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Eleuterio metió la mano en el bolsillo del saco para asegurarse de que tenía el boleto de vuelta. Lo palpó y subió al rápido Castelar-Plaza Miserere. Partiría en 10 minutos. Se acomodó en el último asiento del primer coche, el más próximo a la salida de la terminal. Esas elecciones, automatizadas por décadas de practicarlas, lo distrajeron por un momento de los conflictos que lo atribulaban desde que ocurrió aquello. La Fortuna, siempre esquiva con él, esta vez, le había compensado con creces. Imaginó entonces, una era venturosa, feliz. Aquello, inesperado y deseado como un rayo de luz que disipa la oscuridad, enceguece de tan luminoso.

Soltz & Gräer S.A.- Importadora y Exportadora de Productos Químicos.
Gerencia de Administración.
Subgerencia de Finanzas.
Departamento Créditos y Cobranzas.
Sección Coordinación Operativa.

Eleuterio Albornoz: Treinta años de antigüedad en la Compañía, treinta años en la misma sección. Ingresó después del súbito fallecimiento de su padre. Pensaba estudiar Derecho pero debió abandonar el secundario a punto de finalizarlo. Su hermano Julián, cinco años mayor, cursaba Medicina y pronto se iba a casar. La menor, Rosalía, apenas había comenzado el liceo. Eleuterio, cadete de día, revisor de pruebas en una imprenta, de noche, sostuvo el hogar con su trabajo.

Lo aceptó naturalmente. Siempre fue así. Julián, gallardo, labia y sonrisas para conquistar sin esfuerzo la admiración y condescendencia de sus padres... y el corazón de las jovencitas. Un ganador nato. Manso, amoldado al lugar que le asignaban, Eleuterio no brillaba. Sus padres lo querían –se debe querer a un hijo– y nada más. En su interior, él se negaba a aceptar que Julián fuese el preferido. Con Rosalía la cosa estaba clara: era la nena, encima la menor, había que protegerla.

Un día Eleuterio dejó de ser el cadete. Sin embargo, su trabajo no cambió mucho. Honesto, le confiaban cobranzas en la Capital y alrededores. Cuando no salía, lo ocupaban con las tareas menos atractivas. Las cumplía sin quejarse. No tuvo ascensos. Sólo aumentos de sueldo –más nominales que reales- frutos de ajustes por convenio, nunca del reconocimiento a su labor.

Cumplidos veintiséis años perdió a su madre. Julián, que ganaba más dinero que renombre profesional, nunca se había ocupado demasiado de ella, menos aún, en su muerte. Rosalía, veintidós años, se fue a vivir en pareja con su novio, casi arquitecto igual que ella. Eleuterio quedó solo. Lo que se dice solo.

Soltz & Gräer S.A., favorecida por la inflación, tenía cada vez más empleados y mayores ganancias. Los diarios anoticiaron que la empresa daría aumentos y beneficios a su personal. Enterada Susanita, hija del dueño de una zapatería del barrio que acababa de quebrar, decidió aceptar a Eleuterio, quien la cortejaba tímidamente. Hermosa, coqueta, calculó que aunque él no tuviera un gran sueldo, en una empresa importante terminaría haciendo carrera. Sería la ambicionada seguridad, esfumada cuando sucesivos novios, atraídos por sus encantos, la abandonaban aburridos de su frivolidad.

Casados, repetían ritos y convenciones heredados, palabras hueras, vulgares. Una familia correcta.

La mutua decepción los fue destiñendo. Susana, frustrado el espejismo de un pasar lujoso o al menos cómodo y, desvanecido el amor que fingiera, disparaba reproches cada vez más ácidos. Eleuterio, habituado al desdén, doblegado por la monotonía de su trabajo, se convirtió en un hombre descolorido, un pequeño y gastado engranaje de la burocracia. Un hombre vencido. Sin embargo, quería a su mujer. En ese océano de tedio y desamor hubo algunas islas, buenos momentos por algún logro material, que Susana divulgaba envanecida.

Marcelito, producto y reflejo de esa mediocridad, incapaz de brindar afecto, se asemejaba a su madre. Su indolencia lo diferenciaba de Eleuterio, responsable y escrupuloso. La noción del bien y del mal del muchacho se ceñía a sus caprichos. Rabonero empedernido, a los dieciocho años le faltaban todavía dos para concluir el secundario. Julián, sobrador, solía burlarse de su hermano: “Che, tu hijo es un vago”. No en privado sino delante de toda la familia, lo mismo que sus alardes cuando le firmaba la garantía para un crédito.

A Eleuterio las estrecheces lo tornaron mezquino. Mientras él compraba sólo lo necesario, Susana, en el cenit de su belleza, gastaba sin miramientos en el cuidado de su cuerpo hermoso, con frecuencia negado a su marido.

