Cuando niño siempre me asustaron las puertas cerradas, en especial la de mi pieza. Me sentía encerrado en un mundo imperfecto, aún no acabado, encerrado en mi propio vacío, sólo yo. Y me aterrorizaba la idea de estar conmigo. A veces, en las noches de fiestas de mis padres, debía vagar hasta la madrugada por la casa, no podía dormir con la bulla y no quería encerrarme en mi pieza.
Ahora me acuerdo de esto por lo curioso de los cambios: no puedo estar en mi pieza si no es con la puerta cerrada. Es, yo creo, el sentido de buscarme todos los días, con la música y el humo ahogándome, y ese espíritu de anarquía y libertad que ronda por mis cuatro paredes y me busca. Antes podía hacerlo sin llave, pero ahora mis padres se han vuelto un tanto impertinentes y desconfiados y me empelota cuando llegan y entran a la pieza, así opté por clausurar el sepulcro, para que no hueviaran tanto.
En sí, esto no tiene mucho sentido, pero el sólo hecho de cambiar me hace pensar cuánto somos capaces de rodar cuesta abajo por la colina del destino, y embarrarse con la tierra de la madurez. Me hace ver cómo el simple hecho de una pieza con puerta magnifique la importancia del crecer, y también del miedo que produce encontrar una piedra en la colina, y rodar, y embarrarme con el dolor del estúpido destino.