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“Nuestra Cabeza”


La historia dice que fue el 21 de Enero de 1793 cuando Luis XVI fue decapitado. Fue entonces cuando el famoso “Reinado del Terror” comenzó su sueño de imponer una sociedad justa, transparente y moralmente perfecta. Curiosamente (como todos los actos humanos) este sueño tenía una paralela forma de ser que lejos de fomentar la justicia y la convivencia entre las personas, aterraba a la sociedad con una fría y silenciosa voz de metal: La Guillotina.
El Hombre comenzaba a despertar de un letargo histórico por el cual ahora se creía dueño del mundo. Descifrar los antiguos misterios que la humanidad había guardado celosamente en sus mitos, sus leyendas y su ignorancia. El devenir de la historia humana tenía por fin una finalidad clara, objetiva y real: La Sociedad Igualitaria y Fraterna.
La capacidad creadora y transformadora de la mano y el alma de Hombre era la novedad y el germen que promovía el avance de todas las demás ciencias. El hombre se descubría como el fin último de toda la Creación.

Fabián des Fourmes nació en París, un frío día de Noviembre de1780. Él era un famoso pensador y filósofo. Llegó a publicar un tratado que hablaba sobre la comunicación y el lenguaje (Hommo ut Lingua et Notio) que en su tiempo provocó escándalo y rechazo por sus propuestas demasiado pragmáticas sobre el lenguaje humano. Aquello le costó la credibilidad de sus estudios y la indiferencia del círculo intelectual. Todos se referían a Fabián des Fourmes como “Fabián Deformé” (Fabián el deformado) y los doctos se regocijaban en verlo pasearse por las calles hablando solo y cargando papeles y apuntes que sólo él leía. Sin embargo él estaba seguro que los estudios acerca del hombre tenían que hacerse pensando como hombre, no como un ente alejado de él. “Las experiencias de nuestros sentidos nos gritan igual cantidad de verdades como hombres en la tierra. Nuestra capacidad sensitiva converge con nuestra capacidad comunicadora...”
Sus nuevos estudios versaban sobre los sentidos como experiencia del mundo y su origen en el intelecto... Fabián des Fourmes estaba obsesionado con la percepción del mundo a través de los ojos de cada hombre. Y en cada hombre encontraría sus respuestas.
Es el año de 1810.
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I

Fue una mañana muy fría de Enero cuando Fabián despertó de golpe y con una idea que se adueñó radicalmente de su mente. Casi no había podido conciliar el sueño durante toda la noche. No era el frío ni el hambre lo que quemaba su estómago. Era una muy específica angustia que se originaba por una idea que no lo dejaba descansar. Un molesto dolor de cabeza lo obligó a despertarse completamente. Con pereza se sentó en su camastro con la pesadez del alma que no quiere despertar y el cuerpo que prefiere reposar. Su mirada se fundía con el suelo esperando que éste le gritara algo que lo sacara de semejante letargo. Y llegó... Sus ojos se abrieron tanto como podían; mirando hacia adentro descubrieron el origen de su perturbadora ansia.
En su mente (que estaba a punto de reventar) seguían sin lógica alguna los sucesos del día anterior...
La figura clara de un hombre condenado a muerte que caminaba despacio y decidido. Aquello le atraía tanto que se acercó para ver más de cerca. Entre la multitud y sus gritos, pedradas e improperios, el filósofo quería de alguna forma comunicarse con el reo de muerte. Era de vital importancia despejar dudas y apuntar en sus hojas las respuestas. ¡Sólo alguien como él podría ayudarlo!
Por fin el procesado llegó hasta el centro de la plaza; ya cerca del patíbulo la gente se calmó un poco para dejar paso a la sentencia y a todo el ritual de muerte que tanto entretenía a la multitud. El sol intentaba asomarse por entre las nubes que impedían y detenían todo intento por calentar aunque sea un pedazo de tierra. El viento soplaba ligeramente. Traía con él un olor a madera húmeda que entraba y salía de cada pulmón convirtiéndose en vaho. Aquello se imaginaba como una aldea llena de chimeneas que humeaban todas al mismo tiempo... Todos los ojos miraban por arriba de sus cabezas. Había niños, mujeres, ancianos, soldados, panaderos, lecheros, toda clase de gente que con curiosidad, repulsión y ansiedad esperaba ver como un hombre moría.

Fabián caminaba nervioso muy cerca del primer escalón del patíbulo. Con su mirada buscaba en los ojos del condenado un contacto que le permitiera hablar sin decir palabra alguna. Aquellos ojos miraban el mundo por ultima vez y en su cara se adivinaba la melancolía por una muerte que llegaba sin retraso. Parecía que en cada mirada se llevaba a su alma un recuerdo más del mundo que ahora parecía más bello, más lógico, más lejano...
Y Fabián creía descifrar todo aquello. Sólo un hombre que va a morir puede convertirse en verdadero poeta de la vida. Pero ¿cómo adivinar sus rimas, sus frases, su cadencia? ¿Cómo transcribir aquélla batalla que se libraba en la mente de un hombre casi muerto? Los sentidos de aquel personaje serían por mucho los más agudos de toda la plaza; y tristemente los que dejarían de captar al mundo en tan sólo unos minutos más.

