TU COMUNIDAD DE CUENTOS EN INTERNET
Noticias Foro Mesa Azul

Inicio / Cuenteros Locales / Estido / En blanco y negro

[C:265308]

Eran tiempos duros, inclementes, de esos que quedan marcados en la memoria con mayor nitidez que los instantes felices, cuando la familia Fuentes llegó a la ciudad. Probablemente por eso, el primer recuerdo de Jacinto sobre esta ciudad de nombre farsante es la imagen de un presidente colgado de un farol en la plaza principal. Sus padres quedaron desconcertados, pues si habían decidido salir de Lomas Verdes, era, precisamente, por escapar de la violencia colectiva que había desatado el prodigio de una virgen negra en su pueblo natal. Lo hecho, hecho está, sentenció su padre, y le tapó los ojos para que ya no viese el cadáver siendo golpeado, como piñata en día de fiesta, por la turba enardecida. Tardía fue la reacción, pues Jacinto ya había captado y almacenado ese instante en un rincón privilegiado de su joven memoria. Huyendo del gentío, cuidando a su rebaño, papá y mamá Fuentes buscaron el caserón donde vivía el compadre Max y alquilaron una pieza para instalarse con sus nueve hijos. Qué será de ellos ahora, Santiago, qué será. Se habrán muerto algunos, seguro, y los otros andarán por ahí, chocándose con nosotros en la calle, y hasta es posible, Santiago, que yo les haya sacado fotografías. ¿Has de creer que no me recuerdo de sus caras? Ancuando se me parasen al frente, soy tu hermano, diciendo, yo no podría creer. Es que igualito que vos, Santiago, yo me he ido a las calles jovencito, casi niño. Por eso también te he recogido, porque me has hecho recuerdo de lo que yo estaba ese día que me he salido de la casa. Tembloroso, con las marcas del cinturón en la espalda ardiéndole en el alma, Jacinto salió de la pieza con mucho cuidado, sin hacer el menor ruido, pues si su padre despertaba por su culpa, seguro recibiría otra tunda. Una cosa era ser propietario de una cantina en Lomas Verdes, y otra, muy distinta, ser garzón en un bar citadino. El cambio de estatus le sentó muy mal al señor Fuentes; en su pueblo era respetado, muchos le debían, muchos le temían, la mayoría lo apreciaba, mientras que acá, y sobre todo en esas épocas, no pasaba de ser el indio Fuentes. A ver, indio, lave los platos rápido, carajo, le gritaba el dueño del bar, más aún cuando el pequeño Jacinto aparecía para llevar a casa los restos de comida que los clientes dejaban y que eran guardados por el señor Fuentes en una bolsa. Cuando regresaba a la pieza, muy tarde y con tragos encima, generalmente desahogaba su frustración con el único testigo de su miseria. Como si yo hubiera tenido la culpa, Santiago, yo nomás recibía los palos, por eso me he ido. Carajo que hacía frío, no como ahora, que estamos calientitos, era jodida la calle, vos sabes, vos también has vivido unos días en la calle, Santiago, sabes que no hay cómo calentarse ¿no ve? Sí, una mierda, y en esas épocas más, porque no había trabajo y todos estaban metidos en las huevadas de la revolución. Por suerte la conocí a doña Cristina, Santiago, como vos me conociste a mí, ¿te acuerdas? Yo estaba durmiendo, creo, o despierto y temblando, ya no me recuerdo bien eso, pero estaba en el portón de su casa cuando ella ha llegado, grave se asustó la doña, me ha reñido un buen rato, pero luego, cuando me ha visto lloriquear, me hizo pasar a su cocina y un buen café con dos panes me dio la doñita. No tenía descendientes y había enviudado hace mucho, por eso la casona le resultaba gigante, a pesar de que tenía algunos cuartos alquilados a estudiantes. Comenzó invitándole un café diario, luego le dio algunas tareas, limpiar los pisos, calentar agua, hacer compras, hasta que poco a poco Jacinto se fue instalando en la casa de doña Cristina. Para la señora, Jacinto era una grata compañía: el niño era educado, aseado, comedido, hasta cariñoso; para Jacinto, doña Cristina representaba la seguridad: techo, comida, plata, hasta mimos. Cierto es que con el transcurrir de los años, Jacinto fue viendo a la señora como a una madre, y a sus quince años, incluso ella le había dicho que tenía intenciones de adoptarlo oficialmente. Qué alegre estaba, Santiago, ¿te imaginas?, yo hijo de doña Cristina Iturralde, pucha, jamás habría tenido que buscar trabajo, al heredar la casa ya habría tenido de qué vivir para siempre. Era grandota la casa, Santiago, y ella sólo alquilaba tres cuartos; yo hubiera alquilado más, y también habría vendido el traspatio, que era bien grande, para que construyan un edificio o una galería, qué sé yo, pero seguro que hubiera ganado un platal. Pero mi suerte siempre ha sido mala, Santiago, nunca me llegó a adoptar la doñita, Dios la tenga en su gloria, porque se murió sin firmar los últimos papeles. Y aparecieron los infaltables parientes lejanos, sobrinos salidos de una dimensión desconocida, pues durante los cuatro años que Jacinto vivió con doña Cristina, ninguno de esos personajes había asomado la cara, ni siquiera para pedir regalos en navidad. La casona fue repartida entre seis sobrinos y un primo, y Jacinto, echado a la calle.

