Hizo un mohín y se cubrió con la capa, salvo uno de los hombros. Sonrió y su mirada iluminó el recinto en penumbras.
Con un gesto casi imperceptible indicó el camino. Lo tomó con decisión, fue hacia la escalera de piedra y comenzamos a bajar. Cuchicheábamos.
La oscuridad intermitente y las luces tenues contrastaban con el luminoso día de Reims, a ciento veinte kilómetros de París. Afuera estaba fresco. Era otoño.
Por un instante pensé que estaba en una mina. Sabía muy bien por qué había llegado allí ese mediodía pero las fantasías renacían frente a cada uno de los escalones, a cada paso de los corredores abovedados.
Observé otra vez su sonrisa de atractiva mujer cuarentona.
Repasé las escaleras y los corredores, las celdas empotradas en la piedra, las cestas donde se apilaban las botellas, cierto rumor de humedad y el olor cada vez más penetrante de la uva fermentada.
Perignon, el viejo monje que descubrió el champagne, se había instalado en la casa de la familia Taitinger, inaugurada después que los abuelos abandonaron Austria, cincuenta años atrás.
Una y otra vez repitió el mohín y se acomodó la capa. Se detenía, aguardaba el silencio y contaba otro paso de la doble fermentación, la “mis en bouteille” del vino, el proceso de los corchos, la colocación de las etiquetas.
Por fin se acercó y me extendió la copa. Comprendí que la visita había terminado.
Desde el comedor de la bodega pude ver que el cielo de Reims me festejaba. Supe que las horas de un visitante huyen velozmente. Recordé mi compromiso con la Catedral y con la casa donde se rindieron los alemanes en 1945.
Sentí, sin embargo, el pequeño sobresalto de la despedida. |