Sin pensarlo más, Fabián subió despacio por los pequeños escalones hasta llegar justo frente al reo. La multitud gritaba encolerizada incitando al juez para que empezara la función.. El verdugo preparaba su herramienta de trabajo y el heraldo escupía sin importancia mientras bostezaba intentando apresurar todo el “juicio”. A nadie le importaba lo que hacía des Fourmes.
Se encontraron frente a frente. Sus ojos parpadeaban perturbados por la oportunidad que tenía en sus manos. El corazón palpitaba nerviosamente y a pesar del frío, sus manos sudaban como cualquier día de verano. La gruesa barba del hombre atado de manos impedía ver en sus labios el murmullo de algo sin sentido. En algún lugar del cielo Dios escuchaba atentamente la confesión del “poeta de la muerte”.
“Por favor buen hombre... (y Fabián notó que su voz se quebró un poco. Retomó fuerzas y limpiándose la cara con su mano izquierda dirigió su pregunta sin mayor advertencia) ¿Podría describir como se siente ahí parado y atado de manos, esperando su muerte y viendo como afilan la gran navaja de la guillotina?” Fabián sentía un ansia que le carcomía su cuerpo, temblaba pero no por frío. Era morbo y angustia por tener respuestas que tanto necesitaba. “¡Por favor!” (Alzó la voz sin darse cuenta)
“¿Que quiere usted aquí? ¡Maldito loco!” Fue la única respuesta del penitente. “¿Tiene miedo? ¿frío? ¿hambre? ¿está consciente de que va a morir en unos minutos más? ¡Por favor amigo! Lo que sea, ¡pero dígame algo! ¿Qué colores percibe más? ¿Alcanza a escuchar lo que le están gritando? ¿Siente Usted frío o calor? ¿Qué estaba rezando? ¿Confía en que Dios lo perdone?” La gente continuaba gritando y burlándose de toda aquella escena. El heraldo se balanceaba y bostezaba con los ojos casi cerrados. Se nubló aún más y le mañana parecía mas obscura. Los ojos del hombre que iba a morir se posaron en los de Fabián, su boca se abrió indecisa para decir algo, y murmuró algo en latín o francés que des Fourmes no escuchó bien. “¿Qué dice Usted?” Y al acercar su cara a la del reo de muerte Fabián sintió como alguien tiró bruscamente de su abrigo aventándolo hacia las escaleras gritándole que estorbaba y que regresara con la multitud. “¡Lárgate filósofo insano! ¿O que quieres perder la cabeza tú también? ¡Ja, ja! ¡Largo!” Era el verdugo que lo hacía más por la vanidad que le provocaba su ocupación que por el orden que se necesitaba en el patíbulo.
Y de momento todos los presentes comenzaron a gruñir cada vez más alto. Empezaron a gritar tantas cosas que la plaza Greville se calló por unos segundos para cautivarse con la excepcional codicia humana de ver una muerte cruel. Paris era ciudad de animales sedientos de sinrazón (y aún hoy así lo es. La guillotina evolucionó en discursos racistas, en guerras colonialistas e intolerancias religiosas a pueblos que fueron pisoteados para la gloria y pedantería de la civilización gala)
La voz del heraldo se ahogó entre los gritos de la muchedumbre. El verdugo esperaba con meticulosa y gallarda postura la orden del Alguacil. Fabián se empujaba entre las personas para ver mejor y más cerca de su hombre. “¿Qué pasará por su cabeza? ¡Cuanta sangre se agolpa en su cara! ¡Dios! ¡Que está viendo! ¡Oliendo! ¡¿Estarán conscientes todos sus sentidos?!”
Acomodaron su cabeza entre los tablones. Parecía que lo hacían contando los segundos intentando inundar el tiempo con aquel espectáculo. Por deseos del criminal no le colocaron la capucha. Sus ojos por fin se encontraron con los del filósofo y hablaron... Éste los grabó en su mente y los almacenó en su alma. En esa mirada tan humanamente melancólica estaba la respuesta que quería encontrar.
Dios escuchó los rezos y perdonó al pecador que tanto le pedía perdón. El sol se asomó un poco para secar las lágrimas del recién absuelto en el cielo.
La naturaleza humana volcó su inteligencia en técnica para asesinar a un inocente...
La enorme navaja cayó con un ruido brusco, potente y decidido.

El silencio que siguió parecía ridículo después de tanto alboroto que llenaba la plaza tan sólo unos segundos antes. Algo cayó en una canasta a la que todos intentaban mirar con algo de aversión e interés. Unos hacían muecas de asco, otros abrían los ojos para guardarse esa escena y reinventarla después en la taberna. Otros simplemente se persignaban y se alejaban.
Mientras la gente se dispersaba hablando de otros temas, el olor a madera húmeda se posó de nuevo en la nariz de Fabián. Un viento sopló intentando borrar el fin de aquel evento. Parecía que a nadie le importaba ya una cabeza desprendida de un cuerpo.
Un extraño sentimiento de culpa, desapego y cansancio se apoderó de todo Fabián. Un bostezo casi insensible terminó por cerrar el telón. La plaza Greville se vació en minutos y él desapareció entre callejones y suspiros.

“Cuan insensibles nos hemos vuelto con el dolor ajeno... Esta es una verdadera fiesta pagana... Y todo por robar pan para una familia hambrienta. No me importa la justicia, sólo quisiera saber... ” Pensaba Fabián des Fourmes mientras caminaba lentamente hacia el callejón donde estaba su casa. “Pero... ¿Qué había en la mente de ese desgraciado antes de morir?” Y toda compasión por el hombre que recién había muerto se esfumó convirtiéndose en dudas, teorías y apuntes. Hizo lo que tenía que hacer durante el día y se quedó dormido viendo en su techo la cara de aquel hombre que moría. Sus ojos se cerraron mientras los del otro gritaban un incomprensible dolor humano. Por un segundo creyó que en verdad estaban frente a él y revivió toda la escena de la mañana. Sus pensamientos no lo dejaban descansar, sintió hambre y por fin, pensando en otras cosas cerró los ojos y durmió.

Esos eran los recuerdos del día anterior.
Con gran esfuerzo y apatía se levantó de su catre. Pero su mente se llenó de preguntas sin respuesta “¿Cuál es el ultimo pensamiento que tiene un hombre al morir en semejante situación?... ¿Cómo, cuando podré averiguarlo?... ¡Es necesario saberlo! ¡Es Necesario saberlo!”

Fabián des Fourmes no quiso gastar más energía en aquellas dudas que tanto le agitaban el alma. Se lavó e intentó preocuparse de otras cosas.
Corrió y se apresuró para llegar a la cita que tenía en la cárcel del Distrito.