La fotografía ha ido perdiendo el brillo que seguramente alguna vez tuvo; en ella se puede apreciar a un muchacho esmirriado, de mediana estatura, con ropa probablemente prestada, pues se nota que le queda bastante holgada, un rostro sonriente, exhibiendo la carencia de incisivos; con la mano derecha sostiene las riendas de un burro barrocamente ataviado. Sí, Santiago, yo me hice mañudo a la fuerza, qué más me quedaba luego que los buitres me botaron de la casa de doña Cristina. Tenía dieciséis añitos, apenas unos pesos en el bolsillo y mi atado de ropas, qué carajos podía hacer, yo que había sido tratado como un príncipe por la doñita. No sabía trabajar, Santiago, eso lo aprendí luego. En fin, para qué te voy a contar esos años de mierda, robando para comer, para comprar ropa de indios y no morir de frío. Así caí preso, aunque no por mucho, porque en esas épocas las celdas las necesitaban para los detenidos políticos. Pero ahí aprendí a trabajar, porque el fotógrafo de la policía necesitaba un chango que lo ayudara. Todo lo que sé, lo aprendí ahí, con los policías. Una buena cámara tenían, y a veces, cuando el fotógrafo se mamaba, yo me hacía cargo del puesto. Pucha, Santiago, no sabes las cosas que he retratado en esas épocas, les sacaban la mierda a los detenidos, en nombre de la revolución, dizque. Luego los han tumbado a los del gobierno y yo me he quedado sin pega, pero ya tenía un oficio. En la mano izquierda, con alguna dificultad, se puede observar que el muchacho porta una botella; hay algo en su postura que hace presumir que ha consumido el contenido; sobre la montura del burro hay un maletín, al parecer de cuero, que está ligeramente abierto y deja ver los picos de un par de botellas más; un dedo enorme figura en la esquina inferior derecha de la instantánea, probablemente del fotógrafo, un pulgar, específicamente, apuntando hacia el cielo. Hasta mis veintisiete años, Santiago, harto tiempo he trabajado con los canas. No ganaba bien, tampoco mal, pero eso sí, nos alzábamos unas farras tremendas. De putero en putero íbamos, como eran de la policía, a cualquier hora nos atendían. Ahí he conocido hembra por primera vez; tú todavía no, ¿no ve? Ya te va a llegar el momento, Santiago, ya va aparecer alguna hembrita, en las calles hay por montones. Pero todo se acabó cuando tumbaron al gobierno, perdí el trabajo sin derecho a indemnización. Pucha, ahora que me pongo a pensar, qué cojudo he sido, Santiaguito, tanta plata que he tirado en trago y putas. Ahorita podríamos estar bien puestos, con un buen estudio, no sacando fotitos de mierda a los pobretones de la plaza, no. Pero por lo menos tenemos estito, peor podría ser. ¿Ves esta foto, Santiago?, me la tomó don Alfredo antes de estirar la pata. Estábamos borrachos, en Copacabana, habíamos viajado a ganar unos pesos. Bien nos fue, el burrito era un éxito, mirá, tan lindo lo adornábamos. Nunca te conté de don Alfredo, ¿no? Es que no te tenía confianza. Era un viejo de mierda, yo por respetuoso nomás le decía don. Cuando quedé sin pega lo encontré en la calle, le dije que yo también era fotógrafo y que podía ayudarlo; el viejo me aceptó encantado. Me aceptó porque era un maricón. Yo no me di cuenta, ni siquiera cuando estábamos en los bares y algunos changos me jodían. Qué tal la parejita, nos decían, y yo cojudo no me daba cuenta. Pero ese día, ese que me sacó esta foto, yo ya empecé a sospechar y luego, más tardecito nomás, lo confirmé. El viejo, como siempre, me ha hecho chupar grave, mirá la foto, Santiago, el maletín era puro botellas de singani, hasta al burro le hemos dado. Te sacaré unas fotitos, para recuerdo, me ha dicho, y yo, como estaba mula, tranquilo nomás me he dejado sacar las fotos. Hasta ahí todo bien, ¿no ve?, buen tipo el viejo, que me daba comida, trago, hasta ropa me prestaba, y encima me quería sacar fotitos, regio pues. Pero ya en el alojamiento, sacate la ropa, unos desnudos artísticos te voy a tomar, me ha dicho. Yo ingenuo, aunque más que eso, borracho estaba, le he hecho caso. Yo en pelotas y el viejo sacando fotos, que movete así, ponte asá, me decía, y yo cojudo haciendo caso. Mientras, más trago me daba. Pero Santiago, yo, eso sí, nunca he sido pollo, hasta ahora puedo tomar litros y litros y es difícil que me volteen, aunque hace años que no lo hago. Pero como ya estaba cansado, me he hecho el dormido, para que el viejo ya no siga jodiendo con las fotos. Ahí nomás he sentido que me ha querido montar el maricón de mierda. No pienses mal, Santiago, yo no he permitido nada, de un brinco me he parado y le he dicho alguna cositas; claro que el viejo se ha emputado y me ha querido obligar, borracho también estaba, y lo he tenido que cascar un poco, bueno, en realidad, como estaba con harto trago encima, se me ha pasado la mano, ni me he dado cuenta el rato que el viejo ha finado. Al otro día nomás, con la cabeza doliéndome lo he visto a don Alfredo botado en el piso, con su cara deforme, ensangrentada.

