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La noche caía. El aire comprimido me envolvía y mecía entre sus brazos, dispuesto a no dejarme marchar más allá del umbral de la puerta.

De los ojos me caían años de tristeza, incomprensión y crueldad. Forma lacrimógena de un adiós eterno.

El suave despertar de la luz de una farola me devolvió a la escena. Una mirada tierna se quedó clavada en mi pequeña figura, intentando descifrar mis códigos de conducta. Apenas sobrepasaba el suelo pero en sus ojos se veía la inteligencia de una guerrera, mientras que su frágil cuerpo perpendicular al suelo no hacía más que mecerse.

Esa diminuta forma de vida, tan parecida a mí, me contemplaba. A su lado, una silueta oscura le tendía la mano para que ella la cogiese. Mi cuerpo se estremeció cuando lo hizo.

El sueño eterno de felicidad se precipitó al vacío, suicida desesperanzado por todos los acontecimientos.

El amanecer me esperaba en otra tierra y yo por ello, cogiendo las maletas, me marché.

Pasaron las horas, los meses, los años. Las hojas caídas volvían a estar en el frondoso árbol, la nieve venida se disolvía en la tierra, el polen volaba y se iba..

Entre los matorrales del presente se erigía intacta una casa. Sus tejados rojizos hacían reflectar el sol, mientras que sus muros grisáceos entristecían su figura.

Una cálida bienvenida en forma de árboles frutales en la puerta de entrada, un camino de piedras, una verja oxidada y una puerta ruidosa y lenta.

Al entrar el silencio estaba más muerto que nunca.

El crujir de las maderas al paso era la única melodía que impregnaba la sala, espaciosa, diáfana. Las escaleras de subida crepitaban como el suelo. La planta alta no era mucho más habitable. Las paredes al paso eran como grandes murallas que te guiaban hasta la sala más alejada.

Era una habitación angosta. Un rayo minúsculo de luz entraba a gatas por una rendija de la persiana y, al igual que un foco, centraba su atención en la niña que peinaba su muñeca.

Apenas consciente de su propia existencia, parecía inmersa en un mundo de sueños en la que su muñeca era su única amiga. Esos sueños en que estás sola, aquellos en los que el inanimado plástico te habla. Buscando cariño en un trozo de inexistencia la abrazas fuertemente, pensando que te va a devolver el abrazo y solo te devuelve su mirada vacía. Cristal en ojos que te miran sin decirte nada.

Levantándose lentamente cruza la sala hasta llegar a la salida donde el espectador la mira. Tornando tras ella la puerta, su burbuja irreal desaparece tras la madera. Tres pasos te ayudan a entender una vida y sus pequeños pies empiezan a caminarla. El primero se hace largo y pesado, comprendiendo su propia realidad. Esa pesada carga que atemoriza su lánguido cuerpo, que le hace sufrir, desmayarse de dolor intenso. Latigazo cruel para sus cinco años.

El segundo paso se hace más tenso todavía. Oye el ruido de los platos en la cocina. Alguien se encontraba allí. Su espalda notó el cosquilleo del miedo.

Y por fin llegó el último. A la altura de las escaleras abrió uno de los armarios que flanqueaban los escalones. Una pequeña mochila asomó desde sus profundidades, avisando a la pequeña de su presencia. Sin hacer ruido la sacó y se la colocó en la espalda.

Miró la hora. El tiempo golpeaba con fuerza en su conciencia, el reloj bailaba los minutos como si fueran horas. Eternas..

El tango, de tristeza y amor, le hizo marcar el ritmo. Sus pies volaban con la música melancólica, como si fuera una canción de vida y muerte. Desgarradas notas aparecieron de la nada y juntas se dispusieron a bajar las escaleras.

Al llegar al último escalón tropezó por la emoción y el miedo intenso. Del impulso de la caída cayó abatida al suelo. Su dulce cara aplastada en los tablones empezó a sangrar, al igual que lo hacía su mano derecha, que se había topado en su camino con la barandilla. Sus huesos parecían quejarse de su torpeza.

El ruido de la cocina cesó. El sonido no parecía existir en esa parte del mundo. Conteniendo la respiración se levantó pesada por las heridas y se arrastró hasta la puerta principal. En un lamento empujó con todas sus fuerzas, mas la cínica cerradura se reía de ella. Irónica risa de cautiverio que hacía más cautiva a la propia puerta que a ella misma. Las dos estaban en el mismo juego.

El ruido de la cocina tornó figura. Una silueta negra que la miraba desde el pasillo.

El reloj se rió, dando una hora más.

Las lágrimas se apoderaron de la pequeña. Recordó su muñeca, su cama, su armario. Su burbuja irreal donde estaba segura. ¿Por qué lo había abandonado?

