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Con gran fervor y devoción era escuchado, por los fieles que llenaban la catedral, el coro de frailes que interpretaban un profundo y bello canto. La emoción que transmitía la pieza llegaba, en lo más hondo, a cada una de las almas que en aquel momento se encontraban allí. Para el obispo que oficiaba la ceremonia, el canto celestial que inundaba la catedral tenía que haber sido compuesto forzosamente gracias a la inspiración divina. La reina emocionada y con el corazón contrito, tomó con fuerza la mano del rey Pedro, quien derramaba lágrimas sin poder evitarlo.
Días después del oficio, rey y obispo se habían reunido para mantener una charla privada. Varios asuntos habían ya departido cuando el monarca, ataviado con una aljuba de brocado de seda y mesándose su rubia barba, se acercó a su interlocutor para preguntarle:
–Excelencia, ¿Me podríais decir quién es el autor del maravilloso canto con el que me emocioné en el último oficio?
–¡Oh majestad! –Exclamó el obispo enarcando sus cejas canosas, teniendo claro a que canto se refería el rey– ¿No lo sabéis? Se trata de uno de los compositores más afamados de los reinos cristianos. Un hombre peculiar que vive aislado del resto del mundo, allende las montañas eternamente nevadas. Sus composiciones son magníficas y, sin lugar a dudas, tocadas por la gracia de Dios. Tanto reyes del mundo cristiano como servidores de nuestra iglesia solicitan a este músico, cantante y poeta, composiciones suyas.
–¿Un hombre peculiar, decís? ¿Aislado del resto del mundo? –inquirió el rey, frunciendo el ceño.
–Así es –ratificó el obispo, mostrando con un amago de sonrisa unos dientes amarillos y afilados–. Peculiar ya que pese a que su trabajo es reconocido y venerado por la santa iglesia, reyes y nobles, éste sólo acepta las peticiones realizadas en persona en su propio hogar. Y digo aislado del mundo porque vive en una zona montañosa y boscosa, alejada de ciudades, pueblos y aldeas, como os mencioné anteriormente; allende las montañas eternamente nevadas, concretamente en la región del Norte.
–¿En persona? ¿Qué significa que quién le hace un encargo tiene que hacérselo en persona? –preguntó el rey sorprendido.
–Veréis majestad, cuentan que más de un rey lo ha visitado para hacerle una petición. De otra forma, el compositor no aceptaría el trabajo.
–Increíble y fascinante –pensó el rey en voz alta. ¿Vos fuisteis? –inquirió el monarca, atravesando con su mirada los diminutos y esquivos ojos del obispo.
–Naturalmente, gracias a Dios mi salud me permitió realizar el viaje. Después de varias semanas de camino a caballo, pude efectuar mi petición al compositor. Estuve tres días en su humilde y adusto hogar, hasta que éste me entregó la obra que vos escuchasteis con devoción en el último oficio. Fue fascinante escuchar al compositor interpretar el canto que le pedí. Dios ha otorgado a ese hombre un don magnifico e incomparable.
Alzando una copa de plata, el rey Pedro vio reflejada en ella sus ojos azules y, ante la mirada del obispo, exhibió una pérfida sonrisa que inquietó al clérigo.
–Entonces, si este peculiar y magnífico compositor vive en la región del Norte, significa que es súbdito de mi reino –indicó el monarca, dejando la copa sobre una gran mesa de madera.
–Así es majestad –corroboró el obispo.
–Bien, entonces el afamado erudito de la música deberá escuchar mi petición y cumplirla.
–¿Su petición, majestad?
–Efectivamente excelencia, quiero que este músico componga unos cantos para glorificar mis gestas realizadas en tierras sarracenas –respondió el rey–. Pero él será el que vendrá aquí para arrodillarse ante mi presencia y, contemplándome, escuchará mi petición y la cumplirá.
–Lamentablemente no será posible…
–¿Qué queréis decir? –inquirió el rey sorprendido–. ¡Un súbdito debe obediencia a su rey! –Indicó alzando la voz.
–Calmaos majestad –dijo el obispo en tono conciliador–, simplemente quiero decir que no será posible que el músico os pueda contemplar, puesto que es ciego.
–¡Ah! Bien, bien…entiendo. Perdonad mi temperamento excelencia, ya me conocéis.
–Gracias a vuestro temperamento vos tenéis un reino fuerte y glorioso, no os disculpéis majestad –respondió el obispo con una sonrisa forzada.
