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Todos los años Paulino Aduviri llegaba al pueblo trayendo consigo su cargamento de pócimas milagrosas, polvos curativos, cartas adivinatorias, un implacable apetito y todo su aparejo de vidente trashumante. Dedicado por entero al naturismo, al ocultismo y a las artes misteriosas de la magia, se llamaba a sí mismo el profesor Sanpablo, tal como rezaba el cartel que ponía en la puerta de su habitación ofreciendo sus servicios entre estrellas, medias lunas y ojos gigantescos recortados en papel fosforescente.

Iniciado en la medicina tradicional de los maestros curanderos del Amazonas, tenía un arsenal terapéutico de brebajes contra la ciática, el dolor de espalda y la pérdida de la memoria; polvos vomitivos que acababan con el empacho, el mal del cuerpo y con las tenias; tónicos contra la caída del cabello y la impotencia sexual que, según él decía, eran la misma cosa, mientras ostentaba su frondosa y ruda cabellera; tenía pomadas que igualmente curaban la escarlatina y el mal de ojo.
Poseía también dotes adivinatorias encontrando en el fondo del ojo objetos perdidos, dinero robado y maridos extraviados. Eran famosas sus oraciones para provocar amores, ocasionar divorcios, atraer la lluvia y otros hechos que bien podían ser considerados milagros o calamidades.

El Profesor Sanpablo era un maestro en las ciencias del bien y del mal, experto sembrador de ilusiones. Su familia la componían dos canarios y un mono vestido de charro mejicano entrenados para sacar de una caja papelitos con suerte y atraer a los curiosos que pasaban por el consultorio médico espiritual.

Traía el cabello amarrado en una brillante cola que le llegaba a la cintura y que se recogía en un moño cubierto con una gorra vasca; era lo único llamativo en él que tenía la estatura baja, algo gordito, moreno, ojos pequeños y de mirada penetrante; un bigotito ralo y una decrépita chiva asomaban en su cara. De brazos cortos y manos redondas tenía una cultivada habilidad para manejar los naipes sacando damas de corazones, reyes de oro o sietes de bastos, de acuerdo a la necesidad y al ánimo de cada cliente, así como para dar masajes y arreglar las coyunturas.

Su llegada al pueblo era esperada por un gran número de personas interesadas en consultar sobre dolencias del cuerpo e inquietudes del alma. Siempre se alojaba en el mismo lugar, por respeto a los clientes que lo conocían; y, sobre todo, por su apego a los presentimientos.
La primera vez que llegó al pueblo anduvo en busca de un lugar donde instalarse. Encontró aquella miserable posada en las afueras, entró en ella y tuvo el presentimiento de estar en un lugar reservado para la muerte; las paredes recubiertas con barro tenían una rara luz propia que no dejaba de sentir, así sea al medio día como al final de la tarde. El aspecto de la posada conservaba aquella luminosidad aun después de los muchos arreglos que se sucedieron en la casa con el correr de los años. El dueño de la posada, un hombrecillo hábil para los negocios, había adquirido el terreno cuando el pueblo sólo tenía unas cuantas calles que empezaban alrededor de la plaza y terminaban confundidas con los sembradíos de los campesinos. Compró el terreno con un cuarto y empezó a dar alojamiento a los arrieros que traían productos para la venta y el trueque. Con el tiempo, el lugar se fue convirtiendo en un mercado público con vendedoras sentadas debajo de toldos de tocuyo que las protegían del sol y de la lluvia. Se llamaba Rosendo Ibarra, conocía a Aduviri y le gustaba tratar con él aunque le inspiraba una mezcla de temor y de respeto. Había aprendido que el Profesor era hombre sabio y responsable; cumplía con sus clientes cuando éstos actuaban de buena fe y también respondía a sus deberes de inquilino y comensal. Conocía a todos los clientes del Profesor Sanpablo, desde los más antiguos hasta los recientes; por su puerta entraron comerciantes, enamorados, prostitutas, mujeres engañadas, amantes impotentes, maridos desesperados y perseguidos de la justicia. Lo había hecho su compadre y por ese honor organizó una comilona monumental en la que el Profesor Sanpablo supo sentar sus dotes de tragaldabas y gran bebedor pues tenía una reconocida capacidad para engullir picantes, sopas, chicharrones, pasteles y toda la suerte de las variedades culinarias de la cocina local . Durante el día se lo veía rondar por los mercados y por las pensiones para colmar su apetito; en eso invertía gran parte de sus ganancias.

Cuando el Profesor Sanpablo llegó por primera vez a la casa, ésta ya era un tambo alegre y dinámico que constaba de tres cuartos y un galpón donde dormían apretados sobre las cargas de papa, coca, maíz y toda suerte de mercaderías, los campesinos y los arrieros. Él se acomodó en un pequeño cuarto que daba a la calle donde instaló su consultorio con un cartel: "Curaciones - Cartomancia". A manera de cortina colgó en la puerta tiras de plástico de color negro y morado. Así, todos los años para la época de la feria, llegaba con grandes novedades curativas y sortilegios para despertar la fe en causas perdidas.

