Las llamas de dos pebeteros, colocados en una esquina del dormitorio, esparcen una espantosa fetidez de podredumbre. La pareja platica recostada en una cama con colchón de mil clavos puntiagudos y roñosos.

- ¿Me amas? – pregunta ella con voz destemplada.

- ¿Cómo se te ocurre? Por supuesto que no, bruja horripilante. Sabes que te odio más que a nadie.

- ¿Me serás infiel cada vez que puedas?

- ¡Con todas las brujas pecaminosas y malignas del averno!

- Y… ¿puedo estar segura de que, en mi cumpleaños, nunca me faltarán tormentos sádicos y perversos?

- Los peores que mi mente pueda concebir. Pero… espera.

- ¿Qué pasa, demonio decrépito?

- Bruja obscena, obesa y hedionda, algo me dice que me ocultas una mentira importante.

- ¿Por qué dices eso, cachalote mal parido? Sabes que jamás te he dicho una verdad.

- Pero… ya no tienes las uñas sucias y retorcidas. Tus manos rugosas y ponzoñosas ya no me desgarran la espalda como antes. A pesar de la aberración purulenta y deforme de tu rostro que tanto detesto, en tu mirada noto algo así como un eco de perfección. No sé, hay una luz, un vestigio de algo que es bello y adorable. ¡Qué asco!

Ella calla. Un asomo de lágrima se contiene. ¿Cómo decirle que se está viendo con un Ángel?