–Decidme excelencia el nombre del compositor –inquirió el rey.
–Su nombre es Jaime Lasso.



Una vez sorteadas las montañas eternamente nevadas a través de un paso sugerido por uno de los dos soldados que acompañaban al mensajero del rey, los tres jinetes cabalgaban ahora por un sendero, perteneciente a la región del Norte, en el que los rayos del sol apenas llegaban al suelo debido al tupido follaje de los árboles que flanqueaban el camino. Francisco del Valle, vestido elegantemente con guardapolvos de viaje y sombrero ancho, era un mensajero del rey que había servido fielmente al monarca en numerosas batallas. Sus ojos negros y diminutos escrutaban el camino bañado por las luces y sombras que caprichosamente se movían debido a los pocos rayos de sol que lograban filtrarse por entre las ramas mecidas por el aire. Los soldados que escoltaban al mensajero estaban ataviados con el peto de colores del reino e iban bien armados con ballestas que reposaban sobre sus espaldas y grandes espadas que colgaban de sus cintos. Uno de los soldados, conocedor de la región, encabezaba el grupo, le seguía Francisco del Valle y, en pos del mensajero, el segundo soldado que, a su tiempo, atada con una cuerda a la montura, le seguía una mula castaña cargada con lo imprescindible para el viaje. Llevaban algo más de una semana de camino y el mensajero se deleitaba con el paisaje que Dios había creado en aquellas tierras. Francisco del Valle se sentía en paz consigo mismo y con el mundo, había vivido cientos de aventuras peligrosas, la muerte y el horror habían impregnado toda su vida, pero él había sobrevivido a tanta desdicha con valentía y honor. Se sentía algo viejo pero con fuerza para seguir viviendo honestamente y acorde a sus principios. La misión que ahora le había encomendado el rey le resultaba extraña y atípica; ir en busca de un erudito de la música que vivía como un ermitaño y llevarlo a presencia del monarca. «Un rey cada vez más irascible, caprichoso y peligroso», pensó Francisco del Valle sin dejar de otear el sendero que discurría por aquel bosque de magníficos robles.
Una música interrumpió los pensamientos del mensajero, las notas atravesaron el aire como si de raudas flechas se trataran, llegando a los oídos de los tres jinetes que, ante la sorpresa, refrenaron sus caballos para escuchar mejor. Guardaron silencio y prestaron atención a una melodía que nunca antes habían oído. Francisco del Valle sintió una emoción inexplicable, por unos instantes no se atrevió a mover ni un solo músculo de su cuerpo. La música no cesaba y el mensajero, después de unos momentos de desconcierto, desmontó del caballo, ordenó a los soldados que se mantuvieran a la espera en sus monturas y dirigió sus pasos hacia donde provenían aquellas notas.
Después de franquear diversos arbustos y bajar una abrupta pendiente, Francisco del Valle contempló a un hombre vetusto, calvo, con largas barbas blancas y vestido con túnica gris que, sentado en una roca, tocaba el laúd junto a un arroyo por el que discurría un agua cristalina que, destellando con los rayos del sol, iluminaba con sus reflejos el rostro del anciano. El mensajero escuchó al músico con deleitación, maravillándose de lo que aquellas manos transmitían con sus movimientos armoniosos sobre las cuerdas del laúd.
–¿Quién anda ahí? –preguntó el anciano, dejando de tocar el instrumento.
–Soy un mensajero del rey Pedro –respondió Francisco del Valle, quien se aproximó al músico percatándose de la ceguera de éste.
–¿Qué os trae por estos lugares mensajero?
–El rey solicita los servicios del maestro Jaime Lasso, y si no me equivoco sois vos.
–Así es mensajero, acercaos para que pueda veros y decidme vuestro nombre –el compositor dejó el laúd delicadamente en un suelo cubierto de hojas y, sentado en la roca, alzó las manos en busca del rostro del mensajero.
–Me llamo Francisco del Valle y he de deciros que ha sido un honor y un placer escucharos interpretando tan bella pieza –el mensajero se arrodilló frente al anciano para que éste pudiera contemplar con las manos su rostro.
–Sois muy amable Francisco del Valle –el anciano tocó con los dedos el rostro del mensajero–. Veo que estoy hablando con un hombre que ha vivido con intensidad, los peligros y el horror os han acompañado en innumerables ocasiones, estas cicatrices que tenéis en la frente y en la barbilla son profundas y terribles. Vuestro rostro es agradable y transmite paz sin embargo.
