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Hoy tengo que escribir-pensó- mientras sentía su corazón latir tan fuertemente que parecía que iba a estallar. Respiró profundamente, cerró los ojos y apretó los puños. Una vez más, una de las tantas veces que tocaba el cielo con las manos, una vez más había escuchado su voz, había escuchado su respiración, había gritado a los cuatro vientos que lo amaba, que lo amaba más que nunca y más que nunca estaba lejos, como siempre.

Era sábado. El reloj acusaba las 23:50 hs. Miró a través de los árboles, la luna redonda y enorme parecía descolgarse de la inmensa oscuridad. Buscó en su ordenador los temas que deseaba escuchar y se dispuso a escribir.

Buscó una lapicera en los cajones del escritorio y algunas hojas de la impresora. Preparó un café caliente y fuerte y comenzó.

Ella lo amaba con cada fibra de su ser. No podía estar con él, pero tampoco vivir sin su amor. Durante algún tiempo sintió que nunca le hablaría, que nunca entendería lo que ella sentía. El sólo la miraba y cada mirada suya era una propuesta de amor eterno.

Dejó de dormir, de comer, de reir, de cantar, de tocar el piano, de pintar y se dispuso a morir de amor. Tenía 14 años y no quería vivir más sin un abrazo suyo. El mundo era muy grande y frío para su pequeño corazón enamorado.

Con su mano acariciando la pared que quizás él tocaría, dibujaba corazones con su nombre. En el cuaderno de la escuela, en los bancos de las plazas, entre las hojas del libro de historia, en todo y en cada cosa, sus iniciales parecían talladas a cincel.

Caminaba por las calles de su ciudad apretando los útiles contra su pecho oprimido y hablando sola, ensayando quizás alguna charla para cuando, por fin, él le hablara.

No podía nombrarlo, ni siquiera preguntarle porqué cada día se alejaba más y más de ella. ¿Qué era eso de casarse, de mudarse y dejarla sola con su pobre amor, indefensa y con tantas ganas de morirse y sin poder hacerlo?

Tenía 14 años que parecían 14 vidas vividas sin sol, sin aire, sin una minúscula esperanza de abrazarlo.

De vez en cuando, él visitaba a su madre, entonces, su pequeño ser desamparado y solo, hacía guardia para verlo. Y lo miraba, vaya si lo miraba, y en sus ojos había amor y odio, preguntas y respuestas y besos y abrazos que nunca le podría dar.

Pasaron desde entonces casi tres décadas. Ni un solo día dejó de recordarlo, de pronunciar su nombre, de cerrar los ojos para verlo, pues él, habitaba dentro suyo aunque su cuerpo estuviese a miles de kilómetros.

Comenzó a escribir una carta, pero las palabras no acudían en su ayuda. Se quedó mirando fijamente el papel en blanco, sin poder avanzar, estática y perdida vaya a saber en qué recuerdos. Roberto Carlos cantaba, y el aire fresco de la noche, que acariciaba su rostro, traía aroma a jazmines y a rosas. Su mirada viajaba... Enredada entre las húmedas hojas de los árboles se quedaban sus palabras, ésas que hoy no podía escribir.

Mariana Lipchack
marianalipchack@yahoo.com.ar

Texto agregado el 04-02-2007, y leído por 85 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
28-04-2007 me gusta el estilo, la historia te atrapa pero el final esta pobre mfj
04-02-2007 Interesante texto, me ha gustado. Cinco kamasultra
04-02-2007 Me gusta la historia de esos amores que no lo son pero viven como recuerdos llevados por un presente que se desespera en vuelto en un amor casi imposible. Buen texto Sus 5* lovecraft
 
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