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La dama de vestido verde.



Era una taberna de mala muerte. Y más su característica se había acrecentado en los últimos tiempos cuando la presencia de algún que otro alcohólico se tornaba por demás escasa.
El aspecto del lugar no dejaba espacio a opiniones sobradoras. El suelo ceniciento de polvo encajaba a medida con el silencio de las mesas, cuyos lomos sostenían cuatro viejas y pesadas sillas. Los ventiladores recién apagados aún giraban con poco esmero y un zumbido grave y constante. Mi brazo fregaba una vez más la barra resplandeciente con un trapo muy usado que seguía deshilándose Hacía calor, pero el verano caía lentamente como si el sol pegara desde el horizonte mientras uno lo ve alejarse y esconderse en una línea terrenal. Esa tarde agonizante conocí una dama de excepción.
Entró por la puerta con una sonrisa de paisaje; fluida, alegre. Sin embargo, lo que más me llamó la atención aquel día (y cada uno siguiente hasta que logré acostumbrarme) fue su elegante vestido verde llanto. Lo lucía de manera brillante, perfecta. Comenzando por el cerrado escote, recorriendo su enorme contextura y acabando en los gruesos talones. Una túnica del mismo tono acompañaba la música célebre del maestro dolido, distorsionando tal vez algo del rostro de la dama. Dio unos pasos lentos y pesados y se acercó a la barra, sentándose tras ella y dejando a mi vista la parte superior de su torso y cabeza. Me miró unos instantes y pude ver a través de sus ojos una enorme pena. Aquellas auras brillantes dictaban un sollozo incesante e interno.
Tardó apenas unos segundos sonámbulos en dirigirme la palabra. Y cuando lo hizo, su voz sonó alegre. Tal vez con una alegría que contrastaba absolutamente con su presencia. Con aquel tono me pidió un trago fuerte. Le di lo más eficaz que tenía y estuve tentado de preguntarle por su tristeza. Pero no pude atreverme. Bastaba con mirarle los ojos para saber que nada me diría. No dejaba de fingir un bienestar ridículo. Tan ridículo como s sensación de no poder despegar mis ojos de ella.
Consumió el trago con sorbos apenas distinguibles. Presentía un ardor nunca antes sentido en su garganta. Así y todo, cuando en su copa no hubo más, se levantó y se marchó. Por un momento tuve miedo de no volver a verla. Pero luego, algo me dijo que pronto volvería.
Y mi presentimiento se materializó dos días después, cuando su elegante vestido verde volvió a cruzar la puerta de la taberna. Caminó hacia mí y se sentó en el mismo sitio que días atrás. Volvió a pedirme el trago fuerte con voz alegre. Una vez servido éste, me propuse preguntarle su pena. Y así fue. Mencioné sus ojos llenos de tristeza y ella me respondió que era uno de sus días más alegres. Le dije que su imagen no coincidía con lo que expresaba y me respondió que no entendía mi pregunta. Entonces le expliqué lo que veía en ella.
- Veo en sus ojos, o dentro de ellos una pena grande. Una de la que no puede deshacerse.
La dama enarcó su boca en casi una sonrisa.
-No – me dijo -. Eso que ve en mis ojos no es ni pena ni tristeza. Es esperanza.
Me mantuve en silencio, sin entender.
-La esperanza es algo bueno – dije negando tímido con la cabeza.
-Siempre que vea esperanza en los ojos de una persona, parecerá melancolía. Esa es su esencia.
Apartó la vista de mí y bebió. Al acabar, se retiró de la taberna con un saludo formal.
Y volvió al otro día.
Sentada una vez más frente a mí, duplicó las copas de bebida fuerte. Tenía la sonrisa y los ojos de siempre. A mis ojos, alegría y pena; según su entender, tan sólo melancolía.
-Se la ve muy bien hoy – comenté.
-Es que hoy vendrán a buscarme – me explicó despacio, como si me costara entender lo que decía.
- Magnífico. ¿Lo conoce hace mucho?
- Aún no.
Se inclinó hacia delante y bebió la primera copa en un largo trago. En el iris de sus ojos apareció un aura resplandeciente. La bebida no dejaba de producirle un calor ardiente en la garganta.
Cuando recuperó el aliento, continuó su relato.