Si pudieras recordar algo alegre, ¿qué sería? ¿Talvez aquella navidad en Lomas Verdes, cuando tu padre te regaló el soldadito de madera? ¿O el día que te robaste a la Mary? ¿Te acuerdas? La conociste cuando se acercó para que le tomaras una foto; linda ella, joven, con su vestidito azul hasta las rodillas. Fingiste decencia, le invitaste a tomar helados, al cine; luego, un día de campo, los dos solos, tú tomando cerveza tras cerveza, ella rogando que la llevaras a su casa porque ya era tarde, y tú sin escuchar, sólo viendo sus pantorrillas perfectas, imaginando qué había más arriba, ¿te acuerdas? Ella llorando mientras tú descargabas tu semilla en sus entrañas. Nunca la llevaste a su casa. ¿O talvez sea más alegre el día que nació tu hija? Pequeñita, morenita, idéntica a la madre. ¿Fueron años felices esos? Si recordaras, creerías que sí. Tu mujer nunca reclamaba, nunca se quejaba, y tú pensabas que era porque estaba tranquila, porque te amaba. Y tu hijita, ya en el colegio, con su mandilcito blanco, vestida de una pureza que su madre preservó con un precio alto, ¿te acuerdas? ¿Nunca te diste cuenta que tu mujer hacía el amor con los ojos abiertos? ¿Nunca sospechaste por qué ya no tuvieron más hijos? La violabas casi a diario, y cuando tu virilidad te fallaba, le metías la mano entera. Tú creías que lo disfrutaba, pero cuán equivocado estabas. Es que en la intimidad sólo la conociste a ella y a las putas de la cuadra roja. Nunca supiste lo que es hacer el amor, lo imaginaste solamente. Y cómo alardeabas con tus amigos, o con los que decían serlo, ¿te acuerdas?, con cada cerveza aumentaban las virtudes de tu mujer, las habilidades de tu hija, y todos te envidiaban, o te hacían creer eso, porque tú invitabas, aunque en realidad pagaban el alcohol con el trabajo de sus oídos. Tu memoria es como tu máquina fotográfica, sólo retiene instantes, no el contexto. Esa noche de diciembre, cuando le regalaste a tu hija un traje de baño porque le ibas a enseñar a nadar, ¿te acuerdas?, feliz se puso la mocosa, ninguna de sus amiguitas sabía nadar. Pero no, tú no recuerdas los momentos felices. ¿Te acuerdas de la piscina?, tu hija temblando porque el enero de esta ciudad no significa verano, y tú frotándole las piernas, calentando su cuerpecito mientras se calentaba tu sangre. De eso sí te acuerdas, de las ganas que le tenías, del infierno que soportaste durante todo enero, viéndola con su trajecito de baño. Y la paz de tu esposa, ¿te acuerdas?, libre al fin de tu lujuria, extrañada, pero tranquila, ingenua, sin sospechar que tus ardores ya tenían otra fuente, más joven, más tierna, más tuya. ¿Y también te acuerdas cuando la golpeaste, cuando la dejaste con los dos ojos cerrados, sólo porque te descubrió lamiendo el calzoncito de la pequeña? Fue el fin de las lecciones de natación, ¿te acuerdas? Sí, de eso te acuerdas, porque ya no podías frotar esos muslitos, secarla más con las manos que con la toalla. Te acuerdas porque nunca has podido olvidarla, porque aprisionó tu deseo con su recuerdo, porque no dejas de maldecir a tu mujer por no haberte permitido disfrutar esa carne tierna. Porque eso sí te acuerdas, ¿verdad?, el día que regresaste y las viste a las dos sobre la cama, con espuma en la boca, y el sobre de raticida encima de la mesita, aunque tu recuerdo sea en blanco y negro.

