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II

Me di cuenta de que habían transcurridos dos horas y media desde que desperté, yo seguía vestido igual. Recuerdo que portaba unos calzoncillos percudidos que en la parte derecha tenían el logotipo de una vaca verde. Sólo tenía un calcetín, el otro se me había perdido “en la guerra” como me decía mi mamá de pequeño. También tenía puesta una playera del Sargento Pimienta que me regaló algún vendedor de insecticida y mi cabello lucía tan seboso como una rata muerta en estado de descomposición… todo esto lo descubrí porque por alguna razón, que a la fecha desconozco, miré mi reflejo en el ventanal que se imponía como un fondo traslúcido en la oscuridad.

Casi inmediatamente tome conciencia de lo que acababa de presenciar, no sólo era mi nauseabundo aspecto físico, sino era también una pista. Enfocándome en la apariencia de mi cabello que asocié con el cadáver de un roedor pensé: esta cosa debe ser un animal muerto. Con una nueva teoría rebotando en las paredes de mi cráneo (como lo hacen las moscas en un frasco de salchichas) me puse ocioso y casi seguro de que lo que había ahí eran los vestigios de algún animal ofuscado de la vida por la obligación que me infundía mi honorable oficio. ¡Esto es el ataque de las ratas que he matado! Me dije atemorizado varias veces. No le temo a las ratas vivas ¡pero sí a las muertas! Nadie sabe cuándo se le aparecerán los restos asesinos de un animal fundido después de haber sido chamuscado.

La intriga se convirtió en angustia nuevamente, mis ansias de descubrimiento se opacaron por mi deseo de salir corriendo y llamar al mata ratas-muertas-y-derretidas-sedientas-de-venganza. Corrí supuestamente a la salida, pero estaba tan espantado que me metí al baño confundiendo la puerta y la dirección correcta, no me quedó más que encerrarme, recargué la espalda detrás de la puerta con los brazos extendidos y las manos pegadas contra ella tratando de cubrir una mayor parte de su superficie, mis pies estaban bien abiertos formando un ángulo que podría jurar, casi llegaba a los 90°. Mis pensamientos eran los de un pavo a punto de ser acribillado por un psicópata en tiempos de natividad. Pronto me apresuré a buscar algo con lo que pudiera defenderme de la rata en forma de excremento, para mi sorpresa no había nada más que un botecito de pastillas justo en la orilla del escusado, con destreza y asegurando un pie de la puerta me fui estirando hasta alcanzar el pequeño frasco, me extrañó que en la etiqueta sólo encontrara la palabra “trágame” y el dibujito de un árbol. Antes de obedecer la orden del botecillo como un animal sumiso, me encomendé a dios para que todo saliera bien (también como un animal sumiso), pero después recordé que también culpé a dios de la aparición del resto amorfo sobre mi ventana, así que olvidé las plegarias y me tragué de golpe unas 8 pastillas aproximadamente, sabían a cereza y eso me reconfortó un poco. Luego, puse un oído en la puerta para ver si distinguía algún sonido emitido por la rata, pero nada… sólo escuchaba a los miles de ácaros que se revolcaban en mi colchón y a los gérmenes que se deslizaban por las paredes. Repentinamente saqué una conclusión, esta era que la rata -como desde el principio- no se movía ni hacía ruido para matarme en el momento preciso y menos esperado, por suerte descubrí su malévolo plan lejos de ella, o tan siquiera detrás de una puerta de uso rudo que nos separaba y que mantenía segura mi integridad física. Estuve ahí 5 horas con 23 minutos pendiente a todo lo que pudiera pasar, alerta a cualquier ruido exterior, atemorizado y con los ojos bien abiertos casi sin parpadear, porque claro, en la fracción de segundo que requerían mis ojos para humedecerse podía perder un brazo, un pie o la cabeza. Finalmente decidí armarme de valor y salir de mi aposento de porcelana, eso sí, sin hacer ruido y como un verdadero cobarde. Giré la perilla y entreabrí la puerta, asomé un ojo y pude ver que el corredor estaba libre, yo nada tonto miré arriba, ya que esa cosa podría pegarse en el techo y caer de sorpresa para atacarme en la yugular, pero tampoco había nada. Me sentí un poco consolado y salí despacio, caminé casi de puntitas y trataba de encontrar el modo para que mi pie desnudo no hiciera ruido al pegarse y despegarse del frío piso como una calcomanía. Llegué a la entrada de mi cuarto, que no tiene puerta, y miré la pared sin asomarme, lo hice de reojo queriendo apreciar una sombra gigantesca como las que forman los engendros de cola larga, dientes risibles y llamado chillón. Como no vi ningún espectro se me ocurrió una magnífica idea: gruñí tan fuerte como le fuera posible hacerlo a un gato, esto con la intención de que la rata se asustara y, o saliera corriendo o se pusiera en posición de defensa. Me asomé a ver qué había pasado, pero la respuesta era nada, “también era de suponerse”, gemía mi asustada conciencia.

Texto agregado el 08-12-2006, y leído por 79 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
28-12-2006 ¡Esto es el ataque de las ratas que he matado!.. . No le temo a las ratas vivas ¡pero sí a las muertas! Me encanto eso. morrison86
 
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