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¿Que de dónde saqué yo la foto esa? No sé. O quizá mejor dicho, y supongo que esto podría casi asegurarlo, la saqué de mi teléfono. Ahora bien, esa pregunta con ese tono de voz de mi mujer, que de dónde sacaste esa foto vos, así como suena, que uno o cualquiera al escuchar semejante cosa enseguida presagia que lo importante no es el donde, es decir la respuesta al de dónde sacaste vos interrogativo, sino que esa frase tal como se oye de quien la pregunta invoca algo más sinuoso como qué estás haciendo vos con esa foto o por qué tenés esa foto o por qué mirás esa foto (qué hacen tus ojos baboseando esa imagen) más las variantes que puedan surgir de estas mencionadas porque, pongámoslo así, lo que el hallazgo circunstancial de la mentada fotografía en una carpeta de nuestra computadora por parte de Sandra le provocó a la misma Sandra en principio no fue esencialmente la inquietud por el de dónde porque no hace falta ser muy lúcido para saber que cualquier fotografía, si es que no la hicimos, en estos tiempos casi siempre nos llega desde el éter por datos móviles o por wifi a algún teléfono o computadora (nos las envían por o las “sacamos de” internet), sino más precisamente el hecho de que “la foto esa” estuviera exactamente “donde” por la acción deliberada (podría decirse clandestina también) de su marido (o sea yo) ella la encontró. El caso es que la gente acumula fotos hoy como nunca en la historia o eso me parece, fotos de cualquier cosa en esa especie de baúles infinitos que son los discos rígidos de las computadoras, y cuando mi mujer revolvía en la carpeta de imágenes de nuestra computadora de escritorio se encontró con el desnudo de la chica futbolista, una foto que, lo supo enseguida, no podía estar en ese lugar por cuenta de ella o de nuestras hijas. De dónde sacaste la foto esta, me preguntó después (no sé cuánto tiempo después del hallazgo) mostrándome la imagen de la futbolista desnuda maximizada en el monitor, a lo que contesté que suponía que del teléfono. Lo cierto es que la futbolista (llamémosla H de ahora en más, aunque cabe aclarar que a esta altura de la soirée no había recordado yo todavía que de una futbolista se tratase) posaba frente a un espejo en posición de cuclillas sobre el suelo alfombrado apoyada en una especie de trípode constituido por los dedos de ambos pies flexionados con los talones pegados a las nalgas y la mano derecha atrás, que no podía verse, y mantenía las piernas abiertas cuyos fémures formaban un ángulo de casi ciento ochenta grados mientras sostenía en la mano izquierda un iPhone blanco con el que, se entiende, tomó la foto, a una altura tal que se interponía entre el espejo y la teta izquierda, a una altura que, a simple vista, lo presentaba centrado sobre una línea recta imaginaria que uniera, podría decirse, el prepucio del clítoris con el punto superior de la circunferencia que le hacía el cabello castaño oscuro más bien lacio recogido atrás supongo que a la manera de una coleta. Sandra contemplaba la escenita sentada en la silla giratoria ergonómica y yo parado a un costado miraba a ella y a la foto alternativamente como a la espera de novedades viendo desde mi perspectiva cómo sus pupilas desprendían una especie de destello blanquecino producto del reflejo de la pantalla que por un momento me pareció hipnótico, como si esa luminosidad de aquel rostro inexpresivo y quieto la hubiera poseído (aunque bien pudo haber sido la vagina el punto más acaparador de atenciones o “hipnótico”) o bien viceversa, como si fueran los ojos de mi mujer los que proyectasen la imagen sobre la pantalla, todo esto desde mi perspectiva, y entonces me puse los anteojos de cerca que siempre llevo colgados del cuello con un cordón rojo para no extraviarlos por la casa y me agaché con la intención de identificar a la mujer en un intento de recordar cómo pudo haber llegado hasta ahí.
—Debe haber salido del teléfono —dije.
—Así que ahora te dedicás a mirar conchas, eh. Mirá qué suerte —dijo Sandra con ese destello en los ojos que seguían en la pantalla mientras hacía zoom con la ruedita del mouse en la cara inexpresiva de la futbolista—. ¿Quién es?
—No sé. Nadie. Son esas cosas que te llegan por WhatsApp que reenviás y te van quedando. Si te molesta borrala. Andá a saber la de boludeces que habrá ahí —dije honestamente sin conceder a la foto importancia alguna.
—¿Que me molesta? Sabés que no borro tus conchas. Perdón. Tus cosas.
