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“El cachalote pigmeo puede vivir hasta los 80 años, pero necesita afecto continuo. Cuando uno de ellos queda varado en alguna playa, los cuidadores no paran de acariciarlo hasta que está en condiciones de ser devuelto al mar. Pero un anciano no es un cetáceo en vías de extinción”.



TE TRATARÉ COMO A UN PERRO


My name is Rosario: es casi lo único que recuerdo de los tiempos en que acudíamos a Yorkshire y a otras sedes para las ferias de exhibición de la raza (canina, no vayan a pensarse, que ya hoy no puede una ni ser fascista tranquilamente; aunque yo en la época predemocrática he sido una mujer de armas tomar, una mujer-mujer, y, con Pilar Primo de Rivera y toda la cuchipanda, he cerrado no pocas veces el Casablanca tomando zarzaparrilla y coñac. Había una tal María, hija de un veterinario, que había vivido algunos años en Francia por causa del trabajo de su padre. Siempre decía que me daba un aire con Gertrude Stein, de quien nunca he leído nada. Tal vez ésa fue una de las causas por la que nunca me casé, pero obviamente no es la única). Tengo varios premios y áccesits a la pureza de raza, aunque ninguno ganado con Hércules y Júdith, las criaturas que más satisfacciones me han dado. No he podido llevarlos a ninguna competición por su falta de pedigrí, pero también por mi edad: estaba ya demasiado mayor y achacosa cuando los traje a casa. Y a pesar de eso, durante mucho tiempo le dieron sentido a mi vida y desde luego más cariño que todas las personas que he conocido, con o sin pedigrí —hay personas que por mucho pedigrí con que nazcan, nunca le llegarán a los talones a un perro noble—. Hasta que aquel loco, que no merece menos de un cáncer de colon, los atropelló a los dos y se largó. Han pasado 6 años y sé que no lo olvidaré nunca, un adverbio que para mí, con suerte, no debe de alcanzar más de dos años, a lo sumo tres, pero no lo creo. A menos que Dios me condene a romper las estadísticas... Yo había salido como cada noche para que los perros dieran su paseo, pero los aledaños de la Castellana se han convertido en un muladar donde se prostituyen todas esas mujeronas neumáticas y bien dotadas según rezan los anuncios de contactos, muchas de ellas, compatriotas de Zidane, y el tráfico en la zona no respeta ni a los transeúntes, mucho menos a los perros. Esto con Franco no pasaba: había menos depravación y no se veía en Madrid el espectáculo bochornoso que me ha robado las únicas alegrías que tenía. Habría preferido un millón de veces que aquel desalmado me hubiera arrollado a mí y no a los perros, pero está claro que casi nadie puede elegir cuándo le llega la hora. Dos perros atropellados no son noticia, ni aunque se haya fugado el delincuente: nadie hablará de Hércules y de Júdith. Como tampoco nadie hablará de mí cuando haya muerto, a menos que...

Soy vieja. Tengo 82 años. Soy vieja y fea, y estoy sola desde... desde siempre. ¿Que cómo he llegado hasta aquí, así? Alimentándome de grandes dosis de amargura, supongo. Ahora lo racionalizo así. En el fondo, si a lo largo de mi vida me he concentrado en el trato con los perros, es porque me he sentido siempre incomprendida en el trato humano. Yo no he tenido intimidad con nadie. En el trabajo siempre he sentido una profunda distancia, cuando no auténtico rechazo, tanto de las otras mecanógrafas como de los directivos, y no creo que fuera algo imaginario. Con el vecindario tampoco he tenido trato: cada uno en su casa y Dios en la de todos. Sólo ahora, de mayor, hay algunas vecinas que vienen de vez en cuando a ver cómo estoy, pero muy de vez en cuando y siempre que sepan que Zidane acaba de limpiar: les facilito la cuota de caridad que les hace dormir tranquilas y les doy tema de conversación con la asistenta. Pero esta cordialidad llega demasiado tarde: me pilla hecha una ruina y llena de amargura. La amargura o te lanza al precipicio o te sostiene para siempre, y yo hace tiempo que prefiero el precipicio. Pero a pesar de todo, la vida resiste. Cada día estoy más transtornada y más fea, y acabaré pillando también alguna infección porque mi higiene ya no es ni sombra de lo que era, pero la vida resiste. ¿Hasta cuándo, maldita sea?

