La noche arropa los ranchos dormidos entre los cedros y los laureles, y resguarda los sueños de los campesinos, precarias esperanzas que se acostaron junto al cansancio.
En los hombros de las ramas, la luna ilumina el airado murmullo de las hojas, agobiadas por el calor del verano y borda la sombra vegetal de los árboles en los techos de paja.
El corral, cubierto con los bagazos blancos de la caña, parece una alfombra fluorescente y mágica, pringada con los destellos intermitentes de las luciérnagas, divas de la noche que danzan su coreografía en el fértil escenario del trópico.
En las riberas del río, el vidrio azul de la noche se quiebra en miles de lamentos, croar desconsolado de las ranas al evocar su condición de arcángeles exiliados, alentadas por el coro cadencioso de las piedras y el temblor del agua que pasa indiferente al calor, a la pobreza y a los insomnios.
E insomne se encuentra Marta en la oscuridad del rancho, sintiendo bajo su piel el cálido parpadeo del amor de Antonio. Acordaron fugarse a las cuatro de la madrugada. No hay relojes, carceleros de las horas, pero el instinto campesino rige los tiempos. El ulular de una lechuza, como si la noche misma tuviera voz, le anuncia que llegó el momento.
En sus manos palpita un adiós, y en sus mejillas, las lágrimas intentan redimir la culpa de abandonar el amparo de los suyos. De pie junto a un laurel, Antonio silba la señal convenida. Y al conjuro de aquella nota aguda, el corazón de la muchacha atiza el fuego e irradia pavesas, errantes y férvidas como plegarias.
Con la luna a la espalda corre al encuentro de su amado, casi sin que sus pies morenos toquen el suelo, dispuesta a trenzar un juramento y esculpir su porvenir en el tumultuoso mundo de la ciudad, lejos del rancho, lejos del rumor del río, lejos de los atardeceres quietos y perfumados de arrayanes.
Son las cinco de la mañana. El largo y triste silbato del tren es una despedida y un presagio. Y allá van, dos seres rendidos a la misma pasión, empujando su felicidad con el ímpetu del amor, paralelo como la cremallera de hierro que soporta el traqueteo del ferrocarril.
Allá van hacia lo desconocido. Allá van hacia la niebla. Y aunque el mundo es incierto, sin saberlo caminan escribiendo la historia que los acerca a mi destino. Allá van… mis padres. Buena suerte, amados míos.
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