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Inicio / Cuenteros Locales / perfumedeazahar / El asesino y su Dios.

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Se regocijaba ya mi vista con la espesa y animal sangre de la centésima víctima que hubo de caer ante mí. El cuchillo, el arma asesina, parecía igualmente complacido con este evento tan especial en la vida de una pobre persona que, de todas formas, hubiera muerto tarde o temprano. La angustia que carcome al ser humano sobre el modo de su muerte realmente se encuentra más allá de toda explicación racional, pues una vez detenido ese horrible latir de corazón que va marcando el tiempo que nos resta de vida con un compás de mortal espera, nada sentirá ya nuestro cuerpo físico y no tendremos por qué lamentarnos.
Abandoné entonces la casa donde la muerte acababa de recordar a la vida cuán corta y efímera es, y me di a la fuga. Como una malvada serpiente que trama macabros planes diabólicos, subrepticiamente me deslicé por oscuras y solitarias callejuelas, quedando así mi castigo librado solamente a mi conciencia, la cual yo mismo me había encargado de insensibilizar. El cielo se presentaba particularmente alegre esa noche, como si un sol invisible continuara irradiando su mágica luz por todo el cosmos. Los edificios, cuyos aspectos más malignos se resaltaban con la sublime oscuridad, parecían entidades siniestras y amenazantes que podrían absorber todas las cosas positivas del mundo, como gigantescos agujeros negros.
De repente, salió a mi encuentro un hombre totalmente cubierto por un abrigo que más bien parecía ser una manta, tan grande y alta como una cobija. Me ordenó detenerme, utilizando para lograr su propósito un arma prodigiosa, de fuego. Sin otra alternativa, me resigné a escuchar lo que fuera que tuviera que decir, porque era claro que me diría algo importante. Guardó el arma, se disculpó y expresó que necesitaba de mis servicios
Realmente, esta era la primera vez que alguien me abordaba mediante un proceso tan descabellado. Quienes solicitaban mi servicio siempre habían sido personas que, de algún modo, se relacionaban con el bajo mundo y me conocían como a un compañero, un amigo. Pero este tipo lo había hecho todo con un método que no me dejo lugar a dudas acerca de mi opinión con respecto a él: era un hombre honesto que había sufrido un percance y buscaba destruir a su enemigo, aunque sólo fuera por un acceso de ira temporal, pues no podía pensar debido a su ataque de cólera. Un tonto que se enoja por cualquier estupidez que le ocurre un día y ya cree que será el fin del mundo.
Entonces, a medianoche y en una calle desierta, dialogamos fructíferamente. A cualquier espectador casual le hubiéramos parecido un par de locos que hablan de sus locuras. Pero no. Éramos mucho más peligrosos que eso. Estábamos tramando un asesinato. Influiríamos crucialmente sobre la vida de un ser humano.
La víctima, en cuestión, se trataba de un párroco. Al parecer, dicho párroco había mencionado algo muy desagradable que atentaba contra la creencia de mi cliente, y por cuestión puramente religiosa debía ser destruido. Acepté el trabajo, pues me ofreció una excelente remuneración, y planeé matarlo esa misma noche. Sólo debía volver a mi casa a seleccionar otra arma (pues un asesino jamás mata dos veces consecutivas con un mismo objeto) y me dirigiría directamente a la casa del “padrecito".
Ya en mi dulce morada, cuyo agradable olor preservaba esa sustancia de hierro recién trabajado, me senté a observar por la ventana cuán amplio es el mundo. Pensé que si cada uno tuviera que matar al otro por la más pequeña cosita que quizá accidentalmente se abrió paso en acciones o hechos, el mundo sería un completo infierno, un caos total donde ni siquiera el más fuerte sobrevive.
Estremecido pero a la vez satisfecho con esta contemplación, fui al panel donde colgaban, como magníficas y relucientes joyas, todo tipo de armas blancas. Espadas, sables, puñales, cuchillos, todo estaba allí. Me detuve a reflexionar sobre qué sería lo más agradable y estético para la muerte de un hombre que se apega a doctrinas religiosas. Entonces la respuesta vino a mí como un repentino y potente rayo de luz: un cuchillo cuyo motivo de creación haya sido religioso.
