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-- In Crescendo --

Mina era de ojos tristes. Quizás demasiado para una niña de su edad.
Contaba con tres años cuando su madre se fue, en una noche oscura, a sacar la basura al rellano de su casa baja. No llovía, pero en cualquier película dramática el agua habría caído a raudales.
Y es que Mina, esa noche, no perdió a su madre. Sino a su hermana.
Era un día brillante, más saludable de lo normal. Ana sabía que había llegado el momento, ya que notaba en su vientre que algo no marchaba bien, que algo quería salir. Su marido corría de un lado, gritando y maldiciendo, ya que habían perturbado su sueño de borracho. Ana, mientras él vociferaba, miraba a otro lado con ojos llenos de medias lágrimas. Nunca había pensado que fuera así.
El dolor se inclinó sobre ella y se presentó formalmente. Así, sin enterarse de la realidad, absorta en su burbuja llegaron al hospital más cercano en su furgoneta vieja y sucia, llena de herramientas que el hombre usaba para trabajar: un taladro, cables,…
En la salita donde la ingresaron pudo ver como muchos médicos parecían asombrados de verla allí. No en vano, nunca en sus ocho meses de embarazo había podido ir allí. Su marido se lo había prohibido.
Esa noche oscura, la que tenía que haber llovido, Mina caminaba jugueteando con su hermana menor, la cual llevaba su inseparable patito de peluche hecho migajas. El pequeño trozo de tela volvía su cabeza para mirar la casa, a lo mejor sabiendo que era la última vez que la iba a ver. Se teñía de negro con la distancia, haciendo que las sombras realzaran su fachada quejumbrosa.
Mina cantaba, alegre, absorta en su faceta de hermana mayor que lleva a su lacayo con su patito.
Llegaron a una explanada, donde todos los vecinos, la mayoría gitanos, como ellas, tiraban la basura para que el camión pasara horas más tarde. Trozos de diferentes vidas estaban desperdigados por el solar vacío, contando miles de historias. Unas que dicen que una de las familias se encargaba de recoger la chatarra de la ciudad, otras que narraban la vida de una familia numerosa u otras historias mucho más tristes, que más vale no comentar.
Y ahí estaba. Pensaba que los hospitales serían más serviciales con una embarazada, pero la gente le miraba a hurtadillas. Como queriendo proteger a su semilla, rodeó su tripa con uno de sus brazos mientras uno de los médicos, de un blanco impoluto, le iba preguntado en relación a esos últimos meses.
Ella le contó todo lo que le podía contar, omitiendo la parte de las grandes palizas que le propinaba su marido o cómo la suciedad le había hecho desfallecer un día del hedor.
En la sala de parto, tras largo rato de espera, se veía a si misma empujando con todas sus fuerzas mientras el médico le agarraba la mano derecha y la mano izquierda quedaba suelta, ya que su marido bebía whisky en cualquier taberna barata. Extrañó su mano, aquella que antes le acariciaba y que se había vuelto callosa con el tiempo.
Unos cuantos gritos y su hijo estaría en el mundo.
Para su sorpresa, sin embargo, fueron tres las que nacieron de su vientre. Como tres gotas de agua, de grandes ojos verdes y tez café.
Ana las cogió en su regazo y su rostro se enfundó en una sonrisa, mientras unas lágrimas de alegría serpenteaban por su nariz. Era un profundo bienestar el notar su respiración, sentir sus pequeñas manos aferradas a su dedo.
Sus tres vástagos fueron colocados cada uno en su cuna, a uno de los lados de la cama. Ana las miraba y lloraba. Lloraba. Lloraba. Lloraba…
Mina se volvió a ver su casa. Su mirada era desafiante. Siempre había sido la más valiente, la más prepotente de sus hermanas. La menor de las tres ahora estaba a su cuidado, aferrada a su mano mientras su madre terminaba de dejar las bolsas en el descampado.
Notaba su mano, débil, como quería reptar por la suya para escaparse. Sin duda, la pequeña Ana, como su madre, era la más inquieta de las tres. Siempre corría por las chabolas alrededor de su casa, mientras todos se reían por su cara alegre, su pelo con graciosos rizos que le caían por la cara y su sonrisa eterna. Era la felicidad, la ilusión, la esperanza.
Mina, harta de su serpenteo en su mano, decidió dejarla libre para que pudiera correr libremente. La pequeña Ana, como habiendo conseguido un trofeo, empezó a reír y reír, sin parar. Reír. Reír…
En uno de los extremos, uno de los niños más vándalos del lugar había robado un coche. Abierto a nuevas experiencias, puesto en marcha a cuarta, se dirigió directo a la fuente de dicha risa. Y Ana, la pequeña Ana, dejó súbitamente de reír.
Pasaron los días para Ana como si fueran gotas de agua en pleno desierto. Sus pequeñas cada día estaban más guapas, lozanas, felices. Empezaron a reírse y las primeras palabras fueron como un regalo. Un obsequio dentro del infierno de soportar las palmas de su marido estrelladas contra su cuerpo.
Las llamó Ana, Mina y la mayor Ángela.
Era como tres gotas de agua.
Su marido pensaría lo mismo, ya que visitaba a la mayor todas las noches en su cuarto. Según le decía, era para contarle un cuento de buenas noches, pero los gritos de la niña pidiendo auxilio no le dejaban dormir. Aún después de su entierro la seguía escuchando en su cuarto pedir ayuda a su madre. Mamá. Mamá. Gritaba cada vez más alto, hasta que una noche dejó de gritar.