Eso último lo dijo con la cabeza levantada ya viéndome a la cara sin el destello pero con una sonrisita irónica que iba bien con sus palabras. Precisamente por esa sonrisita supuse que el asunto estaba terminado, así que me quité los anteojos y los dejé colgar dispuesto a retirarme de la escena para que mi mujer pudiera seguir con sus carpetas de fotos dentro de otras carpetas de fotos o con lo que fuera que estuviera haciendo en la computadora, pero antes de que pudiera dar el primer paso su mejor tono socarrón me detuvo.
—Linda concha la de tu amiga Nadie, ¿no? Porque dijiste que se llamaba Nadie, ¿no?
En la pantalla se veía solo la cara inexpresiva de la futbolista y se me pasó por la cabeza por un momento que aquella teórica falta de expresividad podría deberse a que ella estuviera interesada o mentalmente enfocada en algo que el espejo le devolvía de su propio cuerpo, que justamente no sería su cara inexpresiva, y tuve la sensación de que tanto sus ojos como sus pensamientos se hallaban ubicados por alguna buena razón precisamente en la vagina, y que esto mismo unos minutos antes de mi observación debió de haber ocurrido con los ojos y los pensamientos de mi mujer no obstante la elemental diferencia de que se trataba de una vagina ajena y por lo tanto y de cierto modo una vagina invasiva cuya sola disposición le resultaba perturbadora. Pero antes de que pudiera yo decir mu Sandra dijo:
—Lástima que no te acuerdes de ella porque se ve que hizo la foto con cariño. O si no tanto con cariño seguro con esmero, ¿no?
—No estarás pensando que esa chica se sacó esa foto para mí, para mandármela a mí por WhatsApp, Sandra. ¿En serio? —Volví a ponerme los anteojos.
—No, Daniel. Ojalá. Pero no. Pensalo.
—No tengo nada que pensar, Sandra. Es fácil. Seguramente alguien me mandó la foto con algún meme o algo, viste, esas boludeces que se viralizan, y entonces cuando hice una de las tantas copias que hacemos de las cosas de los celulares, que por tres o cuatro fotos importantes terminás pasando todas, seguramente pasé esa que estás viendo junto con tantas otras boludeces porque uno en ese momento no se pone a discriminar, uno siempre dice después lo reviso y limpio todo y nunca lo hace porque da mucha pereza, seguro también te pasa a vos, y fijate que ahora mismo podrías borrarla y terminar con la historieta, ¿no te parece?
—Así que una boludez.
—Una boludez, sí. Es eso, Sandra. Una pavada.
—No me entra en la cabeza que tengas esa foto cuando sabés, porque bien que lo sabés y me lo acabás de decir y ni siquiera te hace ruido, que esa chica no se la hizo para vos, Daniel, a no ser, se me ocurre ahora, que creas que se sacó una foto en concha de al pedo que estaba para que la veamos todos gratis, ¿no?, para que le festejemos la cajeta, y si esto fuera así yo estaría equivocada al pensar que es una foto privada como me parece que es, ¿no?
Fue mientras oía a Sandra que vino a mi mente un recuerdo de la chica de la foto como algo de unos años antes que levantó bastante polvareda en las redes sociales y en los medios, eso era, una cosa mediática de una jugadora de fútbol profesional que de viaje con el seleccionado se hizo unas fotos para el novio, digamos algo así como lo que dedujo mi mujer al verla, que por algún motivo acabaron haciéndose públicas, que llegaron a mi teléfono como a los de tantos otros sin que yo supiera hasta entonces de la existencia no solo de esa chica (no miro fútbol) sino tampoco de la existencia de la selección femenina de fútbol argentina ya que estamos.
—Creo que es una jugadora de fútbol, no recuerdo cómo se llama —dije.
—H —dijo Sandra (pronunció de corrido los nombres y el apellido de la chica que ya dije que llamaremos H).
—¿Me estás jodiendo? —dije eso porque mi mujer suele hacerse la que no sabe algo o no lo entiende solamente para que su interlocutor diga o insinúe o deje inconscientemente entrever lo que piensa de eso mismo mientras lo describe, como cuando uno le pide a un niño una narración del acto reprobable que acaba de cometer para saber qué entendió o cómo se sintió el niño con eso que ha hecho.
—No, nunca la había visto. Dijiste lo del fútbol y me acordé del caso de H porque salió en televisión y en ese momento me pareció una putada y lo primero que pensé fue lo mismo que ahora sigo pensando, que eso mismo podría pasarles a Vero o a Danielita, cosa que a vos ni siquiera se te pasó por la cabeza, ¿no?
