es siempre, para el que sabe explotarla, una fábrica de moneda.
Gran cosa era contemplar el inmenso columbiad, pero la gloria de bajar a sus
profundidades parecía a los americanos el non plus ultra de la felicidad posible en este
mundo. No hubo un curioso que no quisiese darse a toda costa el placer de visitar
interiormente aquel abismo de metal. Atados y suspendidos de una cabria que
funcionaba a impulsos del vapor, se permitió a los espectadores satisfacer su
curiosidad excitada. Aquello fue un delirio. Mujeres, niños, ancianos, todos se impusieron
el deber de penetrar en el fondo del ánima del colosal cañón preñado de misterios.
Se fijó el precio de 5 dólares por persona, y a pesar de su elevado costo, en los dos
meses inmediatos que precedieron al experimento, la afluencia de viajeros permitió al
Gun-Club obtener cerca de 500.000 dólares.
Inútil es decir que los primeros que visitaron el columbiad fueron los miembros del
Gun-Club, a cuya ilustre asamblea estaba justamente reservada esta preferencia. Esta
solemnidad se celebró el 25 de septiembre. En un cajón de honor, bajaron el presidente
Barbicane, J. T. Maston, el mayor Elphiston, el general Morgan, el coronel
Blomsberry, el ingeniero Murchison y otros miembros distinguidos de la célebre
sociedad, en número de unos diez. Mucho calor hacía aún en el fondo de aquel largo
tubo de metal, se sentía dentro alguna sofocación. ¡Pero qué alegría! ¡Qué encanto! Se
colocó una mesa de diez cubiertos en la recámara de piedra que sostenía el columbiad,
alumbrado a giorno por un chorro de luz eléctrica. Exquisitos y numerosos manjares
que parecían bajados del cielo, se colocaron sucesivamente delante de los convidados,
y botellas de los mejores vinos se apuraron profusamente durante aquel espléndido
banquete a 900 pies bajo tierra.
El festín fue muy animado y también muy bullicioso. Se entrecruzaron numerosos
brindis: se brindó por el globo terrestre; se brindó por su satélite; se brindó por el
Gun-Club; se brindó por la Unión, por la Luna, por Febe, por Diana, por Selene, por
el astro de la noche, por la pacífica mensajera del firmamento. Los hurras, llevados por
las ondas sonoras del inmenso tubo acústico, llegaban a su extremo como un trueno, y
la multitud, colocada alrededor de Stone's Hill, se unía con el corazón y con los gritos a
los diez convidados hundidos en el fondo del gigantesco columbiad.
J. T. Maston no era ya dueño de sí mismo. Difícil sería determinar si gritaba más que
gesticulaba, y si bebía más que comía. Lo cierto es que no cabía de gozo en su pellejo,
que no hubiera dado su lugar por el imperio del mundo, aun cuando el cañón cargado,
cebado y haciendo fuego en aquel instante, hubiera debido enviarle hecho pedazos a los
espacios planetarios.
XVII
Un parte telegráfico
Pudiérase decir que estaban terminados los grandes trabajos emprendidos por el
Gun-Club, y, sin embargo, tenían aún que transcurrir dos meses antes de enviar el
proyectil a la Luna. Dos meses que debían parecer largos como años a la impaciencia
universal. Hasta entonces los periódicos habían dado diariamente cuenta de los más
insignificantes pormenores de la operación, y sus columnas eran devoradas con avidez;
pero era de temer que en to sucesivo disminuyese mucho el dividendo de interés
distribuido entre todas las gentes, y no había quien no temiese que iba a dejar pronto
de percibir la parte de emociones que diariamente le correspondía.
No fue así. El más inesperado, el más extraordinario, más increiíble y más inverosímil
incidente volvió a fanatizar los ánimos anhelantes y a causar en el mundo una sorpresa
y una sobreexcitación hasta entonces desconocidas.
Un día, el 30 de septiembre, a las tres y cuarenta y siete minutos de la tarde llegó a
Tampa, con destino al presidente Barbicane, un telegrama transmitido por el cable
sumergido entre Valentia (Irlanda), Terranova y la costa americana.
El presidente Barbicane rasgó el sobre, leyó el parte, y, no obstante su fuerza de
voluntad para hacerse dueño de sí mismo, sus labios palidecieron y su vista se turbó a
la lectura de las veinte palabras del telegrama.
He aquí el texto del mismo, que se conserva aún en los archivos del Gun-Club:
«Francia, París.
»30 septiembre, 4 h. mañana.
»Barbicane. Tampa, Florida.
»Estados Unidos.
»Reemplazad granada esférica por proyectil cilindrocónico. Partiré dentro. Llegaré
por vapor Atlanta.
M I C H E L
ARDAN.
XVIII
El pasajero del Atlanta
Si tan estupenda noticia, en vez de volar por los hilos telegráficos, hubiera llegado
sencillamente por correo, cerrada y bajo un sobre, si los empleados de Francia, Irlanda,
Terranova y Estados Unidos de América no hubiesen debido conocer necesariamente
la confidencia telegráfica, Barbicane no habría vacilado un solo instante. Hubiese
callado por medida de prudencia, y para no desprestigiar su obra. Aquel telegrama,
sobre todo procediendo de un francés, podía ser una burla. ¿Qué apariencia de verdad
tenía la audacia de un hombre capaz de concebir la idea de un viaje semejante? Y si en
realidad había un hombre resuelto a llevar a cabo tan singular propósito, ¿no era un
loco a quien se debía encerrar en una casa de orates, y no en una bala de cañón?
Pero el parte era conocido, porque los aparatos de transmisión son por su naturaleza
poco discretos, y la proposición de Michel Ardan circulaba ya por los diversos
Estados de la Unión. No tenía, pues, Barbicane ninguna razón para guardar silencio
acerca de ella, y por tanto reunió a los individuos del Gun-Club, que se hallaban en
Tampa, y, sin dejarles entrever su pensamiento,
sin discutir el mayor o menor crédito que le merecía el telegrama, leyó con sangre
fría su lacónico texto.
-¡Imposible!
-¡Es inverosímil!
-¡Pura broma!
-¡Se están burlando de nosotros!
-¡Ridículo!
-¡Absurdo!
Durante algunos minutos, se pronunciaron todas las frases que sirven para expresar
la duda, la incredulidad, la barbaridad y la locura, con acompañamiento de los
aspavientos y gestos que se usan en semejantes circunstancias. Cada cual, según su
carácter, se sonreía, o reía, o se encogía de hombros, o soltaba la carcajada. J. T. Maston
fue el único que tomó la cosa en serio.
-¡Es una soberbia idea! -exclamó.
-Sí -le respondió el mayor-, pero si alguna vez es permitido tener ideas semejantes,
es con la condición de no pensar siquiera en ponerlas en práctica.
-¿Y por qué no? -replicó con cierto desenfado el secretario del Gun-Club,
aprestándose para el combate que sus colegas rehuyeron.
Sin embargo, el nombre de Michel Ardan corría de boca en boca en la ciudad de
Tampa. Extranjeros a indígenas se miraban, se interrogaban y se burlaban, no del
europeo, que era en su concepto un mito, un ente imaginario, un ser quimérico, sino de
J. T. Maston, que había podido creer en la existencia de aquel personaje fabuloso.
Cuando Barbicane propuso enviar un proyectil a la Luna, la empresa pareció a todos
natural y practicable, y no vieron en ella más que una simple cuestión de balística.
Pero que un ser racional quisiera tomar asiento en el proyectil a intentar aquel viaje
inverosímil, era una proposición tan sin pies ni cabeza que no podía dejar de parecer
una chanza, una farsa, un engaño.
Las chanzonetas duraron sin interrupción hasta la noche, y se puede asegurar que
toda la Unión prorrumpió en una sola carcajada, to que es poco común en un país
donde las empresas imposibles encuentran fácilmente panegiristas, adeptos y
partidarios.
Con todo, la proposición de Michel Ardan, como todas las ideas nuevas, no dejaba
de preocupar a más de cuatro, por to mismo que se apartaba de la corriente de las
emociones acostumbradas. «He aquí -decían- una cosa que no se le había ocurrido a
nadie.» Aquel incidente fue luego una obsesión por su misma extrañeza. Daba en qué
pensar. ¡Cuántas cosas negadas la víspera han sido una realidad al día siguiente! ¿Por
qué un viaje a la Luna no se ha de realizar un día a otro? Pero siempre tendremos que el
primero que a él quiera arriesgarse debe ser un loco de atar, y decididamente, pues que
su proyecto no puede tomarse en serio, hubiera hecho bien en callarse en lugar de
poner en fermentación a una población entera con sus ridículas salidas de tono.
Pero ¿existía realmente aquel personaje? He aquí la primera cuestión. El nombre de
Michel Ardan no era desconocido en América. Era el nombre de un europeo muchas
veces citado por sus atrevidas empresas. Además, aquel telegrama que había
atravesado las profundidades del Atlántico, la designación del buque en que el francés
decía haber tomado pasaje, la fecha fija de su llegada próxima, eran circunstancias que
daban a la proposición ciertos visos de verosimilitud. La empresa requería, sin duda,
un valor inaudito. Pronto los individuos aislados se agruparon: los grupos se
condensaron bajo la acción de la curiosidad como en virtud de la atracción molecular se
condensan los átomos, y al cabo se formó una multitud compacta que se dirigió al
domicilio del presidente Barbicane.
Éste, desde la llegada del telegrama, no había manifestado acerca de él opinión alguna,
había dejado a J. T. Maston descubrir la suya sin aprobar ni desaprobar: se mantenía al
pairo, y se proponía aguardar los acontecimientos.
Pero echaba las cuentas sin la huéspeda; pues- no contaba con la impaciencia
pública, y vio con muy poca satisfacción a los habitantes de Tampa reunirse bajo sus
ventanas. Los murmullos, los gritos y las vociferaciones le obligaron a presentarse.
Tenía todos los deberes, y por consiguiente, todas las obligaciones de la celebridad.
Se presentó, y la multitud guardó silencio. Un ciudadano tomó la palabra, y dirigió a
Barbicane la siguiente pregunta:
-¿El personaje designado en el parte bajo el nombre de Michel Ardan se dirige hacia
América? ¿Sí o no?
-Señores -respondió Barbicane-, no sé más que to que saben ustedes.
-Pues es preciso saberlo -gritaron algunos con impaciencia.
-El tiempo nos lo dirá -respondió con sequedad el presidente.
-No reconocemos ningún derecho para mantener en un estado de ansiedad penosa a
un pueblo entero -replicó el orador-. ¿Habéis modificado los planos del proyectil de
conformidad con to que dice el zelégrama?
-Todavía no, señores; pero tenéis razón; es preciso saber a qué atenernos, y el
telégrafo, que ha causado toda esta conmoción, completará nuestros informes.
-¡Al telégrafo! ¡Al telégrafo! -exclamó la muchedumbre.
Barbicane bajó, y, seguido del inmenso gentío, se dirigió a las oficinas de la
administración.
Pocos minutos después se envió al síndico de los corredores marítimos de Liverpool
un parte en el que se le hacían las siguientes preguntas:
«¿Qué buque es el Atlanta? ¿Cuándo salió de Europa? ¿Llevaba a bordo a un francés
llamado Michel Ardan?»
Dos horas después Barbicane recibía informes de una precisión tal que no permitían
abrigar ninguna duda.
«El vapor Atlanta, de Liverpool, se hizo a la mar el 2 de octubre con rumbo a Tampa,
llevando a bordo a un francés que, con el nombre de Michel Ardan, consta en la lista de
los pasajeros.»
Al ver esta confirmación del telegrama, los ojos del presidente brillaron con una llama
de satisfacción, se cerraron fuertemente sus puños y con violencia se le oyó murmurar:
-¡Pues, es cierto! ¡Es, pues, posible! ¡Este francés existe! ¡Y estará aquí dentro de
quince días! Pero es un loco, y nunca consentiré...
Y, sin embargo, aquella misma tarde escribió a la casa Breadwill y Compañía para
que suspendiese hasta nueva orden la fundición del proyectil.
Expresar ahora la conmoción que se apoderó de toda América, el efecto que produjo
la comunicación de Barbicane, to que dijeron los periódicos de la Unión, el asombro
que les causó la noticia y el entusiasmo con que la acogieron y con que cantaron la
llegada de aquel héroe del antiguo continente; describir la agitación febril de cada
individuo, que veía transcurrir lentamente las horas; dar una idea, aunque imperfecta,
de aquella obsesión fatigosa de todos los cerebros subordinados a un solo
pensamiento; narrar el cese completo de toda actividad humana; la paralización de la
industria y la suspensión del comercio para presenciar la llegada del Atlanta; descubrir
la animación de la bahía del Espíritu Santo, incesantemente surcada por vapores,
paquebotes, yates de placer, fly-boats de todas las dimensiones, enumerar los millares
de curiosos que cuadruplicaron en quince días la población de Tampa y tuvieron que
acampar bajo tiendas como un ejército en campaña, sería una pretensión temeraria
superior a todas las fuerzas de los hombres.
El 20 de octubre, a las nueve de la mañana, los vigías del canal de Bahama
distinguieron una densa humareda en el horizonte.
Dos horas después, un vapor de alto bordo era por ellos reconocido, y el nombre de
Atlanta fue transmitido a Tampa. A las cuatro, el buque inglés entraba en la bahía del
Espíritu Santo. A las cinco, cruzaba a todo vapor la rada de Hillisboro. A las seis
fondeaba en el puerto de Tampa.
El áncora no había aún mordido el fondo de la arena, cuando quinientas
embarcaciones rodeaban al Atlanta, y el vapor era tomado por asalto. El primero que
pisó su cubierta fue Barbicane, el cual dijo con una voz cuya emoción quería en vano
reprimir:
-¿Michel Ardan?
-¡Presente! -respondió determinado individuo encaramado a la toldilla.
Barbicane, con los brazos cruzados, con la mirada interrogante, con los labios
apretados, miró fijamente al pasajero del Atlanta.
Era éste un hombre de cuarenta y dos años, alto, pero algo cargado de espaldas,
como esas cariátides que sostienen balcones en sus hombros. Su cabeza enérgica,
verdadera cabeza de león, sacudía de cuando en cuando una cabellera roja que parecía
realmente una guedeja. Una cara corta, ancha en las sienes, adornada con unos bigotes
erizados como los del gato y mechones de pelos amarillentos que salpicaban sus
mejillas, ojos redondos de los que partía una mirada miope y como extraviada,
completaban aquella fisonomía eminentemente felina. Pero la nariz era de un dibujo
atrevido, la boca perfecta, la frente alta, inteligente, y surcada como un campo que no
ha estado nunca inculto. Un cuerpo bien desarrollado, descansando sobre unas largas
piernas, unos brazos musculosos, qué eran poderosas y bien apoyadas palancas, y un
continente resuelto, hacían de aquel europeo un hombre sólidamente constituido, que
más parecía forjado que fundido, valiéndonos de una de las expresiones del arte
metalúrgico.
Los discípulos de Lavater o de Gratiolet hubieran encontrado sin dificultad en el
cráneo y en la fisonomía de aquel personaje los signos indiscutibles de la contabilidad,
es decir, el valor en el peligro y de la tendencia a sobrepujar los obstáculos; los de la
benevolencia y los de apego a to maravilloso, instinto que induce a ciertos
temperamentos a apasionarse por las cosas sobrehumanas; pero, en cambio, las
protuberancias de la adquisibilidad, de la necesidad de poseer y adquirir, faltaban absolutamente.
Para completar el retrato físico del pasajero del Atlanta, es oportuno decir que sus
vestidos eran holgados, que no oponía el menor obstáculo al juego de sus
articulaciones, siendo su pantalón y su gabán tan sumamente anchos que él mismo se
llamaba la muerte con capa. Llevaba la corbata en desaliño, y su cuello de camisa muy
escotado dejaba ver un cuello robusto como el de un toro. Sus manos febriles
arrancaban de dos mangas de camisa que estaban siempre desabrochadas. Bien se
conocía que aquel hombre no sentía nunca el frío, ni en la crudeza del invierno, ni en
medio de los peligros.
Iba y venía por la cubierta del vapor, en medio de la multitud que apenas le dejaba
espacio para moverse, sin poder estar quieto un momento. Pero él derivaba sobre sus
anclas, como decían los marineros, y gesticulaba y tuteaba a todo el mundo, y se
mordía las uñas con una avidez convulsiva.
Era uno de esos tipos originales que el Creador inventa por capricho pasajero,
rompiendo el molde enseguida.
En efecto, la personalidad moral de Michel Ardan ofrecía un campo muy dilatado a
la investigación de los observadores analíticos. Aquel hombre asombroso vivía en una
perpetua disposición a la hipérbole y no había traspasado aún la edad de los
superlativos. En la retina de sus ojos se juntaban los objetos con dimensiones desmedidas,
de to que resultaba una asociación de ideas gigantescas. Todo to veía
abultadísimo y en grande, a excepción de las dificultades y los hombres, que los veía
siempre pequeños.
Estaba dotado de una naturaleza poderosa, exorbitante, superabundante; era artista por
instinto, muy ingenioso, muy decidor, pero aunque no hacía nunca un fuego graneado
de chistes, el chiste que se permitía era siempre una descarga cerrada. En las
discusiones se cuidaba muy poco de la lógica; rebelde al silogismo, no to hubiera nunca
inventado, y todas sus salidas eran suyas y solamente suyas. Atropellando por todo y
para todo, apuntaba en medio del pecho argumentos ad hominem certeros y seguros, y
le gustaba defender con el pico y con las zarpas las causas desesperadas.
Tenía, entre otras manías, la de proclamarse, como Shakespeare, un ignorante
sublime y hacía alarde de despreciar a los sabios. «Los sabios -decía- no hacen más que
llevar el tanteo mientras nosotros jugamos.» Era un bohemio del mundo de las
maravillas, que se aventuraba mucho sin ser por eso aventurero, una cabeza destornillada,
un Faetón que se empeña en guiar el carro del Sol, un ícaro con alas de reserva.
Por to demás, pagaba con su persona, y pagaba bien; se arrojaba, sin cerrar los ojos, a
las más peligrosas empresas; quemaba sus naves con-más decisión que Agatocles;
siempre dispuesto a romperse el alma o desnucarse, caía invariablemente de pies, como
esos monigotes de médula de saúco con plomo en la base que sirven de diversión a los
niños.
En una palabra, su divisa era: A pesar de todo , y el amor a to imposible, constituían
su pasión dominante.
Pero aquel hombre emprendedor tenía como ningún otro los defectos de sus
cualidades. Se dice que quien nada arriesga nada tiene. Ardan nada tenía y to arriesgaba
siempre todo. Era un despilfarrador, un tonel de las Danaides. Perfectamente
desinteresado, hacía tan buenas obras como calaveradas; caritativo, cabelleresco y
generoso, no hubiera firmado la sentencia de muerte de su más cruel enemigo, y era
muy capaz de venderse como esclavo para rescatar a un negro.
