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Acabas de despertarte. Miras a tu alrededor. Desde la cama ves tu escritorio, lleno de papeles y de libros a medio leer; ves tu ropa esparcida por el suelo; ves todo lo que ya te has acostumbrado a ver cada vez que te despiertas. Te levantas y te quedas sentado en la cama. Son las ocho y media de la mañana. No has dormido muchas horas, pero lo cierto es que no sientes ni un ápice de cansancio. Te incorporas de la cama y diriges tus pasos hacia la puerta. Alargas la mano para coger el pomo y hacerlo girar de modo que puedas acceder al resto de la casa para servirte el desayuno de rigor. Pero algo ocurre. Tu mano no es capaz de agarrar el pomo, lo atraviesa, como si fuese un banco de niebla. Lo intentas una y otra vez, siempre en vano. Tu cerebro es incapaz de explicar el porqué. Extrañado, te acercas un poco más a la puerta para comprobar qué coño ocurre con ella. Acercas tu rostro más y más a su antaño rígida superficie de madera pintada con un color claro. Te acercas y te acercas, pero en ningún momento chocas con ella. De pronto, tu vista se nubla durante un breve instante y, a continuación, aparece ante tus ojos lo que hay al otro lado de la puerta. Te sobresaltas y retrocedes de un salto mientras emites un gemido ahogado. Vuelves a estar en tu habitación. Tardas un poco en reaccionar, pero enseguida vuelves a acercarte a la puerta. La observas detenidamente y, acto seguido, camina hacia ella, sin detenerte. Al poco, te encuentras en el pasillo. Has salido de tu habitación, pero la puerta sigue cerrada. La inquietud comienza a apoderarse de ti. Avanzas por el pasillo y te diriges al salón. Por la ventana, puedes ver que el día es gris y gélido, con un fuerte viento que alborota las copas de los árboles y hace que las farolas se tambaleen como si fuesen borrachos de regreso a casa. Alguien se ha dejado una ventana abierta. Pero tú no tienes la más mínima sensación de frío. Vas ataviado tan sólo con tu vestimenta de dormir: unos calzoncillos y una camiseta; y, sin embargo, no tienes frío. Tampoco es que sientas calor, simplemente, no sientes nada. Comienzas a tocarte para comprobar qué es lo que puede fallar con tu cuerpo, pero no notas nada de particular. Decides entonces volver a tu habitación, vestirte y salir afuera para ver si alguien puede explicarte todo aquello. No tienes ni idea de quién, pero ya pensarás en ello. Vuelves a atravesar la puerta y, al entrar, haces un inquietante descubrimiento. En tu cama hay un bulto, alguien está en tu cama. Te acercas sin hacer ruido hasta ella y miras al intruso. Casi se te sale el corazón por la boca cuando ves que el “intruso” que hay en tu cama eres tú mismo. Te estás viendo justo ahí, tumbado en la cama, sin moverte. Pero no es posible, porque en ese momento tú estás de pie, fuera de la cama, contemplando todo aquello. Empiezas a observar detenidamente al tú que está en la cama. Te sientes extraño, porque es como mirarte a ti mismo de una forma que nunca habrías imaginado. Te ves como los demás te han visto siempre, desde fuera, pero eso es algo que a todos nos ha resultado imposible desde siempre. Al menos hasta ahora, que, por primera vez, puedes observar tus rasgos directamente y no a través de un espejo o algo similar. Tus ojos, tu nariz, tu boca, al fin puedes verlos tal y como son. Te examinas durante un rato, cada vez más convencido de que realmente estás en dos lugares a la vez. Una vez superada esta impresión, te vistes a toda prisa y sales de tu casa a toda velocidad, también sin necesidad de abrir la puerta. Comienzas a bajar las escaleras que te llevan al portal. Antes de llegar, te topas con un hombre de mediana edad al que no has visto en tu vida. Lleva un par de bolsas y de pronto atraviesa una puerta del mismo modo que tú lo has hecho desde que te has levantado. Esa puerta conduce a la casa de Paco, tu vecino de toda la vida. Sales corriendo hacia la puerta por la que ha desaparecido.
—¡Espere! —gritas casi con desesperación— ¡Oiga!
Tú también atraviesas la puerta y, después de ese breve instante de vista nublada, reconoces la casa de Paco. Bueno, sabes que es su casa, aunque los muebles, la decoración y demás elementos propios de una vivienda, son completamente distintos. Pero no hay ni rastro de él. Sólo ves al hombre de mediana edad que acaba de atravesar la puerta. El hombre se gira hacia ti y te dice:
—¿Qué te ocurre, muchacho?