A eso siguió un intercambio más o menos brusco en el que ambos nos mantuvimos en nuestras posturas; y la mía consistía en minimizar la situación con dos argumentos principales aunque, dicho sea de paso, tenía razón mi mujer en el detallito de que no se me había pasado por la cabeza que una foto “privada” o “íntima” de cualquiera de nuestras hijas pudiera llegar a miles de teléfonos (aun al mío) sin que nadie lo consintiera ni pudiera evitarlo, que está bien, de acuerdo, había que admitir y lo hice, pero esto me lleva al primer argumento de que justamente nuestra vagina de marras llegó a muchas pantallitas por tratarse de alguien “famosa” o “conocida” mientras que Verónica y Daniela, nuestras adoradas hijas de veintitrés y diecinueve años en ese momento, no lo eran, es decir no eran famosas ni particularmente conocidas, conque a lo sumo una desgracia de este tipo no tendría la magnitud ni el alcance que obtuvo de haber tenido a cualquiera de nuestras hijas como objeto u “objetivo”, y el segundo argumento, no menos importante para mí, era que al momento de la discusión con Sandra ya todo el mundo había olvidado el asunto y (lo sabíamos ya entonces) la chica seguía jugando al fútbol y su perfil de Facebook (lo comprobamos después) gozaba de buenas salud y popularidad, e insistí con este argumento porque, ya todos lo sabemos, a cualquiera puede pasarle, y mi reflexión al respecto fue que si te pasa no es tu culpa, te la tenés que aguantar, en la vida hay cosas peores, la gente se olvida, punto. ¿Qué otra cosa podía pensar? Pero Sandra seguía enojada por ese detallito y agregó al repertorio el hecho de que para mí se trató de una boludez (enfatizó “una boludez”) algo que para muchas mujeres es causal de depresión y hasta de suicidio, con el agravante de que nosotros, más exactamente yo el portador de la foto, tenemos (“tenés”) dos hijas mujeres, y todo esto me hizo pensar en que hacía unas pocas semanas Verónica se había ido de casa a vivir con su “novio” a un departamento en Parque Chas cuyo alquiler pagaban ambos con sus trabajos, situación que, pongámoslo así, no es improbable que despertara cierta sensibilidad extraordinaria en Sandra, sensibilidad o “fragilidad” sobre todo ante esta clase de ultrajes que les “ocurren” a las mujeres generalmente cuando se relacionan con cierta calaña de “hombres”, situación que, pongámoslo así, también me produjo “algo” extraordinario porque, tengo que decirlo, el muchacho que se llevó a nuestra hija mayor resultó ser católico. Sea como fuera, llegamos a un punto en nuestra discusión en que pude contabilizar demasiados “danieles” y “sandras”, y esto, es decir la cantidad de veces que nuestros nombres son pronunciados en un intercambio verbal con mi mujer, me funciona de “termómetro” para medir la “sensación térmica” o la “complejidad” del asunto, como si dijéramos que el número de veces que nos llamamos por nuestros nombres de pila sin adulterar durante el “diálogo” es directamente proporcional al grado de acaloramiento del agarrón, y huelga decir que no era momento de sumar a la discusión (y menos aún a modo de argumento a mi favor o “defensivo”) el hecho de que nuestra hija mayor nos había abandonado (y por un católico). Fue en este “punto” pongamos álgido cuando mi mujer se levantó de la silla a servirse un café (lo dijo) y quedé “a solas” con H, no sé bien por qué, me acomodé en la silla giratoria ergonómica, volví la fotografía a su tamaño original y descubrí entonces dos triángulos que formaban una silueta como la de un reloj de arena: uno de ellos, el superior, formado por el vello púbico recortado prolijamente, y el inferior, que era la vagina cuyo contorno dada la formidable apertura de las piernas formaba en el perineo una especie de base recta de piel estirada paralela al suelo en la parte inferior y dos “lados” que se unían en el vértice superior en la zona del clítoris donde, se entiende, empezaba el vértice del triángulo de pelos que hacía de centro de “mi” reloj de arena.