En Francia, en la Europa entera, todo el mundo conocía a un personaje tan brillante y
que tanto ruido metía. ¿No hablaban acaso de él incesantemente las cien trompas de la
fama, puestas todas a su servicio? ¿No vivía en una casa de vidrio, tomando el
universo entero por confidente de sus más íntimos secretos? Eso no obstante, no le
faltaba una buena colección de enemigos entre los individuos a quienes había rozado,
herido o atropellado más o menos al abrirse paso con los codos entre la muchedumbre.
Pero generalmènte se le quería bien, y hasta se le mimaba como a un niño. Era, según
la expresión popular, «un hombre a quien era preciso tomar o dejar», y se le tomaba.
Todos se interesaban por él en sus atrevidas empresas y le seguían con la mirada
inquieta. ¡Era audaz con tanta imprudencia! Cuando algún amigo quería detenerle
prediciéndole una.próxima catástrofe, le respondía, sonriéndose amablemente: «El
bosque no es quemado sino por sus propios árboles.» Y no sabía, al dar esta
respuesta, que citaba el más bello de todos los proverbios árabes.
Tal era aquel pasajero del Atlanta, siempre agitado, siempre hirviendo al calor de un
fuego interior, siempre conmovido, y no por to que pretendía hacer en America, en to
cual ni siquiera pensaba, sino por efecto de su organización calenturienta. Era
seguramente un contraste, el más singular, el que ofrecían el francés Michel Ardan y el
yanqui Barbicane, no obstante ser los dos, cada cual a su manera, emprendedores,
atrevidos y audaces.
La contemplación a que se abandonaba el presidente del Gun-Club en presencia de
aquel rival que acababa de relegarle a un segundo término, fue muy pronto interrumpida
por los hurras y vítores de la muchedumbre. Tan frenéticos fueron los gritos,
y el entusiasmo tomó formas tan personales, que Michel Ardan, después de haber
apretado millares de manos, en las que estuvo expuesto a dejar sus dedos, tuvo que
buscar refugio en el fondo de su camarote.
Barbicane le siguió sin haber pronunciado una palabra.
-¿Sois vos Barbicane? -le preguntó Michel Ardan, cuando estuvieron solos los dos,
con un tono como si hubiese hablado a un amigo de veinte años.
-Sí -respondió el presidente del Gun-Club.
-Pues bien, os saludo, Barbicane. ¿Cómo estáis? ¿Muy bien? ¡Me alegro! ¡Me
alegro!
-Así pues -dijo Barbicane entrando en materia, sin preámbulos-. ¿Estáis decidido a
partir?
-Absolutamente decidido.
-¿Nada os detendrá?
-Nada. ¿Habéis modificado el proyectil como os indicaba en mi telegrama?
-Aguardaba vuestra llegada. Pero -preguntó Barbicane con insistencia- ¿lo habéis
pensado detenidamente?
-¡Reflexionado! ¿Tengo acaso tiempo que perder? Se me presenta la ocasión de it a
dar una vuelta por la Luna, y la aprovecho; he aquí todo. No creo que la cosa merezca
tantas reflexiones.
Barbicane devoraba con la vista a aquel hombre que hablaba de su proyecto de viaje
con una ligereza y un desdén tan completo y sin la más mínima inquietud ni zozobra.
-Pero, al menos -le dijo-, tendréis un plan, tendréis medios de ejecución.
-Excelentes, amigo Barbicane. Pero permitidme haceros una observación; me gusta
contar mi historia de una sola vez a todo el mundo, y luego no cuidarme más de ella.
Así se evitan repeticiones, y, por consiguiente, salvo mejor parecer, convocad a
vuestros amigos, a vuestros colegas, a la ciudad entera, a toda Florida, a todos los
americanos, si queréis, y mañana estaré dispuesto a exponer mis medios y a responder
a todas las objeciones, cualesquiera que sean. Tranquilizaos, los aguardaré a pie firme.
¿Os parece bien?
-Muy bien -respondió Barbicane.
Y salió del camarote para participar a la multitud la proposición de Michel Ardan.
Sus palabras fueron acogidas con palabras y gritos de alegría, porque la proposición
allanaba todas las dificultades. Al día siguiente, todos podrían contemplar a su gusto al
héroe europeo. Sin embargo, algunos de los más obstinados espectadores no quisieron
dejar la cubierta del Atlanta, y pasaron la noche a bordo. J. T. Maston, entre otros,
había clavado su mano postiza en un ángulo de la toldilla, y se hubiera necesitado un
cabrestante para arrancarlo de su sitio.
-¡Es un héroe! ¡Un héroe! -exclamaba en todos los tonos-. ¡Y comparados con él, con
ese europeo, nosotros no somos más que unos muñecos!
En cuanto al presidente, después de suplicar a los espectadores que se retiraran,
entró en el camarote del pasajero y no se separó de él hasta que la campana del vapor
señaló la hora del relevo de la guardia de medianoche.
Pero entonces los dos rivales en popularidad se apretaron muy amistosamente la
mano, y ya Michel Ardan tuteaba al presidente Barbicane.
XIX
Un mitin
A1 día siguiente, el astro diurno se levantó mucho más tarde de to que deseaba la
impaciencia pública. Un sol destinado a alumbrar semejante fiesta no debía ser tan
perezoso. Barbicane, temiendo por Michel Ardan las preguntas indiscretas, hubiera
querido reducir el auditorio a un pequeño número de adeptos, a sus colegas, por
ejemplo. Pero más fácil le hubiera sido detener el Niágara con un dique. Tuvo, pues,
que renunciar a sus proyectos de protección y dejar correr a su nuevo amigo los
peligros de una conferencia pública.
El nuevo salón de la bolsa de Tampa, no obstante sus colosales dimensiones, fue
considerado insuficiente para el acto, porque la reunión proyectada tomaba todas las
proporciones de un verdadero mitin.
El sitio escogido fue una inmensa llanura situada fuera de la ciudad. Pocas horas
bastaron para ponerlo a cubierto de los rayos del sol. Los buques del puerto, que
tenían de sobra velas, jarcias, palos de reserva y vergas, suministraron los accesorios
necesarios para la construcción de una tienda gigantesca. Un inmenso techo de lona se
extendió muy pronto sobre la calcinada pradera y la defendió de los ardores del día.
Trescientas mil personas pudieron colocarse en el local y desafiaron durante algunas
horas una temperatura sofocante, aguardando la llegada del francés. Una tercera parte
de aquellos espectadores podía ver y oír, otra tercera parte veía mal y no oía nada, y la
otra restante ni oía ni veía, to que, sin embargo, no impidió que fuese la más pródiga en
aplausos.
A las tres apareció Michel Ardan, acompañado de los principales miembros del
Gun-Club. Daba el brazo derecho al presidente Barbicane, y el izquierdo a J. T.
Maston, más radiante que el sol del mediodía y casi tan rutilante como él.
Ardan subió a un estrado, desde el cual paseaba sus miradas por un océano de
sombreros negros. No parecía turbado, ni manifestaba el menor embarazo; estaba a11í
como en su casa, jovial, familiar, amable. Respondió con un gracioso saludo a los
hurras con que le acogieron; reclamó silencio con un ademán; tomó la palabra en inglés,
y se expresó muy correctamente en los siguientes términos:
-Señores -dijo-, a pesar del calor que hace aquí dentro, voy a abusar de vuestro
tiempo para daros algunas explicaciones acerca de proyectos que parece que os interesan.
Yo no soy un orador, ni un sabio, ni creía tener que hablar en público; pero mi
amigo Barbicane me ha dicho que os gustaría oírme, y cedo a sus súplicas. Oídme,
pues, con vuestros seiscientos mil oídos, y perdonad las muchas faltas del autor.
Este exordio, tan a la buena de Dios, gustó mucho a los concurrentes, y to
demostraron con un inmenso murmullo de satisfacción.
-Señores -dijo-, podéis aprobar o desaprobar, según mejor os parezca, y empiezo. En
primer lugar no olvidéis que el que os habla es un ignorante, pero de una ignorancia tal,
que hasta ignora las dificultades. Así es que, eso de irse a la Luna metido en un
proyectil, le ha parecido la cosa más sencilla, más fácil y más natural del mundo. Tarde
o temprano había de emprenderse este viaje, y en cuanto al género de locomoción
adoptado, no hago más que seguir sencillamente la ley del progreso. El hombre empezó
por andar a gatas, luego utilizó los pies, enseguida viajó en carro, después en coche,
más adelante en barco, posteriormente en diligencia, y, por último, en ferrocarril. Pues
bien, el proyectil es el medio de locomoción del porvenir, y todo bien considerado, los
planetas no son otra cosa, no son más que balas de cañón disparadas por la mano del
Creador. Pero volvamos a nuestro vehículo. Algunos de vosotros, señores, creéis que
la velocidad que se le va a dar es excesiva. Los que así opinan están en un error. Todos
los astros le exceden en rapidez, y la Tierra misma, en su movimiento de traslación
alrededor del Sol, nos arrastra a una velocidad tres veces mayor. Pondré algunos
ejemplos, y sólo os pido que me permitáis contar por leguas, porque las medidas
americanas me son poco familiares, y podría incurrir en algún error en mis cálculos.
La demanda pareció muy justa y no tropezó con ninguna dificultad. El orador
prosiguió:
-Voy, señores, a ocuparme de la velocidad de diferentes planetas. Confieso, aunque
parezca falta de modestia, que, no obstante mi ignorancia, conozco muy bien este
insignificante pormenor astronómico; pero antes de dos minutos sabréis todos acerca
del particular tanto como yo. Sabed, pues, que Neptuno recorre 5.000 leguas por hora;
Urano, 7.000; Saturno, 8.858; Júpiter, 11.575; Marte, 22.011; la Tierra, 27.500;
Venus, 32.190; Mercurio, 52.250; ciertos cometas 1.400.000 leguas en su perigeo. En
cuanto a nosotros, verdaderos haraganes, que tenemos siempre poca prisa, nuestra
velocidad no pasa de 9.900 leguas, y disminuirá incesantemente. Y ahora pregunto si
no es evidente que todas esas velocidades serán algún día sobrepasadas por otras, de
las cuales serán probablemente la luz y la electricidad los agentes mecánicos.
Nadie puso en duda esta afirmación de Michel Ardan.
-Amados oyentes míos -prosiguió-, si nos dejásemos convencer por ciertos talentos
limitados (no quiero calificarlos de otra manera), la humanidad estaría encerrada en un
círculo de Pompilio del que no podría salir, y quedaría condenado a vegetar en este
globo sin poder lanzarse nunca a los espacios planetarios. No será así. Se va a ir a la
Luna, se irá a los planetas, se irá a las estrellas, como se va actualmente de Liverpool a
Nueva York, fácilmente, rápidamente, seguramente, y el océano atmosférico se
atravesará como se atraviesan los océanos de la Tierra. La distancia no es más que una
palabra relativa, y acabará forzosamente por reducirse a cero.
La asamblea, aunque muy predispuesta en favor del francés, quedó como atónita
ante tan atrevida teoría.
Michel Ardan to comprendió.
-No os he convencido, insignes oyentes -añadió sonriéndose afablemente-. Vamos,
pues, a razonar. ¿Sabéis cuánto tiempo necesitaría un tren directo para llegar a la Luna?
No más que 300 días. Un trayecto de ochenta mil cuatrocientas leguas. ¡Vaya una gran
cosa! No llega al que se tendría que recorrer para dar nueve veces la vuelta alrededor de
la Tierra y no hay marinero ni viajero un poco diligente que no haya andado más durante
su vida. Haceos cargo de que yo no gastaré en la travesía más que noventa y siete
horas. ¡Pero vosotros os figuráis que la Luna está muy lejos de la Tierra, y que antes
de emprender un viaje para it a ella se necesita meditarlo mucho! ¿Qué diríais, pues, si
se tratase de it a Neptuno, que gravita del Sol a mil ciento cuarenta y siete millones de
leguas? He aquí un viaje que, áunque no costase más que a cinco céntimos por
kilómetro, podrían emprender muy pocos. El mismo barón de Rothschild, con sus
inmensos tesoros, no tendría para pagar el pasaje, y tendría que quedarse en casa por
faltarle ciento cuarenta y siete millones.
Esta lógica sui generis gustó mucho a la asamblea, tanto más cuanto que Michel
Ardan, muy enterado del asunto, to trataba con un entusiasmo soberbio. No pudiendo
dudar de la avidez con que se recogían sus palabras, prosiguió con admirable aplomo:
-Y ahora os diré, mis buenos amigos, que la distancia que separa a Neptuno del Sol
es muy poca cosa comparada con la de las estrellas. Para evaluar la distancia de estos
astros, es menester valerse de esa enumeración fascinadora en que la cantidad más
pequeña consta de nueve guarismos, y tomar por unidad el millón de millones.
Perdonadme si me detengo tanto en este asunto, que es para mí de un interés
capitalísimo. Oíd y juzgad: la estrella Alfa, que pertenece a la constelación del
Centauro, se halla a ocho mil millares de millones de leguas, a cincuenta mil millares de
millones se halla Vega, a cincuenta mil millares de millones, Sirio, a cincuenta y dos mil
millares de millones, Arturo, a ciento diecisiete millares de millones la Estrella Polar, a
ciento setenta millares de millones Cabra, y las demás estrellas a billones y a centenares
de billones de leguas. ¡Y hay quien se ocupa de la distancia que separa a los
planetas del Sol! ¡Y hay quien sostiene que esta distancia es tremenda! ¡Error! ¡Mentira!
¡Aberración de los sentidos! ¿Sabéis to que yo opino acerca del mundo, que
empieza en el Sol y concluye en Neptuno? ¿Queréis mi teoría? Es muy sencilla. Para
mí el mundo solar es un cuerpo sólido, homogéneo; los planetas que to componen se
acercan, se tocan, se adhieren, y el espacio que queda entre ellos no es más que el espacio
que separa las moléculas del metal más compacto, plata o hierro, oro o platino.
Estoy, pues, en mi derecho afirmando y repitiendo con una convicción de que participaréis
todos: la distancia es una palabra hueca, la distancia, como hecho concreto,
como realidad, no existe.
-¡Muy bien dicho! ¡Bravo! ¡Hurra! -exclamó unánimemente la asamblea, electrizada
por el gesto y el acento del orador y por el atrevimiento de sus concepciones.
-¡No! -exclamó J. T. Maston, con más energía que los otros-. ¡La distancia no existe!
¡La distancia no existe!
Y arrastrado por la violencia de sus movimientos y por el empuje de su cuerpo, que
casi no pudo dominar, estuvo en un tris de caer al suelo desde el estrado. Pero
consiguió restablecer su equilibrio, y evitó una caída, que le hubiera brutalmente
probado que la distancia no es una palabra vacía de sentido. Luego, el entusiasta orador
prosiguió:
-Amigos míos -dijo-, me parece que la cuestión queda resuelta. Si no he logrado
convenceros a todos, se debe a que he sido tímido en mis demostraciones, débil en mis
argumentos: y echad la culpa a la insuficiencia de mis estudios teóricos. Como quiera
que sea, os to repito, la distancia de la Tierra a su satélite es, en realidad, poco
importante y no merece preocupar a un pensador grave y concienzudo. No creo, pues,
avanzar demasiado diciendo que se establecerán próximamente trenes de proyectiles,
en los que se hará con toda comodidad el viaje de la Tierra a la Luna. No habrá que
temer choques, sacudidas ni descarrilamientos, y llegaremos rápidamente al término,
sin fatiga, en línea recta; y antes de veinte años la mitad de la Tierra habrá visitado la
Luna.
-¡Hurra por Michel Ardan! -exclamaron todos los concurrentes, hasta los menos
convencidos.
-¡Hurra por Barbicane! -respondió modestamente el orador.
Este sencillo acto de reconocimiento hacia el promotor de la empresa fue acogido con
unánimes y calurosos aplausos.
-Ahora, amigos míos -añadió Michel Ardan-, si tenéis que dirigirme alguna pregunta,
pondréis evidentemente en un apuro a un pobre hombre como yo, pero, no obstante,
procuraré responderos.
Motivos tenía el presidente del Gun-Club para estar satisfecho del giro que tomaba
la discusión. Versaba sobre teorías especulativas, en las que Michel Ardan, en alas de
su viva imaginación, volaba muy alto. Era, pues, preciso impedir que la cuestión
descendiera del terreno de la especulación al de la práctica, del cual no era fácil salir
bien librado. Barbicane se apresuró a tomar la palabra, y preguntó a su nuevo amigo si
era de la opinión de que la Luna o los planetas estuviesen habitados.
-Gran problema me planteas, mi amigo presidente -replicó el orador sonriendo-; sin
embargo, hombres de muy poderosa inteligencia, Plutarco, Swedenborg, Bernardino de
Saint Pierre y otros muchos, se han pronunciado por la afirmativa. Considerando la
cuestión bajo el punto de vista de la filosofía natural, me inclino a opinar como ellos,
porque en el mundo no existe nada inútil, y contestando, amigo Barbicane, a to
cuestión con otra, afirmo que si los mundos son habitables, están habitados, o to han
estado o to estarán.
-¡Muy bien! -exclamaron los espectadores de las primeras filas, que imponían su
opinión a los de las últimas.
-Es imposible responder con más lógica y acierto -dijo el presidente del Gun-Club-.
La cuestión queda reducida a los siguientes términos: ¿Los mundos son habitables? Yo
creo que to son.
-Y yo estoy seguro de ello -respondió Michel Ardan.
-Sin embargo -replicó uno de los concurrentes-, hay argumentos contra la
habitabilidad de los mundos. En la mayor parte de ellos sería absolutamente indispensable
que los principios de la vida se modificasen, pues, sin hablar más que de los
planetas, es evidente que en algunos de ellos el que los habitase se abrasaría y se
helaría en otros, según su mayor o menor distancia del Sol.
-Siento -respondió Michel Ardan- no conocer personalmente a mi distinguido
antagonista para poder contestarle. Su objeción no carece de fuerza, pero creo que se la
puede combatir victoriosamente, como se pueden combatir todas las teorías fundadas
en la habitabilidad de los mundos.. Si yo fuese físico, diría que, si bien es verdad que
hay menos calórico en movimiento en los planetas próximos al Sol, y más calórico en
movimiento en los que de él están lejos, este simple fenómeno basta para equilibrar el
calor y volver la temperatura de dichos mundos soportable a seres que están
organizados como nosotros. Si fuese naturalista, le diría, de acuerdo con muchos
ilustres sabios, que la naturaleza nos suministra en la Tierra ejemplos de animales que
viven en distintas condiciones de habitabilidad; unos peces respiran en un medio que
es mortal para los demás animales; que algunos habitantes de los mares se mantienen
debajo de capas de una gran profundidad, soportando, sin ser aplastados, presiones de
cincuenta o sesenta atmósferas; le diría que algunos insectos acuáticos,,insensibles a la
temperatura, se encuentran a la vez en los manantiales de agua hirviendo y en las heladas
llanuras del océano polar; le diría, por último, que es preciso reconocer en la
naturaleza una diversidad de medios de acción, que no deja de ser real aun siendo incomprensible,
a to menos para nosotros. Si yo fuese químico le diría que los aerolitos,
cuerpos evidentemente formados fuera del mundo terrestre, han revelado al análisis
indiscutibles vestigios de carbono, el cual no debe su origen más que a seres
organizados, y, según los experimentos de Reichenbach, ha tenido necesariamente que
ser animalizado. En fin, si fuese teólogo, le diría que, según san Pablo, la Redención
divina no se aplica exclusivamente a la Tierra, sino que comprende a todos los mundos
celestes. Pero yo no soy teólogo, ni químico, ni naturalista, ni físico, y como ignoro
completamente las grandes leyes que rigen el universo, me limito a responder: No sé si
los mundos están habitados; y como no to sé, voy a verlos.