Al principio se desconcertó, no supo que acción tomar, pero, a fuerza de haber visto tanta tortura en su trabajo anterior, tenía la sangre fría necesaria como para calmarse y pensar cómo deshacerse del cadáver de don Alfredo. Esperó todo el día dentro del cuarto y cuando ya todo el pueblo había quedado en penumbras y silencio, salió cargando el cuerpo insignificante del fotógrafo. Lo amarraste al burro, le ataste al cuello un cartel, “Así mueren los perros movimientistas”, decía, y dejaste que el burro se alejara, mientras tú recogías la cámara, tu maletín y los ahorros de don Alfredo. Y regresé a la ciudad en un camión viejísimo, Santiago, nunca nadie reclamó por el viejo maricón. Algo bueno salió de eso, me quedé con la cámara y empecé el negocio que todavía tenemos, Santiago. Claro que en esas épocas era mejor, no había tanta competencia y se ganaba bien nomás. Me podía dar el lujo de pagar farras a los amigos, pucha, buenos tipos eran, siempre acompañándome. En el velorio de mi hija y mi mujer estaban toditos, nos hemos farreado tres días seguidos, y ellos escuchando mis penas, siempre tan comprensivos, ¿qué será de esos tipos?, de repente nomás han ido desapareciendo, cuando la situación económica se ha puesto mala, seguro se han ido a la Argentina, dicen que allá había oportunidades. No tengo ninguna foto de la Mary, ni de mi hija, ¿raro, no? No sé porque nunca las he retratado, tal vez porque pensé que siempre iban a estar conmigo. Nunca te hablé de ellas, ¿no? Tampoco lo voy a hacer, Santiaguito, disculpá, pero las épocas felices hay que archivarlas, porque esos recuerdos duelen jodido cuando estás en las malas. Sin mujer, sin hija, sin deseo, sólo trabajaba por inercia, y lo que ganaba lo destinaba al alcohol. Lo echaron de varios cuartos, porque las deudas del alquiler se le acumulaban constantemente. Nunca más supo de mujeres, a pesar de que no faltaron algunas que se le acercaron, ya por pena, ya por interés, ya por amor. Luego de muchos años en esos trajines, con el hígado prácticamente deshecho, cayó en el hospital, donde lo salvaron de milagro, pero condenándolo a una vida seca, sin ese mar de alcohol en el que los recuerdos se ahogaban fácilmente. Qué jodido fue al principio, Santiago, me moría de ganas de unas cervecitas, pero cómo he visto a la muerte y sé que es una doña bien fea, ya no quise verla de nuevo, aunque hoy por hoy, creo que hasta me enamoraría de ella. Es que la soledad es una mierda, Santiago, tú sabes, tú has estado solito. No es que me queje de tu compañía, pero es que una soledad como la mía no se borra de un plumazo, no Santiago, es bien jodido. El que ha estado tantos años solo, como yo, aunque le apareciese una familia, aunque fueran de plata y bien buenos, igual nomás seguiría solo, porque cuando la soledad te agarra de concubino ya no te suelta nunca más. Le puedes ser infiel, pero te encuentra y te parte el alma, ella no permite huevadas. ¿Vos acaso crees que no he intentado desprenderme de ella?, pucha, por qué si no yo me habría conseguido este puestito, ¿a ver? Yo pensaba que con los niños, con su bulla, alguito siquiera me iba a sentir acompañado, pero nada, Santiaguito, nada carajo. Empezar a vivir sin alcohol fue difícil, pero no imposible. Aún tenía la cámara y podía ganarse el pan, pero la competencia ya era tan grande que las ganancias no permitían una vivienda mínimamente decente. Sin embargo, la suerte no lo dejó abandonado. Una tarde apareció un señor que dijo ser el Director de una escuelita primaria y le pidió que lo acompañase para sacar unas fotos a los alumnitos nuevos. Cumplió el trabajo con diligencia y el Director, al verlo tan mayor, casi anciano, le ofreció a Jacinto el puesto de sereno en la escuela. El trabajo no era mucho, le ofrecían un cuarto medianamente amplio para que viviese, y él sólo tenía que cuidar la escuela durante las noches, abrirla temprano por las mañanas, atender los requerimientos de material hasta las diez, y luego podía dedicarse a la fotografía, teniendo que volver a las cinco para recoger materiales y cerrar la escuela. No le ofrecían un buen salario, pero la vivienda ya era una gran oferta. Así llegué aquí, Santiago, de pura suerte, sin querer queriendo, como dicen los niños. Creía que los niños me iban a remediar la soledad, pero ves, nada la soluciona.

