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La pantalla se pone en negro. La película terminó. Se miran y comentan superfluamente la película porque los interrumpen llamándolos a comer. La comida está deliciosa pero él apenas se da cuenta de ello. Sólo la película está en su mente. Qué alegre y rítmico es el italiano. Qué niño más simpático. Cuánta inocencia en él. Ya es hora de irse y se despide con un muy correcto beso por la presencia vigilante y celosa de los padres de ella. En el camino de vuelta saca su omnipresente libro. Son cuentos cortos. Decide empezar por la mitad. Siempre esa manía de hacer las cosas de manera poco común. De todas maneras, él se gustaba como era. La historia le parecía conocida. Frustraciones y apariencias que ya las había visto, o vivido. Esa sensación lo acompañó todo el camino. Terminó el cuento poco antes de llegar. En su casa le esperaba un videojuego que quería estrenar. Era bueno, pero no lo suficiente así que pronto lo dejó. Al rato se fue a dormir. Amaneció soleado y caluroso y en la ciudad no había mucho movimiento. Sólo se oía el ajetreo del cine de al frente. Se marchó rumbo a su colegio maldiciendo al sol por su inclemencia. No fue un día digno de recordar y transcurrió al ritmo que este mundo, sin razón ni sentido. Esa mañana todos vieron una columna de humo negro a lo lejos. Era extraña, pero él no le dio mayor importancia y pensó que sería algún bosque en llamas producto de ese sol que parecía hecho de napalm en los veranos. Ni siquiera volvió a pensar en ese humo, hasta que lo tuvo enfrente de él y supo su fuente. No era celulosa lo que ardía, era celuloide. El cine se consumía en furiosas llamas. Las películas parecían proyectarse en las casas circundantes por efecto del fuego. Entre el popurrí de imágenes reconoció al travieso niño italiano de la película. Las puertas del cine explotaron escupiendo una llamarada hambrienta que lo envolvió. Apenas alcanzó a oír los gritos horrorizados de los presentes. Ese fuego que lo abrasaba le iluminó y le dio entendimiento. Ató cabos, recordó la película y el libro. Vio que ambos eran fibras de una misma cuerda, y que si las seguía encontraría una respuesta. No tardó en hallarla. Era él el niño de la película. Era él la joven del libro. Nunca había tenido tanta lucidez. Reconoció su infantil inocencia en el niño y su actual frustración en la joven. Pero esa luz no duró mucho más. Su película llegaba a su fin. La pantalla se puso en negro. Pero esta vez no hubo letras al final.

Texto agregado el 10-05-2007, y leído por 71 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
11-05-2007 Buana historia, que amerita un desarrollo más trabajado, no tan sintético y escueto. leobrizuela
 
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