¿Aventuró el adversario de las teorías de Michel Ardan algún otro argumento? Es
imposible decirlo, porque los gritos frenéticos de la muchedumbre hubieran impedido
manifestarse a todas las opiniones. Cuando se hubo restablecido el silencio hasta en los
grupos más lejanos, el orador victorioso se contentó con añadir las siguientes
consideraciones:
-Ya veis, valerosos yanquis, que yo no he hecho más que desflorar una cuestión de
tanta trascendencia. No he venido aquí a dar lecciones, ni a sostener una tesis sobre tan
vasto objeto. Omito otros varios argumentos en pro de la habitabilidad de los mundos.
Permitidme, no obstante, insistir en un solo punto. A los que sostienen que los
planetas no están habitados, es preciso responderles: Es posible que tengáis razón, si
se demuestra que la Tierra es el mejor de los mundos posibles, to que no está
demostrado, diga Voltaire to que quiera. Ella no tiene más que un satélite, al paso que
Júpiter, Urano, Saturno y Neptuno tienen varios que les están subordinados, to que
constituye una ventaja que no es despreciable. Pero to que principalmente hace
nuestro globo poco cómodo, es la inclinación de su eje sobre su órbita, de to que
procede la desigualdad de los días, y las noches y la molesta diversidad de estaciones.
En nuestro desventurado esferoide hace siempre demasiado calor o demasiado frío: en
él nos helamos en invierno y nos abrasamos en verano, es el planeta de los
reumatismos, de los resfriados y de las fluxiones, al paso que en la superficie de
Júpiter, por ejemplo, cuyo eje está muy poco inclinado,(1) los habitantes podrían
gozar de temperaturas invariables, pues si bien hay a11í la zona de las primaveras, la
de los veranos, la de los otoños y la de los inviernos, cada uno podría escoger el clima
que más le conviniese y ponerse durante toda su vida al abrigo de las variaciones de la
temperatura. No tendréis ningún inconveniente en convenir conmigo en esta
superioridad de Júpiter sobre nuestro planeta, sin hablar de sus años, de los cuales
cada uno vale por doce de los nuestros. Es, además, evidente para mí que, bajo estos
auspicios y en condiciones de existencia tan maravillosas, los habitantes de aquel
mundo afortunado son seres superiores, que en él los sabios son más sabios, los
artistas más artistas, los malos menos malos y los buenos mucho mejores. ¡Ay! ¿Qué
le falta a nuestro esferoide para alcanzar esta perfección? Muy poca cosa, un eje de
rotación menos inclinado sobre el plano de su órbita.
1. La inclinación de Júpiter sobre su eje no es más que de 3° 5'
-¿Nada más? -exclamó una voz imperiosa-. Pues unamos nuestros esfuerzos,
inventemos máquinas y enderecemos el eje de la Tierra.
Una salva de aplausos sucedió a esta proposición, cuyo autor era y no podía ser más
que J. T. Maston. Es probable que el fogoso secretario hubiese sido arrastrado a tan
atrevida proposición por sus instintos de ingeniero. Pero, a decir verdad, muchos le
aplaudieron de buena fe, y si hubieran tenido el punto de apoyo reclamado por
Arquímedes, los americanos hubieran construido una palanca capaz de levantar el
mundo y enderezar su eje. ¡El punto de apoyo! He aquí to único que faltaba a aquellos
temerarios mecánicos.
Con todo, una idea tan eminentemente práctica alcanzó un éxito extraordinario. Se
suspendió la discusión por espacio de un cuarto de hora, y durante mucho, muchísimo
tiempo, se habló en los Estados Unidos de América de la proposición tan
enérgicamente formulada por el secretario perpetuo del Gun-Club.
XX
Ataque y respuesta
Parecía que este incidente debía terminar la discusión. Era la última palabra, y
difícilmente se hubiese encontrado otra mejor. Sin embargo, cuando se hubo calmado la
agitación, oyéronse las siguientes frases pronunciadas con voz fuerte y sonora:
-Ahora que el orador ha pagado a la fantasía el debido tributo, ¿querrá entrar en
materia y, sin teorizar tanto, discutir la parte práctica de su expedición?
Todas las miradas se dirigieron hacia el personaje que de este modo hablaba. Era un
hombre flaco, enjuto de carnes, de semblante enérgico, con una enorme perilla a la
americana que subrayaba todos los movimientos de su boca. Aprovechando
hábilmente la agitación que de cuando en cuando se había producido en la asamblea,
consiguió poco a poco colocarse en primera fila. Con los brazos cruzados y los ojos
brillantes y atrevidos, miraba imperturbablemente al héroe del mitin. Después de haber
formulado su pregunta, calló, sin hacer ningún caso de millares de miradas que
convergían en él ni de los murmullos de desaprobación que provocaron sus palabras.
Haciéndose aguardar la respuesta, sentó de nuevo la cuestión con el mismo acento
claro y preciso, y luego añadió:
-Estamos aquí para ocuparnos de la Luna y no de la Tierra.
-Tenéis razón, caballero -respondió Michel-. La discusión se ha extraviado.
Volvamos a la Luna.
-Caballero -repuso el desconocido-, estáis empeñado en que se halla habitado nuestro
satélite. De acuerdo. Pero si existen selenitas, es seguro que éstos viven sin respirar,
porque, por vuestro interés os to digo, no hay en la superficie de la Luna la menor
molécula de aire.
A1 oír esta afirmación, levantó Ardan su melenuda cabeza, comprendiendo que con
aquel hombre se iba a empeñar una lucha sobre to más capital de la cuestión.
-¿Conque no hay aire en la Luna? ¿Y quién to dice? -preguntó, mirándolo fijamente.
-Los sabios.
-¿De veras?
-De veras.
-Caballero -replicó Michel-,.lo digo seriamente: profeso la mayor estimación a los
sabios que saben, pero los sabios que no saben me inspiran un desdén profundo.
-¿Conocéis a alguno que pertenezca a esta última categoría?
-Alguno conozco. En Francia hay uno de ellos que sostiene que matemáticamente el
pájaro no puede volar, y otro cuyas teorías demuestran que el pez no está organizado
para vivir en el agua.
-No se trata de esos sabios, y los nombres que yo podría citar en apoyo de mi
proposición no serían rehusados por vos, caballero.
-Entonces pondríais en grave apuro a un pobre ignorante como yo, que, por otra
parte, no desea más que instruirse.
-¿Por qué, pues, os ocupáis de cuestiones científicas si no las habéis estudiado?
-preguntó el desconocido bastante brutalmente.
-¿Por qué? -respondió Ardan-. Por la misma razón que es siempre intrépido el que
no sospecha el peligro. Yo no sé nada, es verdad, pero precisamente es mi debilidad la
que forma mi fuerza.
-Vuestra debilidad va hasta la locura -exclamó el desconocido, con un tono bastante
agrio.
-¡Tanto mejor -respondió el francés-, si mi locura me lleva a la Luna!
Barbicane y sus colegas devoraban con la mirada a aquel intruso que acababa tan
audazmente de colocarse como un obstáculo delante de la empresa. Nadie to conocía, y
el presidente, que no las tenía todas consigo respecto a las consecuencias de una
discusión tan francamente empleada, miraba con cierto recelo a su nuevo amigo. La
asamblea estaba atenta y algo inquieta, porque aquella polémica daba por resultado
llamar la atención sobre los peligros o imposibilidades de la expedición.
-Las razones que prueban la falta de toda atmósfera alrededor de la Luna son
numerosas y concluyentes -respondió el adversario de Michel Ardan-. Me atrevo a
decir a priori que, en el caso de haber existido alguna vez esta atmósfera, la Tierra la
habría arrebatado a su satélite. Pero prefiero oponer hechos irrecusables.
-Oponed cuantos hechos queráis -respondió Michel Ardan con perfecta galantería.
-Ya sabéis -dijo el desconocido- que cuando los rayos luminosos atraviesan un medio
tal como el aire, se desvían de la línea recta, o, to que es to mismo, experimentan una
refracción. Pues bien, los rayos de las estrellas que la Luna oculta, al pasar rasando el
borde del disco lunar, no experimentan desviación alguna, ni dan el menor indicio de
refracción. Es, pues, evidente que no se halla la Luna envuelta en una atmósfera.
Todos miraron a Ardan con cierta ansiedad y hasta con cierta lástima, como si
previesen su derrota, pues, en realidad, siendo cierto el hecho que la observación revelaba,
la consecuencia que de él deducía el desconocido era rigurosamente lógica.
-He aquí -respondió Michel Ardan- vuestro mejor, por no decir vuestro único,
argumento valedero, con el cual hubierais puesto en un brete al sabio obligado a
contestaros; pero yo me limitaré a deciros que vuestro argumento no tiene un valor
absoluto, porque supone que el diámetro angular de la Luna está perfectamente
determinado, to que no es exacto. Pero dejando a un lado vuestro argumento, decidme
si admitís la existencia de volcanes en la superficie de la Luna.
-De volcanes apagados, sí; de volcanes encendidos, no.
-Dejadme, no obstante, creer, sin traspasar los límites de la lógica, que los tales
volcanes estuvieron en actividad durante algún tiempo.
-Es cierto, pero como podían suministrar ellos mismos el oxígeno necesario para la
combustión, el hecho de su erupción no prueba en manera alguna la presencia de una
atmósfera lunar.
-Adelante -respondió Michel Ardan-, y dejemos a un lado esta clase de argumentos
para llegar a observaciones directas. Pero os prevengo que voy a citar nombres
propios.
-Citadlos.
-En 1815, los astrónomos Louville y Halley, observando el eclipse del 3 de mayo,
notaron en la Luna ciertos fulgores de una naturaleza extraña, frecuentemente
repetidos. Los atribuyeron a tempestades que se desencadenan en la atmósfera que
envuelve a veces la Luna.
-En 1815 -replicó el desconocido-, los astrónomos Louville y Halley tomaron por
fenómenos lunares fenómenos puramente terrestres, tales como bólidos, aerolitos a
otros, que se producían en nuestra atmósfera. He aquí to que respondieron los sabios
al anuncio del citado fenómeno, y to mismo respondo yo, ni más ni menos.
-Quiero suponer que tenéis razón -respondió Ardan, sin que la contestación de su
adversario le hiciese la menor mella-. ¿No observó Herschel, en 1787, un gran número
de puntos luminosos en la superficie de la Luna?
-Es verdad, pero sin explicarse su origen. Él mismo no dedujo de su aparición la
necesidad de una atmósfera lunar.
-Bien respondido -dijo Michel Ardan, cumplimentando a su antagonista-; veo que
estáis muy fuerte en selenografía.
-Muy fuerte, caballero, y añadiré que los señores Beer y Moedler, que son los más
hábiles observadores, los que mejor han estudiado el astro de la noche, están de
acuerdo sobre la falta absoluta de aire en su superficie.
Se produjo cierta sensación en el auditorio, al cual empezaban a convencer los
argumentos del personaje desconocido.
-Adelante -respondió Michel Ardan con la mayor calma-, y llegamos ahora a un
hecho importante. El señor Laussedat, hábil astrónomo francés, observando el eclipse
del 18 de junio de 1860, comprobó que los extremos del creciente solar estaban
redondeados y truncados. Este fenómeno no pudo ser producido más que por una
desviación de los rayos del Sol al atravesar la atmósfera de la Luna, sin que haya otra
explicación posible.
-¿Pero el hecho es cierto? -preguntó con viveza el desconocido.
-Absolutamente cierto.
Un movimiento inverso al que había experimentado la asamblea poco antes se
tradujo en rumores de aprobación a su héroe favorito, cuyo adversario guardó silencio.
Ardan repitió la frase, y, sin envanecerse por la ventaja que acababa de obtener, dijo
sencillamente:
-Ya veis, pues, mi querido caballero, que no conviene pronunciarse de una manera
absoluta contra la existencia de una atmósfera en la superficie de la Luna. Esta
atmósfera es probablemente muy poco densa, bastante sutil, pero la ciencia en la
actualidad admite generalmente su existencia.
-No en las montañas, por más que to sintáis -respondió el desconocido, que no
quería dar su brazo a torcer.
-Pero sí en el fondo de los valles, y no elevándose más a11á de algunos centenares de
pies.
-Aunque así fuese, haríais bien en tomar vuestras precauciones, porque el tal aire
estará terriblemente enrarecido.
-¡Oh! Caballero, siempre habrá el suficiente para un hombre solo, y además, una vez
a11í, procuraré economizarlo todo to que pueda y no respirar sino en las grandes
ocasiones.
Una estrepitosa carcajada retumbó en los oídos del misterioso interlocutor, el cual
paseó sus miradas por la asamblea desafiándola con orgullo.
-Ahora bien -repuso Michel Ardan con cierta indiferencia-, puesto que estamos de
acuerdo sobre la existencia de una atmósfera lunar, tenemos también que admitir la
presencia de cierta cantidad de agua. Ésta es una consecuencia que me alegro de poder
sacar por la cuenta que me tiene. Permitidme, además, mi amable contradictor, someter
una observación a vuestro ilustrado criterio. Nosotros no conocemos más que una cara
de la Luna, y aunque haya poco aire en el lado que nos mira, es posible que haya
mucho en el opuesto.
-¿Por qué razón?
-Porque la Luna, bajo la acción de la atracción terrestre, ha tomado la forma de un
huevo, que vemos por su extremo más pequeño. De aquí ha deducido Hansteen, cuyos
cálculos son siempre de trascendencia, que el centro de gravedad de la Luna está
situado en el otro hemisferio, y, por consiguiente, todas las masas de aire y agua han
debido de ser arrastradas al otro extremo de nuestro satélite desde los primeros días de
su creación.
-¡Paradojas! -exclamó el desconocido.
-¡No! Teorías que se apoyan en las leyes de la mecánica; y que me parecen difíciles
de refutar. Apelo al buen juicio de esta asamblea, y pido que ella diga si la vida, tal
como existe en la Tierra, es o no posible en la superficie de la Luna. Deseo que se vote
esta proposición.
La proposición obtuvo los aplausos unánimes de trescientos mil oyentes.
El adversario de Michel Ardan quería replicar, pero no pudo hacerse oír. Caía sobre
él una granizada de gritos y amenazas.
-¡Basta! ¡Basta! -decían unos.
-¡Fuera el intruso! -repetían otros.
-¡Fuera! ¡Fuera! -exclamaba la irritada muchedumbre. Pero él, firme, agarrado al
estrado, dejaba pasar sin moverse la tempestad, la cual hubiese tomado proporciones
formidables, si Michel Ardan no la hubiese apaciguado con un ademán. Era de un
carácter demasiado caballeroso para abandonar a su contradictor en el apuro en que le
veía.
-¿Deseáis añadir algunas palabras? -le preguntó con la mayor cortesía.
-¡Sí! ¡Ciento! ¡Mil! -respondió el desconocido, con arrebato-. Pero, no, me basta una
sola. Para perseverar en vuestro proyecto, es preciso que seáis...
-¿Imprudente? ¿Cómo podéis tratarme así, sabiendo que he pedido una bala
cilíndrico-cónica a mi amigo Barbicane, para no dar por el camino vueltas y revueltas
como una ardilla?
-¡Desgraciado! ¡Al salir del cañón, la repercusión os hará pedazos!
-Mi querido colega, acabáis de poner el dedo en la llaga, en la verdadera y única
dificultad por ahora; pero la buena opinion que tengo formada del genio industrial de
los americanos me permite creer que llegará a resolverse...
-¿Y el calor desarrollado por la velocidad del proyectil al atravesar las capas del aire?
-¡Oh! Sus paredes son gruesas, ¡y cruzará con tanta rapidez la atmósfera!
-¿Y víveres? ¿Y agua?
-He calculado que podría llevar víveres y agua para un año -respondió Ardan-, y la
travesía durará cuatro días.
-¿Y aire para respirar durante el viaje?
-Lo haré artificialmente por procedimientos químicos bien conocidos.
-Pero ¿y vuestra caída en la Luna, suponiendo que Ileguéis a ella?
-Será seis veces menos rápida que una caída en la Tierra, porque el peso es seis veces
menor en la superficie de la Luna.
-¡Pero aun así, será suficiente para romperos como un pedazo de vidrio!
-¿Y quién me impedirá retardar mi caída por medio de cohetes convenientemente
dispuestos y disparados en ocasión oportuna?
-Por último, aun suponiendo que se hayan resuelto todas las dificultades, que se
hayan allanado todos los obstáculos, que se hayan reunido a favor vuestro todas las
probabilidades, aun admitiendo que lleguéis sano y salvo a la Luna, ¿cómo volveréis?
-¡No volveré!
A esta respuesta, sublime por su sencillez, la asamblea quedó muda. Pero su silencio
fue más elocuente que todos los gritos de entusiasmo. El desconocido se aprovechó de
él para protestar por última vez.
-Os mataréis infaliblemente -exclamó-, y vuestra muerte, que no será más que la
muerte de un insensato, ¡ni siquiera servirá de algo a la ciencia!
-¡Proseguid, mi generoso desconocido, porque, la verdad, vuestros pronósticos son
muy agradables!
-¡Ah! ¡Eso es demasiado! -exclamó el adversario de Michel Ardan-. ¡Y no sé por qué
pierdo el tiempo en una discusión tan poco formal! ¡No desistáis de vuestra loca
empresa! ¡No es vuestra la culpa!
-¡Oh! ¡No salgáis de vuestras casillas!
-¡No! Sobre otro pesará la responsabilidad de vuestros actos.
-¿Sobre quién? -preguntó Michel Ardan con voz imperiosa-. ¿Sobre quién? Decidlo.
-Sobre el ignorante que ha organizado esta tentativa tan imposible como ridícula.
El ataque era directo. Barbicane, desde la intervención del desconocido, tuvo que
esforzarse mucho para contenerse y conservar su sangre fría; pero viéndose ultrajado
de una manera tan terrible, se levantó precipitadamente, y ya marchaba hacia su
adversario, quien le miraba frente a frente y le aguardaba con la mayor serenidad,
cuando se vio súbitamente separado de él.
De pronto, cien brazos vigorosos levantaron en alto el estrado, y el presidente del
Gun-Club tuvo que compartir con Michel Ardan los honores del triunfo. La carga era
pesada, pero los que la llevaban se iban relevando sin cesar, luchando todos con el
mayor encarnizamiento unos contra otros para prestar a aquella manifestación el
apoyo de sus hombros.