Mina se quedó petrificada al ver a su hermana en el suelo, con la cabeza chorreando sangre mientras su madre le gritaba. Mas ella no oía. Tenía los sentidos ciegos, el juicio nublado, el corazón roto. Aún podía sentir el serpenteo en su mano, el de su hermana, pidiendo su liberación. En un acto inconsciente se rozó su propia mano, confundiéndola con su hermana muerta, y esbozó una sonrisa de cariño.
El escenario parecía un teatro. La orquesta había empezado a tocar una sinfonía triste, dramática. Los actores encarnaban su papel. La vecina que nunca había soportado a su familia ahora lloraba desconsolada la muerte de su hermana. Su madre, que adoraba a la pequeña, yacía en el suelo con una mueca entre dolor e incredulidad. Su padre, borracho, salía de la casa poniéndose los pantalones exclamando una maldición.
Y Mina seguía sin sentir nada. Excepto vacío.
Después del entierro de Ángela, Mina ya no volvió a ser como era. Se volvió más valiente, más prepotente. Como si no le importara la muerte de su predecesora. Ahora era su padre el que le visitaba todas las noches. Pero ella nunca gritó.
Los meses siguientes a la muerte de Ángela fueron un tanto extraños. Ana, la pequeña ya que había salido justo después de Mina, seguía sin poder hablar. Parecía que se había quedado muda. No sabían muy bien qué le había hecho no mediar palabra, si la muerte de su hermana o el haber encontrado el cuerpo de un patito descuartizado por algún niño en la charca al lado de la casa.
Ana adoraba los patos.
El día en que cumplieron tres años su madre le regaló un patito de peluche. Le llamó Crescendo, curiosamente, porque ese día había visto en la televisión que compartía el poblado a un hombre hablar de música clásica con este apelativo.
Adoraba a Crescendo. Siempre iba con él, a todos los sitios, a todas horas. Incluso iba con él a acompañarle a su madre y su hermana mayor a sacar la basura. Era un ritual bastante común en su familia, el hacer todas las tareas juntos, excepto su padre. Iban a un descampado a las afueras del poblado donde todo el mundo dejaba su rastro.
Esa noche Ana estaba especialmente feliz. Una vecina, la que se suponía que odiaba a su familia, le había hecho entrega de un trofeo: un botón para el ojo izquierdo de Crescendo, que se había descosido.
La pequeña siempre había tenido buena relación con Maura, la vecina, haciendo caso omiso a los calificativos de bruja que le propiciaba su padre. A ella le parecía una mujer solitaria, pero dulce a su manera.
Aferrada a la mano de su hermana mayor, Ana se reía, sujetando en su otra mano el botón color dorado que más tarde pediría a su madre que le cosiera a Crescendo. No recordaba dónde había perdido su amigo su ojo izquierdo, pero había pasado mucho tiempo de eso.
Empezaba a notar la mano de su hermana como la estrechaba más y más fuerte, hasta sentirse oprimida por ella. Por eso, intentaba serpentear en ella, ya que sabía a la perfección que Mina odiaba eso. Tras varios intentos, consiguió desligarse de su yugo y rió sin parar, dispuestas a correr hacia su madre con su botón para que lo cosiera.
En ese momento oyó un coche. Pero ella siguió riendo, con su trofeo, hasta que oyó un derrape y nunca más volvió a reír.
Mina se quedó petrificada al ver a su hermana en el suelo, con la cabeza chorreando sangre mientras su madre le gritaba. Mas ella no oía. Tenía los sentidos ciegos, el juicio nublado, el corazón roto. Aún podía sentir el serpenteo en su mano, el de su hermana, pidiendo su liberación. En un acto inconsciente se rozó su propia mano, confundiéndola con su hermana muerta, y esbozó una sonrisa de cariño.
El escenario parecía un teatro. La orquesta había empezado a tocar una sinfonía triste, dramática. Los actores encarnaban su papel. La vecina que nunca había soportado a su familia ahora lloraba desconsolada la muerte de su hermana. Su madre, que adoraba a la pequeña, yacía en el suelo con una mueca entre dolor e incredulidad. Su padre, borracho, salía de la casa poniéndose los pantalones exclamando una maldición.
Y Mina seguía sin sentir nada. Excepto vacío.
Fue en ese solar, recordaba Mina, mientras su padre se restregaba en el lodo formado por las lluvias de la mañana, en un arrebato alcohólico. Por las constantes visitas nocturnas de su progenitor, Mina se había vuelto cada vez más taciturna. La semana pasada cumplió cinco años y, como una anciana, se sentía cada día más sola. Como si le faltaran dos mitades y ella fuera una tercera parte de un pastel mucho más grande.
Cuando se cepillaba el pelo en su baño, notaba que en su reflejo una niña de tez oscura, pelo negro, usaba el cepillo para rasgarse las venas.
Si caminaba por el césped cercano, en primavera, podía ver como sus pisadas se convertían en agujeros donde no creía nada más que desilusión.
Se sentía muerta. Peor. Se sentía morir.
Su padre seguía bebiendo día tras día, hora tras hora, minuto tras minutos. Su madre, mientras, se quedaba absorta mirando la pared, seguramente recordando a sus tres semillas en sus respectivas cunas y su respiración tenue.
Maura, la vecina, dejó de odiar a la familia para encargarse de Mina. La llevaba al colegio, la recogía, le daba de comer, de cenar, la lavaba, la vestía. Fue la mejor madre que pudo tener. Sin embargo, no lo era. Su madre seguía enfrascada en su pasado y, como látigo para ella, estaba el presente.