El apartamento en que vivo huele a orines. Yo ya no lo aprecio porque estoy acostumbrada, pero lo noto en los gestos del portero cuando me sube los recibos, y de Zidane cuando viene a hacerme la comida. A descongelármela, para ser más precisos. Esos movimientos tan sencillos ya sólo los puedo ejecutar cuando vuelvo de las infiltraciones en los brazos, que son un alivio. Y me da igual dónde cae la combinación con las bragas sucias: si cae en medio del pasillo, ahí se queda hasta que Zidane la vea y la recoja, lo que a veces tarda una semana. Se ve que soy alérgica a algún medicamento de los nuevos que me ha prescrito el jorobadito porque tengo unos picores insoportables y me desespero de angustia.

Soy un caso de mayor representativo, pero quizá también atípico: estoy sola como tantos jubilados, pero la diferencia es que yo no estoy abandonada por nadie porque no tengo familia. Es el único disgusto que me he ahorrado. No soy viuda ni tengo ningún pariente porque era hija única y mis padres también. No echo de menos a nadie —¿a quién estoy mintiendo?— porque nunca, nunca tuve a nadie: ni tíos ni primos ni familia. Lo que sí tuve fueron muchos perros: doce, y todos de raza, excepto los dos últimos. Caniches, galgos afganos, airedales, mastines y hasta un dobermann, fuerte, cariñoso, de casi 80 centímetros de talla, negro azulado, muy deportista y limpio, un perro con el que me sentía segura, protegida cuando lo sacaba de paseo de madrugada después de tomar unas copas. Se llamaba Hugo, y estoy segura de que a Hitler y al Generalísimo les habría gustado tenerlo. Porque he sido franquista, y lo soy, aunque quizá también por ello mi cabeza está ahora así. No puedo olvidar la fiesta que eran las concentraciones de cada 18 de julio, y yo no falté a ninguna en vida del Caudillo. Así demostrábamos lo que vale un pueblo unido y firme para atajar la gangrena roja. Me exalto, me enardezco —aunque no me conviene porque me aumentan los picores—, sólo con recordarlo porque han sido muchos años de formación del espíritu nacional, y eso deja huella indeleble, más aún si no opones ningún tipo de resistencia, como fue mi caso. Pero ahora ya no queda nada y me he dado cuenta de que todo aquello fue una estafa —la vida en general es una estafa, como le gusta decir a Nati—, y que sólo estaba bien cuando eres joven, tienes dinero y defiendes el régimen. Pero en mi situación, vieja, con los ingresos justos para llegar a final de mes, sin régimen que defender ni perrito que me ladre, a Franco bien le podía haber dado la tromboflebitis muchos años antes. Quizá otro gallo nos habría cantado. En fin, a mí ya me queda poco. La Naturaleza al final es sabia y tiene que seguir su curso.

Gracias a mis más de 30 años como mecanógrafa en Unión Fenosa, me salen chispas de las cervicales, pero gozo de una pensión más o menos solvente que me permitiría vivir desahogadamente si hubiera sido más espabilada para manejar el dinero, es decir, si hubiera comprado este apartamento, en el que ya llevo 27 años; si no hubiera tirado a la basura tantas noches de mi vida tomando copas en elegantes coctelerías madrileñas, pero también en tugurios, buscando lo que nunca he sabido encontrar, y mientras tanto permitiendo que el dinero se escapara de mis manos como si fuera un chorro de agua. O de coñac. De todo esto me quedan los pólipos y una voz grave, aguardentosa, que parece trabajada para la radio, o por lo menos eso dicen, después de disculparse por haberme llamado “señor”, todos esos que telefonean diciéndome que me ha tocado un magnífico apartamento en régimen de multipropiedad en Cullera. Yo siempre les digo cuando estoy de buen humor que, mientras no sea en régimen como el de antes, no me interesa. Pero vuelven a llamar. Yo no sé por qué coño me ha tocado vivir tanto y llegar a este extremo, cuando nunca me he preocupado precisamente por eso que se llama cuidarse: yo he procurado justamente lo contrario, descuidarme. Es la ironía de la vida, que Dios da turrón a quien no tiene dientes. Cuántas familias enteras habrán salido adelante con mucho menos de lo que yo ganaba, y en cambio para mí sola no ha bastado y ahora me veo negra para llegar a fin de mes, un destino que no me queda más remedio que aceptar. Me clavaría ahora mismo esta muleta si tuviera la punta afilada en lugar de estar cubierta por ese taco de goma. Y además a Zidane, aunque sea inmigrante, por lo que le pago, no le puedo exigir que encima tenga la casa limpia como yo siempre la he tenido. Paquita, la anterior asistenta, se hartó y se despidió con una puñalada trapera después de todo el tiempo que llevábamos juntas.

