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LA CORONELA
Epilejoremor

—¿Te acuerdas de La Coronela, hijo?, anoche televisaron la ceremonia en que el Presidente Échebirria la ascendió a generala, es la primera mujer que alcanza este grado en el ejército nacional. Estaban presentes su esposo, que apenas llegó a teniente coronel, y su única hija, una mujer joven que ¡cómo se le parece! El panegírico ceremonial lo hizo tu hermano; la describió como si de veras fuera muy muy. Como cuántos años tendrá, cerca de sesenta ¿no?, ¿la viste?, lucía joven pero no contenta; seria o formal pero triste, aunque no tanto como tú, ¿por qué siempre estás triste, Feltón?

No recuerdo qué cadete me invitó aquel día de febrero a mi primera fiesta de ambiente militar en La casa de la loma, creo que Otón, pero han pasado tantos años que no estoy seguro; apenas cursábamos el primer semestre en La Médico, pero me sentía a gusto entre uniformados, cosa de familia, porque mi difunto padre fue médico militar, y como dicen: de casta le viene al galgo, sólo que en este caso somos dos galgos: Isaak y yo.
Debido a que aún nadaba en la buena ropa civil que me regaló mi hermano y no tenía mejor atuendo qué ponerme, me presenté uniformado de caqui, con corbata y botines pero sin cuartelera ni chamarra porque ya habían empezado los calores fuertes. Ni siquiera me llevé la pelerina, con lo que me gustaba andar encapotado.
La fiesta estuvo concurrida y bulliciosa, toda la tropa bailaba y cantaba desinhibida, ni parecían militares.
Excepto aquella señora pecosa y bocona, la más alegre, la más guapa y buenota, los demás asistentes iban impecablemente uniformados como para desfilar, hasta me sentí incómodo. No había uno, sin distinción de género, que no fuera oficial de rango y que no estuviera escoltad@ por otro del sexo opuesto. Por la confianza y familiaridad que se manifestaban, en especial entre ellas –mayoras, capitanas, y una que otra tenienta–, era evidente que llevaban mucho tiempo fraternizando.
Como no conocíamos a nadie, al menos yo, después de una hora no habíamos bailado una sola pieza, "y con quién, si todos trajeron su pareja; nomás viniste a ver, idiota"; y como no soy bebedor...
Otra sinfín media hora se evaporaba y otra vez me cuestionaba qué carajos vine a hacer donde no tenía un solo conocido, cuando alcancé a oír a Otón, "mejor nos vamos, mano, ya sé qué pretexto voy a darle a mi mayora, Berta Glo... ", en el preciso instante en que me abordó la bocona, diciendo: ¿tú eres Del Rocío, verdad?
Era más que morena, prieta como yo, y bastante más alta. Su cuerpo, que sin disimulo era admirado por nosotros y envidiado por ellas, hubiera sido la envidia de Tongolele, aunque para mi gusto resultaba exuberante de los pechos; la cabellera negra, también tongoleliana, a pesar de lo abundante, larga y ondulada no alcanzaba a disimular del todo las extravagantes y tupidas pecas que aprietaban más sus hombros y espalda desnudos; su nariz, fina y hundida como albardón, coronaba una boca más que grande y abultada; las cejas y pestañas eran tan espesas y perfectas que parecían artificiales; sin embargo, fueron sus enormes ojos negros, escrutándome hasta el alma, los que me ofuscaron.
"Ssí, ¿la conozco, mi Mayor?", le contesté tartamudeante e hipnotizado al tiempo que me cuadraba en ridículo acto reflejo; y creo que si la pregunta hubiera sido ¿tu eres marica, verdad? hubiera contestado igual. "Deberías de... ", repuso, al tiempo que cogía mi mano izquierda, liaba mi derecha en torno a su delgada cintura, me tomaba con elegancia por la nuca, y decretaba: "ven, vamos a bailar, estás que das lástima". Luego luego comenzó a contarme de su vida, muy ligada a la de mi hermano Isaak.