Las palabras salen en tromba por tu boca.
—¿Qué pasa aquí? ¿Dónde está Paco? ¿Por qué podemos atravesar las puertas? ¿Por qué no siento frío?
—Vaya, vaya, je, je. Un nuevo.
—¿A qué se refiere? ¿Y qué hace aquí? Aquí vive mi amigo Paco.
—Te equivocas, yo vivo aquí.
—Eso no es posible. Paco lleva viviendo aquí desde hace muchos años. Y si se hubiese mudado me lo habría dicho.
—Creo que ya te entiendo. Mira, tu amigo Paco sigue viviendo aquí, pero en el otro mundo. El mundo del que acabas de venir.
—¿Quiere decir que yo...?
—Sí. Veo que te cuesta entender las cosas.
—Pero si he muerto, ¿por qué sigo aquí? ¿Qué es todo esto?
—Digamos, para entendernos, que el escenario en el que estás ahora es exactamente el mismo que aquel en el que estabas cuando vivías. Los edificios, las casas, los lugares, son los mismos. La diferencia es la gente que los habita. Ya no te vas a encontrar con las personas a las que veías cuando estabas vivo. No, al menos, hasta que ellas también mueran. Digamos que compartimos el mundo con los vivos, pero ni ellos pueden vernos a nosotros, ni nosotros a ellos. Tu amigo Paco sigue viviendo aquí, pero no podemos verlo.
—Pero si esta es la casa de Paco, ¿por qué todos los muebles son distintos?
—Estos son los muebles que nosotros podemos ver, porque pertenecen a este mundo. Pero los que ve tu amigo Paco son los mismos muebles que tú conocías. Nosotros no podemos ver ni tocar ningún objeto que pertenezca al mundo de los vivos.
—¿Pero entonces por qué mi casa sí que sigue siendo igual?
—Porque, si no me equivoco, es el lugar en el que has muerto, ¿no?
—Sí, eso creo.
—Bueno, se puede decir que el lugar en el que mueres es una especie de zona de transición. Se mantiene igual por alguna extraña razón. Quizás para hacerte más fácil y menos traumático el paso de un mundo al otro.
—Pues lo cierto es que no ha servido de mucho.
—Je, je. Bueno, no te preocupes, los comienzos siempre son duros para todos. Pero ya te acostumbrarás.
—Tengo otra pregunta. Ahora mismo soy tal y como era al morir. Tengo la misma edad y el mismo aspecto. ¿Debo deducir que cuando morimos aparecemos aquí tal y como éramos en el momento de nuestra muerte?
—Sí, así es. Yo era tal y como me ves cuando morí. Y de eso hace ya bastante tiempo. Aquí ya no se cambia.
—Pero, entonces, es mejor morirse con veinte años que con ochenta, ¿no? Porque así tendrás mejor aspecto y estarás en mejor forma. ¿Y qué pasa si mueres siendo un bebé? ¿Te pasas toda la eternidad mojando tus pañales?
—Nada de eso. Mira, aquí apareces con el mismo aspecto que al morir, pero tampoco eres exactamente igual. Me explico. En primer lugar, aunque mueras con 90 años, o tengas parkinson o una cojera crónica, aquí se corrige cualquiera de esos defectos. Puedes ser un anciano, pero tienes la misma forma física que un joven. Puedes correr, saltar, o hacer lo que te plazca. En segundo lugar, tu capacidad mental tampoco es la misma que la que tenías al morir. Al llegar aquí, apareces con el mayor grado de madurez mental que alcanzaste en vida, o que habrías alcanzado si no hubieses muerto antes de poder obtenerlo. Vamos, que aquí puedes tener un cuerpo de bebé, pero pensar como un adulto.
—A ver si lo he entendido bien. Dice que aquí todos tenemos el grado máximo de nuestra capacidad intelectual. ¿Quiere decir que no existen los tontos en este mundo?
—Sí que existen, aunque quizá no sean como los del otro mundo. A ver, todos alcanzan su grado máximo de capacidad mental, pero ese máximo varía de unas personas a otras. Hay mentes que no dan para más, ya me entiendes.
—Sí, supongo.
—Bueno, ¿tienes alguna otra duda?
—Sí, ¿dónde voy a vivir ahora?
—Eso no es ningún problema. Puedes seguir viviendo tranquilamente en tu casa. Aunque, si quieres cambiar, puedes irte a cualquier otra casa, siempre que no tenga ya algún inquilino de este mundo. A los vivos no les importará en absoluto que vivas en sus casas, ni siquiera lo notarán.