De Hércules y de Júdith sólo me quedan las fotos de la mesita de noche, puestas en unos portarretratos dorados que le encargué a Paquita antes de que me acusara de malos tratos y me pusiera un pleito que lógicamente gané yo. Son unos portarretratos pequeñitos, que imitan al oro, con un labrado alrededor que representa trofeos de caza. Y las fotos son las que he llevado tanto tiempo en la cartera. Hércules no debe de tener más de cuatro años en esa foto y Júdith cinco, aproximadamente. Los dos eran cruzados, pero no me importó. ¡Cuántas veces acudieron a mi cama a despertarme cuando notaban que, por algún resfriado o por el exceso de tabaco y alcohol, la respiración se hacía más pesada y ruidosa y que me faltaba el aire! Hércules era el más atento. Me despertaba y al principio me llevaba un susto al tener la cara de un perrazo a dos dedos de mí, pero luego comprendía que el animal estaba inquieto porque notaba algo raro. Entonces me levantaba y me tomaba un descongestionador nasal o un simple caramelo refrescante y jugaba con él un rato. Empezaba a lamerme por todas partes, me traía el hueso de goma para que se lo escondiera y saltaba por encima de mi cama. Luego me acostaba, él se tendía a mi lado y yo le echaba el brazo por encima. Así nos dormíamos los dos. Algunas de estas noches también se apuntaba Júdith a la fiesta nocturna si me había olvidado de cerrar la puerta del salón, que era donde ella dormía. Si no los hubiera atropellado aquel pervertido, no sé cómo me las estaría arreglando ahora, en esta situación patética de semiinvalidez, para sacarlos de paseo tres veces al día, cuando hay días —los fines de semana sobre todo— en los que yo misma no asomo la cabeza ni al pasillo. Esto se convierte en un edificio fantasmal habitado por seres sin rostro, en el que los ruidos asustan porque nunca se sabe de dónde proceden y llegan amplificados por el efecto reverberante de los espacios vacíos.

Pero a diario salgo a pasear, valga la contradicción, por ese largo y oscuro pasillo de puertas que rara vez se abren. ¡15 puertas cerradas a cal y canto! Un pasillo mal iluminado en el que los cuatro ascensores paran sólo de vez en cuando y casi nunca para llamar a mi puerta, la número 9 del noveno piso de este edificio de apartamentos deshumanizados.

Paquita solía venir a las doce y media y se quedaba dos horas. Si se pasaba un minuto de ese tiempo, había que pagárselo aparte. Por eso ella estaba encantada de que tuviéramos que ir al médico las veces que hiciera falta, ya que nunca sabíamos cuándo íbamos a acabar. En esas dos horas limpiaba la casa, me preparaba la comida y salíamos a dar un paseo por la calle o a comprar. Para cuando llegaba Paquita, yo ya llevaba casi seis horas levantada. Me gusta despertarme con la COPE. En realidad, no me despierto con la radio. Cuando la radio se pone en marcha a las seis y media, yo siempre estoy despierta. Duermo poco y mal desde hace años, y luego me sobran casi todas las horas del día: no sé en qué ocuparlas yo sola. Tengo la vista demasiado cansada para leer, y además acabé de todos los Benaventes, Pemanes, Zuazagoitias, Michelenas e imitadores hasta la coronilla. De Vizcaíno Casas y Emilio Romero, entre los nuevos, también, y no digamos nada de ese Nobel pegado a un tiempo a una papada y a una felatriz teñida. Me sobra todo. Ni siquiera la TV me sirve para adormecerme, sino sólo para ponerme a echar las muelas –aunque yo tengo dentadura postiza desde tiempos inmemoriales— entre tanto transformer, tanto cotilleo y tanta mala noticia. Anda que Franco iba a permitir esta vida de crimen sin castigo. Y que no venga otro caudillo que ponga los puntos sobre las íes y a todos esos terroristas de cara a la pared y con un par de tiros bien dados... Pero no puede ser. Al reloj de cada uno le da cuerda otro y nunca sabes cuándo se parará de una vez. Así que aquí a tragar, a aguantar con lo que le echen a una y a esperar.
Yo para las nueve de la noche ya estoy harta del día, agotada, rendida, así que me acuesto. Duermo tres o cuatro horas y ya me paso el resto de la noche en vela hasta que se enciende la radio y empiezo a levantarme y a desayunar. Si creyera en Dios o en sus santos, podría rezar el rosario y matar así el tiempo. O podría hacer labores si me gustara la lana o le pudiera regalar a alguien un gorro o unos patucos. Pero ni me gusta ni tengo a quién regalárselo ni veo. Así que me paso el día como alma en pena, de un lado para otro de este apartamento que es como una cárcel, esperando algo. ¿Y qué puedo esperar ya, excepto lo que deseo con todas mis fuerzas? Ahora al final de la vida, siento que me he equivocado en todo y que no he aprovechado las ventajas de que he disfrutado, ventajas que, con más justicia, habría merecido mucho más tanta gente que muere joven en accidentes o de enfermedades incurables.

