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A Sheena

Un par de gotas besaron la luna. El limpiaparabrisas no actuó porque no recibió orden alguna. Había cosas más importantes en las que pensar. ¿Hasta qué punto el instinto de supervivencia es superior a otros impulsos? ¿Lo es siempre? El bultito negro que iba en una cestita sobre el asiento del copiloto parecía desmentirlo. Era cálido y felino. Pero no ronroneaba. Se había pasado los últimos meses destrozándose la cabeza con sus propias pezuñas.
La mujer conducía en silencio. Escuchaba la respiración de la gata y algún gemido ocasional. Las últimas noches había oído gritos histéricos. Maullidos destemplados. Ni pastillas ni hostias, nada había funcionado. Le dolía profundamente ver hasta dónde habían llegado las cosas, pero también el hecho de no poder dar una explicación a las mutilaciones que el animal se había hecho a sí mismo. Todo comenzó con una pequeña herida en el cuello. Después llegaron los picores inexplicables y la gata se rascó y se rascó. Primero fueron dos calvitas grises sobre su coronilla. Después, el negro se volvió rojo y marrón oscuro, y el pelo retrocedió. La gata chillaba como un demonio mientras se levantaba la piel y manchaba el mobiliario con motitas de plasma. Sufría lo indecible con un tormento que ella misma se aplicaba. Ningún veterinario supo si era por alergia o por nervios, pero se estremecieron igual.
Las últimas semanas, los chutes de corticoides parecieron funcionar, pero sólo fue un amago. Pronto empezó a mearse y cagarse en cada lugar por el que pasaba. La autodestrucción no es algo que pueda detenerse fácilmente, menos aún con pastillas. ¿Y si todo estaba en su cerebro? ¿Cómo curar un órgano que ni siquiera comprendemos? Quizá sólo haga falta que se active un resorte para que el cuerpo empiece a destruirse.
Coche, mujer y gata se metieron por un camino de arena ligeramente embarrado. Las ruedas trituraron algún que otro bichejo que pasaba por allí. Siguieron adelante, atrás quedaron las últimas casas del pueblo. Si el veterinario hubiese hecho algo. Pero una inyección no, ni de coña. Los árboles parecían recibir a las visitantes con las ramas abiertas, aplaudiendo su resolución. Pero ella no lo tenía claro. Torcieron un par de veces a la derecha y la vegetación se rindió ante un claro. A lo lejos había una valla que racionaba la entrada a una vieja edificación habitada o des. Era de piedra y madera, inerte. La vida la aportaba un caballo, marrón salpicado de blanco, que deambulaba de un lado a otro inclinándose a veces para robar un bocado del verde que pisaba. El coche se detuvo.
La mujer miró fijamente a la gata. Seguía allí, en su cestita, con el pelaje negro a excepción de su cabeza. El negro se difuminó paulatinamente por efecto de las lágrimas. No era justo, pero era lo único que podía hacer. Sólo le quedaba eso al pobre animal. Eso o la inyección.
Pulsó un resorte y retiró el cinturón hacia su izquierda. Permaneció inmóvil durante otros segundos infinitos. Le dio tiempo a mojarse el cuello del jersey oscuro con gotas saladas de rabia e impotencia. Las gotas de un aullido que se resistía a salir. Ya lo has meditado, no montes una escena. No importa las veces que se lo repita. No importa. Abrió la puerta y rodeó el coche. Sus botas negras se tiñeron de marrón antes de que pudiese abrir la puerta del copiloto. La gatita le miró con sus ojos verdes y penetrantes mientras se dejaba llevar entre sus brazos. Los ojos acuosos y enrojecidos de ella se cruzaron en el camino. El caudal creció. Paseó un rato por el claro con el animalito fuertemente sujeto entre sus brazos. Sólo tenía que agacharse y aflojar la presión para que todo acabase. Pero no era tan fácil. El nuevo hogar de la gata parecía acogedor, natural, provisto de alimentos. Tal vez es que la gata no podía resistir el ritmo de vida de los humanos, la locura de la sociedad del veintiuno. Pudo enloquecer al verse separada del lugar que sus instintos le pedían. Pudo decidir destruirse al ver que el mundo le superaba. O tal vez era una alergia, ¿qué más da?
Si la medicina humana no pudo hacer nada, quizá la naturaleza sí. Tendría que luchar por sobrevivir, buscar alimento, pasar hambre, esconderse y resistir. Ya no tendría tiempo para destrozarse. Era joven y aún podía empezar de nuevo. La mujer se agachó y dejó a la gatita en el suelo. Cuando empezó a dar unos pasitos sobre la hierba, no pudo evitar arrodillarse y aflojar el gemido que golpeaba fuertemente las paredes de su garganta.

Por qué por qué por qué por qué por qué por qué por qué por qué por qué por quÉ

La gatita miraba sin comprender. Aunque su naturaleza animal sí que captó la amargura y el patetismo de la escena. En cualquier caso, poco podía hacer ya por mucho que lo intentase. ¿Cómo iba a consolar las lágrimas si no tenía más remedio que quedarse allí si es que quería tener alguna posibilidad de sobrevivir? El titiritero-destino-mayor había sido muy cruel con ella. Muy cruel. Ahora sólo las manos de la naturaleza podían salvarla. Pero nunca, nunca podrían consolar las lágrimas. ¿Hago bien o mal?

¿bien? ¿mal? ¿bien?

Se quedaba a su suerte, pero aquel lugar parecía perfecto para ella; tranquilo, verde y con comida. Todos merecemos un poco de suerte en la vida. La gatita se merecía ya una ración, joder.
—Ahora todo depende de ti.
Se giró y la gata se aproximó a sus pies.
—Vete, vete. Mira, allí tienes comida. Allí. Y está el caballo y...
Sus ojos se volvieron a romper. La gata no se iba. Aún no comprendía. La volvió a coger y se despidió de ella, con unas palabras suaves y dulces en la orejita que quedaron entre ella y ella. Volvió a dejarla en el suelo. Ahora sí. Tienes que marcharte. La gata siguió sin comprender, pero no pudo evitar que la mujer volviese a subir al coche y cerrar la puerta sin ella dentro. Entonces, también ella lloró.
El coche se alejó a más velocidad de la debida por el camino de tierra. De vuelta a la civilización. La gatita quedó a su suerte. Le hicieron falta pocos paseos por los alrededores para comprender que estaba sola. Oyó un ruido y salió corriendo a esconderse. Su sombra se perdió por entre unos arbustos. La maleza la acogió en su seno frondoso. Un par de gotas empezaron a besar las hojas. Poco a poco y cada vez con más fuerza. El caballo apenas se inmutó al sentir la humedad en sus crines. Todo siguió como antes, pero con un nuevo inquilino que buscaba una segunda oportunidad. El sol comenzó a arroparse con un par de montañas y sábanas grises.
A la gatita sólo le quedaba eso, la naturaleza, y quizá ahora sea feliz.

Texto agregado el 08-09-2006, y leído por 76 visitantes. (0 votos)


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