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EL MENOR PULSO

“Y ella no dijo nada”

Los lunes son días que pueden colmar la paciencia de cualquier persona, ya que la tranquilidad de los días anteriores se desvanece como la brisa ante los apuros, los desayunos rápidos, los gritos, los cigarrillos que te marean en la parada del colectivo y la presión de saber que por cinco días serás nuevamente el esclavo de la rutina. Este lunes no se presentaba de manera diferente, era igual de aburrido y monótono que los otros (entrar a las siete salir a las cinco); los árboles hasta parecen moverse de la misma manera que la última vez que los vi, ese hermoso viernes cuando caminaba sonriente hasta mi casa sabiendo que podría descansar en paz (que irónico).
Quizás debería contar sobre mí trabajo, bueno, mejor dicho mi profesión. Puede que asuste al escucharlo, pero no debería de asustar ya que es un trabajo (¡profesión!) muy tranquilo. Se tendría que estar allí para poder apreciar el clima de tranquilidad. No existen los gritos, posiblemente los llantos, pero sólo en algunas ocasiones. Tal vez sea mi forma de pensar ya que si no me gustara esta profesión no la estaría ejerciendo. Créanme que es bastante dura. Cuando la comentas todos te miran mal, como si… pero si no fuera por mi… la justicia, en parte, depende de mí. Soy el que escarba en lo profundo, en lo que nadie quiere ver, soy el que se ensucia las manos. Bueno tal vez al contar lo que he hecho no sólo mis manos sean las sucias, sino todo mi cuerpo, mi vida mi carrera. Pero créanme, valió la pena… ¿o no?
Disculpen que me haya ramificado, pero quizás esté haciendo todo esto para no llegar al punto, a ese macabro y hermoso punto.
En conclusión, soy médico forense. Me gustaría decir que tan sólo ese es el punto, pero no es así. Hay más, hermoso para mí, para usted quizá no. Aunque a esta instancias del asunto poco me importa lo que usted piense. Ya no me importa nada.
Será mejor que vaya al grano y comience a contar lo que sucedió aquel lunes.

Ingresé a la morgue siete y cinco. Estaba un poco aturdido ya que había discutido con mi esposa. Ella (tan ubicada) no puede esperar a que estemos un poco más tranquilos. Pero no tiene la culpa de mis incertidumbres y mis desplates egoístas y hasta muchas veces ególatras (porque yo siempre hago… yo siempre quise… yo nunca te haría…o quizá sí). Mi mujer perfecta sería aquella que acepte todo lo que hago, que nunca se queje, pero sé que la lastimaría con mis errores, entonces comienzo a arrepentirme de que esa sea mi mujer perfecta y sólo me conformo con ella, con Estela, mi mujer. Y aunque no lo parezca, la amo.
Los cuerpos llegaron más tempranos que de costumbre. Mejor dicho el cuerpo, ya que fue el único cuerpo que recibí ese día. No creo en el destino, sólo sé que un día ella apareció (y no estoy hablando de mi mujer). Venía envuelta en mantas. Mi colega la colocó en la cama. Quité suavemente las mantas y la vi. Desconozco lo que pasó, desconozco lo que me pasó, sólo sé que mujer más hermosa y bella nunca había visto. No sé si describirla como un ángel o una diosa, no creo que sea apropiado describirla, puede que mi léxico sea mediocre e infame al hablar de su cuerpo, pero estoy decidido a cometer esa infamia. Su rostro era pálido (obviamente); sus ojos de un tono claro, muy claro, como si fueran piedras que brillan o soles que iluminan cualquier tiniebla; sus labios eran tan finos, aunque estaban un poco lastimados; su mentón tan pequeño que era inevitable querer tocarlo con ternura; su cuello parecía tan frágil; y sus senos eran tan bellos que se tornan indescriptibles, parecían tan inocentes, tan pequeños y perfectos; y hasta ahí sólo baje las mantas.
Desde el punto de vista profesional tenía aproximadamente entre quince y diecisiete años; tenía algunos golpes en la espalda y en el labio, pero eran leves; tenía dos pequeñas perforaciones de proyectil en el costado izquierdo (la bala no había salido); se desconocía su identidad y no tenía señales de abuso sexual, es más, era virgen.
Mi colega parecía ignorar la belleza de la joven, en cambio, yo no sabía de qué manera comportarme. No sabía si llegar a mi casa y decirle a mi mujer que uno de los cuerpos había hecho estragos en mi cabeza, que hasta era más bella que ella y que si la hubiera conocido antes de morir la hubiera… dios, que estaba pensando. Mi mente iba en total estado de demencia (lo que un profesional nunca debe de tener).
No habría autopsia hasta que se abriera alguna causa, lo que aquí en Argentina significa que su cuerpo permanecerá por mucho tiempo conservado en nuestras heladeras. Al no recibir otro cuerpo tuve horas admirándola.
Llegué a mi casa temprano y el clima era aún más frío que las heladeras de la morgue. Mi mujer estaba enojada y yo no pensaba hablar, no podía sacarme a esa joven de la mente. Luego las cosas comenzaron a tornarse un poco más flexibles. Comencé a hablar con mi mujer de cosas posiblemente estúpidas pero necesarias para entablar una conversación luego de una discusión fuerte como la que tuvimos en la mañana. Bastaron cinco minutos para que todo fuera como antes, es decir, un buen trato, una total confianza, y demás cosas que no son necesarias mencionar. Aunque nunca comenté lo sucedido en la morgue. ¿Para qué? Era tan sólo mi secreto. Pero mi secreto interfería en nuestra relación. Durante siete días, hasta el lunes próximo, me rehusé dos veces a tener sexo. Y ella no dijo nada. Las dos no dijeron nada. Admiré cada vez más a una, mientras rechazaba cada vez más a otra. Y ella no dijo nada.