Paquita ha sido la asistenta que más tiempo ha durado en casa, por lo menos once años. Era buena chica, pero demasiado interesada por el dinero. Bajita, regordeta y con coloretes, ella remarcaba las formas intencionalmente con sujetadores almidonados y unos jerseys ajustados de punto de todos los colores que debían de resultarle lo más provocador a su marido, portero de la finca en la que viven. (Al muy burro solo le gusta que llegue el fin de semana para irse al pueblo a la casa de la suegra y comer todos los derivados del cerdo, que es lo que come también durante toda la semana, según me contaba Paquita). Yo tengo la conciencia muy tranquila de haberla respetado siempre. Yo soy una señora hecha y derecha por encima de todo. A mí nadie me puede acusar de haber abusado de ninguna de las asistentas que he tenido, pero Paquita, seguramente mal aconsejada por su marido, pensó que se iba a hacer rica poniéndome un pleito por malos tratos. ¿Malos tratos de qué? Lógicamente, gané yo. ¿Quién se va a creer que una vieja prácticamente inválida va a maltratar a una mujer mucho más joven y sana con el brillo de la avaricia en los ojos? Aunque siempre haya estado acostumbrada a mandar en casa, yo no la he maltratado nunca, y he aguantado que cambiara los horarios a su conveniencia para que le fuera más fácil cumplir con las otras casas. Limpia también otro apartamento de este edificio, además de un piso de estudiantes en la finca donde ella vive. Son un matrimonio muy bien avenido y no hay problemilla que no puedan resolver con un buen cocido madrileño con mucho tocino y mucha carne. Representan lo que se llama naturalezas básicas o primarias. ¡Qué envidia! Dale a él el periódico deportivo del lunes anterior o una morcilla de Burgos, y a ella un jersey de caladitos bien ajustado o dile que puede ir a limpiar también a la casa de Fulanita, y ya verás cómo se acaban en un santiamén todas las quejas y letanías. La verdad es que le tengo cariño a Paquita, a pesar de lo que me hizo padecer con el juicio. No le guardo rencor porque en la balanza pesan más los once años buenos que los seis meses malos (además de todo lo que duró el juicio). Conociéndola, sé que tiene que haber engordado, porque cuando se ponía nerviosa le daba por comer. Por comer más. Por ejemplo, una reacción así no la tiene ningún perro, ni siquiera los mastiff ingleses, que tienen un temperamento tan fuerte y son peligrosos en manos de gente irresponsable. Ningún perro me habría hecho lo que Paquita y sin embargo no le deseo nada malo (excepto que la deje su marido). Además, gracias a ella, arreglamos la solicitud en Cruz Roja para que viniera el objetor dos días en semana, los lunes por la mañana y los miércoles por la tarde. Algunos lunes aprovechábamos para ir al supermercado que más me gusta, el Sánchez Romero, como en tiempos. Comprábamos lo de siempre, lo que llevo comiendo tantos años, jamón cocido dulce, menestra congelada, yogures, confitura de naranja (tienen mucha variedad de mermeladas y a mí eso me recuerda la campiña inglesa, ¡qué tontería!), cosas así. Paquita traía del mercado lo demás. Tampoco supimos ni el objetor ni yo aprovechar la oportunidad para pasar un buen rato. Él venía obligado por la Cruz Roja a cambio de no tener que hacer la mili, y yo no conseguía olvidarme de todos mis males para poder hablar de otra cosa, para contarle lo mejor de mi vida, los tiempos en que mi padre montó la mantequería en la calle Mayor y venían hasta de la Casa Real para aprovisionar la despensa de Alfonso XIII y su familia; o aquella especie de amor sin nombre que tuve el último verano que pasé con mis padres en San Sebastián antes de la guerra, que todavía me quema y que nunca he contado a nadie ...

