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Hasta luego...

Bienaventurados los que lloran,
porque ellos serán consolados.
San Mateo


Los estrechos límites de esta historia se sitúan en un desolado paisaje marino a fines de un verano cualquiera. Unas pocas casas al costado del camino, un hospedaje al final del mismo y la densa atmósfera provinciana envolviendo a seres y cosas, configuraron la escena de aquel desencuentro, banal y triste, como todos...
A lo lejos, sobre un horizonte esfumado por las últimas luces del día, el cielo plomizo se fundía en el mar. El viento del sudeste encrespaba el oleaje y barría la playa casi desierta que se extendía tras los cristales del gran ventanal del viejo hotel Universo. En el bar, algunos parroquianos murmuraban sus asuntos bebiendo y fumando; los mozos indiferentes iban o venían y en una mesa solitaria, cavilosa, una mujer sorbía su café. Su cabello bien cuidado enmarcaba un rostro que antes había sido joven y bello, y ahora aparecía surcado de finísimas rayas, como una hoja de ginkgo mirada al trasluz, sólo sus ojos azules, entre párpados fatigados, conservaban el brillo jovial. Aparentaba un aire impasible, como si estuviera alejada del ambiente, pero algo en su interior la mantenía en estado de alerta y se evidenciaba cuando alguna presencia imprevista encendía su mirada o cuando, con ansiedad mal disimulada, atisbaba el amplio portal del salón.
Al cabo de unos minutos entrecerró los ojos y por un no se qué repentino, el tiempo se vaporizó en el caletre de esa mujer, condensando después un embeleso, una ilusión o un presagio...

Había transcurrido bastante tiempo desde que ella y él se habían enredado en aquella relación. Eran personas experimentadas y sabían bastante de la vida, esa vida que a veces reúne a las criaturas humanas y más temprano que tarde las separa, no sin pena ni ayuda, como reafirmando aquello de que aquí poco o nada es duradero, y que al final todo se pierde, como si lo que vive y las cosas que crea, perdieran el paso y en ese contratiempo naufragaran.
Se conocieron en Buenos Aires, en unos carnavales del año 1961. Entonces, el amor disfrazado de capricho lo había conquistado primero a él, ya que ella, protegida por la cota de malla de su escepticismo resistió mejor el embate. Actuó tranquila en la distante y segura retaguardia de quien se deja querer. Cierto día, acaso por empatía o mimesis (nunca se supo) ella le cobró afecto y no sin espanto confirmó que un sentimiento extraño anidaba en su alma. Sin prisa pero sin pausa se adhirió a la vida de aquel hombre. Que eso era amor lo supo mas tarde, cuando comprobó dolorida que el afecto de él había sucumbido, estragado por el desdén que le había prodigado.
Nítida y súbita como un relámpago, estalló en su cerebro una evocación. Recordó vagamente aquella tarde junto al mar, cuando tendidos sobre la arena, cada uno flotaba en el piélago de los propios pensamientos. El sol ardía en el cielo despejado y los sumía en un sopor parecido al hastío. Inevitable, llegó la reminiscencia del preciso instante en que al mirarlo de soslayo, advirtió que se levantaba y caminaba hacia el mar, acaso para refrescarse. Creyó escuchar un “hasta luego” al que no respondió. Lo observó rumbear a paso cansino hacia los acantilados y aballarse en medio de la calina. Revivió aquella emoción inefable que la estremeció, cuando al cabo de una hora él no regresó y más tarde, de vuelta al hotel, en la penumbra de su cuarto, infirió con pesar que lo había perdido, quizás para siempre. El desconsuelo, ínfimo al surgir, creció después, nutrido por la angustia. El dolor llegó algo más tarde.
Atarantada, en esas horas amargas entrevió su porvenir. Supo que volvería a sufrir con indeseada frecuencia el gélido rasguño de la soledad en brazos de otro, la vacuidad de besos y caricias circunstanciales, alentadas por el fastidioso instinto y no por la apacible ternura. Entornada de umbrosa apatía, se marchitaría rápido, al envejecer con poca luz. Bajo el pedregal de sus recuerdos entrevió las doradas pepitas que relucían como certezas o añoranzas. Reconoció en sus destellos la avidez por retenerlo a su lado.
El día languidecía despacio. Pidió otro café y dándole vueltas a su anillo imaginó que así, girando, dios o el destino permitirían que un día cualquiera, como por milagro, sobreviniera un encuentro. Entonces recomenzarían el vínculo, sin los viejos errores que ella se permitía, aunque teniendo en cuenta que eran consustanciales a su naturaleza, advertía que semejante propósito resultaría harto difícil de cumplimentar. Habría pocas palabras y, porqué no, algo de temor y asombro. Más allá de sus pies se extendería como antes la sombra larga de la esperanza. Ella no preguntaría nada ya que él nada respondería. En parte extraños, en parte íntimos, se observarían en silencio y caminarían tomados de la mano, tal cual lo hacían hace un instante... tiempo atrás. Regresarían al mar y a las pequeñas ceremonias privadas, a las bromas y a los goces. Como de costumbre, al atardecer él saldría a caminar por la playa y ella mordería sus temores, para soltarlos al verlo regresar...
La suave música del salón reptaba entre las débiles sombras cuando un hombre cualquiera ingresó y miró sin interés a los circunstantes. Ella, letárgica, acaso confundida, inició un ademán jubiloso que interrumpió al entender que el recién llegado era apenas un desconocido. Su permanencia en ese rincón era una espera absurda que se le antojó eterna. El crepúsculo de la tarde se derramaba sobre los médanos y los pastizales. El viento viró hacia el oeste aplacando las aguas. Las luces de algunos barcos de pescadores se encendieron mar adentro, brillando ante la noche inminente, que acostada sobre el oleaje despertaba haciendo titilar las primeras estrellas

Texto agregado el 23-01-2009, y leído por 68 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
24-01-2009 cooo 2.5*. cooo
 
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