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Inicio / Cuenteros Locales / dragon / Con un ala sobre la casa de los daltónicos (fragmentos)

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1

La penumbra sin estrellas, repleta con el chillido de los grillos y el croar de los sapos despertados por el chubasco reciente, es indiferente a las sombras que corren casi con desesperación encendiendo unos mecheros. La brisa húmeda aviva los puntos de fuego delineando los contornos de la carretera que sería usada como campo de aterrizaje, entre el verdor gigante de los árboles, testigos mudos bajo el capote del cielo. No se debía emitir voz o ruido humano después del último mechero encendido; los sentidos de los hombres, ajenos a la selva cuyos ojos y oidos miraban atónitos desde la penumbra hirviente en lo profundo donde los padres y las madres de esa vida milenaria hacían sus propios planes para tratar de vencer al hombre venido de lejos, al que no reconocían a pesar de haberlo amamantado desde que se empezó a erguir. Se esperaba escuchar algo en especial. Los dedos se crisparon aferrándose aún más a sus armas al descubrir, en ese silencio pastoso, el ruido monótono de un motor acercándose lentamente entre andanadas de metralla que eran soltadas por los que se habían dejado comprar por los narcos. La tensión espesaba más el aire tórrido, no sabían lo que podía pasar, si uno de los marinos incorruptibles se daba cuenta del juego, éste terminaría; el ruido del motor estaba ya sobre sus cabezas cuando unos faros se encendieron a sólo unos metros del principio de la pista improvisada; la intensidad del ruido se redujo y unos segundos después un golpe seco estremeció el asfalto mojado; la agitación en el otro extremo del campo se iluminó con las luces de aterrizaje del avión mientras éste avanzaba lo más rápido que podía; en la cabecera giró con brusquedad sobre su sitio y frenó; al instante se abrió la puerta y los hombres que ya lo habían rodeado sacaban los timbos y recipientes de plástico vacíos de combustible y un gran paquete que fue llevado hacia una camioneta de la que trasladaban al avión unos costales atiborrados de un fuerte olor. Los gritos de la voz cantarina de un colombiano apresuraron los movimientos de los hombres bajo la mirada impaciente de la tripulación del avión que mantenía el motor encendido; aunque casi no era necesario, pues los helicópteros de la DEA no salen por esa zona en la noche y los del MRTA ya habían recibido su cupo, pero nunca se sabe. Asegurada ya la carga, cerraron la puerta, los hombres se alejaron del avión al acelerarse el motor a fondo; las ruedas empezaron a rodar con pesadez; la tensión volvió a cerrar las bocas y las moscas silenciosas envolvieron a los narcos cuando el avión corría como si llevara plomo hasta elevarse, reventando en gritos de negra alegría que parecían acelerarlo; las ráfagas de metralleta eran soltadas de nuevo, pero esta vez para avisar a los alrededores que habían coronado con éxito una vez más. El avión y su ronca potencia fueron engullidos por la oscuridad y la condena de su lúgubre cargamento.



2

El sol y sus treinta y ocho grados caen rotundos sobre la tierra mojada; la franja de ripio y a cuya orilla coexistían las casas de ladrillo, pintadas indiscriminadamente, con las maloquitas de madera, contrastan con la vegetación, tupida, salvaje o domesticada; pero que, aún así, violentaba de un vigor alucinado las colinas que venían a dejar su último palmo al ras del valle desde las cordilleras de alrededor. Pilotos, acopiadores y muchachos en busca de dinero fácil esperan; algunos alivian los estragos del calor bebiendo gaseosas o cervezas; las radios están calladas, seseando apenas la corriente estática del ambiente, mientras en la prolongación de la pista se veía la cordillera aún salvaje sobre la que la naturaleza y el cielo desarrollaban las nubes como enormes titanes camuflados en formas de algodón de feria o como ovejitas pastando la paciencia de esperar el momento en que podían vengar esa intransigente intromisión de los hombres y sus aparatos voladores.