—¿Y cómo puedo conseguir comida?
—Tampoco te preocupes por eso, porque desde el mismo momento en que has muerto, ya no necesitas comer, ni dormir, ni ninguna de esas necesidades básicas para los vivos. Tampoco tendrás que ir al baño, ni olerás mal, ni pasarás frío ni calor.
—Entonces, ¿no hay comida en este mundo? ¿Ni camas?
—Sí que hay porque, aunque no lo necesites, nada te impide que puedas hacerlo por placer. Puedes comerte un chuletón por el simple placer de hacerlo. O tumbarte en la cama y cerrar los ojos. Puedes incluso llegar a un estado parecido a cuando duermes. Aunque eso sí, no soñarás. Los sueños son algo que no existe aquí.
—¿No existen los sueños? Vaya, eso es un poco triste, ¿no?
—Mira, muchacho. En este mundo puedes atravesar paredes, volar, eres inmune a cualquier enfermedad o condición climática, eres una especie de Superman. ¿Para qué quieres soñar?
—Bueno, visto así...
—Estaba equivocado ese que decía que la vida es sueño. Yo diría mejor que la muerte es sueño.
—Oiga, y... ¿qué hay del sexo? —preguntas con un ligero tono de ansiedad.
—Vaya, vaya, je, je, no podía faltar esa pregunta. Bueno, el sexo también es fantástico en este mundo, te lo aseguro.
—Pero esto me devuelve a mi pregunta anterior. ¿No es mejor morir siendo joven que un anciano o un bebé? Porque al anciano no sé si le funcionará debidamente lo que le tiene que funcionar. Y el bebé, bueno, el bebé tiene unos genitales ridículos como para que puedan servir de algo.
—Sigues sin comprender. Da igual que al morir fueses impotente o te hubiesen amputado el pito. Aquí todo vuelve a funcionar como es debido. Y con los bebés, mira, en este mundo sí que es cierto eso de que el tamaño no importa en absoluto. Esos “genitales ridículos”, como tú dices, pueden funcionar tan bien como los del adulto más ardiente.
—Pero me imagino que el sexo lo practicarán entre individuos de edades similares, ¿no? Porque, por muy bien que le funcione a un bebé, es imposible que...
—Vuelves a equivocarte —te interrumpe el hombre—. Cualquiera puede hacérselo con un bebé o con un anciano. Tanto tú como yo.
—¡¡¿Con un bebé?!! ¡¡Pero eso es monstruoso!! Y, además, es imposible. ¿Cómo podría yo penetrar la vagina de un bebé?
—En este mundo no existen las leyes físicas ni morales que existen entre los vivos. No es monstruoso tener sexo con un bebé porque es considerado como alguien exactamente igual que tú y que yo. Y aunque tú creas que físicamente es imposible realizar el acto, te aseguro que en este mundo sí que es posible. Ya tendrás oportunidad de comprobarlo.
—Creo que este mundo es demasiado extraño para mí.
—Ya te he dicho que tardarás un poco en acostumbrarte a todo esto. Pero más que nada es porque aquí llegas con una conciencia ya formada. ¿Crees que el mundo de los vivos no te parecería extraño y absurdo si, la primera vez que lo vieses, pudieses analizarlo y reflexionar sobre él? Para cuando puedes hacerlo, ya te has acostumbrado a sus normas y excentricidades.
—¿Y qué hay del dinero?
—Aquí ya no hay de eso. Ya te he dicho que no necesitas preocuparte por tus necesidades básicas.
—Sí, ya, pero el dinero no sólo se usa para eso. ¿Es que aquí la gente no va al cine? ¿O no se compran videojuegos, libros, ropa?
—Todo eso lo puedes conseguir sin necesidad de dinero. Porque, aunque tú lo usases para eso, la finalidad es que la persona que te ofrecía el servicio pudiese satisfacer sus necesidades. Si ya no hay necesidades, ¿para qué quieres entonces el dinero? Si yo no necesito comer, ni dormir, ni nada de eso, ¿para qué quiero tu dinero a cambio de mis servicios? Ya encontraré algún servicio que tú puedas hacerme a mí. Quid pro quo, muchacho, je, je. Y te aseguro que la codicia es algo que ni siquiera es concebible en este mundo.
—Y ya que ha salido el tema de los libros, películas y demás. Antes me ha dicho que no podemos ver ni tocar nada que pertenezca al mundo de los vivos. ¿Qué pasa con los libros, por ejemplo? ¿Existen aquí obras distintas a las de los vivos? ¿Sólo puedo leer lo que producen los muertos y no, por ejemplo, la última novela de García Márquez?
