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“El chalé”

Aquella mañana la había despertado un beso. Ella volvía a casa y allí se cruzó con su vecino. Lo saludó de pasada, como casi siempre. Y, como casi siempre, lo fue siguiendo con su atención más allá de la mirada, hasta donde ésta, para no convertirse en indiscreta, deja su lugar al oído y a ese sexto sentido que es capaz de seguir durante todo el día a esa otra persona que nos importa. En esta ocasión no le costó mucho hacerlo. Él se volvió sobre sus pasos apenas lo había perdido de vista al girar por la esquina, y se le acercó. Ambos se pararon entonces, cada uno mirando dentro del otro, y se volvieron a saludar, pero esta vez con un beso, y otro. El segundo lo sintió suave, apenas posado, cerca de su boca, muy cerca de su boca. Es curioso, no se sorprendió por esto y en un intercambio de sonrisas tiernas y de miradas acogedoras continuaron acercando beso a beso cada vez más sus labios hasta tocarse. Y con el roce de su boca y con sus grandes ojos fijos se despertó. Fue un despertar hermoso, el recuerdo de lo que nunca jamás existió, de ese sentimiento antiguo que se movía en los difusos y turbulentos límites entre la amistad y el amor, esa zona de la amistad donde aparece el deseo para terminar de ennoblecerla. Un sueño con esa sensación de infinito que parecen tener algunos sueños que no se acaban al despertar y nos acompañan, a veces, para toda la vida. Un sueño, en fin, que hacía años que no tenía pero que no tenía ganas de preguntarse por qué la visitaba hoy. Ya hacía tiempo que había aprendido a contentarse con el disfrutar de las ensoñaciones sin más, ya que la realidad, su realidad, era tan mediocre. Ya hacía tiempo que había aprendido a no sufrir por que en su vida no ocurrieran aquellas historias.

Se levantó, era temprano y, aún en bata y zapatillas, había salido a la terraza alta a desayunar. Siempre había deseado vivir así. Desde aquellos remotos tiempos en los que ya se empezaban a dibujar vagamente en el interior de su cabecita de niña futuros idílicos con mansiones o, al menos, grandes chalés en urbanizaciones de lujo o, siquiera, de cierto nivel como aquella en la que ahora habitaba. Allí la acompañaban en el desayuno, como todos los días, sus mejores amigas. Ahora más que nunca las necesitaba, ahora que sus tres hijos estaban tan ocupados con los trabajos, los niños y las cosas de la casa que apenas la visitaban alguna vez cada quince días.

Después del desayuno, le gustaba pasear sola por el jardín y observar desde lejos al jardinero. Siempre le costó empezar a hablar con quien no tenía confianza y muchas veces lo cambió por la observación, por descubrir el estado de ánimo de quien tenía delante: sus deseos, las conversaciones que había tenido antes de llegar allí, sus pensamientos, lo que sentía por su pareja, por sus hijos; y hasta lo que ellos sentían por él. Todo esto lo veía ella con meridiana claridad: la forma de la cara, de la boca, esos gestos invisibles que describen las comisuras de los labios; las sonrisas inconscientes y, sobre todo, las miradas. En ellas está todo -pensaba. Realmente, lo que iba buscando en todos era precisamente eso, ese espacio casi imperceptible que se sitúa justo detrás de los ojos y que sólo se ve cuando creemos que nadie nos observa, cuando nos creemos a salvo, incluso, de nosotros mismos y esa especie de velo que nos protege se desvanece. Ese velo de espesor variable que tiene tanto que ver con las máscaras con que cada uno se protege para que las cosas que mira no le hagan demasiado daño ni le haga demasiado daño que los otros vean demasiado cuando nos miran.