Mina nunca pasaba por el estercolero hasta hoy. El solar nunca más fue utilizado por su familia, que acumulaba la basura en el patio de detrás de la casa como si fueran reliquias de un pasado mejor.
Como santuario, la habitación de Ana seguía intacta, presidiendo todo ello su patito Crescendo. Él, en su impotencia, miraba con sus ojos de botones a la realidad humana preguntándose por la sin razón. Desde la muerte de la pequeña, a Crescendo se le veía triste.
Mina había optado por su compañía como nueva ventana de escape. Le llevaba a todos los lados, lo cuidaba, lo lavaba. Hacia que se sintiera a gusto y lo recostaba en su cama por las noches, contándole un cuento para que se durmiera. Como hacia con su hermana. Como había hecho por ella.

La mañana del 3 de julio del 2006, es decir, hoy, Mina se levantó como siempre para ir al colegio. Con su cara desmotivada llegó al cuarto de Crescendo, inmaculado como siempre, para recogerlo y llevarlo a sus clases diarias. La educación era obligatoria para todos los niños en el poblado.
Extrañada de no encontrarle, fue directamente hacia su madre para preguntarle sobre su paradero. Ella, ensimismada en la nada, rehusó el contestarle. Empeñada en encontrar a su amigo se dirigió esta vez a su padre en busca de una respuesta. Se lo encontró durmiendo desnudo en el baño. Ante lamentable visión, Mina se sonrojó y bajó la vista, a la vez que le hacía el interrogatorio a su progenitor.
Entre sin razones, proposiciones deshonestas y maldiciones, Mina encontró la verdad. Crescendo había sido arrojado a la basura. A la basura. Al solar de la basura.

Dejó a su padre gritando al maldito pato, diciendo que tenía tanta utilidad como Mina o su madre. Levantándose, su gran tripa casi impedía ver su desnudez y mientras caminaba su carne hipnóticamente se balanceaba de uno a otro lado. Mina le dejó llegando a la altura de su madre, que propició un grito de horror al verlo, ya que sabía con qué intenciones iba.