—[...] fuimos novios desde la secundaria, habrás oído hablar de Berta Gloria, en tu casa [...] qué me cuentas de Isaak: ¿todavía está destacamentado en El Uno? [...] de inmediato te reconocí en la unidad medica, cuando te valoramos la primer semana de clases [...] oye, bailas igualito que tu hermano, ¿eh? —mientras, desde el pequeño acetato de cuarenta y cinco revoluciones, Benny Moré averiguaba con euritmia única: "¿Miguel, Miguel, qué tiene Miguel?".

—[...] para que lo sepas y te sirva de ejemplo, como médico era el segundo de la generación, y como militar fue el tercero [...] a pesar de nuestros planes de matrimonio, en un arranque de sinceridad me pidió liberarlo del empeño de su palabra [...] se sentía menos que yo ¿tu crees?, quién sabe de dónde sacó esa tontera; [...] le dije que eso me parecía más pretexto que [...] nunca he querido a nadie tanto como a Isaac [...] de habérmelo pedido, estaba dispuesta a olvidarme del ejército y la profesión para dedicarme a su cariño —en tanto, en perfecto dúo fraterno, Tony Camargo y El Sonero Mayor lloriqueaban: "en esta do-lo-ro-sa, des-pe-di-da".

—[...] que sería injusto privarme de todo lo que, según él sabía, el futuro me tenía reservado [...] "lo hago por ti", me dijo [...] nuestra relación fue siempre respetuosa [...] tuve que aceptar la nueva realidad [...] oí que se casó con la boba de, ¿cómo se llama? —Tere, le dije. [...] sí, esa tonta convencional —"Dile a tu nuevo querer", se conformaba, en complaciente Mi mayor, Virginia López.

—[...] casé con Ariel, el Cid Campeador de nuestra generación [...] no funcionó pese a nuestros sinceros esfuerzos por [...] después de seis años y sin un solo embarazo, él se desesperó y terminó yéndose a la guarnición de [...] sin pleito, sin divorcio, sin adiós [... ] ni siquiera nos escribimos. Y tú, ¿qué planes tienes?

Sin preocuparse de la chacota cuartelera con que la puyaban las oficiales de su rango, en vista de nuestras diferencias en edad y jerarquía —conmigo no se metieron tal vez por ser subordinado—, me mantuvo a su lado el resto de la noche, bailando; sólo dejamos de hacerlo durante el rancho, cuando atendió con distinción mundana a cada uno de sus invitados, y aunque yo no era uno de éstos, me hizo sentir el más importante. Para entonces ya no había bromas y hasta comenzaron llamarme por mi nombre, dejando de utilizar el "cadete", que en sus bocas sonaba a paria.
No sé cómo hizo para despedir hasta el último de sus huéspedes sin que nadie hiciera comentarios alusivos al hecho de que terminaríamos quedando solos, lo cierto es que, al amanecer, bailábamos solitarios y "como enamorados". Esto nada más lo conocía de oídas, porque nunca antes lo había experimentado; de pronto, cuando no me lo esperaba, decidió que ya era tiempo que me fuera, de llevarme a casa, y así lo hizo.
Me introduje con sigilo para no alarmar a mi Viejita; sin el menor ruido entré a mi cuarto y, a pesar del desencanto o frustración, cuando me metí a la cama sentí una conciencia nueva y exclamé un espontáneo: ¡qué vivac!. Mi madre acudió a ver si algo me pasaba.