II


A las diez de la mañana (puntual como siempre) Fabián estaba firmando su entrada a la cárcel. “Investigación científica” fue lo que escribió en la columna derecha, junto a su firma. “Laurent Nureau” era el nombre del reo con el que pidió su entrevista. Mostró con indiferencia sus objetos personales al guardia que con desgana revisaba sus pertenencias.
“Usted viene a ver al que van a colgar ¿verdad? (dijo con cierta burla un soldado que husmeaba lo que Fabián firmaba. Él, sin darle importancia a sus palabras, sólo afirmó con un movimiento de la cabeza) ¿Sabía Usted que mató a 5 personas y se dice que violó a 2 niñas? Lo agarramos borracho fuera de una taberna en Chaumont. El muy imbécil no sabía de él y simplemente despertó aquí, encerrado. ¡Ja! ¡Que forma de echar a perder la resaca! (reía el soldado) Si yo fuera un asesino me escondería de noche en el bosque y de día cometería mis pecados, ¿quién se me imaginaría que un asesino andaría suelto en las calles a plena luz del día? ¡Sólo que fuera ese célebre “Nuvchik”! ¡Aquel sí que la hizo en grande!”
Fabián recordó aquella historia y contrariamente a su ánimo el comentario del soldado le provocó una ligera sonrisa. Aquel, orgulloso de haber provocado la risa de sus compañeros y del filósofo se pasó la mano por la corta barba como imitando la actitud de intelectual. “El alma humana esta echada a perder desde que se concibe en la mente de Dios” Y sin suerte como la ultima vez, todos los soldados que estaban ahí tomaron el comentario muy a la ligera. Nadie continuó la platica, nadie dijo nada. “Bueno, ese es mi punto de vista señor pensador. ¿O usted cree que nacemos buenos? ¿Qué la sociedad es la que nos inculca la idea del mal? Déjeme decirle que después de estar en dos guerras, y 5 años en este trabajo no he visto nada más que al Hombre del cual nadie habla. El verdadero lado humano que se escapa a cualquier estudio es el egoísmo, la vanidad y envidia. ¿No deberíamos empezar a hablar honestamente? (el soldado hablaba con voz segura y parecía que quería en verdad dejar algo en claro) ¿Qué nos importa el origen del alma si su finalidad está más que obvia? (la indiferencia de Fabián parecía molestarle y por eso alzó un poco la voz) Ustedes los que estudian al hombre me dan pena. Nunca llegan a nada y pasan su vida haciendo apuestas por la mente, el alma, el arte o la sociedad. ¿No pueden entender de una vez por todas que Dios nos dejó vacía el alma? Al pobre se le olvido darnos un poco de certeza... (al decir esto se quedó mirando al suelo como si lo que acababa de decir le hubiera entristecido. En su voz ya no había rencor sino resignación. Los demás lo veían preguntándose si era cierto que su amigo se limpiaba una lagrima que se resbalaba por su gran nariz. Hasta Fabián pensó en decir algo pero se arrepintió. El olor fétido de la cárcel, la incertidumbre de los otros soldados y lo obscuro del cuarto donde estaban hacía de todo aquello una escena particular que Fabián grabó en su mente para siempre) Mi mamá siempre me dijo que Dios era todo, que estaba en todas partes y que siempre me cuidaba. Hubiera cambiado todo eso por un poco de fe, ¡por un grano de mostaza lleno de verdadera fe! ¿A que viene Usted señor? ¿A entrevistar a un reo? ¿A tomar apuntes y llevárselos a casa para luego “sacar conclusiones” sobre la naturaleza humana? ¡Pierde su tiempo! ¿Qué podría encontrar en una alma que ya está por morir? ¿Qué piensa Usted decirle cuando se vaya? “Gracias por todo, me voy a comer, ¡qué tenga usted una bonita tarde para morir!” ¿Ni siquiera ha pensado que el otro hombre, aunque asesino, tiene miedo a morir? (la situación empezó a complicarse. Fabián ya estaba incómodo con las palabras del soldado que tenía gran fuerza y ritmo. Tragó saliva y se rascó bajo los ojos. Había algo en aquel “discurso” que lo tenía inmovilizado, como atado a un tronco donde sólo pudiera ver y escuchar a su raptor. Dos de los otros tres soldados caminaron y salieron por la puerta hablando de otras cosas. Sólo uno se quedó recargado en la pared y se sentó para prender un cigarro) ¡Valiente filósofo que se preocupa por todos y no ayuda a nadie! (un ligero sentimiento de vergüenza vino y se fue de la cabeza de Fabián. Lo sorprendió tanto que todos lo notaron. Dándose cuenta de esto, el soldado bajó la voz y se acercó un poco para hablar casi cara a cara con él) ¡Si todos conocemos a que se dedica Usted! Podrá anotar y revisar sus teorías, indagar más profundo en la naturaleza de la de las sensaciones, pero lo que nunca conseguirá hacer es darle paz y esperanza al alma del que va Usted a entrevistar. Eso, señor mío, es el peor de los pecados... Que curiosos son todos ustedes lo que se llaman “estudiosos, doctos o filósofos” hay cosas que nunca entenderán por estar ocupado en las cosas generales y nunca se dan cuenta que no existe LA MENTE si no mentes con nombres e historias de vida. ¡Claro! ¡No me vea así! “¿De donde sabe todo esto? ¿Dónde ha leído este vulgar hombre todo esto?” Puedo ver en sus ojos que se pregunta esto y más ¿verdad? (el hombre que revisaba los papeles para la entrada estaba sentado muy atento a lo que sucedía. No parecía entender nada de lo que se hablaba pero meticulosamente tomó su silla y acomodándose el abrigo se sentó como un niño que espera atento su clase. El otro soldado, cruzado de piernas se quitó el casco y prendió un nuevo cigarro)
La verdad pensaba como es que no he podido irme de aquí para hacer lo que tengo que hacer (dijo Fabián con un tono irónico) Pero ya que Usted ha empezado todo esto, mejor lo dejo terminar ¿no es así?
Mire Usted, le voy a revelar un secreto (dijo el soldado, que no hizo caso al comentario de Fabián. Aunque bien sabía que todos lo escuchaban con atención) Un secreto para Usted claro, porque la mayoría ya sabe de esto.
