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Ishtar, guerrero con nombre de diosa, valeroso, osado, bello, lleno de fuego y gritos en el pecho.

Cuentan las lenguas antiguas que luchó con cien leones, venciéndolos a todos por paliza; que fue capaz de soportar sobre sus hombros el peso de una columna del mismo templo de Atenea, evitando así una catástrofe segura; que peleó con gladiadores legendarios, arrebatándoles el título de leyenda ¡ Tantas cosas se cuentan de él!.

Nadie sabe de dónde viene, solamente que siempre ha estado. Vaga por las ciudades repartiendo hazañas, siempre orgulloso y con la mirada fija en el horizonte. Desenvaina la espada o alza el puño y vence con facilidad.

Ishtar camina solo y sin nada en la mano, parece un ente inmortal sin hambre ni sed, sin cansancio, sin enfermedad.

La ciudad amurallada está tranquila. El calor sofocante, coautor del silencio, se mete por los recovecos de las casitas de adobe e invade hasta el más mínimo espacio interior. El sol está en su punto más alto y se refleja vanidosamente en toda la pequeña ciudad, haciéndola insoportablemente amarilla.

El caminar potente comienza de pronto a rebotar en las paredes terrosas y secas, es Ishtar que visita la ciudad.

Las cabezas se asoman de a poco a través de las puertas y ventanas. Ishtar sigue caminando sin prestar atención a las caras de asombro y felicidad que lo siguen y focaliza su atención en encontrar un lugar sombreado para detenerse a pulir su espada. Lo encuentra, se detiene, saca la espada y comienza su labor.

De pronto y casi por culpa del destino, sus ojos fijos cambian de objetivo: algo brilla entre las sombras. Dirige su mirada a aquel punto brillante y descubre un par de ojos azules, seguidos de una nariz casi infantil y una pequeña boca rosada, enmarcado todo por rizos rubios un poco empolvados.

Ishtar sintió al instante un escalofrío seguido de una calidez superior la emoción de cualquier batalla. Ishtar se enamoró, estaba enamorado de aquella niña-mujer.

Él y ella huyeron, oh! Huyeron juntos y todo fue diferente. Los viajes ahora tenían colores, edificios, personas, había gestos y sonrisas.

Ishtar despierta un día, mira la blancura desnuda de su amada, sus ojos escondidos tras finos párpados de lino. La observa y siente el calor emanar de su cuerpo. Pero de pronto se concentra en todo el una sensación que hace días lo atacaba: el nudo en el estómago, la ajenidad, el ridículo.

Cierra los ojos, la mira nuevamente. "¿Es esto?, ¿ Esto tengo que hacer?". Rememora sus días de batalla, la sangre, el sudor, los aplausos, la eternidad que lo había acompañado ¿ Cómo es que está ahora en un cuarto soleado muriéndose de lo que llaman amor?.

“Yo no fui hecho para esto…pero no puedo sacar de mis entrañas ese calor, ese calor que no es mío, no es para mí, no puedo controlarlo, se me escapa, se escapa…”

Con lágrimas en los ojos y el nudo persistente en el estómago y la garganta, Ishtar saca su espada y la clava en el pecho de su amada sin despertarla.

Entonces vagó, vagó y vagó Ishtar como siempre lo había hecho.

Texto agregado el 25-07-2009, y leído por 97 visitantes. (1 voto)


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25-07-2009 -2* Murov
 
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