El Profesor Sanpablo era astrólogo, cartomántico, quiromántico y curandero; tenía la rara capacidad de encontrar en el brillo del ojo o en el tono de la voz dolencias profundas que lo mismo se deben a desengaños o a úlceras; conocía a cada persona gracias a su mirada inquisitiva, su charla curiosa y por sus manos expertas; sabía encontrar el origen del dolor y el porqué del llanto. Sabio en consejos a partir de interpretar oráculos, horóscopos, cartas, líneas de manos, y hojas de coca, andaba por los pueblos resolviendo los más complejos e intrincados casos que angustiaban tanto a hombres como a mujeres, a ricos como a pobres, a ignorantes como a letrados. Por las tardes atendía a los clientes pudientes, reservando para ellos las sesiones especiales; por las noches atendía casos corrientes, de gente pobre pero con fe. En las mañanas andaba por las calles cargado de su mono y sus canarios, sembrando sueños en papelitos para la suerte que él escribía durante las noches y que sus animales se encargaban de repartirlos durante el día; buscaba el lugar más concurrido en los mercados y en las ferias y con voz estudiada anunciaba curaciones, conjuros y la inevitable suerte de sus papelitos que, por ser entregados por animales de selvas tan lejanas como inimaginables, eran infalibles.

Las últimas visitas del Profesor Sanpablo fueron diferentes, comía menos, había enflaquecido y su piel empezó a tomar un tinte amarillento. Ya no amenizaba las parrandas con ocurrencias de ocultista ni se lo veía rondar por los puestos de comidas con su cajón de suertero y su fauna milagrera. Se hizo más reservado, paraba en su consultorio médico espiritual reclinado en una silla y a menudo se lo veía tomar los menjunjes que él mismo preparaba para sus clientes o, sentado a la sombra del corredor, pasaba horas mirando el patio. Sus visitantes lo encontraban así; los más asiduos, que habían notado estos cambios, empezaron a dudar del profesor y los nuevos no se atrevían a sacarlo del estado de ausencia en el que lo encontraban. Fue así que empezó a perder clientes. Ya no eran sino algunos, los más conocidos, más por miedo al cambio en asuntos tan delicados como la salud y la magia que por confianza en el profesor, los que continuaban buscando sus servicios.

La última vez llegó en una fecha no esperada, de su cargamento de astrólogo y curandero sólo quedaba un cajón con ropa, la maleta con hierbas medicinales y el mono vestido de charro. Estaba amarillo, enjuto, casi sin cabellos; unos cuantos pelos quedaban de su chiva y tenía los ojos hundidos y afiebrados. Se presentó ante Rosendo pidiendo alojamiento, éste se preocupó por desocupar del cuarto a una pareja de comerciantes para acomodar a su compadre; después, él mismo se encargó de preparar las medicinas y de atenderlo en su lecho de enfermo. Una madrugada, de las últimas del mes de abril, trajo a un campesino amigo suyo conocedor de naturismo y sabio para leer la coca. El hombre llegó en medio de una lluvia menuda y ventosa que azotaba las paredes de adobe y los techos de calamina de la casa. En su cuarto, Paulino soñaba con personas desconocidas y con lugares remotos; se veía atravesando pueblos y campiñas donde repartía flores, amuletos y papelitos con suerte a gente que lo recibía con los brazos abiertos, en una actitud de saludo y despedida al mismo tiempo. Así lo encontró el curandero, en la penumbra del cuarto, bajo el ligero rumor de la lluvia.

De cuclillas, frente a la cama del Profesor Sanpablo, el hombre lanzó sobre un aguayo unas cuantas hojas de coca, las miró largamente y se dedicó a contemplar a Paulino durante un buen rato; después, volvió a echar las hojas en el aguayo.

- No hay nada que hacer don Rosendo, tu compadre está en las últimas, ya casi no le queda aliento; aquí está, la coca no miente.

- Así es don Cosme -dijo Paulino en medio de su agonía- la coca no miente. Y volvió a sumirse en su mundo de recuerdos y despedidas.

Afuera, el viento y la lluvia jugaban con las copas de los árboles y se estrellaban estremecidas contra las casas de barro; Rosendo quedó desolado, desde un rincón observaba la escena, miró a su compadre agonizante, perdido en los insondables caminos de los recuerdos; ese hombre que nada podía contra su propio destino había conseguido cambiar muchas vidas, llenar de esperanza los corazones tristes de los desesperados, calmar dolores incurables, aconsejar negocios, arreglar viajes y vender ilusiones en papelitos con suerte a lo largo de ferias y plazas de todos los pueblos de este mundo que les había tocado atravesar juntos.

Paulino Aduviri, médico naturista y espiritual, también conocido como el Profesor Sanpablo, murió corroído por un cáncer incurable, en la madrugada de un día de otoño en aquel cuarto de paredes ardientes. La sombra del curandero se proyectaba sobre la figura de Paulino tenuemente iluminada por la luz de la vela; esa escena quedó grabada para siempre en la memoria de Rosendo y así fue como recordaría a su compadre por el resto de su vida.

Texto agregado el 11-08-2005, y leído por 111 visitantes. (0 votos)


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