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 El hombre se ataruga de palabras,
 se arropa con ellas, se sacia,
 las hila, creando balaustradas
 montículos, fortalezas,
 se escuda en ellas,
 para poner distancia significativa
 entre él y el hombre inculto,
 el que a falta de adjetivos,
 se mimetiza con las bestias,
 se enfurece y ataca.
 
 Es por ello, que nace el intento,
 de enseñarle al pobre tipo,
 de ofrecerle las mismas armas,
 en vez de la otra mejilla
 oponerle un diccionario,
 un lápiz y un cuaderno,
 el salvaje comienza a perder pelaje,
 se pule, aprende, se rebusca,
 pronto es un símil de su maestro,
 y aprende a denominar por su nombre
 a la injusticia, al poderío, a la discriminación,
 y se enerva, y puede expresarlo,
 pero, no le basta, y se exalta,
 lucha consigo mismo, se rebela,
 nace el anarquista.
 
 El odio nubla la mente,
 deja malherido el entendimiento,
 el salvaje ha regresado a su cubil,
 mientras el culto levanta,
 nuevas y más seguras fortalezas…
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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