–Mi vida siempre ha estado ligada al ejército de nuestro reino, y las guerras han sido muchas en estos años –apuntó el mensajero.
–Comprendo…, decidme que servicios me solicita nuestro rey Pedro.
–Tengo órdenes de su majestad de llevaros conmigo ante su presencia –respondió el mensajero que permanecía de rodillas frente al anciano.
–¿Me vais a obligar si me niego? –preguntó con una sonrisa el músico.
–No quisiera llegar a tal extremo maestro, pero no puedo desobedecer las órdenes de nuestro rey –respondió con circunspección el mensajero.
El anciano guardó silencio e hizo un ademán a Francisco del Valle para que se alzara.
–Entonces no me queda otro remedio que acompañaros –dijo el anciano–. ¿Me podéis decir que desea el rey de mí?
–No maestro, eso no lo sé, no me lo ha dicho.
Un fuerte rugido proveniente del sendero interrumpió la conversación que mantenían el mensajero y el músico.
–¡Ha sido el rugido de un oso! –alertó el anciano.
–¡No os mováis maestro!
El mensajero corrió hacia el sendero ascendiendo a toda prisa la pina pendiente y cuando éste alcanzó el camino, contempló como un oso de grandes dimensiones, con varias saetas clavadas en el lomo, asestaba fieros zarpazos a uno de los soldados que yacía en el suelo gritando con horror, mientras el otro soldado, el conocedor de la región, se mantenía a cierta distancia sobre el caballo disparando al animal con su ballesta.
–¡Don Francisco! ¡Es imposible detenerlo! –advirtió el soldado, lanzando otra saeta contra el oso.
El mensajero tomó la espada del soldado, quien cargaba una nueva vira en su ballesta, y asiéndola firmemente con sus dos manos, se encaminó con rápidos pasos hacia el oso que rugía ferozmente a su víctima.
¡Deteneos! ¡Don Francisco! –rogó el soldado desde su caballo.
Percibiendo que algo se acercaba, el oso se desentendió de su victima para lanzar un nuevo rugido amenazante, e irguiéndose sobre las patas traseras, mostró su poderosa envergadura al enemigo que ahora se precipitaba sobre él. Francisco Del Valle clavó la espada con todas sus fuerzas en el cuello del oso. El quejumbroso rugido del animal inundó el bosque. La sangré brotó de la herida salpicando la cara del mensajero, quien intentó, sin fortuna, esquivar el brutal zarpazo que el animal le propinó en su cabeza, dejándolo inconsciente sobre la tierra del camino.

Abrió los ojos y, en la penumbra de una linterna de aceite sostenida en una pared, contempló un techo de maderas entrecruzadas de la que colgaban extraños instrumentos musicales que nunca antes había visto. La cabeza le dolía y el hambre oprimía su estómago vacío. Francisco del Valle estaba tumbado en un jergón y tapado con una manta que cubría su cuerpo magullado. La voz del maestro Lasso le hizo ladear la cabeza y, allí, sentado junto a una mesa, vio como el anciano dictaba, a la luz de unas velas, hermosas palabras a un joven aprendiz.
–Maestro Lasso… –balbuceó el mensajero
–¡Ah! Ya habéis despertado –dijo el anciano sonriente.
–¿Cuánto tiempo llevo aquí? –preguntó Francisco del Valle, tocándose el vendaje de su cabeza.
–Desde esta mañana. El oso os dejó inconsciente y mi joven aprendiz os cosió la herida. Gracias a Dios no es grave. El animal, moribundo por la estocada de la espada, huyó bosque a través. Es de noche y ya hemos cenado, debéis tener hambre...Juan, haz el favor de llevarle una escudilla de sopa a don Francisco.
–Sí maestro, ahora mismo –respondió el aprendiz, un muchacho lampiño de mirada perspicaz.
–¿Cómo está el soldado? –inquirió don Francisco.
–Lamento deciros que murió, nada pudimos hacer por él –respondió el otro soldado, alzándose del suelo para que Francisco del Valle lo pudiera ver.
–Aquí tenéis la sopa –indicó el aprendiz, acercando la escudilla a don Francisco.
–Te lo agradezco muchacho, pero ahora no puedo comer nada –dijo el mensajero con un velo de tristeza que ensombreció su rostro.