Todavía estaba yo dormido cuando, inesperadamente alguien gritó cerca de mí “¡Levántense todos! ¡Abran los ojos malditos flojos!” aquello casi me provoca un infarto y sin saber que sucedía las manos de un soldado aventaron mis cobijas al suelo. Había en aquel cuarto todo un alboroto y mis compañeros seguramente tenían la cabeza en blanco como yo. Una cuadrilla de solados hacía destrozos por todos lados de nuestro cuarto y entre gritos y preguntas por fin supimos quienes eran y que querían... Tenía yo sólo 17 años y medio. Nos sacaron a todos al patio central del seminario y... ¿se sorprende Usted? Pues sí, era yo un seminarista en la ciudad de Frenau. Me sacaron de ahí para unirme al ejercito y pelear guerras, matar desconocidos, obedecer egos de un tamaño increíble y por supuesto, borrar de mi alma todo lo aprendido en el seminario. Me quitaron a Dios y me dieron una nueva idea de lo que es el hombre y el mundo. Y ¿sabe? Ya no me preocupa que sucedió, ni cómo. Eso ya no importa. ¿Alguna vez a tenido Usted que mirar a los ojos de quien tiene la mitad de su espada dentro de su vientre? ¿Ha visto como sus compañeros se convierten en cerdos cuando de mujeres se trata? ¿Alguna vez ha intentado cerrar los ojos al disparar un rifle y por una sola vez evitar ver a los ojos de quien muere frente a Usted? No lo creo. Sólo pocos tenemos el privilegio del circo romano. No quiero que piense que soy un mártir. Nada de eso. Lo que digo es lo que he aprendido en dos antagónicos lugares para ser educado. De los “Te deum amamus” a los ríos de sangre. ¡Que cambio! Los primeros días fuera del seminario, y en cansadas caminatas y campamentos ¡qué tan cerca de Dios me sentía cuando rezaba! Nadie tenía que probarme nada, estaba completamente seguro que el creador de todo el universo tenía tiempo para mí. Pero poco a poco las cosas fueron cambiando y los rezos dejaban de surtir efecto. Aún más cuando entré por primera vez a batalla...
Bueno, no le voy a contar mi vida. Quiero sólo probar algo. Mire, contésteme algo: ¿Importa entender la presencia de Dios en el mundo si no está Él para probarla? No gaste más su tiempo señor des Fourmes. No hay nada que entender. Está más que clara de que está hecha el alma humana, ¿se lo comparto? ¡Ponga atención! ¡Hay cientos de años de historia humana en estas palabras! (se veía que el soldado saboreaba la atención que provocaron estas ultimas palabras. Miró a su compañero en el suelo, al registrador que seguía atónito y atento a lo que decía, y después regresó su mirada perspicaz hacia Fabián. Todos de alguna forma esperaban lo que venía. Y después de unos segundos de gozo personal continuó hablando) tiene tres elementos básicos: ansia, dolor y esperanza. Así lo he descubierto y así he aclarado una de las más grandes dudas para los estudiosos del hombre (pero nadie en el pequeño grupo de oyentes parecía entender) Si, aunque no lo crea esos son los elementos que forman la esencia del alma humana. ¿Y sabe Usted por que? No, creo que no necesito explicarle. Estoy seguro que bien entiende lo que digo, y aún más, lo comparte. Le voy a decir sólo que la esperanza por ser feliz es lo que mantiene al dolor adormecido y la tan sofocante ansia atada a los huesos, donde no puede salir para lastimar. Nada más... (Los otros dos soldados que estaba afuera entraron de nuevo hablando en voz alta y carcajeándose como locos. Rompieron el ritmo del momento y fue como despertar de un sueño. Desde Fabián, el hombrecillo que registraba las entradas hasta el soldado que estaba sentado en un rincón agitaron sus cabezas como si salieran de un transe hipnótico. Jaques Pruneaux (el soldado que seriamente disertaba sus puntos de vista) se incorporó y él mismo “recobró” su actitud de hombre de guerra dejando atrás su estampa de filósofo. Hubo un silencio en el que cada uno daba vueltas a sus propias ideas “¿qué significa ansia?” se preguntaba uno de ellos “¿que darán de comer hoy? ¡La sopa de ayer estaba sencillamente horrible!” se decía otro. Fabián tomó sus cosas (que había dejado en la mesa de revisión) y poniéndolas en orden caminó acercándose al soldado que prendía un cigarro y murmuraba algo con su compañero. “El ansia, la esperanza y el dolor son meras sensaciones a las que les damos un nombre, una referencia. No son parte esencial del alma pues sin ellas seguimos buscando la trascendencia de nuestra vida. Lo que expone está de más. Creo que al matar a otros ha matado Usted a su propia alma. Debería caminar en las calles y compartir su punto de vista, ¡sería mejor que reinventara a los sofistas! ¡Debería publicar todas sus conjeturas!” Había algo en la voz de Fabián que a todos les quedaba en claro la irritación con el que hablaba. Sólo Jaques rió en voz baja y al soltar el humo del cigarro lo tiró para aplastarlo con su bota derecha. “Hágame un favor señor Des Fourmes... No deje que sus ansias lo maten” Y al decir esto, miró al rincón y cambiando de actitud espontáneamente gritó con voz de mando “¡Anda holgazán! ¡Termina tu cigarro y trae a los demás! ¡Es la hora del reemplazo!” El soldado que estaba en el piso corrió asustado obedeciendo las ordenes que recibía. El hombre que estaba atento como un niño simplemente bostezó y regresó a su lugar con pereza y desenfado. Fabián descubrió algo que le cortaba la garganta. Sus ojos miraban a todos lados como grabándose cada ladrillo, cada partícula de polvo en el suelo y cada rayo de luz que rebotaba en la ventana. Sintió ganas de desaparecer, y sin despedirse se limitó a caminar hacia los obscuros pasillos de la cárcel. Por un momento sintió que perdía el tiempo con aquella entrevista. Contrariamente a lo planeado, después de terminar su entrevista con el condenado y antes de salir de la sucia y húmeda celda, miró de reojo a Laurent Nureau. Nunca supo cómo salieron esas palabras de su boca. Su voz se quebraba y por un momento hasta tristeza sintió por aquel hombre “Pronto estará con nuestro creador... No se asuste monsieur Nureau” y el reo frunció el ceño sin entender lo que el otro decía. “Estoy convencido que Dios escucha sus plegarias...” El desconcierto al oír aquellas palabras provocaron en los ojos de Laurent un peculiar brillo. Bastó para que Fabián la interpretara cómo una dulce resignación. Su corazón saltó feliz al salir de la cárcel y se imaginó que en verdad había hecho algo más que una simple entrevista. Ya no era parte de una investigación y tenía nombre. Laurent Nureau fue decapitado dos horas más tarde y Fabián no fue a la plaza Greville para presenciarlo. Estaba sumido en sus pensamientos cuando un lejano rumor llegó a sus oídos. Eran los gritos de la gente que felizmente esperaba convertirse en asesinos protegidos por la absurda ley humana...
Todo el ridículo rito se llevó a cabo. El heraldo, el Alguacil, el verdugo y la tecnología siempre a favor de la muerte y nunca de la vida.
La navaja cayó segura de sí misma. Haciendo un ruido que des Fourmes reconoció sin problemas. Ahora, sin embargo, no lo pudo evitar. Sintió un ligero mareo y se levantó con rapidez para correr a la ventana y abrirla respirando profundamente todo el aire de París que tanto le hacía falta. Una lágrima había caído sobre sus apuntes y borrado las letras de una frase “en n...st... cabeza siempre hay razones basadas en juicios creados por el conocimiento empírico” “¿Cómo fue esto posible?” Pensó Fabián. Y no pudo negarlo. Los ojos de aquel hombre se cerraron y el brillo se apagó. Una pesada tristeza lo obligó a salir corriendo de su cuarto. “¿Porque tuve que hacerle caso a ese maldito soldado?” Era todo lo que pensaba mientras caminaba como escapando de alguien.