En fin, ese día le había tocado al jardinero, como otros muchos. Parecía dolerle la espalda, había cambiado varias veces el pie izquierdo de sitio. Se había puesto la mano en la cintura, los riñones, quizás; aunque no, debía ser un problema muscular si cambió varias veces el pie de sitio. ¿Y ese gesto contrariado que tiene siempre, ese disgusto de sí mismo? Ha debido discutir hoy también con su mujer, o con sus hijos, o con algún vecino, o con todos a la vez. Ha debido discutir también viniendo por el camino con el coche, aunque no tiene cara de coche, sino de andarín. El jardinero y su cara de fastidio. ¡Cómo le gustaría tener confianza con él para hablarle de algunas cosas...!

Este pensamiento le estropeó la mañana, ¡con lo bien que había empezado...! Y se fue a leer un rato. No era una buena lectora y le costó concentrarse. No se terminaba de acostumbrar a esos momentos ociosos, a que nadie la esperara, a no tener que llamar a alguien para que no se impacientara. Y esta nueva situación, repetida ya muchas veces, casi cada día, le hacía sentir sola, con esa sensación de vacío cotidiano que deben tener los huérfanos, y echaba de menos entonces el control de su marido o de sus hijos, el deber llamarlos para que no se preocuparan. De alguna forma le quemaba esta especie de libertad nueva.

Desde la cocina, le avisaron de que el almuerzo estaba listo y se dejó caer hacia atrás en el sillón. El salón no tenía todo el lujo que ella hubiera deseado, pero era amplio y desde que vivía allí le gustaba el toque de distinción que le daban esos enormes ventanales por los que la hermosa luz del otoño a medio-día parecía venir a verla desde la terraza.

En el caldo vio reflejado su rostro y le hizo gracia notar por un momento el calor de la sopa en el reflejo de su cara dentro del plato, y hasta la cosquilla que le hacía el movimiento ondulado del líquido cuando metía la cuchara.

Terminó, se acomodó y dejó caer su cabeza sobre su pelo blanco contra una de las orejeras del sofá. ¡Cuánto había deseado vivir siempre así! Le retiraron el plato, cerró los ojos un momento, y la envolvió ese sueño leve que no se sabe bien cuánto dura. Tuvo semisueños confusos y al despertar le dio un poco de miedo aclararlos en su cabeza, tan poco lúcida aún.

Por la tarde vio un poco la tele, una pantalla grande en la que presentadoras con sonrisas que no se creía nadie eran seguidas embobadas por ella y sus amigas. Estas presentadoras se alternaban con caras anónimas de señores vestidos de domingo, jóvenes que alardeaban de su limitación de ser joven y niñas y mujeres que pugnaban por ser graciosas, brillantes en cada una de sus respuestas y que apenas conseguían algo más que un grito nasal. Fue cambiando de canal y el único cambio que encontraba era el peinado o la ropa de los presentadores. Se cansó de este ritual, como se cansaba todos los días y lamentó no haber conseguido aficionarse antes a la lectura. Lo lamentó con tristeza, con una tristeza tierna, con ternura hacia sí misma, con esa tristeza que produce haber empezado a ver las cosas que ya no podrán hacerse en la vida.

En ese momento, antes de cenar volvió a salir al balcón un rato. Desde allí se veía la calle. Entre los chalés pasaban unos jóvenes. Hace un rato irían paseando felices, seguramente. Ahora, en cambio, él iba detrás de ella andando rápido, echado hacia delante, como intentado alcanzarla. La chica, mientras, caminaba muy erguida, exageradamente, con pasos rápidos, largos, contundentes y la cara alta, ridículamente alta. Él parecía intentar decirle algo que ella se empeñaba en no oír. Al ver esa escena, observaba lo confortable que es para algunas cosas observar el mundo desde esta mullida butaca de los años. Este no tener que disimular, que actuar; o, al menos, no demasiado. Y de pronto se sorprendió a sí misma en un pasado lejano en una de esas escenas de joven en que, desconcertada ante determinados acontecimientos, quería estar a la altura de las circunstancias, buscaba en su mente cómo reaccionaban en las películas cuando ocurría aquello. Sin darse cuenta, recordó algunas veces en las que ella persiguió a su marido de forma muy parecida. Y se preguntaba, viendo el futuro de aquellos dos jovencitos que se perseguían delante de ella por qué será tan difícil darse cuenta de algunas cosas que son tan obvias cuando se está enamorado. E imaginaba a ese chico convencido de que ella cambiaría y veía la grieta que esa persecución estaba abriendo entre ellos como un hueco infinito por el que se caerán los primeros trozos de la confianza que irá quitándoles poco a poco el tiempo, los trozos que éste les devolverá, pasados los años, en forma de esquirlas de hielo. Quizás entonces, a fuerza de intentos fracasados, de perder aliento por las fisuras de los desengaños y, sin saber cuándo ocurrió, un día se levantará y se dará cuenta de que ha perdido las ganas de seguir intentándolo, se dará cuenta de que no sabe desde cuándo, se dará cuenta de que ya no está enamorado.

