“Un dia de mierda”
Hay ocasiones que nos planteamos nuestra existencia, otra que lamentamos nuestro destino y otras en las que maldecimos nuestra suerte. La gente corriente vive en una constante de rutinas circulares salpicadas de gotas de momentos inolvidables, de pequeños tesoros de supervivencia. Pero hay días que no…
Hacía algún tiempo que Enrique esperaba este domingo con impaciencia. Tenía ya pensada la ropa que iba a llevar, la corbata que iba a usar e incluso la colonia que se iba a poner, se recortó el pelo el sábado por la mañana. Compró una camisa y una chaqueta nueva e incluso se afeitó la barba. Era la comida en conmemoración del décimo aniversario de la promoción del 97, y estarían todos sus compañeros de la universidad, incluida Verónica.
El día anterior tuvo una discusión con su mujer, Rosario, que no quería que fuese a la comida, pues sabía que su ex-novia estaría allí. Ella tenía la idea de que Verónica aún sentía algo por él y trató por todos los medios de convencerle para que no fuera, incluido el manido chantaje emocional sobre el niño, el tiempo, el fin de semana… pero de nada le valdría, estaba dispuesto a ir, y pese a todo, iría. “Siete años de matrimonio soportan una pequeñez como esta, dentro de un par de días se le habrá pasado.” –Se dijo a sí mismo convencido.
El domingo señalado se levantó temprano para lo que era habitual en él los días de fiesta, a las nueve ya estaba desayunando. Tenía mal el estómago, pues las discusiones le sentaban mal desde hacía tiempo y le provocaban angustia y ardores. Pasado un rato llamó su suegro.
- Enrique, ¿estáis despiertos? – Preguntó su suegro, como si hubiese más de una respuesta posible.
- Sí, no te preocupes. – contestó Enrique.
- Es que necesito pedirte un favor, mi coche se ha quedado sin batería, ¿te importaría venir con los cables para arrancarlo? – El suegro sabía que no se negaría.
- Claro, no hay problema, me visto y voy para allá.
La oportunidad perfecta, tenía una excusa para salir de casa temprano y no seguir soportando la mirada inquisidora de Rosario. Se duchó, se arregló tal y como tenía pensado y se perfumó con la colonia de marca que más le gustaba, un perfume suave, pues odiaba los olores fuertes. Todo ello bajo la atenta y cada vez más enfurecida observación de su mujer.
A las once de la mañana llegó a casa de su suegro, que vivía en “un pueblo de las afueras”, como si vivir a sesenta kilómetros del centro fuesen las “afueras”. Pero no podía negarle nada, era un viejo maniático y bonachón que desde que murió su mujer, hacía diez años, estaba solo, y siempre había renunciado a vivir con su hija, algo que le agradecía sobremanera.
Al llegar lo estaba esperando en la entrada del bloque de pisos, lo saludó, se dieron un beso y bajaron al garaje. En ese momento a Enrique le dio una punzada en el estómago, tenía el vientre descompuesto y necesitaba urgentemente un servicio, le pidió las llaves del piso a su suegro, lo que este le entregó al momento comprendiendo la situación.
El manojo de llaves era grandioso, había lo menos quince o veinte llaves. Empezó a correr para el piso, pero tuvo que parar al momento, y correr moviendo solamente desde las rodillas hacia abajo, pues tenía que ir apretando las nalgas para no descomponerse en medio de la calle. En esa situación subió a un tercer piso sin ascensor, su estado se volvía más dramático por momentos, el tiempo jugaba en su contra.
En la puerta de entrada del piso se detuvo, y empezó a buscar entre el manojo la llave de la puerta, ninguna parecía ser la correcta. Estaba cada vez más nervioso. Al fin encontró la llave, pero la puerta no abría. “Joder, joder, joder”. Su suegro había cerrado con las tres cerraduras, no le daría tiempo, apretaba y cruzaba las piernas cada vez con más y más fuerzas, pero tenía la sensación de que iba a desfallecer. Siguió buscando llaves para las otras cerraduras. Esta vez las fuerzas incontenibles de la naturaleza pudo más que su pericia ante las cerraduras.
Sintió cómo los intestinos se le vaciaban en los calzoncillos, un líquido acuoso y maloliente inflaba los pantalones y le bajaba camino de los tobillos. No había nada que hacer. Entonces se relajó y se dedicó a buscar las llaves y abrir la dichosa puerta, ya no había prisa. Cuando al fin consiguió abrir, cerró tras de sí y se dirigió al baño. Dejó la chaqueta, la camisa y la corbata encima del lavabo y se metió en el baño con los pantalones puestos, así no mancharía nada cuando se los quitara.