Sin embargo, el desconocido no se había aprovechado del tumulto para dejar su
puesto. Pero ¿acaso, aunque hubiese querido, hubiera podido evadirse en medio de
aquella compacta muchedumbre? Lo cierto es que no pensó en escurrirse, pues se
mantenía en primera fila, con los brazos cruzados, y miraba a Barbicane como si
quisiera comérselo.
Tampoco Barbicane le perdía de vista, y las miradas de aquellos dos hombres se
cruzaban como dos espadas diestramente esgrimidas.
Los gritos de la muchedumbre duraron tanto como la marcha triunfal. Michel Ardan
se dejaba llevar con un placer evidente. Su rostro estaba radiante. De cuando en cuando
parecía que el estrado se balanceaba como un buque azotado por las olas. Pero los
héroes de la fiesta, acostumbrados a navegar, no se mareaban, y su buque llegó sin
ninguna avería al puerto de Tampa.-
Michel Ardan pudo afortunadamente ponerse a salvo de los abrazos y apretones de
manos de sus vigorosos admiradores. En el hotel Franklin encontró un refugio, subió a
su cuarto y se metió entre sábanas, mientras un ejército de cien mil hombres velaba
bajo sus ventanas.
Al mismo tiempo ocurría una escena corta, grave y decisiva entre el personaje
misterioso y el presidente del Gun-Club.
Barbicane, apenas se vio libre, se dirigió a su adversario.
-¡Venid! -le dijo con voz breve.
El desconocido le siguió y no tardaron en hallarse los dos solos en un malecón sito en
el Jone's-Fall.
Nose conocían aún, y se miraron.
-¿Quién sois? -preguntó Barbicane.
-El capitán Nicholl.
-Me to figuraba. Hasta ahora la casualidad no os había colocado en mi camino...
-¡Me he colocado en él yo mismo!
-¡Me habéis insultado!
-Públicamente.
-Me daréis satisfacción del insulto.
-Ahora mismo.
-No, quiero que todo pase secretamente entre nosotros. Hay un bosque, el bosque de
Skernaw, a tres millas de Tampa. ¿Lo conocéis?
-Lo conozco.
-¿Tendréis inconveniente en entrar en él por un lado mañana por la mañana a las
cinco?
-Ninguno, siempre y cuando a la misma hora entréis vos por el otro lado.
-¿Y no olvidaréis vuestro rifle? -dijo Barbicane.
-Ni vos el vuestro -respondió Nicholl.
Pronunciadas estas palabras con la mayor calma, el presidente del Gun-Club y el
capitán se separaron, Barbicane volvió a su casa, pero, en vez de descansar, pasó la
noche buscando el medio de evitar la repercusión del proyectil y resolver el difícil
problema presentado por Michel Ardan en la discusión del mitin.
XXI
Cómo arregla un francés un desafío
Mientras entre el presidente y el capitán se concertaba aquel duelo terrible y salvaje en
que un hombre se hace a la vez res y cazador de otro hombre, Michel Ardan
descansaba de las fatigas del triunfo. Pero no descansaba, no es ésta la expresión
propia, porque los colchones de las camas americanas nada tienen que envidiar por su
dureza al mármol y al granito.
Ardan dormía, pues, bastante mal, volviéndose de un lado a otro entre las toallas que
le servían de sábanas, y pensaba en proporcionarse un lugar de descanso más cómodo
y mullido en su proyectil, cuando un violento ruido le arrancó de sus sueños. Golpes
desordenados conmovían su puerta como si fuesen dados con un martillo, mezclándose
con aquel estrépito tan temprano gritos desaforados.
-¡Abre! -gritaba una voz desde fuera-. ¡Abre pronto, en nombre del cielo!
Ninguna razón tenía Ardan para acceder a una demanda tan estrepitosamente
formulada. No obstante, se levantó y abrió la puerta, en el momento de it ésta a ceder a
los esfuerzos del obstinado visitante.
El secretario del Gun-Club penetró en el cuarto. No hubiera una bomba entrado en él
con menos ceremonias.
-Anoche -exclamó J. T. Maston al momento-, nuestro presidente, durante el mitin,
fue públicamente insultado. ¡Ha provocado a su adversario, que es nada menos que el
capitán Nicholl! ¡Se baten los dos esta mañana en el bosque de Skernaw! ¡Lo sé todo
por el mismo Barbicane! ¡Si éste muere, fracasan sus proyectos! ¡Es, pues, preciso
impedir el duelo a toda costa! ¡No hay más que un hombre en el mundo que ejerza
sobre Barbicane bastante imperio para detenerle, y este hombre es Michel Ardan!
En tanto que J. T. Maston hablaba como acabamos de referir, Michel Ardan, sin
interrumpirle, se vistió su ancho pantalón, y no habían transcurrido aún dos minutos,
cuando los dos amigos ganaban a escape los arrabales de Tampa.
Durante el camino, Maston acabó de poner a Ardan al corriente de todo el negocio.
Le dio a conocer las verdaderas causas de la enemistad de Barbicane y de Nicholl, la
antigua rivalidad, los amigos comunes que mediaron para que los adversarios no se
encontrasen nunca cara a cara, y añadió que se trataba de una pugna entre plancha y
proyectil, de suerte que la escena del mitin sólo había sido una ocasión rebuscada
desde mucho tiempo por el rencoroso Nicholl para armar camorra.
Nada más terrible que esos duelos propios de los americanos, durante los cuales los
dos adversarios se buscan por entre la maleza y los matorrales, se acechan desde un
escondrijo cualquiera y se disparan las armas en medio de to más enmarañado de las
selvas, como bestias feroces. ¡Cuánto, entonces, deben de envidiar los combatientes las
maravillosas cualidades de los indios de las praderas; su perspicacia, su astucia, su
conocimiento de los rastros, su olfato para percibir al enemigo! Un error, una vacilación,
un mal paso, pueden acarrear la muerte. En estos momentos, los yanquis se
hacen con frecuencia acompañar de sus perros, y, cazando y siendo cazados a un
mismo tiempo, se persiguen a menudo durante horas y horas.
-¡Qué diablos de gente sois! -exclamó Michel Ardan, cuando su compañero le explicó
con mucho realismo todos los pormenores.
-Somos como somos -respondió modestamente J. T. Maston-; pero démonos prisa.
Él y Michel Ardan tuvieron que correr mucho para atravesar la llanura humedecida
por el rocío, pasar arrozales y torrentes, y atajar por el camino más corto, y aun así no
pudieron llegar al bosque de Skernaw antes de las cinco y media. Hacía media hora que
Barbicane debía de encontrarse en el teatro de la lucha.
Allí estaba un viejo leñador haciendo pedazos algunos árboles caídos. Maston corrió
hacia él gritando:
-¿Habéis visto entrar en el bosque a un hombre armado de rifle, a Barbicane, el
presidente..., mi mejor amigo... ?
El digno secretario del Gun-Club pensaba cándidamente que su presidente no podía
dejar de ser conocido de todo el mundo. Pero no pareció que el leñador le
comprendiese.
-Un cazador-dijo entonces Ardan.
-¿Un cazador? Sí, to he visto -respondió el leñador.
-¿Hace mucho tiempo?
-Cosa de una hora.
-¡Hemos llegado tarde! -exclamó Maston.
-¿Y habéis oído algún disparo? -preguntó Michel.
-No.
-¿Ni uno solo?
-Ni uno solo. Me parece que el tal cazador no hace negocio.
-¿Qué hacemos, Maston?
-Entrar en el bosque, aunque sea exponiéndonos a un balazo por un quid pro quo.
-¡Ah! -exclamó Maston con un acento de verdad, salido del fondo de su corazón-.
Preferiría diez balas en mi cabeza a una sola en la de Barbicane.
-¡Adelante, pues! -respondió Ardan, estrechando la mano de su compañero.
A los pocos segundos, los dos amigos desaparecieron en el espeso bosque de cedros,
sicomoros, tulíperos, icacos, pinos, encinas y mangos, que entrecruzaban sus ramas
formando una inextricable red y privando a la vista de todo horizonte. Michel Ardan y
Maston no se separaban uno de otro, cruzando silenciosamente las altas hierbas,
abriéndose camino por entre vigorosos bejucales, interrogando con la mirada las matas
y el ramaje perdidos en la sombría espesura y esperando oír de un momento a otro el
mortífero estampido de los rifles. Imposible les hubiera sido reconocer las huellas que
marcasen el tránsito de Barbicane, marchando como ciegos por senderos casi vírgenes
y cubiertos de broza, donde un indio hubiera seguido uno tras otro todos los pasos de
un enemigo. Pasada una hora de búsqueda estéril y ociosa, los dos compañeros se
detuvieron. Su zozobra iba en aumento.
-Necesariamente debe de haber concluido todo -dijo Maston, desalentado-. Un hombre
como Barbicane no se vale de astucias contra su enemigo, ni le tiende lazos, ni procura
desorientarle. ¡Es demasiado franco, demasiado valiente! ¡Ha acometido, pues, el
peligro de frente, y sin duda tan lejos del leñador que éste no ha oído la detonación del
arma!
-Pero ¡y nosotros! ¡Nosotros! -respondió Michel Ardan-. En el tiempo que ha
transcurrido desde que entramos en el bosque, algo habríamos oído.
-¿Y si hubiésemos llegado demasiado tarde? -exclamó Maston con un acento de
desesperación.
Michel Ardan no supo qué responder. Él y Maston prosiguieron su interrumpida
marcha. De cuando en cuando gritaban con toda la fuerza de sus pulmones, ya
llamando a Barbicane, ya a Nicholl; pero ninguno de los dos adversarios respondía a
sus voces. Alegres bandadas de pájaros, que se levantaban al ruido de sus pasos y de
sus palabras, desaparecían entre las ramas, y algunos gansos azorados huían
precipitadamente hasta perderse en el fondo de las selvas.
Una hora más se prolongaron aún las pesquisas. Ya había sido explorada la mayor
parte del bosque. Nada revelaba la presencia de los combatientes. Motivos había para
dudar de las afirmaciones del leñador, y Ardan iba ya a renunciar a un reconocimiento
que le parecía inútil, cuando de repente Maston se detuvo.
-¡Silencio! -dijo-. ¡A11í hay alguien!
-¡Alguien! -repitió Michel Ardan.
-¡Sí! ¡Un hombre! Parece inmóvil. No tiene el rifle en las manos. ¿Qué hace, pues?
-¿Puedes reconocerle? -preguntó Michel Ardan, cuya cortedad de vista era para él un
gran inconveniente en aquellas circunstancias.
-¡Sí! ¡Sí! Ahora se vuelve -respondió Maston.
-¿Y quién es...?
-El capitán Nicholl.
-¡Nicholl! -respondió Michel Ardan, sintiendo oprimírsele el corazón.
-¡Nicholl, desarmado! ¿Conque nada tiene ya que temer de su adversario?
-Vamos hacia él -dijo Michel Ardan- y sabremos a qué atenernos.
Pero él y su compañero no habían dado aún cincuenta pasos, cuando se detuvieron
para examinar más atentamente al capitán. ¡Se habían figurado encontrar un hombre
sediento de sangre y entregado enteramente a su venganza! A1 verle, quedaron
atónitos.
Entre los tulíperos gigantescos había tendida una red de malla estrecha, en cuyo
centro, un pajarillo, con las alas enredadas, forcejeaba lanzando lastimosos quejidos. El
cazador que había armado aquella inextricable artimaña, no era humano: era una araña
venenosa, indígena del país, del tamaño de un huevo de paloma y provista de enormes
patas. El repugnante animal, en el momento de precipitarse contra su presa, se vio a su
vez amenazado de un enemigo temible, y retrocedió para buscar asilo en las altas ramas
de tulípero.
El capitán Nicholl, que, olvidando los peligros que le amenazaban, había dejado el
rifle en el suelo, se ocupaba en liberar con la mayor delicadeza posible a la víctima
cogida en la red de la monstruosa araña. Cuando hubo concluido su operación, devolvió
la libertad al pajarillo, que desapareció moviendo alegremente las alas.
Nicholl le veía, enternecido, huir por entre las ramas, cuando oyó las siguientes
palabras, pronunciadas con voz conmovida:
-¡Sois un valiente y un hombre de bien a carta cabal!
Se volvió. Michel Ardan se hallaba en su presencia, repitiendo en todos los tonos:
-¡Y un hombre generoso!
-¡Michel Ardan! -exclamó el capitán-. ¿Qué venís a hacer aquí, caballeros?
-Vengo, Nicholl, a daros un apretón de manos y a impedir que matéis a Barbicane o
que él os mate.
-¡Barbicane! ¡Dos horas hace que to busco y no le encuentro! ¿Dónde se oculta?
-Nicholl -dijo Michel Ardan-, eso no es decoroso. Se debe respetar siempre a un
adversario. Tranquilizaos, que si Barbicáne vive, le encontraremos, tanto más cuanto
que, a no ser que se divierta como vos en socorrer pájaros oprimidos, él también os
estará buscando. Pero Michel Ardan es quien to dice, cuando le hayamos encontrado,
no se tratará ya de duelo entre vosotros.
-Entre el presidente Barbicane y yo -respondió gravemente Nicholl- hay una
rivalidad tal que sólo la muerte de uno de los dos...
-No prosigáis -repuso Michel Ardan-; valientes como vosotros, aun siendo
enemigos, pueden estimarse. No os batiréis.
-¡Me batiré, caballero!
-¡No!
-Capitán -dijo entonces J. T. Maston con la mayor sinceridad y ardiente fe-, soy el
amigo del presidente, su alter ego; si os empeñáis en matar a alguien, matadme a mí, y
será exactamente to mismo.
-Caballero -dijo Nicholl, apretando convulsivamente su rifle-, esas chanzas...
-El amigo Maston no se chancea -respondió Michel Ardan-, y comprendo su
resolución de hacerse matar por el hombre que es su amigo predilecto. Pero ni él ni
Barbicane caerán heridos por las balas del capitán Nicholl, porque tengo que hacer a
los dos rivales una proposición tan seductora que la aceptarán con entusiasmo.
-¿Qué proposición? -preguntó Nicholl con visible incredulidad.
-Un poco de paciencia -respondió Ardan-; no puedo dárosla a conocer sino en
presencia de Barbicane.
-Busquémosle, pues -exclamó el capitán.
Inmediatameñte, los tres se pusieron en marcha. El capitán, después de haber puesto
el seguro al rifle que llevaba amartillado, se to echó a la espalda y avanzó con paso
reprimido, sin decir una palabra. Durante media hora, las pesquisas siguieron siendo
inútiles. Maston se sentía preocupado por un siniestro presentimiento. Observaba a
Nicholl con severidad, preguntándose si el capitán habría satisfecho su venganza, y si
el desgraciado Barbicane, herido de un balazo, yacía sin vida en el fondo de un
matorral, ensangrentado. Michel Ardan había, al parecer, concebido la misma
sospecha, y los dos interrogaban con la vista al capitán Nicholl, cuando Maston se
detuvo de repente.
Medio oculto por la hierba, aparecía a veinte pasos de distancia el busto de un
hombre apoyado en el tronco de una caoba gigantesca.
-¡Es él! -dijo Maston.
Barbicane no se movía. Ardan abismó sus miradas en los ojos del capitán, pero éste
permaneció impasible. Ardan dio algunos pasos, gritando:
-¡Barbicane! ¡Barbicane!
No obtuvo respuesta. Entonces se precipitó hacia su amigo; pero en el momento de
irle a coger del brazo, se contuvo, lanzando un grito de sorpresa.
Barbicane, con el lápiz en la mano, trazaba fórmulas y figuras geométricas en un libro
de memorias, teniendo echado en el suelo, de cualquier modo, su rifle desmontado.
Absorto en su ocupación, sin pensar en su desafío ni en su venganza, el sabio nada
había visto ni oído. Pero cuando Michel Ardan le dio la mano, se levantó y le miró con
asombro.
-¡Cómo! -exclamó-. ¡Tú aquí! ¡Ya apareció aquello,amigo mío! ¡Ya apareció aquello!
-¿Qué?
-¡Mi medio!
-¿Qué medio?
-¡El de anular el efecto de la repercusión al arrancar el proyectil!
-¿De veras? -dijo Michel, mirando al capitán con el rabillo del ojo.
-¡Sí, con agua! ¡Con agua común, que amortiguará...! ¡Ah, Maston! -exclamó
Barbicane-. ¡Vos también!
-El mismo -respondió Michel Ardan-. Y permítame presentarle al mismo tiempo al
digno capitán Nicholl.
-¡Nicholl! -exclamó Barbicane, que se puso en pie al momento-. Perdón, capitán
-dijo-. Había olvidado... Estoy pronto...
Michel Ardan intervino sin dar a los dos enemigos tiempo de interpelarse.
-¡Voto al chápiro! -dijo-. ¡Fortuna ha sido que valientes como vosotros no se hayan
encontrado antes! Ahora tendríamos que llorar a uno a otro de los dos. Pero gracias a
Dios, que ha intervenido, no hay ya nada que temer. Cuando se olvida el odio para
abismarse en problemas de mecánica o jugar una mala pasada a las arañas, el tal odio no
es peligroso para nadie.
Y Michel Ardan contó al presidente la historia del capitán.
-Ahora quisiera que me dijeseis -prosiguió- si dos hombres de tan buenos
sentimientos como vosotros, han sido creados para romperse la cabeza a balazos.
En aquella situación, un si es no es ridícula, había algo tan inesperado, que Barbicane
y Nicholl no sabían qué actitud adoptar uno respecto de otro. Michel Ardan to
comprendió, y resolvió precipitar la reconciliación.
-Mis buenos amigos -dijo, dejando asomar a sus labios su mejor sonrisa-, entre
vosotros sólo ha habido un malentendido. No ha habido otra cosa. Pues bien, para
probar que todo entre vosotros ha concluido, y puesto que sois hombres a quienes no
duelen prendas y saben arriesgar su piel, aceptad francamente la proposición que voy
a haceros.
-Hablad -dijo Nicholl.
-El amigo Barbicane cree que su proyectil irá derecho a la Luna.
-Sí, to creo -replicó el presidente.
-Y el amigo Nicholl está persuadido de que volverá a caer en la Tierra.
-Estoy seguro -exclamó el capitán.
-De acuerdo -repuso Michel Ardan-. No trato de poneros de acuerdo, pero os digo
muy buenamente: Partid conmigo y to veréis.
-¡Qué idea! -murmuró J. T. Maston, asombrado.
Al oír aquella proposición tan imprevista, los dos rivales se miraron recíprocamente
y siguieron observándose con atención. Barbicane aguardaba la respuesta del capitán.
Nicholl espiaba las palabras del presidente.
-¿Qué resolvéis? -dijo Michel, con un acento que obligaba-. ¡Ya que no hay que
temer repercusiones...!
-¡Aceptado! -exclamó Barbicane.
