Los pinos yacían allí. Sus ramas se alzaban al cielo deseosas de tocar aquella radiante figura pero se acobardaban ante su calida caricia. Mis manos se enredaban en la furia de un viento de invierno y permanecían inmóviles, debilitadas. No se porque me sorprendía tanto, al fin y al cabo ya estaba encapsulada en este mundo tan mío, tan de nadie.
Quise escapar a otros mundos y encontrar la respuesta a todos aquellos cuestionamientos que en éste no podía si quiera nombrar.
Me levante aquella mañana aturdida por el sonido de las palomas en mi aire acondicionado, tome una almohada y la lancé contra el artefacto. El ruido cesó y el aroma a café comenzó a invadir la habitación. Sentada sobre la cama, comencé a vestirme, tomé un par de zapatillas verdes, un cinto, me coloqué la mascara. Ese día había decidido pintarla con una sonrisa.
Al transitar por aquellos nuevos paisajes, todo me parecía familiar, escueto, cubierto por un grisáceo papel celofán. El mismo viento acariciaba mis manos y me sentí completamente sumida en sollozos. No había escape alguno. Era en vano tratar de discernir las diferencias entre estos mundos, pues no existían.
Me quité la máscara con dificultad y tremenda furia. La arrojé al abismo mientras saboreaba los últimos gustos de la tarde, dulce amargura. Comprendí que “pertenecer” era ajeno a mi existencia y suspiré mientras contemplaba aquel mar de caretas…