Las horas pasaban sin movimiento, a no ser por algunas aves y todos los insectos imaginables revoloteando, queriendo calmar su sed en las mucosas expuestas de algún cuerpo y ese olor a fruta pasada lo envolvía todo, incluso en el humor de las mujeres. No había pasajeros y, para sorpresa de todos, no había carga que trastear. Los pilotos, escondiendo su impaciencia, conversan de las travesuras de la borrachera pasada o de los últimos momentos del último piloto muerto para tratar de romper la apatía y el bochorno causados por el calor. Un sonido infaltable se filtró, como acostumbran decir los nativos, tocoteando la atención de todos, el helicóptero orbitó sobre la rampa acechando con sus cámaras a los aviones estacionados en ella, varios ojos pícaros lo observaron con una sonrisa nerviosa mientras el aparato se alejaba. El ruido de una moto inundó la rampa inquieta; antes de que el muchacho saltara de asiento los acopiadores lo rodearon. Los pilotos dejaron el letargo en sus sillas, a más de uno le picaban las palmas de las manos, llega la plata, esa era una señal; el muchacho caminó por toda la rampa buscando el mejor precio. Después de un largo regateo, uno de los pilotos se acercó a su avión; era un vuelo corto, pero a la vez peligroso; las posibilidades de encontrarse con un helicóptero eran, en esos momentos, múltiples; pero era parte de la idiosincracia de toda la zona, el riesgo y la entera y abierta conciencia de vivir actuando fuera de la ley y no perder el sueño por eso.

La magra figura del viejo Locario no ocultaba la intrepidez ni la ambición clavadas en sus ojos; su palidez la disimulaban las horas de vuelo a pleno sol, curtido por la experiencia de vivir en las garras etéreas del cielo y la sólida realidad del aire quien no guarda fidelidad a nadie; una vez que comenzó a preparar el vuelo entró en trance, en ese momento era parte de su avión, un solo ser, mezcla de sangre, aluminio y plástico. El era una leyenda en la zona, siempre daba en el clavo, incluso en cuestión de faldas, y nunca, que se sepa, se dejó agarrar por la ley; a pesar de que no se le desprendían los soplones; pero no sólo ellos andaban tras él, algunos comentaban su afición o apego a las malas artes y eso siempre trae cola. Encendió el motor dejándolo calentar unos minutos, soltó los frenos para rodar hasta la mitad de la pista, giró con brusquedad 180 grados y aceleró a potencia de despegue, a pocos metros levantó la nariz apenas al ras de la superficie de la rampa y luego lo vieron alejarse hacia el sur.

A los pocos minutos toda la rampa comentaba su destino, el juego de la caza de las frecuencias empezaba, tanto de este lado de la ley como del otro, aunque aquí era muy difícil encontrar la diferencia. Tenía que recoger tarjetas, es decir, dinero para los cupos en Tamputoco; en el lugar donde aterrizaría no existe pista de aterrizaje. El piloto entraría en un tramo recto de la carretera Marginal; un pequeño error podría costar el avión y posiblemente la cárcel e inevitablemente la vida a que estaba acostumbrado, apenas encajaban los trenes principales en esa estrechez, que algún político se esmeró en adelgazar para engordar sus bolsillos. El muchacho del contrato, el traquetero, se metió en un cuartucho donde el calor se concentraba para acentuar todos los olores corporales, atornillándose al asiento junto a la radio para seguir tramo a tramo el vuelo; cada cierto tiempo llamaba al piloto por su apelativo y éste, a su vez, preguntaba a otros las condiciones del tiempo y de los alrededores. Eran sólo cincuenta minutos de vuelo, entre ida y vuelta, pero en ese momento parecían una eternidad. Un muchacho gritó alborotando la rampa. ¡Los toco-toco!, ¡los toco-toco!. Desde la cabecera de la pista vieron a un par de helicópteros dirigirse hacia el sur; el traquetero llamó por la radio preguntando por la posición del avión, estaba por entrar. Mantuvo en secreto la presencia de los helicópteros, ese avión tenía que regresar, necesitaba el dinero en ese momento, tenía que arriesgar, los errores se pagan caro aquí, y ¡Ah, Virgencita del Perpetuo Socorro!, de ello dependía la continuidad de su existencia.

El avión entró sin novedad; la carga y pasajeros se embarcaron con rapidez; la cara del encargado se contrajo por la tensión; algo demoró la salida. No supieron explicarlo por la radio, pronto llegarían los helicópteros. El avión salió al fin, el cruce fue inevitable despúés de despegar de la carretera, cuando empezó la persecución.

El traquetero guardó silencio ahogado por el sudor y su saliva estaba congelada a pesar del sofocante calor; desde Aucayacu le informaron que el avión se elevó pegándose a los cerros para escabullirse entre las nubes. La rampa enmudeció en los minutos siguientes, veinte minutos de espera; los oídos escudriñaban cualquier sonido en las radios, en cada ráfaga de viento polvorienta.