Pese a la rapidez con que pronunció la palabra, Nicholl la acabó de pronunciar al
mismo tiempo.
-¡Hurra! ¡Bravo! ¡Viva! ¡Hip, hip! -exclamó Michel Ardan, tendiendo la mano a los
dos adversarios-. Y ahora que el asunto está arreglado, permitidme, amigos míos,
trataros a la francesa. Vamos a almorzar.
XXII
El nuevo ciudadano de los Estados Unidos
Aquel mismo día, América entera supo, al mismo tiempo que el desafío del capitán
Nicholl y del presidente Barbicane, el singular desenlace que había tenido. El papel
desempeñado por el caballeroso europeo, su inesperada proposición con que zanjó las
dificultades, la simultánea aceptación de los dos rivales, la conquista del continente
lunar, a la cual iban a marchar de acuerdo Francia y los Estados Unidos, todo
contribuía a aumentar más y más la popularidad de Michel Ardan. Ya se sabe con qué
frenesí los yanquis se apasionan de un individuo. En un país en que graves magistrados
tiran del coche de una bailarina para llevarla en triunfo, júzguese cuál sería la pasión
que se desencadenó en favor del francés, audaz sobre todos los audaces. Si los
ciudadanos no desengancharon sus caballos para colocarse ellos en su lugar, fue
probablemente porque él no tenía caballos, pero todas las demás pruebas de
entusiasmo le fueron prodigadas. No había uno solo que no estuviese unido a él con el
alma. Ex pluribus unum, según reza la divisa de los Estados Unidos.
Desde aquel día, Michel Ardan no tuvo un momento de reposo. Diputaciones
procedentes de todos los puntos de la Unión le felicitaron incesantemente, y de grado
o por fuerza tuvo que recibirlas. Las manos que apretó y las personas que tuteó no
pueden contarse; pero se rindió al cabo, y su voz, enronquecida por tantos discursos,
salía de sus labios sin articular casi sonidos inteligibles, sin contar con que los brindis
que tuvo que dedicar a todos los condados de la Unión le produjeron casi una
gastroenteritis. Tantos brindis, acompañados de fuertes licores, hubieran, desde el
primer día, producido a cualquier otro un delirium tremens; pero él sabía mantenerse
dentro de los discretos límites de una media embriaguez alegre y decidora.
Entre las diputaciones de toda especie que le asaltaron, la de los lunáticos no olvidó
to que debía al futuro conquistador de la Luna. Un día, algunos de aquellos
desgraciados, asaz numerosos en América, le visitaron para pedirle que les llevase con
él a su país natal. Algunos pretendían hablar el selenita, y quisieron enseñárselo a
Michel. Éste se presto con docilidad a su inocente manía y se encargó de comisiones
para sus amigos de la Luna.
-¡Singular locura! -dijo a Barbicane, después de haberles despedido-. Y es una locura
que ataca con frecuencia inteligencias privilegiadas. Arago, uno de nuestros sabios más
ilustres, me decía que muchas personas muy discretas y muy reservadas en sus
concepciones, se dejaban llevar a una exaltación suma, a increiíbles singularidades,
siempre que de la Luna se ocupaban. ¿Crees tú en la influencia de la Luna en las
enfermedades?
-Poco -respondió el presidente del Gun-Club.
-Lo mismo digo; y, sin embargo, la historia registra hechos asombrosos. En 1693,
durante una epidemia, las defunciones aumentaron considerablemente el día 21 de
enero, en el momento de un eclipse. Durante los eclipses de la Luna, el célebre Bacon
se desvanecía, y no volvía en sí hasta después de la completa emersión del astro. El
rey Carlos VI, durante el año 1399, sufrió seis arrebatos de locura que coincidieron con
la Luna nueva o con la Luna llena. Algunos médicos han clasificado la epilepsia o mal
caduco, entre las enfermedades que siguen las fases de la Luna. Parece que las
afecciones nerviosas han sufrido a menudo su influencia. Mead habla de un niño que
experimentaba convulsiones cuando la Luna entraba en oposición. Gall había notado
que la exaltación de las personas débiles aumentaba dos veces cada mes: una en el
novilunio y otra en el plenilunio. En fin, hay mil observaciones del mismo género sobre
los vértigos, las fiebres malignas, los sonambulismos, que tienden a probar que el astro
de la noche ejerce una misteriosa influencia sobre las enfermedades terrestres.
-Pero ¿cómo? ¿Por qué? -preguntó Barbicane.
-¿Por qué? -respondió Ardan-. Te daré la misma respuesta que Arago repetía
diecinueve siglos después que Plutarco: Tal vez porque no es verdad.
En medio de su triunfo, no pudo Michel Ardan librarse de ninguna de las gabelas
inherentes al estado de hombre célebre. Los que especulaban con to que está en boga,
quisieron exhibirle. Barnum le ofreció un millón para pasearlo de una ciudad a otra en
todos los Estados Unidos y darlo en espectáculo como un animal curioso. Michel
Ardan le trató de cornac,(1) y le envió a paseo.
1. Conductor de elefantes.
Sin embargo, aunque se negó a satisfacer de esta manera la curiosidad pública,
circularon por todo el mundo y ocuparon el puesto de honor en los álbumes, sus
numerosos retratos, de los cuales se sacaron pruebas de todas las dimensiones, desde
el tamaño natural hasta las reducciones microscópicas para sellos de correo. Cualquiera
podía proporcionarse un ejemplar en todas las actitudes imaginables, retrato de cabeza,
retrato de busto, retrato de cuerpo entero, sentado, de pie, de perfil, de espaldas; se
imprimieron más de 1.500.000 ejemplares, y podía muy bien, pero no quiso, haber
aprovechado la ocasión de enriquecerse con sus propias reliquias. Sin más que vender
sus cabellos a dólar cada uno; tenía los suficientes para hacer una fortuna.
Para decirlo todo, diremos que esta popularidad no le desagradaba.
Al contrario. Se ponía a disposición del público y se carteaba con el universo entero.
Se repetían sus chistes, se propagaban sus felices ocurrencias, sobre todo las que él no
había tenido. Por to mismo que las tenía en abundancia, se le atribuían muchas más.
Así es el mundo. Más limosnas se hacen al rico que al pobre.
No solamente tuvo propicios a los hombres, sino que también a las mujeres.
¡Cuántos buenos matrimonios se le hubieran presentado por pocos deseos que hubiera
manifestado de casarse! Las solteronas particularmente, las que habían pasado
cuarenta años llamando inútilmente a un marido caritativo, estaban día y noche
contemplando sus fotografías.
La verdad es que hubiera encontrado compañeras a centenares, aunque les hubiese
impuesto la condición de seguirle en su peregrinación aérea. Las mujeres son intrépidas
cuando no tienen miedo a todo. Pero Ardan no tenía intención de fundar una dinastía
en el continente lunar y ser a11í el tronco de una raza cruzada de francés y americano.
Por to tanto, se negó rotundamente.
-¡Ir a11á arriba -decía- a representar el papel de Adán con una hija de Eva! ¡Gracias!
¡No tardaría en encontrar serpientes!
Apenas pudo sustraerse a las alegrías demasiado repetidas del triunfo; fue, seguido
de sus amigos, a hacer una visita al columbiad. Se la debía. Además, se había
convertido en un experto en balística, desde que vivía con Barbicane, J. T. Maston y
tutti cuanti. Su mayor placer consistía en repetir a aquellos bravos artilleros que no
eran más que homicidas amables y sabios. Respecto del particular, no se agotaba nunca
su ingenio epigramático. El día en que visitó el columbiad, to admiró mucho y bajó
hasta el fondo del ánima de aquel gigantesco mortero que debía muy pronto lanzarlo
por el aire.
-A1 menos -dijo-, este cañón no hará daño a nadie, to que, tratándose de un cañón,
no deja de ser una maravilla. Pero en cuanto a vuestras máquinas que destruyen, que
incendian, que rompen, que matan, no me habléis de ellas, y, sobre todo, no me digáis
que tienen ánima o alma, que es to mismo, porque yo no lo creo.
Debemos aquí hacer mención de una proposición relativa a J. T. Maston. Cuando el
secretario del GunClub oyó que Barbicane y Nicholl aceptaban la proposición de
Michel, le entraron ganas de unirse a ellos y formar parte de la expedición. Formalizó
un día su deseo. Barbicane, sintiendo mucho no poder acceder a su demanda, le hizo
comprender que el proyectil no podía llevar tantos pasajeros. J. T. Maston,
desesperado, acudió a Michel Ardan, quien le aconsejó resignación y recurrió a
diversos argumentos ad hominem.
-Oye, querido Maston -le dijo-, no des a mis palabras un alcance que no tienen; pero,
sea dicho entre nosotros, la verdad es que eres demasiado incompleto para presentarte
en la Luna.
-¡Incompleto! -exclamó el valeroso inválido.
-¡Sí, mi valiente amigo! Da por sentado que encontraremos bastantes habitantes a11á
arriba. ¿Querrás darles una triste idea de to que pasa aquí, enseñarles to que es la
guerra, demostrarles que los hombres invierten el tiempo más precioso en devorarse,
en comerse, en romperse brazos y piernas, en un globo que podría alimentar cien mil
millones de habitantes, y cuenta apenas mil doscientos millones? Vamos, amigo mío,
no quieras que en la Luna nos den con la puerta en las narices, que nos echen con cajas
destempladas.
-Pero si vosotros llegáis a pedazos -replicó J. T. Maston-, seréis tan incompletos
como yo.
-Es una verdad digna de Perogrullo -respondió Ardan-. Pero nosotros llegaremos
muy enteritos.
En efecto, un experimento preliminar, realizado por vía de ensayo el 18 de octubre,
había dado los mejores resultados y hecho concebir las más legítimas esperanzas.
Barbicane, deseando darse cuenta del efecto de la repercusión en el momento de partir
un proyectil, mandó traer del arsenal de Pensacola un mortero de 32 pulgadas (0,75
centímetros), que colocó en la rada de Hillisboro, a fin de que la bomba cayera en el
mar y se amortiguase su choque. Tratábase únicamente de experimentar el sacudimiento
a la salida y no el choque al caer.
Para este curioso experimento se preparó con el mayor esmero un proyectil hueco.
Una gruesa almohadilla, aplicada a una red de resortes de acero delicadamente
templados, forraba sus paredes interiores. Era un verdadero nido cuidadosamente
mullido y acolchado.
-¡Qué lástima no poder meterse en él! -decía J. T. Maston, lamentando que su
volumen no le permitiera intentar la aventura.
La ingeniosa bomba se cerraba por medio de una tapa con tornillos, y se introdujo en
ella un enorme gato, y después una ardilla perteneciente al secretario perpetuo del
Gun-Club, J. T. Maston, a la cual éste profesaba un verdadero cariño. Pero se quería
saber prácticamente cómo soportaría el viaje un animalito tan poco sujeto a vértigos.
Se cargó el mortero con ciento sesenta libras de pólvora, y, colocada en él la bomba,
se dio la voz de fuego.
El proyectil salió inmediatamente; con la rapidez propia de los proyectiles, describió
majestuosamente su parábola: subió a una altura aproximada de 1.000 pies, y,
formando una graciosa curva, cayó en el mar y se abismó en las olas.
Sin pérdida de tiempo se dirigió una embarcación al sitio de la caída, y hábiles buzos,
que se echaron al agua y chapuzaron como peces, ataron con cables el proyectil, y éste
fue izado rápidamente a bordo. No habían transcurrido cinco minutos desde el
momento en que fueron encerrados los animales, cuando se levantó la tapa de su
mazmorra.
Ardan, Barbicane, Maston y Nicholl se hallaban en la embarcación, y examinaron la
operación con un sentimiento de interés que fácilmente se comprende. Apenas se abrió
la bomba, salió el gato echando chispas, lleno de vida, aunque no de muy buen humor,
si bien nadie hubiera dicho que acababa de regresar de una expedición aérea. Pero ¿y la
ardilla? ¿Dónde estaba que no se veía de ella ni rastro? Fuerza fue reconocer la verdad.
El gato se había comido a su compañera de viaje.
La pérdida de su graciosa y desgraciada ardilla causó una verdadera pesadumbre a J.
T. Maston, el cual se propuso inscribir el nombre de tan digno animal en el martirologio
de la•ciencia.
Después de un experimento tan decisivo y coronado de un éxito tan feliz, todas las
vacilaciones y zozobras desaparecieron. Para mayor abundamiento, los planes de
Barbicane debían perfeccionar aún más el proyectil y anular casi enteramente los
efectos de la repercusión.
No faltaba ya más que ponerse en camino.
Dos días dèspués, Michel Ardan recibió un mensaje del presidente de la Unión,
siendo éste un honor que halagó mucho su amor propio.
Lo mismo que a su caballeroso compatriota, el marqués de Lafayette, el gobierno le
confirió el título de ciudadano de los Estados Unidos de América.
XXIII
El vagón proyectil
Concluido el monstruoso columbiad, el interés público fue inmediatamente atraído por
el proyectil, nuevo vehículo destinado a transportar, atravesando el espacio, a los tres
atrevidos aventureros. Nadie había olvidado que en su comunicación de 30 de
septiembre, Michel Ardan pedía una modificación de los planos adoptados en
principio por los miembros de la comisión.
El presidente Barbicane pensaba entonces muy justamente que la forma del proyectil
importaba poco, porque después de haber atravesado la atmósfera en algunos
segundos, su trayecto debía efectuarse en un absoluto vacío. La comisión había
adoptado la forma redonda para que la bala pudiese girar sobre sí misma y conducirse a
su arbitrio. Más, desde el momento en que se la transformaba en vehículo, la cuestión
era ya muy diferente. Michel Ardan no quería viajar a la manera de las ardillas; deseaba
subir con la cabeza hacia arriba y con los pies hacia abajo, con tanta dignidad como en
la barquilla de un globo aerostático, sin duda más deprisa, pero sin entregarse a una
sucesión de cabriolas poco decorosas.
Se enviaron, pues, nuevos planos a la casa Breadwill y Compañía, de Albany, con
recomendación de ejecutarlos sin demora. El proyectil, con las modificaciones
requeridas, fue fundido el 2 de noviembre y enviado inmediatamente a Stone's Hill por
los ferrocarriles del Este. El día 10 llegó sin problemas al lugar de su destino. Michel
Ardan, Barbicane y Nicholl aguardaban con la mayor impaciencia aquel vagón
proyectil, en que debían tomar asiento para volar al descubrimiento de un nuevo
mundo.
Fuerza es convenir en que el tal proyectil era una magnífica pieza de metal, un
producto metalúrgico que hacía mucho honor al genio industrial de los americanos. Era
la primera vez que se obtenía aluminio en tal cantidad, lo que podía justamente
considerarse como un resultado prodigioso. El precioso proyectil centelleaba a los
rayos del Sol. A1 verlo con sus formas imponentes y con su sombrero cónico
encasquetado, cualquiera to hubiera tomado por una de aquellas macizas torrecillas, a
manera de garitas, que los arquitectos de la Edad Media colocaban en el ángulo de las
fortalezas. No le faltaban más que saeteras y una veleta.
-Estoy esperando -exclamaba Michel Ardan- que salga de aquí un hombre de armas
con arcabuz y coraza. Nosotros estaremos dentro como unos señores feudales, y con
un poco de artillería haríamos frente a todos los ejércitos selenitas, en la hipótesis de
que los haya en la Luna.
-Así pues, ¿te gusta el vehículo? -preguntó Barbicane a su amigo.
-Sí; me gusta, me gusta -respondió Michel Ardan, que to examinaba con su- amor a
to bello, característico de los artistas-. Me gusta, pero siento que no sean sus formas
más esbeltas, más ligeras, su cono más gracioso; debería terminar en un florón de metal
tallado o con una quimera, una gárgola, una salamandra y saliendo del fuego con las alas
desplegadas y las fauces abiertas...
-¿Para qué? -dijo Barbicane, cuyo carácter positivo era poco sensible a las bellezas del
arte.
-¿Para qué, amigo Barbicane? ¡Ay! Por el mero hecho de preguntarlo, temo que no to
comprenderías nunca.
-Habla, hombre, habla.
-Pues bien, en mi concepto, en todo lo que se hace debe intervenir algo el gusto
artístico, y es mejor. ¿Conoces una comedia india que se llama El carretón del niño?
-No la he oído nombrar en mi vida -respondió Barbicane.
-Lo creo, no es menester que me lo jures -repuso Michel-. Sabes, pues, que en dicha
pieza hay un ladrón que en el momento de agujerear la pared de una casa, se pregunta
si dará a su agujero la forma de una lira, de una flor, de un pájaro o de un ánfora. Pues
bien, dime, amigo Barbicane, si en aquella época hubieras formado parte
de un jurado para juzgar a ese ladrón, ¿le hubieras condenado?
-Y no le hubiera valido la bula de Meco -respondió el presidente del Gun-Club-. Le
hubiera condenado sin vacilar, y con la circunstancia agravante de fractura.
-Pues yo le hubiera absuelto, amigo Barbicane. He aquí por qué tú no podrás nunca
comprenderme.
-Ni trataré de ello, valeroso artista.
-Pero, al menos -añadió Michel Ardan-, ya que el exterior de nuestro vagón deja algo
que desear, se me permitirá amueblarlo a mi gusto, y con todo el lujo que corresponde
a embajadores de la Tierra.
-Acerca del particular, mi valeroso Michel -respondió Barbicane-, harás de to capa
un sayo, y tienes carta blanca.
Pero antes de pasar a to agradable, el presidente del Gun-Club había pensado en to
útil, y el procedimiento inventado por él para amortiguar los efectos de la repercusión,
fue aplicado con una inteligencia perfecta.
Barbicane se había dicho, no sin razón, que no habría ningún resorte bastante
poderoso para amortiguar el choque, y durante su famoso paseo en el bosque de
Skernaw logró, al cabo, resolver esta gran dificultad de una manera ingeniosa. Pensó en
pedir al agua tan señalado servicio. He aquí cómo.
El proyectil debía llenarse de agua hasta la altura de tres pies. Esta capa de agua
estaba destinada a sostener un disco de madera, perfectamente ajustado, que se deslizase
rozando por las paredes interiores del proyectil, y constituía una verdadera
almadía en que se colocaban los pasajeros. La masa líquida estaba dividida por tabiques
horizontales que, al partir el proyectil, el choque debía romper sucesivamente.
Entonces todas las capas de agua, desde la más alta a la más baja, escapándose por
tubos de desagüe hacia la parte superior del proyectil, obraban como un resorte, no
pudiendo el disco, por estar dotado de tapones sumamente poderosos, chocar con el
fondo sino después de la sucesiva destrucción de los diversos tabiques. Aun así, los
viajeros experimentarían una repercusión violenta después de la completa evasión de la
masa líquida, pero el primer choque quedaría casi enteramente amortiguado por aquel
resorte de tanta potencia.