Lunes. Nuevamente el monótono, aburrido y rutinario lunes. Pero éste es diferente a todos. Ya no presté atención a los árboles semejantes a los de la semana pasada o las caras que siempre veo. Ella se había transformado en todo. Llegaban cuerpos pero yo de vez en cuando escapaba de las observaciones e iba a verla a ella. Su cuerpo estaba intacto, pero sólo la observaba unos minutos y no soportaba las ganas de tocarla; tocar esos senos, su pelo, su mentón, su estómago y bajar aún más, a zonas sin explorar en su cuerpo. Pero no lo hacía. No podía. No debía. Alguien podía ver. Solo había una forma. Una acción un tanto criminal. Entrar a la morgue cuando no haya nadie. Librarme de mi mujer sería fácil. Le diría que me iría a tomar un café o algo así. Sería peligroso y totalmente desquiciado, ¿Qué estaba pensando? Pero era inevitable e irresistible. Ella era irresistible. Salí a las siete y esperé en la plaza media hora hasta que se fuera mi colega. Volví a entrar. Quería no hacerlo pero ella me lo exigía, ella quería que la tocara.
La saqué de la heladera y comencé a observarla detalladamente. Tenía dos lunares en la cintura, una piel suave que aún se conservaba así. Toqué su mentón con cariño mientras la miraba fijamente a los ojos, los cuales permanecían cerrados pero yo imaginaba que estaban abiertos y mirándome. Luego empecé a bajar mi mano por su cuerpo. Cada elevación, cada bello al ras, cada detalle es recordado con excitación y extraño pudor. Comencé a tocar su vagina, era tan extraña la sensación de sentirla mía. Comencé a penetrarla. Sentía como pedía más, como me decía que me amaba. Yo le decía que la amaba. Nos amábamos. Tan solo, si ella estuviera viva. Para mí lo estaba. Quería tocarla más, penetrarla, enloquecerla. Pero ya está. Suficiente por esta noche. Ya había cruzado una línea. No había vuelta atrás. Todo se tornaba irreversible. Todo era irreversible. Quizás me dio miedo mi erección o el hecho de que ella estuviera tan fría. Esa noche rechacé nuevamente el sexo con mi mujer. En lugar de eso, creé historias en mi mente pensando en ella. Armando argumentos de ella viva o muerta complaciendo mis placeres. Y ella no decía nada. Una semana pasó hasta volver a verla.