Su cuarto era algo así como una caótica galería: decenas de fotos pegadas a las paredes, y otras muchas, debidamente ocultas debajo de la cama, eran secretas, sólo para su deleite, pues eran las que lo acompañaban durante aquellas noches en las que renacía la esperanza, aunque tenue, de una travesura viril. Decenas de niñas, con sus uniformes de colegio o en traje de gimnasia, le servían de modelos para su colección privada. Inocente afición, se podría decir, pues de las fotos clandestinas jamás avanzó a otra etapa, probablemente contenido por la fidelidad a esa hija que murió sin conocer el incesto. Hasta he tenido que llenar de fotos las paredes, Santiago, para no sentirme solo. Ni siquiera sé de quiénes son, pero en las noches me divertía poniéndoles nombres, inventándome historias de sus vidas. Mirá, por ejemplo este tipo, ¿qué te parece?, cara de rudo, ¿no?, tiene la pinta de portero de prostíbulo. Le puse de nombre Tomás y le di una vida: era dueño de un putero de mala muerte, te digo que era, porque una noche que estaba de mal humor he decidido que su propio padre lo mate. Es que hay vidas que no tienen nada interesante y hay que acabarlas rápido. Qué tal esta, linda chica, ¿no? La bauticé Magdalena y le di una vida de mierda, porque en realidad, Santiago, esta mujer no es mujer, es hombre. No sé porque, es que como ahora se puso de moda lo de la mariconada, talvez me dejé influenciar. No había quejas sobre su trabajo, lo desempeñaba eficientemente, e incluso tomaba fotografías a los niños gratuitamente, cosa que los padres agradecían, de vez en cuando, con algún comestible. Rutinaria, pero no agobiante, era su vida. A sus sesenta y cinco años, con el pasado que cargaba, no podía exigir más. Se encaminaba al encuentro con la muerte haciendo gala de una lentitud exasperante. Tal vez si hubiese muerto en su cuarto y al día siguiente lo hubiesen encontrado los maestros, todos habrían estado tristes, todos habrían hecho una cuota para pagar el entierro, todos lo habrían extrañado, pero Santiago no permitió que así fuera.