Verdad es que tres pies de agua sobre una superficie de 45 pies cuadrados, debían de
pesar cerca de 11.500 libras; pero, en el concepto de Barbicane, la detención de los
gases acumulados en el columbiad bastaría para vencer este aumento de peso, y,
además, el choque debía echar fuera toda el agua en menos de un segundo, con to que el
proyectil volvería a tomar casi al momento su peso normal.
He aquí to que había ideado el presidente del Gun-Club y de qué manera pensaba
haber resuelto la grave dificultad de la repercusión. Por to demás, aquel trabajo,
perspicazmente comprendido por los ingenieros de la casa Breadwill, fue
maravillosamente ejecutado. Una vez producido el efecto y echada fuera el agua, los
viajeros podían desprenderse fácilmente de los tabiques rotos y desmontar el disco
movible que los sostenía en el momento de la partida.
En cuanto a las paredes superiores del proyectil, estaban revestidas de un denso
almohadillado de cuero y aplicadas a muelles de acero perfectamente templado que
tenían la elasticidad de los resortes de un reloj. Los tubos de desahogo, hábilmente
disimulados bajo el almohadillado, no permitían siquiera sospechar su existencia.
Así pues, estaban tomadas todas las precauciones imaginables para amortiguar el
primer choque, y hubiera sido necesario, según decía Michel Ardan, para dejarse
aplastar, ser un hombre de alfeñique.
El proyectil medía exteriormente 9 pies de ancho y 15 de largo. Para que no
excediese del peso designado, se había disminuido algo el grueso de las paredes y reforzado
su parte inferior, que tenía que sufrir toda la violencia de los gases desarrollados
por la conflagración del piróxilo. Lo mismo se hace con las bombas y granadas
cilindrocónicas, cuyas paredes se procura que sean siempre más gruesas en el fondo.
Se penetraba en aquella torre de metal por una abertura estrecha practicada en las
paredes del cono, y análoga a los agujeros para hombre de las calderas de vapor. Se
cerraba herméticamente por medio de una chapa de aluminio que sujetaban por dentro
poderosas tuercas de presión. Los viajeros podrían, pues, salir de su movible cárcel, si
bien les parecía, al astro de la noche.
Pero no bastaba ir, sino que era preciso ver durante el camino. Había al efecto,
abiertos en el almohadillado, cuatro tragaluces con su correspondiente cristal lenticular
sumamente grueso. Dos de los tragaluces estaban abiertos en la pared circular del
proyectil; otro en su parte inferior, y otro en el cono. Los viajeros, durante su marcha,
se hallaban, pues, en aptitud de observar la Tierra que abandonaban, la Luna, a la cual
se acercaban, y los espacios planetarios. Los tragaluces estaban protegidos contra los
choques de la partida por planchas sólidamente incrustadas, que fácilmente podían
echarse fuera destornillando tuercas interiores. Así el aire contenido en el proyectil no
podía escaparse, y eran posibles las observaciones.
Todos estos mecanismos, admirablemente establecidos, funcionaban con la mayor
facilidad, y los ingenieros no se habían mostrado menos inteligentes en todos los
accesorios del vagón proyectil.
Recipientes, sólidamente sujetos, estaban destinados a contener el agua y los víveres
que necesitaban los tres viajeros. Éstos podían procurarse hasta fuego y luz por medio
de gas almacenado en un receptáculo especial, bajo una presión de varias atmósferas.
Bastaba dar vuelta a una llave para que durante seis días el gas alumbrase y calentase el
tan cómodo vehículo. Se ve, pues, que nada faltaba de lo esencial a la vida, y hasta al
bienestar. Además, gracias a los instintos de Michel Ardan, a lo útil se juntó lo
agradable, bajo la forma de objetos artísticos. Si no le hubiese faltado espacio, Michel
hubiera hecho de su proyectil un verdadero taller de artista. Se engañaría, sin embargo,
el que creyese que tres personas debían it en tal torre de metal apretadas como
sardinas en un barril. Tenían a su disposición una superficie de 54 pies cuadrados
sobre 10 de altura, to que permitía a sus huéspedes cierta holgura en sus movimientos.
No hubieran estado tan cómodos en ningún vagón de los Estados Unidos.
Resuelta la cuestión de los víveres y del alumbrado, quedaba en pie la cuestión del
aire. Era evidente que el aire encerrado en el proyectil no bastaría para la respiración de
los viajeros durante cuatro días, pues cada hombre consume en una hora casi todo el
oxígeno contenido en 10 libras de aire. Barbicane, con sus dos compañeros y dos
perros que quería llevarse, debía consumir cada veinticuatro horas 2.400 libras de
oxígeno, o, a poca diferencia, unas siete libras en peso. Era, pues, preciso renovar el
aire del proyectil. ¿Cómo? Por un procedimiento muy sencillo: el de los señores
Reisset y Regnault, indicado por Michel Ardan en el curso de la discusión durante la
reunión.
Se sabe que el aire se compone principalmente de veintiuna partes de oxígeno y
setenta y nueve de ázoe. ¿Qué sucede en el acto de la respiración? Un fenómeno muy
sencillo. El hombre absorbe oxígeno del aire, eminentemente propio para alimentar la
vida, y deja el ázoe intacto. El aire espirado ha perdido cerca de un cinco por ciento de
su oxígeno y contiene entonces un volumen aproximado de ácido carbónico, producto
definitivo de la combustión de los elementos de la sangre por el oxígeno inspirado.
Sucede, pues, que en un medio cerrado, y pasado cierto tiempo, todo el oxígeno del
aire es reemplazado por el ácido carbónico, gas esencialmente deletéreo.
La cuestión se reducía a to siguiente. Habiéndose conservado intacto el ázoe:
primero, rehacer el oxígeno absorbido; segundo, destruir el ácido carbónico espirado.
Nada más fácil por medio del clorato de potasa y de la potasa cáustica.
El clorato de potasa es una sal que se presenta bajo la forma de pajitas blancas.
Cuando se la eleva a una temperatura que pase de 400°, se transforma en cloruro de
potasio, y el oxígeno que contiene se desprende enteramente. Dieciocho libras de
cloráto de potasa dan 7 libras de oxígeno, es decir, la cantidad que necesitan gastar los
viajeros en veinticuatro horas. Ya está rehecho el oxígeno.
En cuanto a la potasa cáustica, es una materia muy ávida de ácido carbónico
mezclado con el aire, y basta agitarla para que se apodere de él y forme bicarbonato de
potasa. Ya tenemos también absorbido el ácido carbónico. Combinando estos dos
medios, se devuelven al aire viciado todas sus cualidades vivificadoras, y esto es to que
los dos químicos, los señores Reisset y Regnault, habían experimentado con éxito.
Pero, fuerza es decirlo, el experimento hasta entonces se había hecho únicamente in
anima vili. Por mucha que fuese su precisión científica, se ignoraba absolutamente
cómo to sobrellevarían los hombres.
Tal fue la observación que hizo en la sesión donde se trató tan grave materia. Michel
Ardan no quería poner en duda la posibilidad de vivir por medio de aquel aire artificial,
y se brindó a ensayarlo en sí mismo antes de la partida.
Pero el honor de la prueba fue enérgicamente reclamado por J. T. Maston.
-Ya que yo no parto -dijo este bravo artillero-, to menos que se me debe conceder es
que habite el proyectil durante ocho días.
Hubiera sido injusto no acceder a su demanda. Se le quiso complacer. Se puso a su
disposición una cantidad suficiente de clorato de potasa y de potasa cáustica, con
víveres para ocho días, y el 12 de noviembre, a las seis de la mañana, después de dar
un apretón de manos a sus amigos y haber recomendado expresamente que no se
abriese su cárcel antes de las seis de la tarde del día 20, se deslizó en el proyectil, cuya
plancha se cerró luego herméticamente.
¿Qué sucedió durante aquellos ocho días? Es imposible saberlo. Las gruesas paredes
del proyectil no permitían oír desde el exterior ningún ruido de los que en su interior se
producían.
El 20 de noviembre, a las seis en punto, se levantó la plancha. Los amigos de J. T.
Maston no dejaban de experimentar cierta zozobra. Pero pronto se tranquilizaron
oyendo una voz alegre que prorrumpía en un hurra formidable.
El secretario del Gun-Club apareció luego en el vértice del cono en actitud de triunfo.
¡Había engordado!
XXIV
El telescopio de las montañas Rocosas
El 20 de octubre del año precedente, después de cerrada la suscripción, el presidente
del Gun-Club había abierto un crédito al observatorio de Cambridge para las sumas que
requiriese la construcción de un enorme instrumento de óptica. Este aparato, anteojo o
telescopio,
debía ser de tanto poder que volviese visible en la superficie de la Luna todo objeto
cuyo volumen excediese de 9 pies.
Entre el anteojo y el telescopio hay una diferencia importante, que conviene recordar
en este momento. El anteojo se compone de un tubo que en su extremo superior lleva
una lente convexa que se llama objetivo, y en el extremo inferior una segunda lente
llamada ocular, a la cual se aplica el ojo del observador. Los rayos que proceden del
objeto luminoso atraviesan la primera de dichas lentes y van a formar, por refracción,
una imagen invertida en su foco.(1) Esa imagen se observa con el ocular, que la
aumenta exactamente como la aumentaría un microscopio. El tubo del anteojo está,
pues, cerrado en un extremo por el objetivo y en el otro por el ocular.
1. Punto donde los rayos luminosos se reúnen después de haber sido refractados.
El tubo del telescopio, al contrario, está abierto por su extremo superior. Los rayos
que parten del objeto observado penetran en él libremente y chocan con un espejo
metálico cóncavo, es decir, convergente. Estos rayos reflejados encuentran un espejo
que los envía al ocular dispuesto de modo que aumenta la imagen producida.
Así pues, en los anteojos, la refracción desempeña el papel principal, y en los
telescopios la reflexión. De aquí el nombre de refractores dado a los primeros, y el de
reflectores dado a los segundos. Toda la dificultad de ejecución de estos aparatos de
óptica estriba en la construcción de los objetivos, ya sean lentes ya sean espejos
metálicos.
Sin embargo, en la época en que el Gun-Club intentó su colosal experimento, estos
instrumentos se hallaban muy perfeccionados y daban resultados magníficos. Estaba
ya lejos aquel tiempo en que Galileo observó los astros con su pobre anteojo que no
aumentaba las imágenes más que siete veces su propio tamaño. Ya en el siglo xvi los
aparatos de óptica se ensancharon y prolongaron de una manera considerable, y
permitieron penetrar en los espacios planetarios a una profundidad hasta entonces
desconocida. Entre los instrumentos refractores que funcionaban en aquella época, se
citan el anteojo del observatorio de Poltava, en Rusia, cuyo objetivo era de 15 pulgadas
(38 centímetros) de ancho, el anteojo del óptico francés Lerebours, provisto de un
objetivo igual al precedente, y, en fin, el anteojo del observatorio de Cambridge, dotado
de un objetivo que tiene 19 pulgadas de diámetro (48 centímetros).
Entre los telescopios se conocían dos de una potencia notable y de dimensión
gigantesca. El primero, construido por Herschel, era de una longitud de 36 pies y
poseía un espejo que tenía 4 pies y medio de ancho, permitiendo obtener seis mil
aumentos. El segundo se levantaba en Irlanda, en Bircastle, en el parque de Parsonstown,
y pertenecía a lord Rosse. La longitud de su tubo era de 48 pies, y de 6 pies
(1,60 metros) su anchura, y agrandaba los objetos seis mil cuatrocientas veces, habiendo
sido preciso levantar una inmensa construcción de cal y canto para disponer los
aparatos que requería la maniobra del instrumento, el cual pesaba 28.000 libras.
Pero, como se ve, a pesar de tan colosales dimensiones, los aumentos obtenidos no
pasaban, en números redondos, de seis mil. Pero seis mil aumentos no aproximan la
Luna más que a 39 millas y sólo dejan percibir los objetos que tienen un diámetro de
60 pies, a no ser que estos objetos sean muy prolongados.
Ahora se trataba de un proyectil de 9 pies de ancho y 15 de largo, por to que era
menester acercar por to menos la Luna a la distancia de 5 millas, y producir al efecto
un aumento de cuarenta y ocho mil veces.
Tal era la cuestión que tenía que resolver el observatorio de Cambridge, el cual no
debía detenerse por ninguna dificultad económica, y, por consiguiente, sólo había que
pensar en resolver las materiales.
En primer lugar, fue preciso optar entre los telescopios y los anteojos. Éstos tienen
ventajas sobre los telescopios. En igualdad de objetivos, permiten obtener aumentos
más considerables, porque los rayos luminosos que atraviesan las lentes pierden
menos por la absorción que por la reflexión en el espejo metálico de los telescopios.
Pero el grueso que se puede dar a una lente es limitado, porque, siendo mucho, no deja
pasar los rayos luminosos. Además, la construcción de tan enormes lentes es
excesivamente difícil y se cuenta por años el tiempo considerable que exige.
Pero aunque las imágenes se presentan más claras en los anteojos, ventaja
inapreciable cuando se trata de observar la Luna, cuya luz es simplemente reflejada, se
resolvió emplear el telescopio, que es de una ejecución más pronta y permite obtener
mayor aumento. Sólo que, como los rayos luminosos pierden una gran parte de su
intensidad atravesando la atmósfera, el Gun-Club determinó colocar el instrumento en
una de las más elevadas montañas de la Unión, to que había de disminuir la densidad de
las capas aéreas.
En los telescopios, como hemos visto, el ocular, es decir, la lente colocada en el ojo
del observador produce el aumento, y el objetivo que consiente los aumentos más
considerables es aquel cuyo diámetro es mayor así como también la distancia focal.
Para agrandar cuarenta y ocho mil veces, preciso era exceder singularmente en
magnitud los objetivos de Herschel y de lord Rosse. En esto consistía la dificultad,
porque la fundición de los espejos es una operación sumamente delicada.
Afortunadamente, algunos años antes, un sabio del Instituto de Francia, León
Foucault, había inventado un procedimiento que hacía muy fácil y muy pronta la
pulimentación de los objetivos, reemplazando el espejo metálico con espejos
plateados. Basta fundir un pedazo de vidrio del tamaño que se quiera y metalizarlo
enseguida con una sal de plata. Este procedimiento, cuyos resultados son excelentes,
fue el adoptado para la fabricación del objetivo.
Además, se les dispuso según el método ideado por Herschel para sus telescopios.
En el gran aparato del astrónomo de Slough, la imagen de los objetos, reflejada por el
espejo inclinado hacia el fondo del tubo, venía a presentarse en el otro extremo en que
se hallaba situado el ocular. De esta manera el observador, en lugar de colocarse en la
parte inferior del tubo, subía a la superior, y a11í, armado de su carta, abismaba su
mirada en el enorme cilindro. Esta combinación tiene la ventaja de suprimir el pequeño
espejo destinado a volver a enviar la imagen al ocular. La imagen, en lugar de dos
reflexiones, no sufre más que una. Hay, por consiguiente, un número menor de rayos
luminosos extinguidos, por to que la imagen aparece menos debilitada, y se obtiene
mayor claridad, que era una ventaja preciosa en la observación que debía hacerse.
Tomadas estas resoluciones empezaron los trabajos. Según los cálculos de la
dirección del observatorio de Cambridge, el tubo del nuevo reflector debía tener 280
pies de longitud y su espejo 16 pies de diámetro. Por colosal que fuese semejante
instrumento, no era comparable a aquel telescopio de 10.000 pies (3 kilómetros y medio)
de longitud, que el astrónomo Hooke proponía construir algunos años atrás. A
pesar de todo, la colocación del aparato presentaba grandes dificultades.
En cuanto a la cuestión del sitio, quedó muy pronto resuelta. Tratábase de escoger
una montaña alta, y las montañas altas no son numerosas en los Estados Unidos. En
efecto, el sistema orográfico de este gran país se reduce a dos cordilleras de una
mediana altura entre las cuales corre el magnífico Mississippi, que los americanos
llamarían el rey de los ríos si admitiesen un rey cualquiera.
Al Este se levantan los Apalaches, cuya cima más elevada, en New Hampshire, no
pasa de 5.600 pies, to que es muy modesto.
Al Oeste, al contrario, se encuentran las montañas Rocosas, inmensa cordillera que
empieza en el estrecho de Magallanes, sigue la costa occidental de la América del Sur
bajo el nombre de Andes o Cordillera, salva el istmo de Panamá y corre atravesando la
América del Norte hasta las playas del mar polar.
Estas montañas no son muy elevadas. Los Alpes o el Himalaya las mirarían con el
más soberano desdén desde to alto de su estatura. Su más elevada cima no tiene más
que 10.700 pies, al paso que el Mont-Blanc mide 14.430, y el Kanchenjunga, en el
Himalaya, 26.776 sobre el nivel del mar.
Pero como el Gun-Club estaba empeñado en que el telescopio, lo mismo que el
columbiad, se colocase en los Estados de la Unión, fue preciso contentarse con las
montañas Rocosas, y todo el material necesario se dirigió a la cima de Long's Peak, en
el territorio del Missouri.
La pluma y la palabra no podrían expresar las dificultades de todo género que los
ingenieros americanos tuvieron que vencer, y los prodigios que hicieron de habilidad y
audacia. Aquello fue un verdadero esfuerzo sobrehumano. Hubo necesidad de subir
piedras enormes, colosales piezas de fundición, abrazaderas de extraordinario peso,
gigantescas piezas cilíndricas, y el objetivo, que pesaba él solo más de 20.000 libras,
más a11á del límite de las nieves perpetuas a más de 10.000 pies de altura, después de
haber atravesado praderas desiertas, bosques impenetrables, torrentes espantosos,
lejos de todos los centros de población, en medio de regiones salvajes en que cada
pormenor de la existencia se convierte en un problema casi insoluble. Y el genio de los
americanos triunfó de tantos y tan inmensos obstáculos. Menos de un año después de
haberse principiado los trabajos, en los últimos días del mes de septiembre, el
gigantesco reflector levantaba en el aire un tubo de 380 pies. Estaba suspendido de un
enorme andamio de hierro, permitiendo un mecanismo ingenioso dirigirlo fácilmente
hacia todos los puntos del cielo y seguir los astros de uno a otro horizonte durante su
marcha por el espacio.
Había costado más de 400.000 dólares. La primera vez que se enfocó a la Luna, los
observadores experimentaron una sensación de curiosidad a inquietud a un mismo
tiempo. ¿Qué iban a descubrir en el campo de aquel telescopio que aumentaba cuarenta
y ocho mil veces los objetos observados? ¿Poblaciones? No, nada que la ciencia no
conociese ya, y en todos los puntos de su disco la naturaleza volcánica de la Luna
pudo determinarse con una precisión absoluta.
Pero el telescopio de las montañas Rocosas, antes de prestar sus servicios al
Gun-Club, los prestó inmensos a la astronomía. Gracias a su poder de penetración, las
profundidades del cielo fueron sondeadas hasta los últimos límites, se pudo medir
rigurosamente el diámetro aparente de un gran número de estrellas, y el señor Clarke,
del observatorio de Cambridge, descompuso la nebulosa del Cangrejo, en la
constelación del Toro, que no había podido reducir jamás el reflector de lord Rosse.