El objetor me leía algunas noticias del periódico, pero tenía que hacerlo a tanto volumen para que yo me enterara que se cansaba enseguida. Mientras estuvo viniendo, él se encargó de acompañarme a ver al jorobadito, y ya no podíamos hacer otra cosa esa mañana. Por lo menos me ahorraba pagarle horas extras a la asistenta. El jorobadito lleva en la empresa tanto tiempo como algunas partes del mobiliario, pero no consigue agilizar las consultas y la hora que te marca ni siquiera resulta orientativa. En la sala de espera coincido a menudo con algunos de mis compañeros y sus señoras, que se siguen dando los mismos aires de siempre, aunque ello no les haya salvado de una ruina humana similar a la mía: artrosis, prótesis, bastón, colesterol, cataratas, sordera, tratamientos crónicos, etc. Muchas de estas visitas no me sirvieron para nada y me las podría haber ahorrado, pero de algún modo valían para pasar revista a Fenosa, para saber cuántos vamos quedando: ya somos bastantes menos, pero a mí no me llega la hora. ¿Por qué?

Antes de acabar su servicio, el objetor mostró un temple más propio de un corazón de amianto que de una persona con sangre en las venas. Al menos así lo veo yo. Una tarde de miércoles, cuando él llegó, yo estaba muy sofocada en el sofá y desesperada de picores. Un par de horas antes, al llevar el plato a la cocina después de comer, se me rompió un vaso. Recogerlo resultaba una tarea ímproba, así que ni lo intenté, pero no se me iba de la cabeza. Entre los picores, el calor y saber que toda la cocina estaba llena de cristalitos, yo estaba a punto de ponerme a gritar. Llamé a los de la alarma de los servicios sociales, pero dijeron que tenían otros casos más urgentes que atender. Yo estaba muy nerviosa y les dije que me iba a tomar todas las pastillas que encontrara en el apartamento porque no quería vivir. Ellos intentaron tranquilizarme, pero no dieron el brazo a torcer: no pensaban venir a recoger un vaso roto. Como si eso fuera todo lo que me pasaba. Y cuando llegó el objetor le dije que me había tomado todas las pastillas del bote vacío que había en la mesa. Él se mostró imperturbable y se fue a barrer los cristales de la cocina. Me preguntó que cuánto tiempo tardaría en hacerme efecto y que si me leía mientras tanto un capítulo muy divertido que había encontrado en un libro titulado “Nosotros los Franco”. Mi respuesta fue contundente:
—¡Me tocan a mí el coño ahora los Franco! Cuando te vayas me voy a clavar un cuchillo de cocina.
—¿Sí? ¿Y por qué, María Rosario?, preguntó mientras buscaba el capítulo que le parecía tan divertido.
— Me he tomado el bote de pastillas.
— Lo sé: me lo ha dicho nada más entrar.
— Estoy muy nerviosa.
— Pero eso no es suficiente... Aquí está. Mire qué gracioso. ¿Le gustaba a usted el estilo de Carmen Polo? Bueno, por lo que veo es usted más de la monarquía inglesa. ¿De cuándo es esa foto de Isabel II que está debajo del cristal de la mesa?
— Me da igual: para mí sí es suficiente. En cuanto te vayas me voy a desangrar con un cuchillo.
— Lo va a poner todo perdido y yo no me puedo quedar aquí a cuidar de usted. Tengo que ir a visitar a otras personas como usted esta tarde. Así que pondré fuera de su alcance todos los cuchillos afilados y con punta.
— Bueno, me puedo tirar por el balcón subiéndome a una silla. Te señalo que es un noveno piso.
— No se mataría porque la carpa de la terraza del restaurante amortiguaría el golpe. Lo único que conseguiría es romperse la prótesis de la cadera y que la tuvieran que operar otra vez, y meterse en un quirófano a su edad me parece una locura. Y si sigue insistiendo, voy a llamar con la alarma a los del ayuntamiento para que vengan y se la lleven a una residencia.
— Ya les he llamado yo y han dicho que no iban a venir. Yo estoy muy nerviosa. Yo me quiero morir. Esto ya no es una crisis, como dicen ellos. ¿Los puedes llamar tú otra vez?