En la foto se puede apreciar a un perro pequeño, sin raza identificable, sentado en una silla de mimbre, mirando hacia la cámara. En el fondo se observa una cama destendida, pegada a una pared repleta de pequeños retratos. Cuando lo encontró, estaba tiritando de frío, o talvez de miedo, quién sabe, pero le dio tal pena verlo así, que lo recogió de inmediato y le compró dos panes que devoró en un instante. Jacinto no tenía intención de llevarlo a su cuarto, pero cuando tuvo que volver a la escuelita, le dio pena dejarlo solo en la calle. Como no sabía su nombre, le puso Santiago, vaya a saberse por qué. Tal vez porque yo me hubiera querido llamar así, pero a mi padre le dio la gana de ponerme Jacinto, como mi abuelo. Lindo nombre es Santiago, ¿o no te gusta? Si tú hablaras, serías más regia compañía, pero eres tan quietito, tan tranquilino, que ni siquiera ladras. Pero mejor, Santiago, mejor, porque no creo que al Director le gustaría que yo tenga un perrito aquí en el cuarto. O sea que mejor te quedas calladito nomás, total, con lo que yo hablo nos basta, ¿no ve? Las fotos de las paredes son de cientos de personas, al parecer ninguna conocida, todas tomadas en el mismo lugar, la Plaza de la Fundación. Sin embargo, debajo del colchón hay varias fotos de niñas, algunas en poses muy sugerentes; se nota que fueron tomadas desde la ventana del cuarto. Jacinto salió de la escuela a las once, dejando a Santiago con un buen surtido de panes, como lo había estado haciendo desde que lo encontrara hace tres días; no obstante, el perrito, ya acostumbrado a la compañía, se puso a aullar desesperadamente a eso de las dos de la tarde. Los niños formaron un revuelo en la puerta del cuarto; el Director se aproximó a ver lo que ocurría y decidió usar su llave maestra para entrar en la pieza. Una cosa llevó a la otra y el Director no puedo dar crédito a lo que observó, pero no tuvo otro remedio más que actuar como su conciencia le mandaba. La policía ha recogido todas las fotos, son las pruebas que necesitan para incriminar al violador que ha estado conmocionando a la ciudad, aunque este viejo sólo sea un chivo expiatorio.

Se te ve bien en la foto del prontuario, Jacinto, más joven de lo que en realidad eras. Tu la hubieras tomado distinta, con menos luz de frente y en blanco y negro, ¿te acuerdas?, como lo hacías cuando trabajabas para los policías, qué épocas duras, ¿no? Pero de todos los torturados que viste en esos tiempos revolucionarios, ninguno ha debido quedar como te han dejado. Los presos son sanguinarios con los violadores, Jacinto, sanguinarios. Realmente, la muerte es una doña bien fea, ¿no ve? Por Santiago no te preocupes, el Director se ha encariñado con él.

Texto agregado el 20-01-2007, y leído por 636 visitantes. (0 votos)


Para escribir comentarios debes ingresar a la Comunidad: Login


[ Privacidad | Términos y Condiciones | Reglamento | Contacto | Equipo | Preguntas Frecuentes | Haz tu aporte! ]