Para aumentar la tensión, el sonido inconfundible de un motor paró las orejas de Uchiza. Hombres y mujeres invadieron el borde de la pista. El avión ingresaba al tramo final cuando aparecieron los helicópteros; el piloto siguió de largo sin tocar la pista, se elevó tan rápido como pudo, superando en velocidad a los helicópteros para camuflarse otra vez entre las nubes gigantes de la cordillera. El tiempo se congeló por un momento, pero ¿el combustible?, los de tierra no sabían cuánto de combustible había recargado, la autonomía de vuelo se acortaba. Los helicópteros volaban paralelos a la columna de las nubes sin atreverse a penetrar en ella; después de unos tensos minutos interminables, los vieron descender para sostenerse sobre la pista apuntando sus ametralladoras hacia la rampa; nadie se movió, enfrentándolos; sólo un hilo sostenía los dedos lejos de los gatillos. Fue como si hubieran estado en el limbo por un instante, luego los helicópteros ascendieron regando una gran polvareda y se fueron hacia el Este.

El traquetero, pálido como un papel, avisó tartamudeando del cielo y del campo despejados. De entre las nubes, el avión descendió a toda velocidad, antes que se les ocurriese regresar a los helicópteros y de quemar la ultima gota de combustible; en cuanto sintió tierra, el piloto frenó con todo a su alcance y entró en la rampa; los pasajeros y los paquetes de dinero bajaron antes de apagarse el motor, desapareciendo en segundos. Debajo de la capota, el motor crepitaba al enfriarse cuando el piloto, impávido, bajó del avión, el mecánico le ayudó a cerrarlo; la prisa se había escabullido bajo la complicidad y amparo de esa tierra y de ese aire de nadie, sólo del que se atrevía a tomarlos y violarlos sin vergüenza; el traquetero, habiendo recuperado su color y aplomo, se acercó sonriente, entregándole lo convenido y desapareció también sin decir palabra.

Poco a poco, curiosos y colegas rodearon a Locario, quien se alejó de la rampa en compañía de algunos íntimos, los que siempre lo sobrevolaban como gallinazos para comer y embriagarse a expensas del piloto, pero a los que necesitaba para desahogar esas tensiones y calmar la adrenalina contando sus chistes e historías propias y ajenas. Siempre debía haber alguien que le celebrara sus ocurrencias. Entraron en una ruidosa chingana y pidieron cerveza; el piloto se sentó, pasó la mirada por los alrededores para ver si sus acostumbrados perseguidores estaban detrás de él, relajándose mientras llegaba el pedido, desechando los pensamientos y sentimientos por los que había pasado hace algunos instantes, era cuestión de simple supervivenvia. Una muchacha les trajo las botellas más heladas; el piloto se sirvió un vaso hasta el tope, de su bolsillo sacó un par de pastillas y antes de tomárselas dijo sonriendo: ¡Ojalá salga otro vuelito tan interesante mañana!.




3

Pipité salió tarde y no era momento para arrepentirse, salió a pesar de haber sido advertido en sueños, hacia mucho que ya no les hacía caso; la hora luz y la oscuridad se cernían sobre el horizonte, las condiciones de vuelo eran casi instrumentales. Con suerte vio las referencias conocidas del terreno sobre la vertical, no dejaba de comunicarse por la radio de alta frecuencia preguntando las condiciones meteorológicas de su destino. Su trayectoria, encajonada por las nubes, era fulminada de vez en cuando por los relámpagos; penetró en un frente negro como su conciencia, manteniendo el rumbo y la altura con las manos y los pies firmes, sin flaquear; el avión parecía hecho de papel en los remolinos de la tormenta; gotones de lluvia chocaban con el parabrisas mientras alguien se reventaba a carcajadas a sus espaldas; un bajón descomunal golpeó removiéndo levemente la cabeza de Pipité después de darle al techo. Se sentía en las entrañas de algún ser que lo sacudía sin piedad, se sentía observado, pero para esa voluntad no había llegado su último momento. En su garganta comenzaba a quemarle la conciencia evaporándose en olor a incertidumbre; se sujetaba a su rumbo, no quería encontrarse con sorpresas, pero a pesar de eso, la deriva ocasionada por el viento le podía hacer una mala jugada.

Eran veinte minutos de sacudones en todas direcciones; tenía entrenadas sus reacciones, más la entereza y el control de sí mismo se resquebrajaba cada vez que sentía a la estructura del avión crujir; su boca se resecaba por la respiración agitada; la cabina, oscurecida por la lluvia y la nubosidad se iluminó, se puso a brillar poco a poco, era buen síntoma, pronto saldría del mal tiempo, pero los minutos se entretejían con maldad; la noche caía plácida, despreocupada, aumentando la tensión en el rostro del piloto; en ese momento todo su ser se concentraba en sus ojos. La pista yacía entre los cerros y el río, con visibilidad muy reducida por las nubes la situación era aún más crítica.