-Aún no – repitió-. Pero sé que hoy es el día. Él entrará por esa puerta con su traje negro, se acercará a mí, conversaremos y me llevará tomada de la mano. Pasaremos un buen rato juntos, luego me llevará a casa en su coche y hoy no habrá lugar para el llanto en mi almohada.
Observé que mientras hablaba miraba el techo, y que por la comisura de su ojo izquierdo se gestaba una lágrima.
-Tal vez – continuó -, tal vez me quede hasta altas horas de la noche pensando en él. Recordaré el inolvidable día que pasamos juntos y si logro conciliar el sueño, quizás, sueñe con su presencia.
Se mantuvo un instante pensativa, aún con la mirada perforando el techo. Luego bebió su segunda copa y esbozó las últimas palabras.
-Y ya no habrá más noches de soledad.
Me miró fijo y supe que me estaba agradeciendo por prestarle mis oídos. Después se marchó sin decir nada.
La mujer continuó con sus visitas a la taberna por casi veinte años. Ahora, hace meses que no está y me resulta extraño. Fueron dos décadas de verla más de tres veces a la semana; y en ocasiones, cada día y durante meses, aparecía tras la puerta con su vestido verde que fue desgastándose con los años al igual que su ilusión. El verde fue desapareciendo de ella hasta convertirse en un blanco opaco y sucio.
Luego de tres meses de su primera copa en mi trabajo, hice pintar el techo de la taberna como si fuese un cuadro en donde el cielo se despertaba en un día glorioso. Tuve mi recompensa en su alegría en la popularidad que tomó en el pueblo. El lugar y la dama comenzaron a transformarse en una historia de generaciones.
Y a menudo llegaba ella con la esperanza de que vendrían a buscarla y tendría un día especial. Tras dos años de beber, su costumbre se transformó en vicio y comenzó a embriagarse. Entonces cada vez que vaciaba una copa, cada gota de alcohol se transformaba en una lágrima de desilusión que al final del día derramaba a oscuras en su almohada. Y al otro día, renovada la ilusión volvía a estar presente. Su rostro se fue arrugando. Sus ojos fueron perdiendo brillo y la sonrisa comenzó a diluirse.
La dama llegó a los cincuenta y cinco, memorando su nacimiento en la taberna. Lo había hecho así en los últimos diecinueve años y este último, no fue la excepción. Llegó muy temprano en la mañana y estuvimos solos conversando hasta el atardecer., cuando los demás invitados arribaron y brindaron con una copa por su día especial. Para entonces, su vestido no era verde en absoluto.
Estábamos brindando y la música sonaba desde la antigua fonola cuando una ráfaga de viento abatió la puerta con un ruido fortísimo. El hombre que cantaba dentro de la máquina se detuvo y el silencio reinó en el lugar. En los primeros instantes por la puerta sólo cruzaba el viento. Luego, entró un anciano vestido de negro con un bastón en la mano y se acercó a la dama. El frío entraba desde la puerta y me erizaba el bello. La presencia tornó el ambiente en algo extraño, sobrenatural. El viejo tendió el brazo y la mujer no dudó en aceptárselo. Pero noté algo de resignación en su rostro. Caminaron muy lentamente por la taberna hacia la puerta. Comenzaron a desaparecer en ella y el vestido de la dama se fue oscureciendo hasta tomar un tono negro. Así, juntos, en la fría noche invernal, se perdieron en la oscuridad. La puerta se cerró a espaldas de la pareja sin que nadie la rozara siquiera. En el lugar, una nube de interrogantes y silencios pesados se movió en cada rincón. Y así, poco a poco, la noche fue cayendo.

Nunca volví a tener noticias de ella. Pasaron varios meses ya desde aquella noche y cada día espero su regreso. Pero mi ilusión también se desvanece, y en todos los instantes pienso en el anciano que la llevó hacia la oscuridad. Había algo raro en él. Y cada vez estoy más seguro de que su presencia no fue real. Tal vez fuera el deseo de todos. Aún no logro saberlo y creo que nunca lo haré. Sí tengo la certeza de que la dama ya no llora por las noches. Y aunque me cause cierto escalofrío, me alegra saber eso.
Por el momento, sólo me alegra saber eso.

Texto agregado el 19-04-2006, y leído por 333 visitantes. (0 votos)


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