—Por eso no te preocupes, veras, a ver cómo te lo explico. Cierto es que no puedes acceder a las obras de los vivos, pero sí a las de los autores que ya han muerto. Mira, cuando un artista fallece, sus obras, ya sean cuadros, libros, películas, etc., “mueren” también con él. Es como si las obras de arte tuviesen una vida propia, por decirlo de alguna manera. Por eso, cuando un autor muere, aparece en este mundo, pero acompañado por todas las obras que haya realizado a lo largo de su vida. Je, je, imagínate la sorpresa que debió llevarse Mark Twain, con la cantidad de obras que escribió a lo largo de su vida. En resumen, puedes acceder a las obras de arte de los artistas que han muerto y podrás acceder a las de los que ahora viven cuando mueran. Vamos, que puedes admirar todos los cuadros que quieras de Dalí, pero no ver la última película de Woody Allen.
—Vaya, eso limita un poco, ¿no?
—Vamos, muchacho, no es para tanto. Tienes cientos de miles y millones de artistas que han muerto y han dejado todas sus obras también en este mundo. Y en cuanto a los que aún viven, pronto comprenderás que el tiempo tiene poca importancia aquí, así que antes de que te des cuenta ya podrás disfrutar de sus obras.
—Bueno, si usted lo dice...
—Claro que sí. Acabarás cogiéndole el gustillo a todo esto.
Se produce un silencio. Os miráis. Tú sigues intentando asimilar tal cantidad de información surrealista. Aún crees en la posibilidad de que todo sea un sueño producto de una mala digestión de la pizza congelada de la cena. Pero a cada segundo que pasa, la vas desterrando un poco más de tu lista de “explicaciones posibles”.
—Bueno, chico —el hombre rompe el silencio con una sonrisa afable—, ¿aún hay algo más que quieras saber?
—Sí, una última pregunta. Según creo entender, todos los que morimos aparecemos aquí, en una especie de existencia paralela a la de los vivos. También sé que mantenemos nuestro aspecto por siempre, que no envejecemos. Pero ha sido muchísima la gente que ha muerto a lo largo de la historia. ¿Todos aparecen aquí? ¿Y cómo caben? Porque en el mundo de los vivos hay unos seis mil millones de personas y ya están bastante apretaditos. ¿Dónde los meten? Y otra cosa, ¿coexisten aquí gentes de diversas épocas? ¿Puedo ver a un troglodita acompañado de un bebé con trajes decimonónicos? Y más aún, ¿me encontraré algún día con Napoleón o con Karl Marx o con Isaac Newton?
—No, nada de eso. Verás, la eternidad no es tan eterna como tú te piensas. Con la religión y todo eso siempre se ha dicho que, tras la muerte, alcanzaríamos la vida eterna. Sí, es cierto que aquí no envejecemos, pero llega un momento en el que, simplemente, desaparecemos. Nunca podrás encontrarte con Napoleón, ni con Karl Marx, ni con Isaac Newton, porque ellos ya han desaparecido. Nadie sabe realmente cuándo desapareces. Yo creo que no se trata de una cuestión de tiempo. Creo más bien que debe de haber una especie de... aforo en este mundo, por decirlo de alguna manera. ¿Sabes lo que quiero decir? Que hay un número máximo de muertos que pueden habitar en este mundo. Y, como constantemente está muriendo gente y viniendo hasta aquí, es necesario que los muertos que lleven más tiempo aquí desaparezcan para dejar sitio a los nuevos. Ahora que has aparecido tú, seguro que un muerto, en alguna parte, ha desaparecido para dejarte sitio. Sólo es una teoría, pero creo que con ella respondo a tu pregunta de cómo es posible que quepan aquí todos los muertos que ha habido a lo largo de la historia. Simplemente, los muertos se van reciclando. ¿Entiendes la analogía?
—Creo que sí. Pero, ¿a dónde vas cuando desapareces?
—Ay, hijo, ¿pensabas que con la muerte se acabarían las incógnitas?

Texto agregado el 08-09-2006, y leído por 97 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
08-09-2006 Buuuf!! según tu teoría, es mejor morir que seguir vivoo. Yo quiero!!xD Me ha encantado el asunto de que las obras de un artista "mueran" con él. Es como si formasen parte de él y nunca pudieran abandonarle. La pregunta final... impresionante. Espero que sea así, que nunca acaben las incógnitas, porque si no ¡que aburrido! Mis cinco estrellas y mi palabra de que me ha impresionado tu texto. Nos vemos MiriusMagicusPotagicus
 
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