El aprendiz volvió a la mesa en silencio y maestro Lasso continuó con el dictado. Don Francisco, acompañado del soldado que asía una linterna, se dirigió al lugar en el que el soldado había sido enterrado. Una vez allí, Francisco del Valle rezó por el alma de aquel hombre. Luego recitó en voz alta unas palabras que fueron acompañadas por la música celestial proveniente de la cabaña en la que vivía el maestro Lasso:
Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos. Pero Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos. Por tanto, los muertos, de los cuales es Señor aquel que volvió a la vida, ya no están muertos. (*)

(*) Nota del autor: De los sermones de San Anastasio Obispo (s.V)

Una vez dejada atrás de la región del Norte y salvadas las montañas eternamente nevadas, Francisco del Valle, escoltado por el soldado y acompañado del maestro Lasso y de su aprendiz, cabalgaba gozoso. El maestro cantaba una alegre melodía montando la mula, mientras su alumno, el joven Juan, a lomos del caballo del soldado fallecido, acompañaba el canto del anciano con una flauta dulce.
–¡Fantástica pieza! –exclamó don Francisco sin dejar de sonreír, cuando el canto finalizó.
–Lo es –indicó el maestro Lasso–, felicitad a Juan –agregó–, él compuso esta alegre pieza.
–¡Magnífico Juan! ¡Mi más sincera enhorabuena!
–¡Gracias don Francisco! –dijo el aprendiz sonrojado, con una sonrisa franca y sincera.
–Maestro Lasso –empezó Francisco del Valle–, cuando me preguntasteis si os obligaría a llevaros ante el rey… ¿significa eso que no hubierais venido si os hubiera dado la libertad de escoger?
El maestro Lasso, con las largas barbas blancas meciéndose bajo un turbio sol que se empezaba a difuminar tras una fina capa de nubes grisáceas, asintió afirmativamente.
–Desde luego, si estoy aquí ahora cabalgando junto a vos, es en contra de mi voluntad. –respondió el anciano.
–Pero maestro…–don Francisco estaba sorprendido– ¡Hubierais desobedecido a nuestro rey! ¡Y eso os hubiera podido costar la vida!
–Mi vida no vale nada si no soy libre para decidir algo así –respondió el maestro Lasso ante la mirada de consternación del mensajero.
–No os entiendo maestro, no comprendo vuestra forma de pensar –dijo con azoramiento Francisco del Valle, observando como el joven aprendiz escuchaba con atención la conversación.
–Ahhh Francisco, Francisco…mi único soberano es Dios –apuntó el maestro Lasso–, los reyes, como rey Pedro, sólo son hombres, ni más ni menos, como nosotros.
–Me inquietáis maestro –indicó don Francisco–. Si expresáis ideas de ese tipo ante nuestro rey Pedro, vuestra vida corre peligro. Desobedecer al rey es hacerlo con Dios, y la ley procede de Dios a través del rey.
Francisco del Valle, preocupado por las palabras del anciano, observó como aparecía en el horizonte, bajo un cielo entre añil y gris, un poco aturbonado, la ciudad amurallada en la que el rey Pedro esperaba la llegada del maestro Lasso.

La puerta de la cámara del castillo se abrió y un soldado anunció que el mensajero Francisco del Valle, acompañado del maestro Jaime Lasso, había llegado.
–Que entren los dos –ordenó el rey.
Tres consejeros en pie flanqueaban al rey que, ataviado con saya encordada sin mangas, cota de seda y manto forrado de armiño, se sentaba en una silla de soberbio labrado, taraceada con exquisitos materiales.
Francisco del Valle entró en la estancia, guiando al maestro Lasso con la mano. Ambos hicieron una reverencia arrodillándose ante el rey y éste inclinó ligeramente la cabeza.
–Maestro Lasso –empezó el rey–, os he hecho venir hasta aquí para que cumpláis una petición que os tengo reservada.
El mensajero miró de soslayo a Lasso con temor, aquel anciano tenía unas ideas peculiares y demasiado peligrosas.
–Decidme majestad ¿De qué se trata? –preguntó Lasso.
–Quiero que mis gestas heroicas –inflado de orgullo el rey sonreía y gesticulaba exageradamente– sean conocidas en todos los reinos cristianos, las quiero inmortalizar, y para ello deseo que sean cantadas como se merecen. Por eso os pido que compongáis unos cantos que ensalcen mis triunfos…
–No acepto la petición –interrumpió Lasso.