El lunes siguiente llegué a La Médico con la loca esperanza de que Berta Gloria me buscara desde temprano o al menos por la tarde, porque yo jamás osaría hacerlo; pero los segundos sin verla se fueron apilando hasta formar un ejército tan grande como mi desengaño. Cerca ya del toque de silencio, me sentí mal y fui a la Unidad Médica —"jamás osaría hacerlo".
–¿Por qué vienes tan tarde y dónde estuviste todo el día, qué no merezco ni un minuto de tu tiempo? Estaba a punto de ir por ti, a buscarte a tu compañía —me dijo con cariñosa superioridad.
Aparentando ante el mundo mera casualidad, el martes nos encontramos en la cafetería; el miércoles, y durante los siguientes tres meses nos vimos a diario sin fingimientos ni falsas eventualidades. Éramos lo único importante para el otro.
Hasta dejé de ir a mi hogar los fines de semana, y cuando algún sábado el remordimiento me arrastraba a quedarme con mi vieja y solitaria madre, el domingo llegaba Berta Gloria temprano, me tocaba el claxon y, sin importar qué estaba yo haciendo, salía loco de embriaguez y con pies de Mercurio a su anhelado encuentro; en subiendo al jeep me atraía a su lado y salía disparada a la casa de la loma, donde siempre tenía preparado algo especial para mí o para ambos. Nunca aceptó visitas durante nuestros fines de semana, juntos.
Su casa, alineada en medio de otras dos, remataba el promontorio que en la colonia conocíamos como La loma, y no había más casas enfrente, detrás, o a los lados; semejaban una encumbrada fortaleza edad mediera. En esos días de secas primaverales costaba trabajo ascender con seguridad por la supuesta calle de arena y graba sueltas que ascendía ondulante hasta las tres casas. En la noche, la única luz en toda la loma era la de su pórtico: un foquillo como todos los de la colonia, macilento y pobre: la luz de los colgados que tendían desde muy lejos sus propios cables, raquíticos como la esperanza de que algún día la compañía de luz se acordara de muestra colonia.
No sé cómo lo supo o intuyó mi madre, tal vez vio cómo me premiaba con un beso el día que la conocí, cuando que me fue a dejar de madrugada a casa —las madres no duermen. Lo cierto es que apenas había pasado un par de fines de semana con Berta Gloria, y ya mi Vieja mostraba su preocupación.
"Ay Feltón, por favor no vayas a volarte, hijo. ¿Qué no sabes que esa señora tan vulgar es casada?; sabrá dios qué hizo para que la dejara el Mayor Ariel, tan buen mozo, buen hombre y tan buen amigo de tu hermano. ¿No sabes que esta... Coronela —por segunda vez mi madre se refería a ella usando el burlón sarcasmo—, fue novia de tu hermano desde adolescentes hasta terminar Medicina, y que a pesar de tanto año de relaciones Isaak prefirió, ¡bendito Dios!, casarse con Tere para ser feliz? Algo les ha de hacer esa mujer para que los hombres la abandonen sin miramiento y para siempre; además, te lleva por lo menos diez años, Feltón, está muy corrida ¡y es tu superiora! ¿Sabes qué se dice en la colonia? que es una robachicos, que va a hacer de ti lo que no pudo con Isaak ni con Ariel; que te dio toloache con pólvora, y que..."
Pobre de mi Viejita, no tenía la menor idea de quién era Berta Gloria, aunque pensándolo mejor, pobre de mi trompuda por carecer de capacidad o interés en proyectar lo mucho que valía, ¡que vale!. No he conocido a nadie que tenga su talento para integrar lo profesional, social, cultural y militar en tan perfecto balance, ni Isaak, con ser tan brillante. Y en cuanto a lo sexual... bueno, creo que mi opinión sería subjetiva, me falta experiencia, sólo a ella he conocido.
Fueron los tres meses más felices de mi vida y ella lo supo porque soy transparente. Pero lo que me colmaba hasta la embriaguez era saberla más dichosa de lo que fue con mi hermano o con Ariel; tanto, que las veces que parecía estar meditando en voz alta, era como oír su alma en confesión: "cuando Isaak desertó, di por seguro que jamás volvería a enamorarme; luego me casé con supermán, esperanzada en aprender a amar a otro hombre excepcional, y se desmoronaron mis últimas ilusiones; y de pronto aparece un verdadero varón con disfraz de niño, para esta renegada sin destino, para mí sola".