Totalmente desnudo, en una situación incómoda incluso para él solo, con los pantalones, los calzoncillos y los calcetines en la bañera se topó con otras de las manías de su suegro: “¿A quien se le ocurre echar las tres cerraduras de la puerta y cerrar la llave de paso del agua para bajar al garaje?, ¡Hay que ser capullo!” –gritó Enrique, que estaba perdiendo los nervios.
Así que Enrique tuvo que salir de la bañera, dirigirse por el pasillo a la cocina y ponerse a buscar la llave de paso, con las consiguientes salpicaduras marrones por toda la casa. Cuando al fin la encontró, mientras soltaba todos los tacos que conocía, volvió al baño sorteando las gotas con tropezones para no pisarlas y hacer de aquello un espectáculo mayor.
Se duchó, se peinó, y fue al dormitorio para encontrar algo que ponerse, pero su suegro era mucho más bajo y cuatro tallas más ancho que él, y solamente usaba calcetines blancos, así que se puso lo que encontró. Los pantalones le estaban por encima de los tobillos. Tuvo la sensación de que le bailaban sus partes dentro de unos calzoncillos modelo años treinta. Se abrochó fuerte el cinturón y se puso a limpiar aquel desastre.
Antes de salir abrió las ventanas y volvió al baño para echarse algo de colonia. Barón Dandy, su suegro usaba Barón Dandy, la colonia más apestosa del mundo, y recordó como olía una vez vertida. Intentó lavarse las manos y la cara pero resultó inútil. Con una rabia contenida recogió la ropa sucia, la metió en una bolsa y bajó al garaje, por supuesto sin cerrar la llave de paso ni las tres llaves. Bajó, le dio el manojo interminable, metió la bolsa en el maletero y se fue con una mueca y un gruñido por despedida.
Verónica estaba más guapa que nunca. Acababa de pasar los treinta y estaba preciosa, incluso más que en la universidad. Enrique llegó temprano a la comida y se sentó, procurando que el mantel ocultara los pantalones y los calcetines, pues en un día de fiesta no encontró donde comprar nada y por supuesto no iba a volver a casa.
Sin moverse de la silla saludó a los compañeros de universidad, se rió y se divirtió por primera vez en el día, hasta que a los postres Verónica se sentó a su lado. Charlaron durante un rato de cómo les iba. Enrique le contó que le iba bien en el bufete y que no se podía quejar. Se pusieron al día en cuanto a sus vidas en unos eternos veinte minutos. Se miraban cómo si hubiera algo que decir, cómo si nada les rodeara, cómo si hubiera una asignatura por aprobar entre los dos.
Era hora de irse. Verónica le dijo que vivía sola y que no tenía pareja, que en ese aspecto desde que dejó su relación con él las cosas no le habían ido bien en eses aspecto. Le pidió si podía llevarla a casa. Era toda una tentación, pero no vaciló. Lo haría.
La mirada de incredulidad y la sonrisa de ella al ver los pantalones y los calcetines de Enrique hizo que este torciera el gesto de impotencia.
- Luego te lo explico, es una larga historia – dijo Enrique sonrojado.
- Enrique, la historia será muy larga, pero los pantalones son muy cortos – dijo ella mientras soltaba una carcajada tapándose la boca con la mano para no incrementar su embarazosa situación, pues algunos compañeros cercanos habían empezado a reírse y señalarlo.
Cuando llegaron al coche Enrique suspiró. Le enseñaría su flamante BMW 525 i, y así compensaría la penosa situación por la que había pasado. Al llegar, el BMW estaba al sol, y aparecía extraordinario. Ella se alegró al verlo, y lo miró ese gesto de aprobación que solemos poner cuando encontramos algo que nos gusta.
Abrió el coche con el mando a distancia y ambos subieron, se sentaron y cerraron la puerta. Al instante se miraron con cara de asco. Enrique no había previsto que la bolsa de ropa sucia en el maletero inundara con un olor característico todo el coche, algo insoportable, incluso peor que un pozo ciego atascado. Verónica salió del coche como disparada.
- Enrique, he recordado que quedé con Carlos para tomar algo, mejor te llamo en unos días. – dijo ella, sabiendo que era una excusa barata y que él lo notaría al instante.
- Vale, nos vemos – dijo Enrique con cara de derrota. Sabía que no volvería a verla otra vez en mucho tiempo.
Al llegar a casa Rosario lo estaba esperando, lo miró de arriba abajo con desagrado y le preguntó con un tono de sarcasmo y enfado contenido:
- ¡Qué! ¿Cómo te lo has pasado?
A lo que él contestó furioso:
- Estupendamente.
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