XXV
últimos pormenores
Había llegado el 22 de noviembre, y diez días después debía verificarse la partida
suprema. Ya no quedaba por hacer más que una operación, pero era una operación
delicada, peligrosa, que exigía precauciones infinitas, y contra cuyo éxito el capitán
Nicholl había hecho su tercera apuesta. Tratábase de cargar el columbiad introduciendo
en él 400.000 libras de fulmicotón. Nicholl opinaba, tal vez con fundamento, que la
manipulación de una cantidad tan formidable de piróxilo acarrearía graves catástrofes,
y que esta masa eminentemente explosiVa se inflamaría por sí misma bajo la presión
del proyectil.
Aumentaban la inminencia del peligro la indiscreción y ligereza de los americanos,
que durante la guerra federal solían cargar sus bombas con el cigarro en la boca. Pero
Barbicane esperaba salirse con la suya y no naufragar a la entrada del puerto. Escogió
sus mejores operarios, les hizo trabajar bajo su propia inspección, no les perdió un
momento dé vista y, a fuerza de prudencia y precauciones, consiguió inclinar a su
favor todas las probabilidades de éxito.
Se guardó muy bien de mandar conducir todo el cargamento al recinto de Stone's Hill.
Hízolo llegar poco a poco en cajones perfectamente cerrados. Las 400.000 libras de
piróxilo se dividieron en paquetes de a 5.000 libras, to que formaba 800 gruesos
cartuchos elaborados con esmero por los más hábiles trabajadores de Pensacola. Cada
cajón contenía 10 cartuchos y llegaban uno tras otro por el ferrocarril de Tampa; de
este modo no había nunca a la vez en el recinto más de 5.000 libras de piróxilo. Cada
cajón, al llegar, era descargado por operarios que andaban descalzos, y cada cartucho
era transportado a la boca del columbiad, bajándolo al fondo por medio de grúas
movidas a brazo. Se habían alejado todas las máquinas de vapor, y apagado todo fuego
a dos millas a la redonda. Bastantes dificultades había en preservar aquellas cantidades
de fulmicotón de los ardores del sol, aunque fuese en noviembre.
Así es que se trabajaba principalmente de noche a la claridad de una luz producida en
el vacío, la cual, por medio de los aparatos de Ruhmkorff, creaba un día artificial hasta
el fondo del columbiad. Allí se colocaban los cartuchos con perfecta regularidad y se
unían entre sí por medio de un hilo metálico destinado a llevar simultáneamente la
chispa eléctrica al centro de cada uno de ellos.
En efecto, el fuego debía comunicarse al algodón pólvora por medio de la pila. Todos
los hilos, cubiertos de una materia aislante, venían a reunirse en uno solo, convergiendo
de un pequeño orificio abierto a la altura del proyectil; por aquel agujero atravesaban la
gruesa pared de fundición y subían a la superficie del suelo por uno de los respiraderos
del revestimiento de piedra conservado con este objeto. Llegado ya a la cúspide de Stone's
Hill, el hilo, que estaba sostenido por postes, a manera de los hilos telegráficos, en
un trayecto de dos millas, se unía a una poderosa pila de Bunsen pasando por un
aparato interruptor. Bastaba, pues, pulsar con el. dedo el botón del aparato para
establecer instantáneamente la corriente y prender fuego a las 400.000 libras de
fulmicotón. Noes necesario decir que la pila no debía entrar en funcionamiento hasta el
último instante.
El 28 de noviembre, los 800 cartuchos estaban debidamente colocados en el fondo
del columbiad. Esta parte de la operación se había llevado a cabo felizmente. ¡Pero
cuántas zozobras, cuántas inquietudes, cuántos sobresaltos había sufrido el presidente
Barbicane! ¡Cuántas luchas había tenido que sostener! En vano había prohibido la
entrada en Stone's Hill; todos los días los curiosos armaban escándalos en las
empalizadas, algunos, llevando la imprudencia hasta la locura, fumaban en medio de las
cargas de fulmicotón. Barbicane se ponía furioso y to mismo J. T. Maston, que echaba
a los intrusos con la mayor energía, y recogía las colillas de cigarro que los yanquis
tiraban de cualquier modo. La tarea era ruda, porque pasaban de 300.000 individuos
los que se agrupaban alrededor de las empalizadas. Michel Ardan se había ofrecido a
escoltar los cajones hasta la boca del columbiad; pero habiéndole sorprendido a él
mismo con un enorme cigarro en la boca, mientras perseguía a los imprudentes a
quienes daba mal ejemplo, el presidente del Gun-Club vio que no podía contar con un
fumador tan empedernido, y, en lugar de nombrarle vigilante, ordenó que fuese vigilado
muy especialmente.
En fin, como hay un Dios para los artilleros, el columbiad se cargó y todo fue a pedir
de boca. Mucho peligro corría el capitán Nicholl de perder su tercera apuesta.
Aún había que introducir el proyectil en el columbiad y colocarlo sobre el
fulmicotón.
Pero antes de proceder a esta operación, se dispusieron con orden.en el vagón
proyectil los objetos que el viaje requería. Éstos eran bastante numerosos; y, si se
hubiese dejado hacer a Michel Ardan, habrían ocupado muy pronto todo el espacio
reservado a los viajeros. Nadie es capaz de figurarse to que el buen francés quería llevar
a la Luna. Una verdadera pacotilla de superfluidades. Pero Barbicane intervino y todo
se redujo a to estrictamente necesario.
Se colocaron en el cofre de los instrumentos varios termómetros, barómetros y
anteojos.
Los viajeros tenían curiosidad de examinar la Luna durante la travesía, y para facilitar
el reconocimiento de su nuevo mundo, iban provistos de un excelente mapa de Beer y
Moedler, Mapa selenographica, publicado en cuatro hojas, que pasa, con razón, por
una verdadera obra maestra de observación y paciencia. En dicho mapa se reproducen
con escrupulosa exactitud los más insignificantes pormenores de la porción del astro
que mira a la Tierra; montañas, valles, circos, cráteres, picos, ranuras, se ven en él con
sus dimensiones exactas, con su fiel orientación, y hasta con su denominación propia,
desde los montes Doerfel y Leibniz, cuya alta cima descuella en la parte oriental del
disco, hasta el mar del Frío, que se extiende por las regiones circumpolares del Norte.
Era, pues, un precioso documento para los viajeros porque les permitía estudiar el
país antes de entrar en él.
Llevaban también tres rifles y tres escopetas que disparaban balas explosivas, y,
además, pólvora y balas en gran cantidad.
-No sabemos con quién tendremos que habérnoslas -decía Michel Ardan-. Podemos
encontrar hombres o animales que tomen a mal nuestra visita. Es, pues, preciso tomar
precauciones.
A más de los instrumentos de defensa personal, había picos, azadones, sierras de
mano y otras herramientas indispensables, sin hablar de los vestidos adecuados a todas
las temperaturas, desde el frío de las regiones polares hasta el calor de la zona tórrida.
Michel Ardan hubiera querido llevarse cierto número de animales, aunque no un par
de cada especie de todas las conocidas, pues él no veía la necesidad de aclimatar en la
Luna serpientes, tigres, cocodrilos y otros animales dañinos.
-No -decía a Barbicane-, pero algunas bestias de carga, toros, asnos o caballos, harían
buen efecto en el país y nos serían sumamente útiles.
-Convengo en ello, mi querido Ardan -respondía el presidente del Gun-Club-, pero
nuestro vagón proyectil no es el arca de Noé. No tiene su capacidad, ni tampoco su
objeto. No traspasemos los límites de lo posible.
En fin, después de prolijas discusiones, quedó convenido que los viajeros se
contentarían con llevar una excelente perra de caza perteneciente a Nicholl y un
vigoroso perro de Terranova de una fuerza prodigiosa. En el número de los objetos
indispensables se incluyeron algunas cajas de granos y semillas útiles. Si hubiesen dejado
a Michel Ardan despacharse a su gusto, habría llevado también algunos sacos de
tierra para sembrarlas. Ya que no pudo hacer todo to que quería, cargó con una docena
de arbustos que, envueltos en paja con el mayor cuidado, fueron colocados en un
rincón del proyectil.
Quedaba aún la importante cuestión de los víveres, pues era preciso prepararse para
el caso en que se llegase a una comarca de la Luna absolutamente estéril. Barbicane se
to arregó de modo que reunió víveres para un año. Pero debemos advertir, para que
nadie se haga cruces ni ponga en cuarentena to que decimos, que los víveres
consistieron en conservas de carnes y legumbres reducidas a su menor volumen posible
bajo la acción de la prensa hidráulica, y que contenían una gran cantidad de elementos
nutritivos; verdad es que no eran muy variados, pero en una expedición era preciso no
andarse con dengues y zalamerías. Había también una reserva de aguardiente que se
elevaba a unos 50 galones(1) y agua nada más que para dos meses, pues, según las
últimas observaciones de los astrónomos nadie podía poner en duda la presencia de
cierta cantidad de agua en la superficie de la Luna. En cuanto a los víveres, insensatez
hubiera sido creer que habitantes de la Tierra no habían de encontrar a11í arriba con
qué alimentarse. Acerca del particular, Michel Ardan no abrigaba la menor duda. Si la
hubiese abrigado, no hubiera pensado siquiera en emprender el peligroso viaje.
1. Cerca de 200 litros.
-Por otra parte -dijo un día a sus amigos-, no quedaremos completamente
abandonados de nuestros camaradas de la Tierra y ellos procurarán no olvidarnos.
-¡Claro que no! -respondió J. T. Maston.
-¿En qué se funda usted? -preguntó Nicholl.
-Muy sencillamente -respondió Ardan-. ¿No quedará siempre aquí el columbiad?
¡Pues bien! Cuantas veces la Luna se presente en condiciones favorables de cenit, ya
que no de perigeo, es decir, una vez al año a poca diferencia, ¿no se nos podrán enviar
granadas cargadas de víveres, que nosotros recibiremos en día fijo?
-¡Hurra! ¡Hurra! -exclamó J. T. Maston, como hombre a quien se ha ocurrido una
idea-. ¡Muy bien dicho! ¡Perfectamente dicho! ¡No, en verdad, queridos amigos, no os
olvidaremos!
-¡Cuento con ello! Así pues, ya to veis, tendremos regularmente noticias del globo,
y, por to que a nosotros toca, muy torpes hemos de ser para no hallar medio de
ponernos en comunicación con nuestros buenos amigos de la Tierra.
Había en estas palabras tal confianza, que Michel Ardan, con su resuelto continente
y su soberbio aplomo, hubiera arrastrado en pos de sí a todo el Gun-Club. Lo que él
decía parecía sencillo, elemental, fácil, de un éxito asegurado, y hubiera sido necesario
tener un apego mezquino a este miserable globo terráqueo para no seguir a los tres
viajeros en su fantástica expedición lunar.
Cuando estuvieron debidamente colocados en el proyectil todos los objetos, se
introdujo entre sus tabiques el agua destinada a amortiguar la repercusión, y el gas para
el alumbrado se encerró en su recipiente. En cuanto el clorato de potasa y a la potasa
cáustica, Barbicane, temiendo en el camino retrasos imprevistos, se llevó una cantidad
suficiente para renovar por espacio de dos meses el oxígeno y absorber el carbónico.
Un aparato sumamente ingenioso que funcionaba automáticamente, se encargaba de
devolver al aire sus cualidades vivificadoras y de purificarlo completamente. El
proyectil estaba, pues, en disposición de echar a volar, y ya no faltaba más que bajarlo
al columbiad. La operación estaba erizada de dificultades y peligros.
Se trasladó la enorme granada a la cúspide de Stone's Hill, donde grúas de gran
potencia se apoderaron de ella y la tuvieron suspendida encima del pozo de metal.
Aquel momento fue palpitante. Si las cadenas no pudiendo resistir un peso tan
grande, se hubiesen roto, la caída de una mole tan enorme hubiera indudablemente
determinado la inflamación del fulmicotón.
Afortunadamente nada de esto sucedió, y algunas horas después el vagón proyectil,
bajando poco a poco por el ánima del cañón, se acostó en su lecho de piróxilo,
verdadero edredón fulminante. Su presión no hizo más que atacar con mayor fuerza la
carga del columbiad.
-He perdido -dijo el capitán, entregando al presidente Barbicane una suma de 3.000
dólares.
Barbicane no quería recibir cantidad alguna de un compañero de viaje, pero tuvo que
ceder a la obstinación de Nicholl, el cual deseaba cumplir todos los compromisos antes
de abandonar la Tierra.
-Entonces -dijo Michel Ardan-, ya no tengo que desearos más que una cosa, mi
bravo capitán.
-¿Cuál? -preguntó Nicholl.
-Que perdáis vuestras otras dos apuestas -respondió el francés-. Así estaremos
seguros de no quedarnos en el camino.
XXVI
¡Fuego!
Había llegado el primero de diciembre, día decisivo, porque si la partida del proyectil
no se efectuaba aquella misma noche, a las diez y cuarenta y seis minutos y cuarenta
segundos, más de dieciocho años tendrían que transcurrir antes de que la Luna se
volviese a presentar en las mismas condiciones simultáneas de cenit y perigeo.
El tiempo era magnífico. A pesar de aproximarse el invierno, el Sol resplandecía y
bañaba con sus radiantes efluvios la Tierra, que tres de sus habitantes iban a abandonar
en busca de un nuevo mundo.
¡Cuántas gentes durmieron mal durante la noche que precedió a aquel día tan
impacientemente deseado! ¡Cuántos pechos estuvieron oprimidos bajo el peso de una
ansiedad penosa! ¡Todos los corazones palpitaron inquietos, a excepción del de
Michel Ardan! Este impasible personaje iba y venía con su habitual movilidad, pero
nada denunciaba en él una preocupación insólita. Su sueño había sido pacífico, como el
de Turena al pie del cañón, antes de la batalla.
Después que amaneció, una innumerable muchedumbre cubría las praderas que se
extienden hasta perderse de vista alrededor de Stone's Hill. Cada cuarto de hora, el
ferrocarril de Tampa acarreaba nuevos curiosos. La inmigración tomó luego
proporciones fabulosas y, según los registros del Tampa Town Observer durante
aquella memorable jornada, hollaron con su pie el suelo de Florida alrededor de cinco
millones de espectadores.
Un mes hacía que la mayor parte de aquella multitud vivaqueaba alrededor del
recinto, y echaba los cimientos de una ciudad que se llamó después Ardan's Town.
Erizaban la llanura barracas, cabañas, bohíos, tiendas, toldos, rancherías, y estas
habitaciones efímeras abrigaron una población bastante numerosa para causar envidia a
las mayores ciudades de Europa.
Allí tenían representantes todos los pueblos de la Tierra; a11í se hablaban a la vez
todos los dialectos del mundo. Reinaba la confusión de lenguas, como en los tiempos
bíblicos de la torre de Babel. Allí las diversas clases de la sociedad americana se
confundían en una igualdad absoluta. Banqueros, labradores, marinos, comerciantes,
corredores, plantadores de algodón, negociantes; banqueros y magistrados se codeaban
con una sencillez primitiva. Los criollos de Luisiana fraternizaban con los
terratenientes de Indiana; los aristócratas de Kentucky y de Tennessee, los virginianos
elegantes y altaneros, departían de igual a igual con los cazadores medio salvajes de los
lagos y con los traficantes de bueyes de Cincinnati. Cubrían unos su cabeza con
sombreros de castor, de anchas alas, otros con el clásico panamá; quién, vestía
pantalones azules de algodón; quién, iba ataviado con elegantes blusas de lienzo crudo;
unos calzaban botines de colores brillantes; otros ostentaban extravagantes chorreras
de batista y hacían centellear en su camisa, en sus bocamangas, en su corbata, en sus
diez dedos, y hasta en los lóbulos de sus orejas, todo un surtido de sortijas, alfileres,
brillantes, cadenas, aretes y otras zarandajas cuyo valor era igual a su mal gusto.
Mujeres, niños, criados, con trajes no menos opulentos, acompañaban, seguían,
precedían, rodeaban a estos maridos, estos padres, estos señores, que parecían jefes de
tribu en medio de sus innumerables familias.
A la hora de comer era de ver cómo aquella multitud se precipitaba sobre los platos
típicos del Sur y cómo devoraba, con un apetito capaz de producir una escasez de
alimentos en Florida, manjares que repugnarían a un estómago europeo, tales como
ranas en pepitoria, monos estofados, fischower,(1) didelfo frito, zorra casi cruda, o
magras de oso asadas a la parrilla.
1. Manjar compuesto de diferentes pescados.
Pero, también, ¡cuán grande era para facilitar la digestión de manjares tan indigestos,
la variada serie de licores! ¡Qué gritos tan estruendosos, qué vociferaciones tan
apremiantes resonaban en las tabernas, provistas abundantemente de vasos, copas,
frascos, garrafas, botellas y otras vasijas de formas inverosímiles, con morteros para
pulverizar el azúcar y con paquetes de paja!
-¡Julepe de hierbabuena! -gritaba con voz sonora un vendedor.
-¡Ponche de vino de Burdeos! -replicaba otro, con un tono que parecía estar
gruñendo.
¡Gin-sling! -repetía otro.
-¡El buen cóctel! ¡El buen brandy-smash! -decían otros varios.
-¿Quién quiere el verdadero ment-julep a la última modal -entonaban algunos
mercaderes diestros, haciendo pasar rápidamente de un vaso a otro, con la habilidad de
un jugador de dados, el azúcar, el limón, la hierbabuena, el hielo, el agua, el coñac y la
piña de América, que componen una excelente bebida refrescante.
En los días siguientes, invitaciones dirigidas a los gaznates alterados por la acción
ardiente de las especies se repetían y cruzaban incesantemente, produciendo una
barahúnda de todos los diablos. Pero en aquel primero de diciembre los gritos eran
raros. En vano los vendedores se hubieran puesto roncos para estimular a la gente.
Nadie pensaba en comer ni en beber, y a las cuatro de 1a tarde eran muchos los
espectadores, muchos los que componían aquella inmensa multitud, que no habían aún
tomado su acostumbrado aperitivo. Había otro síntoma más significativo: la violenta
pasión de los americanos por los juegos de azar era vencida por la agitación que se
notaba en todas partes. Bien se conocía que el gran acontecimiento que se aguardaba
embargaba todos los sentidos y no dejaba lugar a ninguna distracción, al ver que las
bolas de billar no salían de las troneras, que los dados del chaquete dormían en sus
cubiletes, que la ruleta permanecía inmóvil, que los naipes de whist, de la veintiuna, del
rojo y negro, del monte y del faro, permanecían tranquilamente encerrados en sus cubiertas
intactas.
Durante el día corrió entre aquella multitud ansiosa una agitación sorda, sin gritos,
como la que precede a las grandes catástrofes. Un malestar indescriptible reinaba en los
ánimos, un entorpecimiento penoso, un sentimiento indefinible que oprimía el
corazón. Todos hubieran querido que el suceso hubiese ya terminado.