Lunes. Que importa ya si es lunes, martes o lo que sea. Tenía la felicidad de saber que mi amante me esperaba en las heladeras de mi trabajo, mi profesional trabajo. Los cuerpos que ingresaban parecían hablarme. Preguntaban qué se sintió tocarla. Mejor dejarlos muertos, si estarían vivos contarían mi secreto. Sólo ella y yo comprendíamos lo que nos pasaba. Ni mi mujer entendería, ni mi colega entendería. Sólo ella y yo.
¿Y mi mujer? pobre de mi mujer. Cada día más deprimida, quizás debería decirle que ya no la amo, pero temo destruirla, temo muchas cosas. Temo decir enloquecidamente la verdad. Mejor dejarlo así. Sigue tomando esas pastillas. Toma frascos y frascos. Pero ya no importa mi mujer.
Ella no importaba ya. Planeé poner en marcha el mismo plan del lunes anterior. Ese mismo día me escapaba de las observaciones e iba a verla. Decía que me extrañaba, que ansiaba locamente que la vuelva a tocar, que la haga sentir única. Ya es única. Con esa belleza deslumbrante y ese cuerpo que nadie puede describir excepto yo. Esos pechos, ese mentón, esos labios que millones de veces he soñado. La noche se acercaba. Yo temblaba de miedo y ansiedad. No podía soportar las ganas de estar encima de ella y verla en el vaivén de la sexualidad.
La morgue estaba vacía. Entré nuevamente. La quité de esa horrible caja de frío y la acosté en la camilla. Tan santa, pura e inmaculada. Abrió los ojos y comenzó a mirarme. Luego abrió la boca para decir las más penetrantes palabras jamás antes dichas “te amo”. Ella comenzó a tocarme a mí. Metía su mano dentro de mi pantalón mientras me observaba fijamente. Me tocaba mientras mi mano lentamente se acercaba a su pecho. La estaba tocando nuevamente, después de una semana de no soportar más la lujuria y el placer encarnados en mi piel. Me quite la ropa y me acosté encima de ella.
No estaba tan fría. Me tocaba el pelo mientras yo la veía con amor y la penetraba lentamente. Gritaba… Dios cómo gritaba. Y yo respiraba cada vez más profundo y más fuerte. Me acariciaba la espalda y yo mordía sus senos. Era un limbo entre dos dimensiones. La perfecta unión de los antónimos. Lentamente todo fue acabando. Acabando. Y todo acabó. Ya no había vuelta atrás todo era irreversible. Me vestí mientras ella observaba y sonreía. La despedí con un beso y ante las suplicas de no abandonarla, la única opción era dejarla otra vez en las frías heladeras. Tengo la certeza de que nos volveremos a ver. Quizás mañana mismo o dentro de diez años. De todas maneras, ella es sólo mía.

En este preciso momento estoy fumando un cigarrillo en el parque. Todo acaba de suceder hace aproximadamente media hora.
Creo que está enojada conmigo por haberla dejado en ese sucio lugar. Sinceramente ya no quiero pensar más.
Lo único que sé es que le contaré esto a mi mujer. Todavía recuerdo cuando la conocí ese hermoso viernes del año pasado. Estaba tan resplandeciente. Tan fresca. Era tan seria e inteligente. Eso sin duda fue lo que me atrajo (por fin sé algo con certeza). Todavía estaba vestida. Yo la desvestí. No pude resistir ni una semana sin sacarla de la heladera y llevarla a mi casa. Supe desde el primer momento que se transformaría en mi esposa. Me amó desde el principio. Siempre fue mía. Nunca dejó de hablarme (aunque últimamente no lo hace), nunca dejó de acompañarme, siempre está ahí. Con su frasco de pastillas y su humor cariñosamente desafiante. Pero ya no la amo. Y aunque la lastimara profundamente al decírselo, ella no dirá nada. Hace mucho que ella no dice nada.

Texto agregado el 15-05-2007, y leído por 85 visitantes. (0 votos)


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