El rey balbuceó algo que nadie acertó a entender, su sorpresa era mayúscula. El anciano le había interrumpido y además no aceptaba la petición. Los consejeros hablaban entre ellos, atónitos y desconcertados por la falta de respeto que mostraba Lasso.
–¿Estáis loco maestro? Pedid disculpas al rey, y aceptad su petición, todavía estáis a tiempo –susurró Francisco del Valle al anciano.
–¿No aceptáis? ¡Soy vuestro rey! ¡Mi petición no la podéis rechazar anciano! –el rey observó el rostro impasible de Lasso, la tranquilidad que mostraba el vetusto hombre le enfurecía– ¡Para vos mi petición es una orden que debéis acatar, mi palabra es ley que debéis obedecer! –rugió el monarca con los ojos cargados de animadversión.
–Majestad –comenzó Lasso en tono solemne–, estoy seguro que conocéis mi trabajo y como lo realizo, probablemente os habrán informado bien, de otra forma, no estaría ahora aquí. He sido obligado a comparecer ante vos contra mi voluntad, y siendo así, yo no puedo aceptar vuestra petición. Sólo puedo crear una obra si me siento enteramente libre para realizarla.
Durante unos instantes el silencio se hizo en la cámara. El rey estupefacto escuchó a uno de sus consejeros que le susurró al oído. Francisco del Valle se había quedado mudo, estaba convencido de que Lasso era un loco.
–Maestro Lasso –dijo el rey con vehemencia–, vuestra desobediencia a mi persona, a vuestro rey, me ha dejado perplejo. Es sabido por todos mis súbditos que la desobediencia al rey se paga con la vida, pero yo soy magnánimo, por lo que reflexionad, una vez más, vuestra respuesta; ¿Aceptáis mi petición?
–Majestad, os lo vuelvo a repetir, no –respondió Lasso lacónicamente ante la mirada de incredulidad de los presentes.
–En ese caso, os condeno a morir en la horca mañana a mediodía en la plaza pública, para que allí todo el mundo vea la suerte que corren aquellos que desobedecen a su rey –el monarca hizo una pausa y contempló a Lasso que se mantenía circunspecto e inhiesto frente a él. La frialdad con la que recibía el anciano la condena lo sacaba de quicio–. ¡Soldado! ¡Llevaos al condenado!
Francisco del Valle, sin poder hacer nada para evitarlo, observó en silencio como el anciano era llevado preso. Lasso estaba loco, de otra forma, no podía entender lo que acababa de hacer.
–Don Francisco, habéis realizado bien vuestro trabajo, os podéis retirar –indicó el rey con un gesto de mano.
El mensajero hizo una reverencia y salió de la cámara. Tenía que hablar con el joven aprendiz Juan para darle la funesta noticia.

La noche, acompañada de lluvia y relámpagos, se cernió sobre la ciudad amurallada. El fuerte viento golpeaba insistentemente la puerta de la casa de Francisco del Valle. Sentados en una mesa de madera noble, la esclava servía la cena a su amo y al joven Juan.
–Gracias –dijo el muchacho con los ojos vidriosos, cuando la esclava acabó de llenarle la escudilla.
–Tu maestro es un loco –dijo Francisco, quien tuvo que hacer una pausa debido al retumbar de un trueno que parecía que fuera a hundir las paredes de la casa–, se ha buscado él mismo su perdición.
–No es un loco –respondió el muchacho mirando fijamente los ojos de Francisco mientras el viento azotaba la puerta de la casa–. Mis padres murieron por culpa de la peste cuando yo todavía era incapaz de andar y sólo el maestro Lasso se preocupó de mí. Él me ha criado durante todos estos años y me ha formado en las artes de la música y las letras. Es un buen hombre, y os aseguro que no está loco.
–¿Pero por qué no ha aceptado la petición del rey? –inquirió Francisco, pensando en su fuero interno que quizás el muchacho también estaba loco.
–Vos ya escuchasteis su respuesta ante el rey –Juan hizo una pausa–. Mi maestro…–un nuevo trueno rasgó el aire– me contó antes de llegar a la ciudad lo que yo debería hacer en caso de que él fuera condenado a muerte.
¿Había dado instrucciones a su joven aprendiz en caso de que fuera condenado a muerte? Francisco del Valle miraba atónito a Juan, estaban locos los dos, tanto el maestro como el alumno. El mensajero negó con la cabeza y comió, esperando a que Juan continuara con su explicación, pero ésta no llegó hasta el amanecer.