En cuanto dejó el mal tiempo atrás, repasó el terreno para ubicarse; estaba en la ruta, ligeramente desviado a un lado del río y retrasado por lo menos veinte minutos de lo estimado. La llovizna y la penumbra insípida dificultaban la visibilidad, el piloto se limitó a seguir el cauce del río; el olor fuerte a coca le recordó la carga que tenía detrás de su asiento, nunca hay explicaciones ni razones para cosas como esas, no tenía otra opción, no encontraría un oasis en medio de ese etéreo desierto, ni siquiera un lugar seguro, sólo había garantía y un lugar para esa carga maldita, debía llegar al lugar de entrega como sea. Habló por la radio controlando su excitación, el tiempo seguía operable según la voz de la radio; desconfiaba, esos narcos, hijos de la gran flauta, atrajeron a la muerte a muchos pilotos falseando sus condiciones meteorológicas, algunos de esos pilotos muertos lo habían buscado en sueños para contarle el trance; prosiguió su avance a pesar de todo, esquivando cortinas de lluvia, en unos minutos vería la pista.

Un hormigueo helado e hirviente le cruzó la cara, reconocía el contorno del río, debería ver la pista; la penumbra se apoderó de todo. En medio de la agitación entre su mente al punto del colapso y su cuerpo atiborrado de urgencias, pensó en unos enormes segundos, incluso alcanzó para rogar a la eternidad por una alternativa, ¡Claro!; tomando el micrófono con frenesí, pidió por radio una luz como referencia; demoraron en responder, sólo tenían una linterna de mano y una moto; tardarían unos minutos en ubicarlos en la cabecera. Pipité dirigió la aeronave al centro del valle o hacia donde él suponía que estaba y empezó a orbitar. Los minutos se congelaron, todo su ser gritaba a través de su sudor, de su respiración por seguir vivo, sus ojos buscaban alocados esas lucecitas. La desesperación lo engullía más y más, y más y más forcejeaba por contenerla; encendió las luces de los instrumentos, pero sólo algunas encendieron, pintando apenas la cabina de rojo. ¡Malditos, ganan tanta plata y no se preocupan por mantener bien el fierro!, pensó; unas gotitas de lluvia se esparcían por el parabrisas dejando un rastro rojo. ¿Qué podía hacer?. En medio de toda la soberbía con la que perennemente vivía para disimular su desgracia, el temor a la muerte lo perseguía, pero no se lo iba a llevar así de fácil.

Un antiguo amigo le tocó la ventana señalando a su derecha y desapareció. Entre las sombras, unos puntos ténues de luz se abrieron paso, no podía perder tiempo. Voló, manteniendo la altura, hacia la luz; la oscuridad y los cerros lo amenazaban, la puerca vida que llevaba dependía de su habilidad. Al sobrevolar la luz, redujo la potencia despacito para virar hacia el cauce del río con las luces de aterrizaje encendidas. Giró pausadamente a pesar de la urgencia de su cuerpo por pisar tierra firme, enfrentó los puntos de luz, bajó los flaps reduciendo la velocidad, a medida que avanzaba las luces del avión iluminaron la franja grisácea de la pista, a unos metros de la cabecera cortó la potencia del todo pasando sobre la cabeza de un chiquillo con la linterna en sus manos en alto, levantó la nariz del avión, el timón rozaba su pecho, los minutos siguientes no contaron en esta vida ni en la otra hasta que las ruedas principales golpearon el ripio de la pista. El motor se apagó solo, la mezcla y el paso de la hélice estaban fuera de su posición, pero en ese momento le importó un comino. Respiró inflando sus pulmones hasta donde pudo, aún estaba vivo, la adrenalina perdió su efecto, las piernas comenzaron a temblarle y el nudo de su garganta empezó a relajarse, pues tuvo “los testículos de corbata”, se aflojó hasta la laxitud como si hubiera acabado de defecar.

Apagó las luces del avión, los magnetos, el master de batería. Abrió la puerta, afuera lo esperaba el dueño de la carga que lo abrazó en cuanto pisó tierra. ¡Salvaste la carga!, en realidad era lo único que importaba. Pipité se separó de él sin desdén, pero sí con fastidio; ¿Alguien tiene un cigarrillo?, preguntó, uno de los hombres encendió un cigarrillo para cedérselo. Él lo tomó y absorbió el humo mientras caminaba queriendo recuperar su temple, sin que los demás lo notaran, casi no sentía las piernas, abrió la puerta trasera para descargar; un chubasco cayó de repente, mojándole el cabello, aliviando el fuego debajo de su camisa, refrescando algo de las cenizas de su existencia; la brisa inundó el ambiente con el olor a tierra mojada.

Texto agregado el 09-03-2006, y leído por 335 visitantes. (0 votos)


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