Sin embargo, a eso de las siete se disipó de pronto aquel pesado silencio. La Luna
apareció en el horizonte. Su aparición fue saludada por millares de hurras. Había
acudido puntualmente a la cita. Los clamores subían al cielo; los aplausos partieron de
todos los puntos, y, entretanto, la blanca Febe, brillando pacíficamente en un cielo
admirable, acariciaba la multitud con sus rayos más afectuosos.
En aquel momento se presentaron los intrépidos viajeros. Se centuplicó a su llegada
el general clamoreo. Unánime a instantáneamente el himno nacional de los Estados
Unidos se escapó de todos los pechos anhelantes, y el Yankee doodle, cantado a coro
por cinco millones de voces, se elevó como una tempestad sonora hasta los últimos
límites de la atmósfera.
Después de este irresistible arranque, el himno cesó; las últimas armonías se
extinguieron poco a poco, las notas se perdieron y disiparon en el espacio, un rumor
silencioso flotó sobre aquella multitud tan profundamente impresionada.
Sin embargo, el francés y los dos americanos habían entrado en el recinto reservado, a
cuyo alrededor se agolpaba la inmensa muchedumbre. Les acompañaban los miembros
del Gun-Club y delegaciones enviadas por los observatorios europeos. Barbicane, frío
y sereno, daba tranquilamente sus últimas órdenes. Nicholl, con los labios apretados y
las manos cruzadas a la espalda, andaba con paso firme y mesurado. Michel Ardan,
siempre despreocupado, en traje de perfecto viajero, con las polainas de cuero, con la
bolsa de camino colgada del hombro y el cigarro en la boca, distribuía, al pasar, sendos
apretones de manos con una prodigalidad de príncipe. Su verbosidad era inagotable.
Alegre, risueño, dicharachero, hacía al digno J. T. Maston muecas de pilluelo. En una
palabra, era francés, y, to que es peor aún, parisiense hasta la médula.
Dieron las diez. Había llegado el momento de colocarse en el proyectil, pues la
maniobra necesaria para bajar a él, atornillar la tapa y quitar las grúas y los andamios
inclinados sobre la boca del columbiad, exigían algún tiempo.
Barbicane había arreglado su cronómetro, que no discrepaba una décima de segundo
del reloj del ingeniero Murchison, encargado de prender fuego a la pólvora por medio
de la chispa eléctrica. De esta manera los viajeros encerrados en el proyectil podrían
seguir también con su mirada la impasible manecilla hasta que marcase el instante
preciso de su partida.
Había, pues, llegado el momento de la despedida. La escena fue patética, y hasta el
mismo Michel Ardan, no obstante su jovialidad febril, se sintió conmovido. J. T.
Maston había hallado bajo sus párpados secos una antigua lágrima que reservaba sin
duda para aquella ocasión, y la vertió en el rostro de su querido y bravo presidente.
-¡Si yo partiese! -dijo-. ¡Aún es tiempo!
-¡Imposible, mi querido amigo Maston! -respondió Barbicane.
Algunos instantes después, los tres compañeros ocupaban su puesto en el proyectil
y habían ya atornillado interiormente la tapa. La boca del columbiad, enteramente
despejada, se abría libremente hacia el cielo.
Nicholl, Barbicane y Michel Ardan se hallaban definitivamente encerrados en su
vagón de metal.
¿Quién sería capaz de pintar la ansiedad universal llegada entonces a su paroxismo?
La Luna avanzaba en un firmamento de límpida pureza, apagando al pasar el
centelleo de las estrellas. Recorría entonces la constelación de Géminis, y se hallaba
casi a la mitad del camino del horizonte y el cenit. No había, pues, quien no pudiese
comprender fácilmente que se apuntaba delante del objeto, como apunta el cazador
delante de la liebre que quiere matar y no a la liebre misma.
Un silencio imponente y aterrador pesaba sobre toda la escena. ¡Ni un soplo de viento
en la tierra! ¡Ni un soplo en los pechos! Los corazones no se atrevían a palpitar.
Todas las miradas convergían azoradas en la boca del columbiad.
Murchison seguía con la vista la manecilla de su cronómetro. Apenas faltaban
cuarenta segundos para el momento de la partida, y cada uno de ellos duraba un siglo.
Hubo al vigésimo un estremecimiento universal, y no hubo uno solo en la multitud
que no pensase que los audaces viajeros encerrados en el proyectil contaban también
aquellos terribles segundos. Se escaparon gritos aislados.
-¡Treinta y cinco! ¡Treinta y seis! ¡Treinta y siete! ¡Treinta y ocho! ¡Treinta y
nueve! ¡Cuarenta! ¡Fuego!
Inmediatamente, Murchison, apretando con el dedo el interruptor del aparato,
estableció la corriente y lanzó la chispa eléctrica al fondo del columbiad.
Una detonación espantosa, inaudita, sobrehumana, de la que no hay estruendo
alguno que pueda dar la más débil idea, ni los estallidos del rayo, ni el estrépito de las
erupciones, se produjo instantáneamente. Un haz inmenso de fuego salió de las
entrañas de la tierra como de un cráter. El suelo se levantó, y apenas hubo uno que
otro espectador que pudiera entrever un instante el proyectil hendiendo
victoriosamente el aire en medio de inflamados vapores.
CAPíTULO XXVII
Tiempo nublado
En el momento de elevarse al cielo a una prodigiosa altura, la candente luz, la llama
dilatada iluminó Florida entera, y hubo un momento de incalculable brevedad en que el
día sustituyó a la noche en una considerable extensión de territorio. El inmenso
penacho de fuego se percibió desde 100 millas en el mar, to mismo en el golfo que en el
Atlántico, y más de un capitán anotó en su diario de a bordo la aparición de aquel
gigantesco meteoro.
La detonación del columbiad fue acompañada de un verdadero terremoto. Florida
sintió la sacudida hasta el fondo de sus entrañas. Los gases de la pólvora, dilatados por
el calor, rechazaron con incomparable violencia las capas atmosféricas, y aquel huracán
artificial, cien veces más rápido que el huracán de las tormentas, cruzó el aire como una
tromba.
Ni un solo espectador quedó en pie. Hombres, mujeres, niños, todos fueron
derribados como espigas sacudidas por el viento de la tempestad; hubo un tumulto
formidable; muchas personas al caer se hirieron gravemente; y J. T. Maston, que
imprudentemente se colocó demasiado cerca de la pieza, fue arrojado a 20 toesas y
pasó como una bala por encima de la cabeza de sus conciudadanos. Trescientas mil
personas quedaron momentáneamente sordas y como heridas de estupor.
La corriente atmosférica, después de haber derribado barracas, hundido chozas,
desarraigado árboles en un radio de 20 millas, arrojado los trenes de los raíles, hasta
Tampa, cayó sobre esta ciudad como un alud, y destruyó un centenar de edificios,
entre otros la iglesia de Santa María y el nuevo palacio de la bolsa, que se agrietó en
toda su longitud. Algunos buques del puerto, chocando unos contra otros, se fueron a
pique y diez embarcaciones, ancladas en la rada, se estrellaron en la costa, después de
haber roto sus cadenas como si fuesen hebras de algodón.
Pero el círculo de las devastaciones se extendió más lejos aún, y más allá de los límites
de los Estados Unidos. El efecto de la repercusión, ayudada por los vientos del Oeste,
se dejó sentir en el Atlántico a más de 300 millas de las playas americanas. Una
tempestad ficticia, una tempestad inesperada, que no había podido prever el almirante
Fitz Roy, puso en dispersión su escuadra; y muchos buques, envueltos en espantosos
torbellinos que no les dieron tiempo de cargar ni rizar una sola vela, zozobraron en un
instante, entre ellos el Child-Herald, de Liverpool, lamentable catástrofe que fue
objeto de las más vivas reclamaciones de la prensa de la Gran Bretaña.
En fin,-y para decirlo todo, si bien el hecho no tiene más garantía que la afirmación
de algunos indígenas, media hora después de la partida del proyectil, algunos
habitantes de Gorea y de Sierra Leona pretendieron haber percibido una conmoción
sorda, última vibración de las ondas sonoras que, después de haber atravesado el
Atlántico, iba a morir en las costas africanas.
Pero volvamos a Florida. Pasado el primer instante del tumulto, los heridos, los
sordos, todos los que componían la multitud, salieron de su asombro y lanzaron gritos
frenéticos, vitoreando a Ardan, a Barbicane y a Nicholl. Millones de hombres, armados
de telescopios y anteojos de largo alcance, interrogaban el espacio, olvidando las
contusiones para no pensar mas que en el proyectil. Pero to buscaban en vano. No se
le podía ya distinguir, y era preciso resignarse a aguardar a que llegaran los telegramas
de Long's Peak. El director del observatorio de Cambridge ocupaba su puesto en las
montañas Rocosas, siendo él, astrónomo hábil y perseverante, a quien se habían
confiado las observaciones.
Pero un fenómeno imprevisto, aunque fácil de prever, y contra el cual nada podían los
hombres, sometió la impaciencia pública a una ruda prueba.
El tiempo, hasta entonces tan sereno, se echó a perder de pronto; el cielo se cubrió
de oscuras nubes. ¿Podía suceder otra cosa, después de la revolución terrible que
experimentaron las capas atmosféricas y de la dispersión de la cantidad enorme de
vapores procedentes de la deflagración de 400.000 libras de piróxilo? Todo el orden
natural se había perturbado, to que no puede asombrar a los que saben que con
frecuencia en los combates navales se ha visto modificarse de pronto el estado
atmosférico por las descargas de la artillería.
El Sol, al día siguiente, se levantó en un horizonte cargado de espesas nubes, que
formaban entre el cielo y la tierra una pesada a impenetrable cortina que se extendió
desgraciadamente hasta las regiones de las montañas Rocosas.
Fue una fatalidad. De todas partes del globo se elevó un concierto de reclamaciones.
Pero la naturaleza no hizo de ellas ningún caso, y justo era, ya que los hombres habían
turbado la atmósfera con su cañonazo, que sufriesen las consecuencias.
Durante el primer día, no hubo quien no tratase de penetrar el velo opaco de las
nubes, pero todos perdieron el tiempo miserablemente. Además, todos miraban
erróneamente al cielo, pues, a consecuencia del movimiento diurno del globo, el
proyectil debía necesariamente pasar entonces por la línea de los antípodas.
Como quiera que sea, cuando la Tierra quedó envuelta en las tinieblas de una noche
impenetrable y profunda, fue imposible percibir la Luna levantada en el horizonte,
como si expresamente la casta Diana se ocultase a las miradas de los temerarios o
profanos que habían hecho fuego contra ella. No hubo observación posible, y los
partes de Long's Peak confirmaron este funesto contratiempo.
Sin embargo, si el resultado del experimento fue el que se esperaba, los viajeros que
partieron el 1 de diciembre a las 10 horas y 40 minutos de la noche, debían llegar el día
4 a medianoche. Hasta entonces era, pues, preciso tener paciencia sin alborotar
demasiado, haciéndose todos cargo de que era muy difícil, no siendo en condiciones
muy favorables, observar un cuerpo tan pequeño como la granada.
El 4 de diciembre, desde las ocho de la tarde hasta medianoche, hubiera sido posible
seguir el curso del proyectil, el cual habría parecido como un punto en el plateado
disco de la Luna. Pero el tiempo permaneció inexorablemente encapotado, to que llevó
al último extremo la exasperación pública. Se injurió a la Luna porque no se
presentaba. ¡Volubilidad humana!
J. T. Maston, desesperado, marchó a Long's Peak. Quería observar por sí mismo, no
cabiéndole la menor duda de que sus amigos habían llegado al término de su viaje. Por
otra parte, no había oído decir que el proyectil hubiese caído en un punto cualquiera de
las islas y continentes terrestres, y J. T. Maston no admitía ni un solo instante la
posibilidad de una caída en los océanos que cubren las tres cuartas partes del globo.
El día 5 siguió el mismo tiempo. Los grandes telescopios del Viejo Mundo, de
Herschel, de Rosse, de Fousseaul, estaban invariablemente dirigidos al astro de la
noche, porque en Europa el tiempo era precisamente magnífico; pero la debilidad
relativa de dichos instrumentos invalidaba todas las observaciones.
No hizo el día 6 mejor tiempo. La impaciencia atormentaba las tres cuartas partes del
globo. Hasta hubo quienes propusieron los medios más insensatos para disipar las
nubes acumuladas en el aire.
El día 7 el cielo se modificó algo. Hubo alguna esperanza, pero ésta duró poco, pues
por la noche espesas nubes pusieron la bóveda estrellada a cubierto de todas las
miradas.
La situación se agravaba. El día 11, a las nueve y once minutos de la mañana, la Luna
debía entrar en su último cuarto, y luego it declinando, de suerte que después, aunque
el tiempo se despejase, la observación sería poco menos que infructuosa. La Luna
entonces no mostraría más que una porción siempre decreciente de su disco hasta
hacerse Luna nueva, es decir, que se pondría y saldría con el Sol, cuyos rayos la
volverían absolutamente invisible. Sería, por consiguiente, preciso aguardar hasta el 3
de enero, a las 12 horas y 41 minutos del día para volverla a encontrar llena y empezar
de nuevo la observación.
Los periódicos publicaban estas reflexiones con mil comentarios, y aconsejaban al
público que se armase de paciencia.
El día 8 no hubo novedad. El 9 reapareció el Sol un instante, como para burlarse de
los americanos. Éstos to recibieron con una estrepitosa silba, y él, herido sin duda en
su amor propio por una acogida semejante, se mostró muy avaro de sus rayos.
El día 10 tampoco hubo variación notable. Poco faltó para que J. T. Maston perdiese
la chaveta, inspirando serios temores al cerebro del digno veterano, tan bien
conservado hasta entonces bajo su cráneo de gutapercha.
Pero el día 11 se desencardenó en la atmósfera una de esas espantosas tempestades
de las regiones intertropicales. Fuertes vientos del Este barrieron las nubes tan
tenazmente acumuladas, y por la noche el disco del astro nocturno, a la sazón rojizo,
pasó majestuosamente en medio de las límpidas constelaciones del cielo.
XXVIII
Un astro nuevo
Aquella misma noche, la palpitante noticia esperada con tanta impaciencia, cayó
como un rayo en los Estados de la Unión, y luego, atravesando el océano, circuló por
todos los hilos telegráficos del globo. El proyectil había sido percibido gracias al
gigantesco reflector de Long's Peak. He aquí la nota redactada por el director del observatorio
de Cambridge, la cual contiene la conclusión científica del gran experimento del
Gun-Club.
«Long's Peak,12 de diciembre
»A los señores miembros del observatorio de Cambridge
»El proyectil disparado por el columbiad de Stone's Hill ha sido percibido por los
señores Belfast y J. T. Maston, el 12 de diciembre, a las 8 horas 47 minutos de la noche,
habiendo entrado la Luna en su último cuarto.
»El proyectil no ha llegado a su término. Ha pasado, sin embargo, bastante cerca de
él para ser retenido por la atracción lunar.
»A11í, su movimiento rectilíneo se ha convertido en un movimiento circular de una
rapidez vertiginosa, y ha sido arrastrado siguiendo una órbita elíptica alrededor de la
Luna, de la cual ha pasado a ser un verdadero satélite.
»Los elementos de este nuevo astro no han podido aún determinarse. No se conoce
su velocidad de traslación ni su velocidad de rotación. Puede calcularse en 2.833 millas,
aproximadamente, la distancia que to separa de la superficie de la Luna.
»En la actualidad se pueden establecer dos hipótesis, y según cuál sea la que
corresponde al hecho, modificar de distinta manera el estado de cosas.
»O la atracción de la Luna prevalecerá sobre todas las fuerzas, y arrastrará el
proyectil, en cuyo caso los viajeros llegarán al término de su viaje.
»O, conservándose el proyectil en una órbita inmutable, gravitará alrededor del disco
lunar hasta la consumación de los siglos.
»He aquí to que las observaciones nos dirán un día u otro, pero, por ahora, el único
resultado de la tentativa del Gun-Club ha sido dotar a nuestro sistema solar de un astro
nuevo.
J. BELFAST.»
¡Cuántas cuestiones suscitaba un desenlace tan inesperado! ¡Qué situación preñada
de misterios reserva el porvenir a las investigaciones científicas! Gracias al valor y
abnegación de tres hombres, una empresa tan fútil en apariencia, cual era la de enviar
una bala a la Luna, acababa de tener un resultado inmenso, cuyas consecuencias eran
incalculables. Los viajeros, encarcelados en un nuevo satélite, si bien es verdad que no
habían alcanzado su objetivo, formaban al menos parte del mundo lunar; gravitaban
alrededor del astro de la noche, y por primera vez podía la vista penetrar todos sus
misterios. Los nombres de Nicholl, de Barbicane y de Michel Ardan deberán, pues, ser
siempre célebres en los fastos astronómicos, porque estos atrevidos exploradores, deseando
ensanchar el círculo de los conocimientos humanos, atravesaron audazmente el
espacio y se jugaron la vida en la más sorprendente tentativa de los tiempos modernos.
Conocida la nota de Long's Peak, hubo en el universo entero un sentimiento de
sorpresa y espanto. ¿Era posible auxiliar a aquellos heroicos habitantes de la Tierra?
No, sin duda alguna, porque se habían colocado fuera de la humanidad traspasando los
límites impuestos por Dios a las criaturas terrestres. Podían procurarse aire durante
dos meses. Tenían víveres para un año. Pero ¿y después...? Los corazones más
insensibles palpitaban al dirigirse tan terrible pregúnta.
Un hombre, uno solo, se negaba a admitir que la situación fuese desesperada, uno
solo tenía confianza, y era su amigo adicto, audaz y resuelto como ellos, el buen J. T.
Maston.
No les perdía de vista. Su domicilio fue en to sucesivo Longs Peak; su horizonte, el
espejo del inmenso reflector. Apenas la Luna aparecía en el horizonte, la encerraba en
el campo del telescopio y la seguía asiduamente en su marcha por los espacios
planetarios. Observaba con una paciencia eterna el paso del proyectil por su disco de
plata, y, en realidad, el digno veterano vivía en comunicación perpetua con sus tres
amigos, y no desesperaba de volverlos a ver un día a otro.
«Me cartearé con ellos -decía al que quería oírle-, cuando las circunstancias to
permitan. Tendremos noticias de ellos, y ellos las tendrán de nosotros. Los conozco;
son hombres de mucho temple. Llevan consigo en el espacio todos los recursos del
arte, de la ciencia y de la industria. Con esto se hace cuanto se quiere, y ya veréis cómo
salen del atolladero.»
FIN

Texto agregado el 11-07-2009, y leído por 97 visitantes. (0 votos)


Para escribir comentarios debes ingresar a la Comunidad: Login


[ Privacidad | Términos y Condiciones | Reglamento | Contacto | Equipo | Preguntas Frecuentes | Haz tu aporte! ]