Desenvainándolo de su pequeña funda de cuero, lo sostuve sobre mis manos, sintiendo su peso reconfortante acompañado de una energía benigna y purificadora. Era perfecto para la ocasión.
Corriendo fuertemente muchas cuadras, deteniéndome a veces y ocultándome entre sombras para sentirme mas seguro, llegué al edificio donde habitaba el maldito hombre, y lo observé detenidamente. Se trataba de una casa muy alta, no de dos pisos, y con una puerta débil, de madera simple y sencilla. La pared se presentaba como una pared común, construida con ladrillos y luego revocada. Las persianas que protegían las ventanas que daban al exterior parecían haber sido reforzadas y además estaban cubiertas por un enrejado poderoso. Sin pensarlo dos veces pateé la puerta, que se deshizo en pedacitos, y entré.
Creyendo conveniente actuar lo más rápido posible, dado el ruido ocasionado por la destrucción de la puerta, recorrí rápidamente toda la casa, a paso asesino e impasible. Al parecer no había nadie ni a lo largo ni a lo ancho de toda la construcción, y me frustré demasiado porque la policía no tardaría en llegar, seguramente avisada por algunos vecinos desgraciados.
¡Malditos vecinos! ¡Maldito mundo!. “COMO NO…” y descuarticé una botella de plástico que casualmente estaba a mi alcance, sobre la mesa. Entonces, oí un ruido y volví a sumergirme en las sombras. Se escuchaban pasos débiles, y una voz que murmuraba “Seguramente las ratas están merodeando por la cocina… deberé llamar al exterminador un día de estos”
Lo esperé pacientemente desde mi ventajoso escondite. Atribuir a una rata el sonido de un potente golpe no es señal de un buen oído, o implica simplemente una negación psicológica. Como sea, yo estaba listo para lanzar el zarpazo cuando de pronto… ¡Aaaaaagh!.
¡El padrecito había descubierto la trampa y luego tomado un cuchillo de cocina, lanzando tontos cuchillazos al aire de un modo lamentable!
Salté como una fiera y lo tomé del cuello, listo para escindirle la garganta, y me pegó con su codo. Antes de poder equilibrarse, el pobre hombre ya tenía dos cortes profundísimos en ambas piernas. Sin embargo hizo otra tentativa de golpe y falló, cayendo pesadamente. Dirigí como un rayo mi puñal a su nuca, pero en ese transcurso de tiempo el tiempo mismo se paralizó. No había ninguna clase de movimiento y mi arma comenzó a brillar hasta llegar a una potencia tal que me encegueció.
Cuando recuperé la vista, todo a mi alrededor era de color negro. No se veía nada más que la inmensa e insondable oscuridad que me rodeaba. Empecé a intentar averiguar dónde diablos estaba, cuando apareció el párroco diciendo “Este es el paraíso, hermano. Todos somos bien recibidos aquí. Nuestros pecados fueron removidos”. Si bien jamás se me ocurrió pensar en el paraíso como un vacío infinito, supe que debía asesinar al “la paz esté con vosotros…” y le di una golpiza, dado que mi arma había desaparecido. A cada golpe el tipo sangraba más y más, diciendo “No, por favor, no…” “Aaahhh”. y llorando mucho. A cada instante sufría más y más y más, sin mencionar que su rostro ya era irreconocible.
Por increíble que parezca esto, me quedé allí golpeando primero sus órganos, luego sus huesos y por último su cerebro y corazón. Fue mucho tiempo el que me llevó desintegrarlo por completo, y mientras lo hacía resonaba un gemido que parecía ser una reproducción del sufrimiento exacto que hubiera sentido el párroco de haber estado vivo. Ya se imaginara el lector como lloraba mientras le pateaba el corazón y se lo pisoteaba.
Ninguna de sus súplicas me enterneció jamás ni siquiera por un instante. La humanidad había desaparecido de todo mi ser, y ya no era más que un asesino sanguinario totalmente insensible.
La ilusión desapareció y finalmente mi arma se clavó en su nuca. Me sentí más puro que nunca y escuché una voz en mi interior que decía: “Has recibido la aprobación del verdadero Dios para ejecutar su tarea, que consiste en arrasar a los humanos sin compasión para que todo el universo vuelva a ser exclusivamente suyo.”.
En este momento, todavía estoy buscando el arma indicada…

Texto agregado el 26-12-2007, y leído por 82 visitantes. (0 votos)


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