Aún resoplaban los jadeos de su padre cuando llegó Mina al solar. Quieta en el cruce donde su hermana había fallecido, miró al patito de peluche que estaba entre cajas de cartón y piezas de fruta podrida. Él le miró con una sonrisa y le guiñó el ojo.
El ojo del botón dorado.
Mina lo recogió y se dispuso a volver a casa. Flanqueándole el paso estaba la mole que llamaba padre. Su desnudez había sido cubierta por unos pantalones rotos y unas zapatillas desgastadas. Su voz grosera, como un insulto, le increpó que volviera a casa.

Sin embargo, Mina atisbó en el horizonte un brillo inusual. Era como una estrella en el día, algo que le invitaba a seguirle, que le daba esperanza. Esperanza para una niña de cinco años con un patito de peluche llamado Crescendo, el cual le decía que se fuera.

Así que Crescendo y ella anduvieron hacia la luz brillante, sin ánimo de encontrar otra cosa que no fuera libertad.
En el camino contaron las hojas que se encontraban en el suelo, caídas de los árboles por el viento. También jugaron al veo veo, a las películas e incluso a las palmas. Sin embargo, Mina se enfadó porque Crescendo no quiso jugar a pillar. Decía que se cansaba mucho, ya que siempre había tenido algo de asma y le costaba respirar. Le pidió perdón y se puso a llorar, como una niña.
Cuando llegaron a la ciudad, a dos kilómetros del poblado, todo el mundo parecía sorprendido por la imagen de una niña de corta edad sola por la calle. Una mujer se acercó a la pequeña y le dijo que si no tenía padres, que ella le podría ayudar llevándola a su casa y cuidándola. Sin embargo, Mina pudo ver que tenía la misma cara que su padre al entrar en su habitación por las noches con la excusa de contarle un cuento para dormir.
Crescendo le dijo que se apresuraran. Ella no le entendió, ya que no tenían rumbo fijo y no sabía nada de la ciudad. El patito se rió. Río. Río...
Mina recordó la risa de Ana, la pequeña Ana, cuando jugaba por los alrededores de la casa con sus rizos color dorado al viento. El mismo color que tenía el pelo de Crescendo.

Mina estaba tan cansada que tuvo que parar al lado de una gran fuente, de agua turbia, al igual que la sociedad hipócrita y convaleciente de su propia hipocresía. Sentada en el borde helado, de piedra negra, pensó en su triste y corta vida. Un largo viaje en su mente, colapsada por imágenes llenas de lágrimas, de alcohol y de muerte.

El pequeño patito la miró, pensando que estaría absorta en cualquier historia que le rondara la cabeza. No podía entender nunca su tristeza. Él no tenía corazón. Si lo tuviera habría llorado aquel día cuando Ana le había dejado sólo, sin despedirse.

Mientras ellos estaban sentados en la fuente, una mujer de aire somnoliento, recaló en su presencia como si un foco hubiera llegado hasta ellos con toda su potencia. Se acercó sigilosamente, mirando de reojo a la gente. Cuando llegó hasta la altura de la niña, le sonrió aguda y cínicamente, tendiéndole una mano amiga. Mina se quedó mirando a la señora, escudriñando su rudo cuerpo y su tez blanquecina. Su mano parecía suave al tacto y lo comprobó, para sorpresa de Crescendo. Mina ya se levantaba para ser auspiciada por esa mano, cuando el pequeño pato le gritó que parara, que no se fiara. Mas Mina, de corazón humilde, no pudo hacerlo. Seducida por la hipocresía de esa cara afable, se marchó con ella dejando al pequeño Crescendo en es fuente amarga, de tempestad en sus aguas, al igual que aquella sociedad.

Pasados los años, Crescendo aquí seguía, esperando que una niña de corazón humilde lo viniera a recoger. Y los lustros llegaban y se iban, como paradoja de la vida, un pato sin charca.

Y Crescendo contaba su historia a aquellos que le preguntaban, el cómo Mina habría sido encontrada tres meses después en una casa, sola y violada. Porque una mano amiga se había enredado en su garganta hasta hacerla desfallecer.

Pero el patito lo que no quería con esta historia que contaba era que los niños tuvieran miedo, sino que entendieran que la vida, no era un juego. Y, mientras lloraba en su fuente manchada, recordaba a Ana, Mina y su antigua familia.

Dulce Crescendo de color dorado, que teñido por el tiempo había tornado negro. Dulce Mina de tez oscura, que con la muerte había llegado a ser blanquecina.

Triste final para una historia, que como todas ellas tienen que acabar como empezó. Porque Mina era de ojos tristes. Quizás demasiado para una niña de su edad. Quizás demasiado joven para morir…

Texto agregado el 01-05-2007, y leído por 77 visitantes. (0 votos)


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