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Al fin y al cabo las palabras, de tanto hostigarlas, se me acaban dando la vuelta como insectos patitas arriba. Otras veces es esa zozobra de ir saltando de parche en parche por un tapiz que se teje y se desteje cada día. O el descubrimiento de tapaderas que escondían agujeros-tobogán, ese posible reverso de las cosas, esa visión permeable del mundo desde el corazón mismo, desde la caída al fondo del agujero. Ya de vuelta a la superficie, qué alivio al hacer una comprobación sumaria y convencernos de que todo ( que casi todo y ese casi se instalará en la espalda o el estómago), que todo sigue expuesto en su sitio, calzado en una definición, dejándose enumerar cómodamente en cualquier momento. Signo y metáfora, esos puentes impensables de las cosas a la lengua. En un acto de fe recitamos el catálogo. Recordemos: mesa, lápiz, cubilete, peonza, etc. Parecería que el mundo es el escaparate sintáctico que lo muestra. Nombrar las cosas, las personas, traerlas a nuestro lado. Ir tapando agujeros, barajando sílabas, intentar de a ratos esos malabarismos semánticos que buscan transformaciones efectivas de la realidad. Sema, zapil, biluquete, peon-za-peon-za-peon... Lo terrible, lo problemático, es constatar cómo la realidad se nos transforma y desplaza de continuo y las palabras apenas le van a la zaga. Cuando queremos darnos cuenta ¡plaf! las ventanas abiertas de par en par a nuestra espalda, una corriente intrusa que nos eriza el cogote. La cosa va en serio. Se despliegan paraguas de urgencia, pero ya es el desajuste, la filtración, el pequeño drama cotidiano y los paraguas para tirar: manojo inservible de varillas artríticas y jirones de lona cuarteada, cuando la lluvia arrecia y más falta nos harían para guarecernos. Yo que llevaba un tiempo récord sin reabrir el paraguas Helena y había cubierto buen trecho de la etapa de las lamentaciones: tú ya no estás, ya no vas a volver, para qué reiterar un nombre que ya no nombra nada y demás elegías estacionales. Ya no me importaba, era casi un acto heroico andar expuesto a la cellisca. Y ahora el reencuentro e incapaz de acordarme de tu nombre y qué vergüenza, Helena. Ibas a pensar que te había olvidado, que total era cuestión de tiempo olvidarte (lo que demostraría lo fútil e insano de aquel alud hormonal que entonces), porque ya se sabe que el tiempo todo lo cura y todo locura. Pero recapitulemos: mi parábola bienintencionada de parches, paraguas y, en suma, de carencias afectivas, venía a cuento para explicarte de alguna manera, para justificar que nunca el olvido, pero, entiéndelo, sí la renuncia a ti, saltarme razonablemente la ceremonia melancólicomasturbatoria del paraguas Helena y similares. La renuncia de puro agotado, primero, y paulatinamente la aceptación, el ingreso en vida insípida de cenas fiambre con vino y veladas cinéfilas o cómo ahogar las penas en la nocturnidad y el alcohol. Y algo de autocompasión, también (no era fácil librarse de la escena de la lluvia, había que apechugar con los momentos de flaqueza y calarme muy digno yo hasta los huesos, ir cubriendo etapas cuesta arriba). Al fin y al cabo, tu nombre nunca ha sido más que palabra sobre agujero. Al fin y al cabo las palabras. Al fin y al cabo.

Texto agregado el 30-05-2007, y leído por 65 visitantes. (0 votos)


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