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Varios días más tarde, interrumpiendo sus trabajos en su estudio, Fabián finalmente aceptaba que una incoherente y extraña mezcla de envidia y tormento fue lo que aquel soldado le había provocado. Curiosamente los ojos de Laurent Nureau lo dejaban dormir tranquilo por fin.
Había serenidad en la cara y el ánimo de Fabián.
“Después de todo talvez tenga razón” escribió al final de los apuntes del día “Alimentamos y le damos forma a nuestra alma con lo que la existencia nos proporciona. El alma de un santo tiene fe y fortaleza, la de un asesino, tristeza y rencor. La de un condenado a muerte sólo desesperanza y dolor...
¿Y el alma de un filósofo? Nuestra alma está condenada a la duda eterna. A una violenta y sofocante duda eterna”
Cerró su cuaderno y apagó la vela del centro de su mesa. No importaba su origen, su esencia o finalidad, el alma de Fabián des Fourmes se sentía tranquila y liberada.



III


Hacía casi 6 meses que Fabián no visitaba la cárcel. Hubo otra ocasión en la cual intentó hablar con un reo mientras lo encaminaban al patíbulo pero no le permitieron acercarse. Todo lo que obtuvo fueron empujones e improperios. Cuando le preguntó al condenado (intentando mezclarse por entre el grupo que lo escoltaba) “¡Sólo grítame lo primero que venga a tu mente!” Aquel se limitó a escupirle con tanto odio que el conjunto de soldados que le resguardaba lo molió a golpes no sin antes reír a boca abierta por la audacia del reo. Fabián miró de lejos como la multitud avanzaba en torno al hombre de ropas tan sucias que inundaba toda la calle de su olor a orines y grasa. Limpiándose la cara con la manga de su camisa, des Fourmes sintió más coraje que rencor por el hombre que forcejeaba en el patíbulo. “No puedo depender de estas tonterías. Así no llego a nada...” A lo lejos, en la plaza, entre gritos y golpes, se escuchó la canción de la guillotina. Fabián no se perturbó. “Esto es demasiado. ¡Demasiado!” Gritó para sí mismo; y moviendo la cabeza de manera negativa (como arrepintiéndose de algo que en verdad le hastiaba) el afligido filósofo caminó despacio hacia la esquina de la calle.
Algo le presionaba en el pecho. Con una actitud de hartazgo no quiso saber nada más de filosofía, de naturaleza humana, de sentidos y conocimiento. Caminó varias calles y se topó de frente a un par de catedráticos de la Universidad. “¡Buenos días monsieur des Fourmes! ¿Que lo trae a esta parte de la ciudad?” Era evidente que la pregunta en realidad era: “Hace mucho que usted dejó de ser parte de nuestro círculo. ¿O espera que le pidamos que regrese a dar clases?” Fabián saludó con desenfado e intuición “¡Salve! ¿Quomodo valent?” Y al ver sus caras brillantes de pedantería, Fabián corrigió su saludo “Buenos días señores. Tengo prisa. Disculpen Ustedes” Y al momento hizo una pequeña reverencia con la cabeza y siguió su camino con presteza. No estaba seguro y le importaba poco, pero por un momentos creyó oír que uno de los profesores decía en voz alta “ ¡Pobre loco! ¡Seguro que ya es oficial su demencia!” Y buscó venganza en sus pensamientos “¡Que la ortodoxia del conocimiento apague la luz de sus almas! ¡Que sus largas barbas canosas se derrumben con la lluvia del pensamiento libre!” Y así pasó varios minutos buscando más frases que le tranquilizaran su irritación.
Después de varias largas y fastidiosas calles encontró una banca y ahí fue a sentarse. Era Julio y el calor era ya insoportable a las 11 de la mañana.
Se acomodó en la esquina de la banca donde todavía un poco de sombra. Y ahí, alejado de todos y todo, Fabián des Fourmes cerró los ojos y se perdió en sus pensamientos. Recargó su cabeza en uno de los extremos (donde se recargan los brazos) y como un niño perdido y sin hogar, su quedó dormido.
Y empezó a soñar...