Luego, algún día morirá la chica , como murió su marido, y quizás se encuentre queriendo sentir la tristeza que no sentirá, aunque sólo sea por los años, por los hijos que vivieron juntos. Y posiblemente sienta entonces el vértigo de los días, de las horas que han ido cayendo a la nada, de la nada que le queda entre las manos, de la nada que ha sido su vida.

Ahora que el muchacho la ha alcanzado, ahora que la muchacha, muy digna, ha accedido a esa apariencia de reconciliación que suena en ese beso, excesivo para ser cierto, que se están dando, ahora, parece difícil que este muchacho vaya a sentir, pasados los años, todo eso. Pero ella sabe que no puede ser de otra forma, que siempre fue así.

Los chicos se perdieron al final de la calle y ella sentía el dolor de saber lo que les ocurrirá cuando giren la esquina, cuando giren las esquinas que les esperan, las callejuelas del futuro por el que se irán conduciendo. Entonces, otra pareja pasaba por allí y la sacó de sus cavilaciones, una parejita que paseaba por el barrio como todos los días desde hacía meses, los que ella llevaba en su nuevo hogar. Esta parejita madura le gustaba, le gustaba y le dolía. Le gustaba ver la normalidad de ese cariño tan evidente, la normalidad de esa complicidad, de esa confianza cotidiana, despojados ya, seguramente, del frenesí del enamoramiento. Le gustaba, le gustaba ver esa imagen diaria de lo que debía parecerse a la felicidad que ella deseó y que nunca tuvo; a la felicidad que se quedó esperando cada vez con menos esperanza de que llegara, al principio engañándose, y luego aceptando ese descubrimiento que poco a poco se iba abriendo paso y que le iba dejando congelada la sonrisa y el alma.

Quizás sea esto una forma de voyerismo –se decía a veces-, pero es lo que me queda. Sí, eso es lo que le queda: ver la vida de otros, ver la vida pasar. Realmente, fue eso casi todo en su vida, vivir la vida de otros: de su marido, de sus hijos, ... ver la vida pasar.