Ya es que Gerardo y Verónica se conocieron en la Facultad de Agronomía y desde entonces se emparejaron, tenían veintiún años y parecían dos “cerebritos” que de vez en cuando se juntaban en casa a preparar los exámenes; Geri era a simple vista un chico normal en todo sentido (igual que nuestra Vero), un hombrecito responsable que además de estudiar tenía el buen hábito de trabajar aunque, vale aclararlo, la situación económica de su familia (no es que indagáramos en esta cuestión) era más bien holgada como para que pudiera prescindir de ello como prescindía de ello nuestra Vero; no hacían una mala yunta, la verdad, y nosotros como padres no tuvimos en principio motivos como para sospechar nada “oscuro” de esa relación (de este muchacho), pero, hay que aclararlo, tanto mi mujer como yo además de ser hijos únicos venimos de familias, cómo decirlo, laicas, ateístas o lo que podría entenderse como agnósticas, y no sé si pueda llamarse a esto una tradición, pero el caso es que a excepción de algún casamiento religioso de los que aunque parezca mentira nunca faltan no pisamos las iglesias ni celebramos bautismos ni comuniones ni nada que se realice con intervención religiosa alguna (sin distinción de credos) no por una cuestión de rechazo sino más bien porque jamás tuvimos la necesidad o la “inquietud” de inmiscuirnos en ese tipo de “actividades” del “espíritu”, y en fin, que no necesitamos de ninguna creencia accesoria o “fe” para las cosas de la vida, y es por esto que cuando nos enteramos (me enteré) por mera casualidad de que Geri “pertenecía” a la Acción Católica Argentina (la relación, dicho sea de paso, ya iba “en serio” y nuestra hija se había cuidado de mencionárnoslo) no pude evitar cierta tensión que me hizo ver las cosas de otra manera, lo que se dice abrir el paraguas, porque ¿cómo era posible que nuestra hijita mayor estuviera en pareja con un tipo de esos que creen en divinidades celestiales y van a la iglesia y se enteran de las novedades del papa y repiten versitos y, lo más “paradójico” de todo, viven creyéndose de alguna manera partícipes de una “verdad universal” o “fuente de sabiduría” de cuyos “gloria” y beneficios gozan ellos los “humildemente” iluminados siendo por omisión los otros seres humanos que nos desentendemos de “la obra de dios” unos pobres ignorantes que vivimos sin “valores cristianos” al margen de esa entidad rectora que está muy pero muy por arriba de nosotros? ¿Cómo y desde cuándo fue posible que un tipo de esos que agradecen a diosito cualquier tontería hubiera convencido a nuestra hijita mayor de que sería una buena idea, un buen “proyecto”, salir a trabajar para costear un alquiler a medias e irse de casa para, cómo no, formar una familia con hijos y perro más adelante? Desde luego que este “chiste” nos citó como gente adulta y responsable a mi mujer y a mí para lidiar con el asunto sin exceso de “sandras” y “danieles” pero con la seriedad que ameritaba el hecho de que nuestra Vero planeara abandonarlo todo por un tipejo más parecido a un jipi o a un menonita que a un ser civilizado (así lo veía yo; para Sandra, más tolerante a ese tipo de “detallitos”, de un tipejo a secas se trataba) dejando de lado en la medida de lo posible cualquier subjetividad y las consecuencias que traería todo esto a lo que quedaría de nuestra familia porque, se entiende, estaba en juego el futuro de nuestra Verónica, aunque debo confesar que no podía yo eludir ciertas imágenes que me venían a la mente en cualquier situación una y otra vez, las de un hombre silencioso comiendo frente a una silla vacía en una casa cada día más grande y más fría y más oscura y más quieta con las paredes descoloridas mientras el mundo gira en torno a otra historia allá afuera y a lo lejos una mujer niña lo hace abuelo de bebés que son sometidos a un ritual extraño sin ninguna posibilidad de elección ni de dar consentimiento o algo remotamente parecido como si en vez de nacer hubieran sido “acogidos” en un entorno de solemnidad estúpida y a la vez sórdida de intereses velados, los bebés se hacen niños y ven al hombre viejo y pobre y son adolescentes hasta que lo olvidan por completo; entonces mi mujer apoyó su taza de café caliente en el escritorio y antes de levantar la vista en una fracción de segundo me di cuenta de que H tenía las uñas de los pies pintadas de rojo.
—¿No se te ocurrió hacer terapia, Dani?
—Mirá si por una mina en concha voy a ir a terapia.
—Que pienses que te lo digo por una mina en concha me confirma que te vendría muy bien hacer terapia —dijo viéndome a los ojos, me apoyó la mano derecha en el hombro y sin apartar la mirada dijo: —Los dos deberíamos ir, Dani. Hagámoslo, ¿sí?

Texto agregado el 19-07-2023, y leído por 391 visitantes. (9 votos)


Lectores Opinan
24-08-2023 Empieza un poco lento, pero luego de entrar en el ritmo pausado y el fraseo largo la historia convence. Bien la psicología del protagonista. Saludos kroston
20-07-2023 Qué ladrillazo, ladrillín! fui incapaz de llegar al primer punto aparte. me quedé sin (O). deberías pensar seriamente en dedicarte a recoger papas. mira que te haría bien al físico, y te librarías de esa enfermedad devoradora: la vanidad del querer escribir cuando se carece del instrumental. Una * remos
20-07-2023 Me gusta, además de la historia, cómo construís esas oraciones largas. Los personajes son buenísimos. MCavalieri
 
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