“El olor a mermelada fresca recién hecha, alcanzó el cuarto de los niños. Los dos dejaron de jugar y se miraron sabiendo que en cualquier segundo uno empezaría la carrera por llegar más rápido a la cocina. Aquello implicaba destreza y un gran salto en los últimos 5 escalones de la casa, pero la práctica y el ansia eran las mejores armas de los hermanos.
Una sonrisa de complicidad se dibujó en la cara del pequeño Jean Guy. Fabián adivinó que el perfecto momento había llegado y (literalmente) como alguien poseído por la locura, de un salto se puso de pie y comenzó la carrera saltando por encima del hombro a su hermano mayor. El otro, con más experiencia en las persecuciones, estiró el brazo y simplemente una de las piernas del pequeño Fabián se atoró mandándolo como bolea al rincón del cuarto. Sin saber cómo sucedió todo aquello Fabián miró con recelo como Jean Guy se levantaba con tranquilidad haciendo una reverencia muy pronunciada hacia su hermano. “Con su permiso monsieur Fabián. Tenga Usted a bien en alcanzarme abajo en cuanto recapacite que su hermano mayor siempre será el primero en todo. ¡No dude Usted que me acabaré toda la mermelada que mi madre nos ha preparado!” Y diciendo esto corrió fuera del cuarto haciendo un escándalo que terminó con un pequeño regaño de la madre. Fabián llegó segundos después riendo y agitado por los enormes saltos que dio para llegar a la cocina. “¡Tranquilos! Tranquilos! ¡Parecen caballos sin riendas! ¡Mon Dieu!” Decía la mamá, feliz por tener unos niños sanos y llenos de vida”
El pan con mermelada y mantequilla es un verdadero manjar para la boca y el alma de un niño. Pocas cosas (en verdad tan sencillas y simples) pueden en verdad llenar de gozo el corazón de alguien que no está lastimado con la edad, los años y la sociedad.
Fabián abrió ligeramente los ojos y la luz lastimaba su cara. El sol calentaba insoportablemente sus ropas y enfadado y con dolor de cabeza, estiró su cuerpo para luego incorporarse sentándose con las piernas estiradas y las manos masajeando la nuca. Era un cuello de madera más que de carne. La cabeza la tenía tan rígida que le dolía voltear y moverla de lado a lado.
El cólera había matado a Jean Guy cuando había recién cumplido los 10 años. Acordarse de él siempre fue incómodo y con los años siempre sentía lo mismo un vacío lastimoso en el pecho. Ahora más que nunca, con el sol quemando el suelo, la cabeza a punto de explotar y el hambre que lastimaba su estómago, Fabián perdió el rumbo de las cosas. Nada tuvo sentido, razón o causa. Nada de todo lo que había hecho importaba y la historia de su vida se convirtió en un bostezo patético. El instinto lo levantó de ahí y lo encaminó al más cercano Bistro para comer, beber un poco de vino y preguntarle al mesero si tenía el periódico del día. Entre el malestar que todavía sentía en la cabeza por el sueño en la banca y el desgano con el que veía las cosas, una idea cruzó por su mente asustándolo y obligándolo a pedir la cuenta lo más pronto posible. Empalideció y sus ojos se abrieron dilatando su pupila con la poca luz del lugar. Como un estruendo la idea llegó de nuevo pero esta vez con más fuerza. Fabián se agitó tanto que empezó a sudar. Su pulso se aceleró y su mirada se perdió en la copa de vino que estaba frente a él. Pasaron varios segundos para que escuchara al mesero que insistía “¡Su cuenta señor!” Pero mecánicamente sus manos arrojaron unas monedas a la charola sin siquiera ver cuánto era, a quien le pagaba o que sucedía. Su pecho se llenaba de aire y le costaba trabajo dejarlo ir. Como queriendo olvidar lo que había pensado, luchó contra sí mismo para pensar en otras cosas. “¡Es una locura!” Pensaba en voz alta y los comensales cerca de él oían con claridad lo que decía. “Pero... que gran idea... ¿sería capaz de algo así? ¡No! ¡Olvídalo Fabián! ¡Olvídalo!” Los murmullos y burlas no se dejaron esperar. El mesero, algo apenado se acercó para recoger los platos sucios de la mesa aprovechando para distraer el embarazoso monólogo del filósofo. “¿No se le ofrece nada más Monsieur?” Pero nada podría haber distraído a Fabián de su estado. La idea que le había llegado como una noticia inesperada tenía poco a poco forma y coherencia. Había llegado como un ladrón inadvertido a robarle su tranquilidad. “¡Pero si esa es la respuesta!” Insistía hablando con la copa de vino. “¡Esa es la única forma de saberlo!” Por un momento se emocionó tanto que le pareció que una felicidad embriagante le llenaba todo el cuerpo. Pero así de emocionado estaba que no se dio cuenta que habían pasado horas desde que se estremeció tanto por aquella idea. Sin darse cuenta (e intentando pasar desapercibido) se levantó con rapidez para salir a la calle dándose cuenta que la tarde casi comenzaba. “Dios mío... No lo puedo hacer. ¡Sería una locura!” Se decía a sí mismo mientras caminaba de regreso a su estudio. La calles se hacían eternas, tediosas, aburridas. Nada en ellas le llamaba la atención. Ni si quiera la llamativa pelea que se llevaba a cabo en una esquina entre borrachos y estudiantes. En la cabeza del filósofo, ausente como una sonrisa en la guerra, sólo había una imagen que lo emocionaba y lo llenaba de una adrenalina que nunca antes había experimentado. Incluso disfrutó su estado anímico para guardarse el recuerdo y usarlo algún otro día, cuando más lo necesitara. Por pequeños momentos un golpe de conciencia le regresaba sus pies al suelo para asustarse y volverse a gritar “¡No! ¿Cómo se me ocurrió semejante locura? ¡Nunca podría hacer eso! ¡Olvídate de eso, imbécil!”
Se recargó en una puerta donde la sombra era acogedora. Se tranquilizó un poco y cansado de tantos pensamientos volteó su cara y recargó la frente contra la pared. Con los ojos cerrados murmuraba algo en voz baja. Sus brazos caían como pesados maderos junto a su cuerpo. Sus pies estaban cansados de caminar y le dolían lo bastante como para quitarse los zapatos y regresar descalzo hasta su casa. Alguien salió por una puerta que estaba a unos metros de él. Fabián movió su cabeza y miró de reojo una niña con un canasto casi tan grande como ella. Traía un desaliñado y enorme vestido rojo (seguramente no era de ella) y el cabello trenzado, muy bien peinado. Su carita alegre, sus ojitos azules y su gracioso caminar (pues arrojaba el vestido hacia delante con la rodilla a cada paso que daba) provocaron una sonrisa inesperada en la cara de Fabián. La vida le pareció que valía la pena vivirla. El sol creaba graciosas sombras en el piso con el balcón de la casa que se parecía una gran nariz en el suelo. Todo obtuvo una nueva valía. La niña se perdió en la esquina no sin antes aventar su vestido de nuevo provocando la risa a boca abierta de Fabián. Se quedó mirando el suelo rascando la pared con su mano derecha. Intentaba infantilmente dibujar la silueta de la niña en el ladrillo. Al terminar su dibujo, Fabián lo coloreó en su mente y según su apreciación, era el vivo retrato de aquella simpática niña que tanto le había alegrado el corazón. Ningún otro pensamiento le ocupó la mente por varios minutos más. Había un particular gozo en su alma.
Sin miedo a ponerse frenético, y por una extraña sensación de serenidad, pensó en aquella idea que minutos antes lo trajo casi extinto hasta esa pequeña calle. Su cabeza estaba despejada, ligera, sin molestias. Le llamó la atención la desenvoltura con la que creaba reflexiones. Fácilmente pudo tomar decisiones; revisó horarios, se imaginó planes, pensó en ayuda y buscó otras posibilidades...