Y Gonzalo consiguió que los del ayuntamiento mandaran un médico. Me tomó la tensión, que estaba por las nubes, me dio un Lexatín y prescribió asistencia sanitaria en un centro. Aquella misma tarde enviaron una ambulancia, y con la ayuda de dos vecinas del rellano metimos en una bolsa el traje verde botella, un camisón de dormir y los portarretratos con Hércules y Júdith. Los dos celadores que me bajaron en la silla de ruedas se estaban quedando de una pieza con lo que salía de mi boca en lo que se tarda en bajar nueve pisos en ascensor, pero cuando íbamos por el quinto estaban más interesados en tocarse el uno al otro que en escucharme, así les llamé mariconazos con un grito y les pregunté que cómo estaba la cosa en España. Eso les hizo fijarse de nuevo en lo que tenían que hacer, que era depositarme sana, santa y salva en la ambulancia, y así llegamos a la residencia.



En la residencia he pasado dos meses y ahora a la vuelta noto que no soy la misma, o al menos que no soy la misma todo el tiempo. Sigo teniendo 82 años, sigo igual de fea y con los mismos picores, sigo estando sola, comiendo los descongelados de Zidane y no me libro de las infiltraciones, pero vuelvo a estar en mi apartamento y todas las semanas hay un aliciente que me apacigua al menos unos días. En la residencia me incorporé a una novedosa terapia de intercambio entre ancianos y perros abandonados. En Estados Unidos lleva aplicándose 25 años, pero en Madrid la experiencia es única por el momento en esta residencia de Navalcarnero en la que me ingresaron. Ahora voy todos los domingos para participar en la terapia. Hacía mucho tiempo que no esperaba nada con ilusión. Mejor dicho, hacía mucho tiempo que no esperaba nada, simplemente. Los perros que participan en la terapia manifiestan muy buena disposición para ser adiestrados con este fin porque proceden de las perreras y han sido abandonados. Tienen enormes deseos de agradar y de recibir afecto. Los ancianos nos encontramos en la misma situación: necesitamos recibir calor y los perros pueden dárnoslo. Los ancianos y los perros abandonados quedamos unidos por el hambre de caricias. Y funciona. Existen dos tipos de terapia: una en la que los perros se acercan a nosotros para que les acariciemos y otra en la que nosotros tenemos que acercarnos hasta los perros para favorecer la motricidad. Yo participo en las dos. De alguna manera me he convertido en la maestra porque no hay nadie en la terapia que sepa de perros más que yo. Desde luego no entre mis compañeros, y eso me hace sentirme escuchada e importante. Parece una terapia creada pensando en mí. Nunca había oído hablar de nada parecido, y da resultado, quizá no para toda la vida, pero sí para toda mi vida. Lógicamente no puedes sustentar una vida en acariciar a un perro, pero hay personas como yo para quienes estas caricias alivian una sed de afecto que hasta ahora no sabíamos que se llamaba así. No son estos los perros que van al centro de estética canino, con peluquería, masajista y baños de burbujas. Estos perros fueron abandonados un verano en una carretera, o bien no fueron recogidos de la residencia después de unas vacaciones de sus dueños. A muchos de nosotros —a mí no, como ya he contado— nos ha pasado casi lo mismo. Para mí tiene un alcance mayor porque yo sí he sostenido mi vida apoyándome en los perros. Mis viajes, mis desvelos y mis ilusiones han estado motivados por los perros, por Hércules, Júdith, Trumbo, Tula, Castaño, Hugo... Precisamente uno de los perros de la terapia me recuerda a Tula, aunque no es airedale terrier auténtico como mi Tula. También tiene el pelo negro y ensortijado y es muy cuadrado, pero se ve que debe ser cruce con galgo. También le faltan las manchas amarillas en las patas, o sea, no se puede confundir con Tula. Ahora es muy juguetón, pero los que llevan en la terapia más tiempo dicen que antes no tenía muy buen humor. Lo que sí tiene es muy bien recortadas las cejas y la barba. Le he pedido a Zidane que adopte un perro de una residencia que se llama “El refugio” y que recoge perros abandonados. Lo que quiero es que me lo traiga cuando venga a limpiar para que pueda acariciarlo. Estoy dispuesta a correr con los gastos. No me importaría tampoco que fuera cruzado. Zidane ha dicho que lo pensará.

Texto agregado el 06-11-2005, y leído por 190 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
16-12-2005 Utilizaste un buen título para tu obra, ya que llama la atención. Aún cuando tu texto es largo, no se hace aburrido leerlo, porque es interesante en muchos aspectos, me encantó la narrativa que usas. ***** fabiangs
 
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