Una mano oscura la aferró de la mochila y la levantó. Su hermana izquierda agarró su cuello, alzándola en el aire. La voz corpulenta golpeaba su inocencia, pero ella no le escuchaba. Estaba en su burbuja irreal, con su muñeca, su cama, su armario. Los puñetazos secos eran indoloros en su esperanzador sueño, un sueño en que la risa no era insulto y la vida no era amarga existencia. Una realidad en la que los golpes no sonaban rítmicos en sus pequeñas costillas.

El negro vacío se apoderaba de su mente, intentado aniquilar todas las fuerzas que había reunido. Ella se dejó caer en la rutina y con el crujir de sus huesos se aferró al sueño.

El despertar. En el cielo el sol ya había ocupado su lugar y le miraba curioso. Pero él no le quería mirar.

Cerró las ventanas con su mano derecha, aquella que usaba para golpear. Sus nudillos albergaban callos tras los años de uso. Su mano dejó de ser carne por el polvo blanco, encontrándose vacía de relleno, dejando a la luz la forma caótica de sus huesos.

Una mirada vacía le adornaba el rostro. Una vez más esa mirada. Llena de odio, de recelo, de impotencia y frustración. Le gustaría arrancarse aquella mano, la mano de golpear..pero tras los años había quedado soldada a su alma.

Pisadas de indiferencia fueron las que dio en ese momento. Derrumbado por el sopor apoyó su mano izquierda en un tocador que se encontraba en el lado norte. Allí fue donde comenzó todo. El espejo parecía repetir la escena en su reflejo. Los golpes, la sangre, el ultraje.

Impetuoso se incorporó para dirigirse hacia el armario, en busca de ropa limpia para esconder la que estaba manchada de sangre.

Los vestidos de mujer se precipitaban en todos los rincones, haciéndole recordar el pasado. Aquel pasado feliz que se suicidó entre sus manos. El bombardeo de sangre en su corazón se aceleró, se hizo repentinamente lento y volvió a golpear con fuerza.

Tomando una de sus camisas se deslizó hasta la puerta. Mientras se deslizaba la nueva prenda sobre su cuerpo esquelético recorrió el pasillo que le quedaba hasta llegar a las escaleras.

El reloj seguía cantando, ajeno a lo que había sucedido.

Cuando llegó al piso de abajo la canción se hizo eco y él solo podía escuchar el silencio macabro que albergaban las paredes.

Sentándose en el sillón su mirada se fijó en una de las fotos que se encontraban en la repisa de la chimenea. Con el peso de su cuerpo se alzó y recogió el marco con la instantánea de su vida.

Recordaba aquel día. El parque parecía más verde que de costumbre, mientras que el sol sonreía allá en lo alto de la bóveda. Arcadia había tenido envidia de su felicidad.

En la foto aparecían ellas. Las dos.

Dos años habían pasado. Dos largos e inaguantables vidas sin su presencia, sin su fragancia ni su tenue y dulce tono de voz.

Su mano derecha le hizo huir.

Sin embargo, él había conseguido quedarse con el trofeo. Resplandeciente de pelo rubio y ojos claros, diminuta en su físico pero inescrutable en su mente. Un premio para ganadores de una guerra inexistente, que solo está en la mente de los depravados.

Ese galardón que ahora yacía en una esquina del salón, desprovisto de vida.

Su mano derecha le hizo morir.

Meciéndose en su desconsuelo comenzó a llorar. Quizás las gotas saladas le dieran una razón por lo que había hecho eso. Su trofeo. La mano que le había aferrado durante la huida de su gran amor. La mano que había apretado la suya en busca de cariño, consuelo y respeto. Aquella a la que él había estrujado hasta que sus delicados huesos habían crujido en dolorosa deformación.

El trofeo que su madre no quería dejar, pero que él no había permitido que nunca lo encontrase. La medalla al padre que se esconde con ella para que sólo fuese suya. La conquista de todas las noches en su habitación..

Su vida. Era suya.

Con su mano izquierda se secó las lágrimas. Era ésa la mano de la razón, la poca que le quedaba en pie.

Se levantó, tiró la fotografía a un lado del sofá y se dirigió al rincón donde descansaba eternamente su niña. Tomándola entre sus brazos la meció poco a poco y empezó a cantarle una nana. Como coros las lágrimas brotaban de sus ojos y por cantante principal estaba su voz corpulenta.

Una figura negra meciendo a un rayo de luz. La esperanza robada, violada y asesinada. El espectador solo puede mirar ahora, indeciso, rabioso, apenado, insultado, dolorido, repugnado.

Sin embargo ha sido público de toda la acción, acallado y temeroso, rondando las esquinas de la casa. Ciego, sordo y mudo de una tragedia.

Texto agregado el 20-12-2006, y leído por 61 visitantes. (0 votos)


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