Una o dos horas más tarde, cuando Fabián estaba en su estudio, escribía con seguridad y agilidad. Había prendido varias velas alrededor de su mesa de trabajo y la luz el cuarto estaba bastante iluminado. Todavía no era de noche pero con tantas velas el cuarto parecía estar vivo y aquello siempre aligeraba el trabajo de des Fourmes.
Un ligero viento entraba por la ventana (que no estaba abierta totalmente) refrescando el ambiente y obligando a bailar de vez en cuando las pequeñas flamas de un lado a otro. Des Fourmes tenía muy clara la “idea” que había cambiado su vida en tan poco tiempo. Le tomó unos cuantos segundos responderse a la pegunta: “¿Sería capaz de...? ¿En verdad lo haría...?”
Su mirada se fijó en el marco de la ventana. Le llamó la atención lo desgastado de la madera y el tamaño tan ridículo del cerrojo. En el pequeño borde que salía de la pared, hacia dentro del cuarto, se había acumulado el polvo y Fabián sintió un impulso infantil (pero más fuerte que su voluntad) de levantarse y soplar para quitarlo de ahí. Con la mente sopló pero nada sucedió. No podía concentrarse en lo que escribía, hasta se imaginó que la supervivencia de todos los seres en el mundo dependía de aquel absurdo soplido. “¡Quítame de aquí! ¡Deja lo que haces y quítame de aquí!”
El polvo le gritaba muy molesto al señor des Fourmes. Estaba muy tranquilo y acurrucado bajo la ventana pensando en otras cosas y esperando a que lo quitaran de ahí. En la cabeza de Fabián estos gritos se oían (según él) hasta la frontera de Italia y Austria “¿A qué hora me vas a quitar de aquí? ¡Deja lo que estás haciendo y sopla sobre mí!” Des Fourmes no aguantó más la interrupción, se levantó y sopló con tanta fuerza que los gritos desaparecieron de inmediato. Faltó un poco de polvo en caer, y con la mano, vengándose por la disparatada interrupción, Fabián lo arrojó al suelo alegrándose por el fin de la ridícula batalla...
Se quedó mirando por la ventana y afuera en la calle caminaban muy abrazados un hombre y una mujer que tiernamente se hablaban al oído. La imagen tan romántica lo incomodó sobremanera. “No puedo casarme contigo Fabián. No hay futuro tangible a tu lado...” fueron las ultimas y secas palabras que Dominika le dijo fuera de su casa. Tenía un retrato de “Donia” y su familia fuera de su casa en Katowice, Polonia. “Después de la ciencia y la naturaleza, tú eres la cosa más hermosa jamás creada por Dios” Era lo que siempre murmuraba a su oído. Y las blancas mejillas se ruborizaban tanto que no había color rojo que las igualara...
Con repulsión por todo aquello relacionado con el amor, Fabián intentó adivinar lo que la pareja se decía pero ninguna idea se acercaba a la realidad.
Como bailando un lento waltz, los amantes avanzaban despacio por la calle acariciándose con ternura.
Las sombras que los seguían por atrás y debajo de ellos también se abrazaban, se besaban y, desfigurados caprichosamente por la poca luz que había en la calle se dieron cuenta que Fabián los miraba interesados. La pareja siguió caminando pero sus sombras se quedaron donde estaban. Regresaron la mirada al hombre de la ventana. Fabián, muy intrigado se movió de posición para poder ver, por un costado de su ventana, que la pareja ya estaba varios metros adelante en la calle. Se mareó por un instante y se repuso. Regresó a su posición original y comprobó que las dos enamoradas sombras estaba ahí, abajo, haciéndole señas a Fabían como indicándole que abriera su ventana. “¿Es esto posible?” Se decía Fabián estremecido. Las sombras, al ver la inquietud de Fabián agitaron más sus manos y gritaron: “¡Abre la ventana Fabounique!” Al oír esas palabras Fabián quedó pálido y congelado como una estatua. “Fabounique” era la palabra con la que su mamá le llamaba de cariño cuando era niño. Se llevó la mano a la cara tapándose los ojos como queriendo desfallecer. “Dios mío, dame fuerzas” Dijo en voz baja. Pero los gritos de las sombras eran tan fuertes e insistentes que se oían por toda la calle. Intentó taparse los oídos queriendo oír su corazón, pero no podía oír nada más que los gritos de la calle “¡Ya Fabián! ¡Abre por un momento!” Con un movimiento rápido y enérgico abrió la ventana asomándose por ella “¡Que quieren! ¡Que quieren!” Gritó desesperado, vuelto loco por la compleja situación. Las sombras, al ver la mala actitud de Fabián quedaron calladas, murmurando entre ellas. La sombra que parecía ser del hombre dio un paso adelante y soltó la mano de su sombra mujer. “Tranquilo Fabounique” Pero Fabían lo interrumpió gritándole que no lo llamara así. “Como quieras Fabou... Perdón, Monsieur des Fourmes” La sombra mujer se tapó la boca aguantándose la risa como una niña. Su novio le indicó con una seña que se quedara callada y que no lo interrumpiera. Muy obediente la sombra se quedó parada como un soldado en guardia. “Seguramente me muero de la fiebre, contraje alguna enfermedad rara. Esto no puede ser...” Deliberaba Fabián al sentirse ridículo por estar mirando por la ventana y platicar con dos sombras. “¿Sabes? Pasábamos por aquí y decidimos... ¿Cómo explicarte esto sin reírme de tu cara de tonto?” Decía la sombra con burla. El corazón de Fabián golpeaba con tanta fuerza su pecho que con su mano izquierda siguió el ritmo de sus contracciones. Empezó a sudar y sintió frío por todo el cuerpo. Sus ojos no enfocaban bien y una gran debilidad le robó el equilibrio. Estaba a punto de caer cuando logró sostenerse de la ventana que se cerró de golpe por el peso de Fabián. “¡No te vayas!” Gritó la sombra “¡Quería sólo hablarte del nuevo restaurante que abrieron en la esquina de Rue la Foulie! ¡Fabounique! ¿me oyes?”
No aguantó más...
La ventana quedó entreabierta, la noche era negra, templada y limpia. Las velas se apagaron y en el rincón del estudio yacía desfallecido el cuerpo de Fabián como un títere sin dueño.












IV


“ Martes 22 de Junio de 1821

No hay nada más cercano a la verdad que el conocimiento propio. La Verdad siempre se mantendrá a distancia nuestra por su propia naturaleza. Ninguna mente humana podrá jamás captar la Totalidad, es un hecho irrefutable. Nuestra única herramienta son los sentidos mediante los cuáles tenemos un acercamiento constante e innegable sobre el mundo que nos envuelve. Un mundo cada vez más transparente para nuestra mente traductora.
Los sentidos se agudizan cuanto más cercanos están al límite de su naturaleza práctica. Es decir, en el caso de alguien que está peleando en la guerra, sus sentidos de la vista y en todo caso el auditivo, serían los que predominarían a los del gusto, tacto y el olfato. Los sentidos no se anulan pero simplemente el momento demanda que unos estén más prestos que otros. Es tan sencillo como pedirle a alguien que agudice su oído al darle a probar un pastel de nuez. ¿Cuál sería la necesidad de tener un oído agudizado cuando es el gusto y el olfato (y en cualquier caso la vista) de quien depende nuestro juicio valorativo? Un ciego, al perder esta capacidad visual básica, potencia sus demás sentidos para la supervivencia propia. Y más en el caso de quienes no tienen ayuda para sus necesidades básicas como el conseguir alimento y ropa.
Si bien la sentencia aristotélica “nihil est in intellectum quod prius non fuerit in sensu” es una verdad irrevocable, mi pregunta es simple: ¿Hay algún momento en el que todos nuestros sentidos se agudizan y estén al máximo de su naturaleza?¿Podríamos sentir que el conjunto de nuestros sentidos nos da un momento de inalcanzable adrenalina? Si pudiéramos tomar los sentidos exaltados de un soldado en batalla, el olfato agudizado de un experto en vinos, el oído privilegiado de un músico y el tacto refinado de un artesano ¿qué obtendríamos? ¿Cómo lo captaría la razón humana? ¿Habría hombre que resistiera semejante torrente de emociones? ¿Podría un hombre volver a ser el mismo después de semejante experiencia?
La respuesta a estas preguntas me lleva a plantear mi experimento....”