Al día siguiente, en la plaza pública, cuando el sol se encontraba en su cenit, el maestro Lasso, flanqueado por dos soldados, un fraile y el alguacil, apareció maniatado junto al cajón de madera sobre el que pendía una soga, ante la mirada de hombres, mujeres y niños que se arremolinaban en torno al condenado. El rostro indolente de Lasso dejó paso a una sonrisa cuando el murmuro de los presentes fue interrumpido por el sonido de un laúd. Las gentes buscaron con su mirada la procedencia de aquel bello y enternecedor sonido. Juan, el joven aprendiz, sentado en un poyete de madera, tocaba el instrumento con lágrimas en los ojos. A su lado y de pie, Francisco del Valle, circunspecto, acompañaba en silencio al muchacho. El alguacil, abriéndose camino entre la muchedumbre, llegó hasta donde se encontraba el mensajero y Juan.
–Las ordenanzas no permiten que se toque ningún instrumento en una ejecución pública –dijo el Alguacil mirando a Francisco del Valle y señalando con el índice a Juan.
Con disimulo, una bolsa de monedas pasó de las manos del mensajero a las manos del alguacil, y éste último, sin mediar más palabra, se guardó la bolsa bajo su capa y volvió junto al reo.
Un soldado, siguiendo las instrucciones del alguacil, ayudó a subir al cajón al maestro Lasso y pasó la soga por su cabeza, ajustándola firmemente entorno a su cuello. El laúd de Juan inundaba con sus notas la plaza, compungiendo los corazones de los presentes. Francisco del Valle contempló cómo las lágrimas del muchacho resbalaban por encima de sus mejillas y se precipitaban sobre las manos que, con seguridad y firmeza, arrancaban del instrumento bellos y dulces sonidos. Tras una breve oración del fraile, por orden del alguacil, los dos soldados retiraron el cajón de madera. El maestro Lasso, suspendido en el aire y sin que el laúd dejara de sonar, murió ahorcado.

Andando el tiempo, habían pasado cinco inviernos de la ejecución del maestro Lasso cuando el rey Pedro golpeó rabiosamente la mesa con su puño, haciendo que la copa se volcara y el vino se derramara. Sus consejeros e informadores se mantenían en silencio.
–¿Cómo puede ser? ¡Unos cantos populares que me ridiculizan! ¡Son infamias y calumnias! –gritaba el rey con los ojos encolerizados, rasgando furiosamente el pergamino que asía en sus manos con un puñal.
–Es lamentable –empezó un informador–, pero estos cantos se están popularizando en los reinos cristianos gracias a trovadores y juglares.
El rey Pedro cogió un nuevo pergamino en el que leyó otro canto que lo ridiculizaba y lo despedazó con ira.
–¡Quiero el autor de estos cantos! ¡Lo quiero vivo! ¡Lo torturaré y escupirá sangre pidiéndome clemencia! –gritó a voz en cuello el monarca levantándose de su silla y saliendo de la sala, dejando a los consejeros e informadores en silencio en la mesa.
–¿Cómo decís que se llama el autor de estas infamias? –preguntó un consejero al informador que tenía a su lado.
–Sus obras las firma como Hijo de Lasso –respondió el informador–. Nadie parece conocer su paradero. Viaja por diferentes reinos, ocultándose tras diversas identidades, sus cantos se están haciendo muy populares. Y los que ridiculizan a nuestro rey Pedro, se han convertido, para muchos, en una obra maestra.

Francisco del Valle y cinco hombres bien pertrechados, cabalgando bajo un sol inmisericorde, escoltaban a Hijo de Lasso por tierras sarracenas. Un salvoconducto otorgado por un rey moro, concedía el paso a Hijo de Lasso. La fama del compositor se había extendido tanto por reinos cristianos como sarracenos.
–Hacedme un favor Juan, sed prudente cuando escuchéis la petición del rey sarraceno –dijo Francisco del Valle al hombre que se hacía llamar Hijo de Lasso.
–Mi buen amigo Francisco –comenzó Hijo de Lasso que vestía a la usanza mora–, sabéis que no busco complicaciones.
–Lo sé –respondió Francisco–, ya tenéis suficientes con las que os habéis buscado con el Rey Pedro.
–Rey Pedro…quizás él se las buscó cuando decidió ejecutar a mi maestro –indicó Hijo de Lasso con una sonrisa dibujada en sus labios.

Texto agregado el 17-10-2008, y leído por 114 visitantes. (0 votos)


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