Lo único que me angustiaba era su rechazo a mis planes de un futuro compartido. "No Negrito, tarde o temprano me tienes que dejar y no puede ser de otra manera porque eres un niño casi virginal; te llevo quince años, ¡imagínate si nos uniéramos!: cuando tú empezaras a madurar, cuando apenas estuvieras terminando Medicina, serías una joven promesa atado a una cuarentona decadente y estéril, te aburrirías, y con razón y derecho buscarías a tu pareja definitiva". Era lo único.
Mis fines de semana francos ya no eran para la sufrida Vieja, porque desde el sábado me iba sin titubeos a la casa de la loma, siempre con una rosa, robada, en la mano.
Aquel último sábado me tocó zapar en los jardines y prados de La Médico, faena que aproveché para, imprudente, cortar un floreciente botón de cada rosal y ocultarlos en la camisola sudada que cargaba bajo el brazo al regresar a los dormitorios. Al salir del plantel, y aunque fue arriesgado, llevaba escondido un verdadero ramo. Antes de entrar a nuestra colonia militar, compré un pliego de papel de China para exaltar la ofrenda a mi diosa, a ella, a quien ya consideraba mi mujer.
Comencé a subir la loma a la oscurecida, tanteando, patinando por la arena y graba sueltas. Cuando faltaban pocos metros para llegar a la primera de las tres casas oí su voz profunda "...pues estás muy equivocado, Ariel, nada te da derecho a..."; y un vozarrón que le contestó: "soy tu marido Berta, y ni mil años... ". Al llegar casi frente a la casa vi un uniformado muy alto, recio y de amplias espaldas que la eclipsaban por completo, si bien no daba la impresión de agresividad. Berta Gloria me intuyó y, levantando la voz más que nada para mis oídos, le dijo: "entra Ariel; pero esta no es tu casa".
En ese momento se desgranaron los truenos del rayo que había estallado medio segundo antes, iluminando el escenario y apagando la única candileja: el foquillo de su atrio. Y, junto con los estruendos, se desgranaron sus rosas, los gruesos goterones del aguacero, y mis lágrimas. Yo alcé la cabeza, no tanto para ver la imperiosa tormenta, cuanto para enfriar con su torrente las quemantes gotas amargas que, como mercurio ardiente, me llagaban cara y pecho.
Cuando llegué a casa de mi madre, temblaba aterido como neonato desnudo a la intemperie, sabiendo que mis tremores nada tenían qué ver con mi uniforme escurriendo y mis botas anegadas. Apenas me vio, la pobre Vieja creyó entenderlo todo; claro vi en sus ojos un conmiserado "te lo dije, mi hijito"; pero en lugar de pronunciarlo comenzó a desvestirme, a secarme y a llorar conmigo.
Al otro día, como cualquiera de los pocos domingos que no amanecí con ella, llegó por mí y me llamó con el claxon. "Ya vino esa... Coronela, a chingar la borrega —¡única vez que oí a mi madre usar palabrotas!– no salgas Negro, yo la voy a echar". Pero salí igual que siempre, corriendo, aunque cada torpe zancada magullaba mi cuerpo como si me estuviera pasando por encima la caballería. Trepé, cerré la portezuela y Berta Gloria, sin mover el jeep y con la cara deformada por el sufrimiento de toda una noche, habló:
"Lo viste. Me dijo sin rencor, aunque con resentimiento, que sabía todo acerca de lo nuestro; me dio la impresión que fue Isaak, a instancias de tu madre, quien lo puso al tanto y le suplicó intervenir para terminar con esta situación pecaminosa; me propuso reconciliarnos y olvidar esta locura mía, hasta ofreció, por su honor, que jamás haría un solo reproche porque él también se sentía culpable de este equívoco e insistió una y otra vez en que volvía por lo que es suyo. Le contesté que nunca nos hemos ocultado de nadie y menos de tu familia, que no me sentía loca ni culpable de ser feliz, que si perteneciera a alguien sería a ti, y que llevaba un hijo en las entrañas. Sí, mi niño, voy a ser madre de un hijo nuestro".
"Entonces no hay problema, te divorcias de él y me caso contigo; claramente lo dijiste a Ariel, es mi hijo".
"No; no es tuyo, es nuestro; y lo mejor para él es vivir con su madre; y lo menos malo y más seguro para su madre y para ti, es renunciar a... "

—¿No me oíste Feltón?, que si viste a La Coronela en la tele. ¿Por qué siempre tan distraído y tan triste, hijo?, necesitas compañía, buscar novia, ¡casarte! ¿Qué no piensas darme un nieto?

Texto agregado el 28-06-2007, y leído por 474 visitantes. (0 votos)


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