No había nadie en la Plaza Greville a las 5 de la mañana. París todavía dormía y la luz del amanecer se mezclaba con la obscuridad de la noche que había terminado. Amanecía y la temperatura era agradable. Un magnífico día de verano europeo.
Todos los edificios alrededor de la Plaza parecían dormidos, como cerrando sus ojos apretados unos con otros. El sol todavía no calentaba sus techos grises. Roncaban serenos esperando que a sus pies aparecieran los mercados rodantes, los niños que corren y las carretas que vienen y van alrededor de toda la plaza.
Alguien salió caminando por una de las calles de la esquina de la Plaza. Era un hombre vestido con un pantalón negro y una camisa desaliñada, sin fajar. Cualquiera hubiera pensado que durmió con esa misma ropa o que llevaba días usándola. Al caminar por aquel gran espacio abierto, rompiendo el silencio que despertó a las palomas que dormían tranquilas en los repisas de los edificios, Fabían avanzó despacio hacia el centro de la plaza. Tras la fuente del centro (una compleja y extraña musa esculpida por un italiano) estaba lo que según él concluía sus estudios.
Sus piernas se movían por la inercia que provocaba la emoción, el ansia. Su “idea” le hablaba al oído “Sólo así dejarás huella en la humanidad, en la historia de la filosofía” Sus ojeras eran enormes. Seguramente Fabían no había dormido en días. Era una pobre imagen de lo que era meses atrás.
Las palomas lo miraban con indiferencia aterrizando unas cerca de él esperando una migaja de pan o algo que robarle para comer. Pero Fabián avanzaba decidido a la pequeña construcción de madera que le esperaba atrás de la fuente. Era un día perfecto para la exposición de su “idea”.
Nadie ni nada en el mundo adivinó que Fabián des Fourmes había decidido morir en la guillotina.
Una vez que llegó a la plataforma, miró a la imponente obra de arte. Se veía enorme y al mismo tiempo distante. El sol empezaba a iluminar las partes altas de los edificios y el cielo estaba despejado. Subió el primer escalón y por un momento sus pies dudaron pero continuó llevado por una fuerza que lo empujaba hacia arriba del tablado.
Una vez arriba, Fabián sintió que la altura del patíbulo le daba una nueva perspectiva de la Plaza. Se imaginó cómo se oirían cientos de voces gritando al unísono “¡Muerte al reo! ¡Quítenle la cabeza!” Se impresionó tanto que se asustó. Pero el experimentó empezó a funcionar... Su pulso se aceleró y el sudor empezó a presentarse por su nuca y sus manos. Junto a él, la gran navaja permanecía quieta, inmóvil y sin vida. “¡Ya! ¡Acabemos con esto!” Algo se posesionó de Fabián pues en segundos jaló de la cuerda con ambas manos para que la navaja llegara hasta su punto más alto. Una palanca accionaba la caída y sin más Fabían tiró de ella para observar excitado que tanto tardaba en caer y con que fuerza lo hacía. El sonido lo reconoció y el ruido de la navaja al chocar con la madera asustó a más de 12 palomas que picoteaban el suelo cerca de ahí. Su respiración se agitaba y el sudor hizo que tirara más de dos veces la cuerda para colocar la navaja de regreso a su lugar.
La gente vitoreaba la decisión del Alguacil, el sol iluminaba toda la Plaza Greville como si Dios quisiera atestiguar todo lo que ahí sucedía. El verdugo sonreía irónicamente listo para cumplir su deber y un sacerdote que rezaba cerca le aconsejo arrepentirse de sus pecados antes de regresar a los brazos de Dios. Fabían en verdad disfrutaba todo aquello. Podía oler el sol que rebotaba en el suelo de la plaza, podía casi saborear el morbo con que la gente pedía su cabeza, sus manos acariciaban la madera y por primera vez notó que la madera era más suave que las mejillas de un niño. Desde ahí, hincado con su cabeza entre dos maderos y bajo el resplandor del metal que ansioso esperaba la caída, Fabián miró con desprecio al resto de los ahí presentes. Su corazón palpitaba y a sus latidos él los oía como cañonazos de guerra; su boca entreabierta tragaba todo el aire fresco de París y lo convertía en balbuceos de un hombre listo para morir. La gente gritaba cada vez más fuerte, el Heraldo finalmente terminó la sentencia “... y por ésta única razón, se decreta que Fabián des Fourmes debe morir por la guillotina...” y diciendo esto la muchedumbre se alteró tanto que el griterío era ya insoportable. Por un instante creyó ver a una de las sombras con las que había discutido días atrás, reconoció a Jean Guy por entre los niños que aventaban piedras y vegetales podridos, Dominika lloraba desconsolada en el hombro de un señor que la acompañaba. Todo París se había citado para ver la ejecución de su más grande pensador. La luz en la Plaza era completa. Ninguna nube se atrevió a pasar por ahí para taparle la vista a Dios. Tanta era el ansia por todo aquello que Fabían casi se desmaya. Cerró los ojos e imaginó lo que seguía. “¡Debo estar loco!” Gritó. Un pánico abrasador se apoderó de su alma. Intentó quitarse el madero que presionaba su cabeza contra la base de la guillotina pero no pudo. “¡Ayúdenme! ¡Ayúdenme!” gritaba desesperado mientras golpeaba la madera para que se aflojara. “¿Qué he hecho? ¡Estoy enfermo! ¡Ayúdenme aquí!” Sus gritos en realidad sonaron muy fuerte pero a él le parecieron muy tenues. Sentía que la garganta se le quebraba y su desesperación crecía más y más. Sus manos golpeaban y golpeaban la madera que él mismo había colocado en su cuello. La gente comenzó a gritar “¡Se quiere escapar! Mátenlo antes que se escape! ¡Tiene miedo!” Sintió un odio incomparable con todos aquellos y deseó con todas su fuerzas que se pudrieran, nadie lo quería ayudar y la risa de algunos lo enfurecía aún más. “¡Malditos! ¡Todos son unos malditos! ¡Quítenme esto de encima!” Pero nadie acudía en su ayuda.
El verdugo hizo lo propio.
La pierna de Fabían golpeó la palanca que con dificultad detenía la hoja de metal en lo alto.
Un segundo tuvo para mirarse sólo, como un tonto, con una plaza vacía, con una idea estúpida, con una muerte tan absurda.
“...ahora entiendo todo...” dijo.
Una cabeza rodó por las escaleras de la plataforma hasta chocar con la fuente. Sus ojos quedaron abiertos como mirando al cielo y evaluando sensaciones que nadie, más que los muertos, pueden concebir...

La plaza Greville quedó en silencio.
Un silencio tan agradable que Fabián des Fourmes ya no pudo disfrutar.

Texto agregado el 24-05-2007, y leído por 179 visitantes. (0 votos)


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