Allí estaba el cementerio, en lo alto de una colina. A sus pies corría un arroyo que abrazaba a la luna y le devolvía su imagen. Y allí estaba él, como cada noche, derramando sus lágrimas sobre el arroyo, esperando que saliera el sol. Llevaba demasiado tiempo pasando frío y necesitaba sentir su calor. Pero se le secaron los ojos antes de que el cielo clarease y, bajo la luz plateada, empezó a subir la colina.

Empujó la puerta de la verja y caminó en silencio entre las tumbas de piedra, cuyos nombres ya habían sido borrados por el tiempo. Se preguntó por qué no se podían borrar sus recuerdos del mismo modo, pero no halló respuesta. Siguió caminando y notó el olor de unas flores depositadas por algún otro ser atormentando que también era incapaz de olvidar. Sintió lástima, pero no supo si por quien había dejado las flores o por sí mismo.

Al fin, llegó a aquella tumba. Bajo la tierra que pisaba estaba la última carta que ella le había escrito, junto al cuchillo que cogió tras leerla. Se arrodilló sobre la tumba y las lágrimas volvieron.

Lloró hasta desaparecer y, en ese momento, salió el sol.