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Me encanta que llueva. Adoro esa filtración de agua que se va convirtiendo poco a poco en mi reloj, o mejor dicho, en mi segundero, tic, tac, tic, tac. Disfruto de cada gota que cae en ese pequeño plato y que me libera como nada en este mi nuevo mundo. Quiero creer que esas gotas estarán ahí por siempre, pero la realidad asoma y me doy cuenta que se han secado de nuevo las venas de la pared. En ese instante comienza mi labor de súplica, y le pido a Dios que me regale otra lluvia, una más. A veces, creo que estoy en mi última noche y no puedo evitar pedir simplemente una lluvia más.
No recuerdo qué hice para estar aquí, y no es que me desagrade este sitio; pero hay tanta soledad y silencio que es difícil acostumbrarse, además, estas ropas que llevo no son lo que usualmente me pongo, huelen mal y necesitan ser zurcidas urgentemente. A ella no le gustaría verme de esta forma. Ella siempre bella, olorosa, exquisita, impecable y repugnante a la vez. Al mirarla te vuelves a enamorar. Nunca encontraré otra mujer igual. Qué dichoso soy al poseerla, al sentir sus manos, su piel, su cuello. Creo que es de ahí de donde emana ese olor a rosas. No hay lugar mejor en el cuerpo de una mujer que su cuello: puedes sentir sus latidos y en ese instante sientes que tocas su corazón, estiras los pulgares y puedes rozar sus labios, al besar su cuello un cosquilleo recorre su cuerpo que te hace sentir simplemente como un instrumento que le proporciona placer, hueles tus manos y te has robado su esencia. Mi princesa no puede verme de esta forma. Me gustaría hacer más por mi aspecto pero ¿quién en mi condición puede hacer algo por sí mismo? No me queda más que esperar.
Ahora que hago memoria, hace ya bastante tiempo que no la veo, sin duda le debió ocurrir algo, ella siempre me busca. Se nota que me quiere; aunque sé que yo la amo. No me importa que mi amor no sea correspondido, me conformo con amarla, sé que con el tiempo lo hará ella. Las discusiones de los últimos días son cosas insignificantes que se arreglarán como siempre. Aunque en ocasiones me exalto rápidamente, siempre llegamos a un acuerdo. Ella y yo tenemos algo en común que nos hace estar juntos.
Muchos me han venido a ver pero ni una cara conocida. Me hacen preguntas; mas mi pensamiento está en ella, ¿dónde estará?, ¿con quién?, ¿qué hará? Necesito verla, sentirla, acariciarla, tocar su cuello de nuevo. La amo y no puedo estar sin ella. Saldré y la buscaré, me he cansado de esperar. Tengo que actuar con rapidez porque algo o alguien me dice que me queda poco tiempo; debe ser ese maldita pesadilla que tengo todas las noches en la que siento que algo se extingue entre mis manos, no logro recordar la figura que sostengo; pero amanezco con un enojo incontenible que a su vez le cede el paso a una quieta melancolía.
Hoy al despertar estaba apunto a ir buscarla; pero me detuvo el delicioso aroma de mi desayuno favorito: esto si es comida –pensé- y no lo que había comido los últimos meses. Terminé, y sin esperar más me di un baño, me vestí y cuando estaba a punto de salir al encuentro de mi princesa, dos personas que ya me resultaban familiares me tomaron del brazo y me condujeron por un largo pasillo. El lugar me resultaba desconocido, además, un espacio tan largo y sin ventanas, en lugar de parecer pasillo se asemejaba más a un túnel.
Estaba a punto de darme un ataque de claustrofobia cuando logré ver por fin una puerta por la que, pasos más adelante, entramos los tres. Al estar dentro observé, entre otras cosas, que a mi lado izquierdo estaba situada una silla y mirando sobre mi hombro derecho me percaté de la existencia de enorme marco de metal que sostenía un cristal, que en ese momento, se me antojaba inmenso. A través del cristal se lograba ver un grupo de personas. Al principio no reconocí a nadie, solamente la silueta encorvada que encabezaba el mitin me parecía familiar. Hice un esfuerzo, tanta luz me cegaba, entrecerré los ojos y una vez contraídas mis pupilas reconocí a alguien: mi madre que estaba flanqueada por dos hermosos niños. Ella tenía cara de muerte y la imagen me resultó irresistible, esbocé una raquítica y evasiva sonrisa que automáticamente tiró mi mirada a los ojos de los pequeños a su lado. Eran los mellizos más lindos que había observado en toda mi vida. No pasó mucho tiempo para que me diera cuenta que en esa habitación, dividida por un cristal, habíamos tres personas con el mismo rostro, la cara de esos niños me devolvieron a la realidad y toda la vida se me terminó en un segundo. Lo que era una pesadilla volvió esta vez en forma de recuerdo, y al voltear a ver mis manos comprendí que lo que se había extinguido en ellas era un latido, y la figura que sostenía era el cuello de una princesa, mi princesa. No había tenido idea de dónde había estado hasta ese momento. Las fuerzas me faltaron y antes de caer, los uniformados a mi lado me sostuvieron.
De este lado del cristal estábamos cinco personas, una de ellas comenzó a leer unas líneas que tenía sobre un papel, en sus palabras reconocí mi nombre y la palabra “sentenciado”. Una persona al otro lado del cristal dibujó con sus manos la señal de la cruz y en ese instante el rostro de mi madre se convirtió en la pared agrietada de una presa. Antes de que me pusieran una funda negra sobre la cara me robé la mirada de los niños, mis hijos. Totalmente a oscuras, lo último que sentí fue una descarga eléctrica que inútil y eternamente intenta darme la absolución.

Texto agregado el 08-09-2006, y leído por 157 visitantes. (1 voto)


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