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Recuerdo que una vez soñé que mi almohada me contaba que no tenía sueños. Ella me decía que nosotros los seres humanos parecíamos tan felices viviendo en un mundo paralelo irreal y que si acaso se volvía realidad, la felicidad que se obtenía no se comparaba con la que teníamos cuando sólo pensábamos en su futura realización.

Me quedé estupefacta al darme cuenta de los profundos conocimientos que podría alcanzar una simple y vulgar almohada. En mi sueño la invité a que viera una película de Woody Allen, el genio subvaluado que nos hacen reír de nuestras desgraciadas, llamada “Los pícaros ladrones” de la cual les hablaré un poco.

Hay un defecto en los trabajos mecánicos y ordinarios, el cual puede no presentarse en toda la gente que los efectúa y este defecto consiste en que en los tiempos de descanso esa persona se vuelve sobre sí mismo y se dedica a soñar en lo que no es; ese defecto puede llevar a algunos a hacer hasta lo imposible por alcanzarlos y, llevados por la desesperación, hasta robar (por algo dicen que el ocio es la madre de todos los vicios) y es así como comienza la historia de Frenchie Fox y de su esposo (Woody Allen) quienes se encuentran viviendo el desencanto de ser pobres. Frenchie envidia la elegancia de la princesa Diana y su marido apenas si controla sus deseos por volver a robar para salir de su pocilga, más no lo logra.

Reigy, su esposo, prefiere que sus amigos le llamen “genio”, porque sabe que no es verdad, sin embargo, logra convencer a su esposa de comprar un negocio que está cerca del banco de la ciudad para cavar un túnel hacia el banco, robar dinero e irse a vivir a Hawai, mientras Frenchie los cubre con un negocio de galletas.

No cabe duda que la inteligencia del hombre tiene límites, pero la estupidez humana no los tiene y así lo demuestran los varones que, cavando el túnel con el mapa al revés, inundan el local y además llegan a un lugar que no es el banco, sino una tienda de ropa. Son descubiertos por un policía quien, a cambio de no meterlos a la cárcel, los invita a hacer negocios y pide una franquicia de la tienda de galletas.

Efectivamente el éxito del matrimonio no estaría en la cleptomanía de Woody Allen sino en el negocio de galletas. Se vuelven millonarios y al fin pueden acceder a la vida que siempre desearon tener y efectivamente, como decía mi almohada, no son felices, pues pretenden entrar en un círculo de alta cultura que no hace más que resaltar su mal gusto, lo cual deprime a la antigua Frenchie Fox (ahora convertida en la sofisticada mujer de negocios Francis Fox) y se preocupa por aprender lo que no pudo, por dejar la escuela tempranamente.

Viven, ahora, más angustiados que antes, a pesar de tener dinero, lo suficiente como para que la sociedad estadounidense se planteé demasiadas preguntas para conocer el éxito de sus galletas y sus billetes, a lo que ellos responden modestamente.

Mientras su esposa metía las narices entre Renoir y los billetes en la cartera del apuesto y “voluntario” maestro Woody Allen sólo quería regresar a la vida común que tenía, comiendo albóndigas de pavo y pasta grasosa, comida china y televisión, encontrándola donde nunca imaginó, sin embargo, sigue teniendo cierto interés por las cosas que no le pertenecen,

Cuando se acaricia una idea por mucho tiempo se desgasta, y cuando se vive condenado a la codicia, al que antes le llamaban amor, de pronto se acaba. Se vuelven viejos los sacrificios que se hicieron por conservarlo y se presumen “antídotos” para renovarlo, aunque sea en otra persona.

Francis Fox ignoraba que el conocimiento no se puede comprar y que éste no sólo sirve para encajar en un ambiente al que no pertenecen, sino que es fruto de una divina coincidencia entre la inquietud por conocer y disfrutar lo conocido. Por desgracia se da cuenta de que su ignorancia iba más allá de la alta cultura, sino que ni siquiera tomaba en cuenta las operaciones financieras de su empresa que, de un día para otro, fue llevada
a la ruina.

No siempre todo lo que comienza como una historia de cuento termina en un “happy ever after” o “vivieron felices por siempre”. Así es como, tanto mi almohada como Woody Allen, tienen razón. La respuesta no es simple, pues la mente humana, a veces es tan impredecible y capaz de todo, que ya no nos sorprende nada. Sin embargo si vale la pena luchar por los sueños, aunque sea de vez en cuando, para no vivir frustrado y llevar como hasta bandera el “yo hubiera”.

Texto agregado el 16-02-2006, y leído por 145 visitantes. (0 votos)


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