Entonces, volvió a llamar su atención otro par de jóvenes que se acariciaban sentados en el poyete de uno de los chalés de enfrente y una sonrisa se le acartonaba en la cara mientras los veía. Ella no sintió nunca nada especial detrás de las caricias, cada vez más escasas, de su marido. Quizás fuera, en efecto, porque nunca hubo nada especial detrás de ellas. Ahora, el aire le traía a su piel las de aquellos chicos. Sentía el aire húmedo que empezaba a ser fresco, que lo envolvía todo, con él sentía en su piel los besos que aquellos chiquillos se regalaban allí abajo, y le producían un ligero escalofrío en la oreja y en el cuello. La estremecían, la sonrojaban un poco las palabras que se decían aquellos muchachos y que ella sentía cálidas sin oírlas. Mientras seguía envuelta por la suave marea del viento de aquella escena, recordó algunos momentos, escasos y breves, es cierto, en que algo parecido le ocurrió a ella. Los recordó y no los entendía, no entendía por qué si pudo haber algunos momentos tan dulces, por qué no se sucedieron más a menudo, por qué fueron tan pocos. Y recordó cuántas veces en otro tiempo se preguntó cuál sería el botón secreto, la tecla que había que apretar, la palabra mágica que había que pronunciar para que él se quedara para siempre con aquella máscara , con aquella máscara delicada que a veces usaba, que tan pocas veces usaba, para que tirara las otras caretas, la del hombre huraño, la del hombre dominante, seco, prepotente, que se ponía con tanta frecuencia. Y sintiendo la dulce punzada de aquellos muchachos, perdidos uno en la mirada del otro, recordó cómo, anegada por la decepción, se fue atreviendo con el sexo a solas, avergonzada, escondida, incluso de sí misma, al principio. Cómo fue acostumbrándose luego y, con el paso de los años, con la acumulación de los meses depositados entre ambos, cómo llegó a fastidiarla que él se le acercara cariñoso alguna vez, ¡eran tan pocas!, y la distrajera de sus fantasías con el roce de su cuerpo. Con su cuerpo mecido al ritmo de la rutina, como un segundero, como el péndulo rotundo de un viejo reloj de pared. Cómo llegó a fastidiarla que la distrajera de sus sueños a solas, ésos que se prolongaban a lo largo de su cama cuando no había nadie más que su soledad en la casa. Es curioso, pero siempre que su cuerpo gozaba a solas era como si soñara despierta, necesitaba entonces, siempre, inventar historias de amor que le sirvieran de almohada a sus besos, a los movimientos lentos de la voluptuosidad redondeada de sus fantasías. Incluso en ellas necesitaba estar enamorada, aunque fuera de ese vecino inventado. Ahora, viendo a los jóvenes de la puerta de enfrente, sonreía recordando las horas que había pasado cortejando o dejándose cortejar mientras se iba acomodando su sexo a su mano en aquellos momentos en que todo se fundía de tal forma que parecían pasar por las mismas etapas el cuerpo y el alma. Y recordó también cuánto le habían ayudado aquellas aventuras fingidas para seguir, para confundir a su marido con aquel que ella había construido con la almohada entre sus piernas uniendo fragmentos de la realidad con otros de sueños, de deseos, ...

La volvieron a estremecer las palabras del joven que el aire fresco le trajo de nuevo desde lo lejos, desde la oreja blanca de su novia. Y arrebujada en una sonrisa triste y cómplice, abrazada a sí misma, decidió recogerse.

Cenó poco y se fue pronto a su habitación. Como todos los días, veía de noche reflejados en el espejo desde el final del pasillo, su cuerpo vencido y los recuerdos que sus ojos no se cansaban de esconder. Y viéndose desde allí le parecía que hubiera sido tan sencillo haber sido feliz.

Luego, en el aseo, mientras se lavaba la cara evitó mirarse en el espejo. Sus hijos habían ido llamándola uno a uno: tampoco mañana podrían ir a verla. No quería descubrir en sus ojos que estaba triste, no quería encontrarse esa incredulidad escondida ahí detrás, detrás de las lágrimas que no le saldrían.

Se metió en la cama intentando sentirse reconfortada por estar rodeada allí de sus amigas, aunque desde hacía unos días, dormía en una habitación para ella sola.

Empezaba a ser tarde y entraron las enfermeras. Se tomó sus pastillas y se acercó como todas las noches el interruptor por si tenía que llamarlas durante la noche. Poco a poco se fue sumergiendo en el sueño.

En ese momento en que la razón va cediendo y se van colando las ideas que duermen durante el día, se sobresaltó. Se sobresaltó al verse repasando lo que le había ocurrido durante el día, como había hecho a diario años atrás, aunque luego, poco a poco, fuera dejando de hacerlo, quizás porque empezó a darle miedo o pena lo que había para repasar en sus días.

Intentó desconectar por fin y logró sonreír plácidamente mientras las pastillas le fueron haciendo efecto y fue quedándose dormida.

Jesús Mejías.

Texto agregado el 30-09-2006, y leído por 132 visitantes. (0 votos)


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