Un insondable designio del azar (¿o del inconsciente?) cambió el curso de sus vidas. Un jueves, el tempranero informativo radial anunciaba que el viernes se sortearía el “Loto” con un pozo millonario. Noticias como ésa se propalaban con frecuencia y Eleuterio seguramente las había oído. Escuchado, nunca; o no había querido escucharlas. Esa mañana sintió, por primera vez, la tentación de jugar y salir de pobre. Tentación que creció al ritmo de las horas en la oficina. Una voz interior clamaba que no tirase el dinero. Otra, “el que no arriesga no gana”. Al salir del trabajo enfiló hacia la agencia. Faltaba media hora para el cierre de las apuestas. Vacilaba. Hasta que venciendo encarnadas convicciones, entró. Y jugó. No lo contó en su casa para no escuchar los seguros reproches de Susana.

La noche siguiente el televisor le sonrió: ¡¡Ganaste, Eleuterio!! ¡¡Un millón de pesos!! ¡¡Nada menos!! No pudo dominarse. En su interior, la lava surgente de un recóndito volcán hervía, quemaba, lo desbordaba,. Saltó, descontrolado, de la silla,. “¡Gané, Susana, gané, gané!... ¡Un millón gané, un millón!.. ¡Se me dio, por fin! ¡Alguna vez se me tenía que dar!” . Ella, encandilada y catapultada instantáneamente hacia una constelación de ambiciones, no se preocupó por saber qué quiso decir Eleuterio con su última frase. Dio por entendido que él jugaba con frecuencia y esta vez había acertado. No podía ni siquiera vislumbrar que gritaba su revancha, su desquite de tanto fracaso.

Sábado. 7 de la mañana. Al alborozo explosivo de la víspera le siguió una noche inquieta, mal dormida. Una tensa obsesión lo sacó muy temprano de la cama. No podía salir de su aturdimiento, los dioses de la prudencia que habían reinado en su Olimpo parecían abandonarle. En su cabeza se arremolinaban las ideas, brotadas de una ráfaga de locura o de quién sabe qué deseos amordazados durante años. Una linda casa, un coche, un largo viaje. Ah, pero primero dejar ese maldito empleo. Poner un gran negocio de productos químicos – él conocía bien a la clientela–, o quizás mejor de otro ramo, o invertir en la Bolsa, o.... Su mente era un péndulo enloquecido, que a ratos volvía a esconderse bajo su coraza de timorata indecisión. No dejaba de martillar en sus oídos el parloteo fantasioso de su mujer. Pudo, con esfuerzo, convencerla de no hacer pública su repentina fortuna con el argumento de que lloverían los pechazos.

Pasó el domingo cavilando en silencio. Ya no eran tres pesos, era el futuro. Todo el futuro. De nuevo las dos voces. Una insistía, “¿para qué complicarse la vida, eh?, no cambies nada” (a lo sumo una casa y el resto a rentar en un banco seguro). La otra lo incitaba a emprender algo nuevo, romper con esa realidad gris, aventurarse a resucitar los anhelos de su juventud. Ser alguien, elevarse ante sí y ante los otros. Triunfar.

El lunes fue a trabajar como de costumbre. ¿Renunciaría ahí nomás? Mmm... no. Todavía no. Ya habría tiempo. “No tires el agua sucia hasta tener el agua limpia”, recordaba las palabras de su madre. Primero cobraría el premio (¿cuánto le descontarían de impuestos?) y lo depositaría. Después veremos, se justificaba.

Desde entonces convivió con la Duda. La dejaba al llegar a la oficina y todas las tardes, al terminar su horario, ella lo esperaba en la puerta como un espectro al acecho. ¿Y si le iba mal en los negocios? Porque, la verdad, lo único que había hecho en su vida era cobrar y llenar planillas, estúpidas planillas. Podía quedarse sin el pan y sin la torta. No, no. Iba a pensarlo mejor.

Los sábados y domingos leía los avisos clasificados. Rubro 2, Casas. 4, Departamentos. 17, Comercios e industrias. 26, Socios e inversiones. Y la sección Economía. Los vaivenes de las acciones y de las monedas, los rendimientos de los fondos de inversión. No entendía nada. Terminaba siempre igual, no sabiendo qué hacer ni animándose a preguntar. Dos o tres veces fueron a ver algunas casas. A él todas le parecieron caras, a ella no le satisfizo ninguna.

Pasaron días, semanas, meses. Cuatro meses. Como en esos sueños en que uno quiere correr y las piernas no le responden, Eleuterio quería y no podía, maniatada su iniciativa por las herrumbradas cadenas del miedo y de la costumbre. La impaciencia de su mujer y de su hijo crecía, igual que sus demandas. Reaparecieron los denuestos. La tenue llama afectiva que el premio había encendido se fue apagando.

Un nuevo hecho rompió su inestable equilibrio: en Soltz & Gräer comenzaron a implantar un sistema de cobranzas mediante transferencias electrónicas que sustituiría al actual. Se corrió la voz de que luego vendría la “racionalización”, que incluía el despido de los cobradores. La novedad hizo tambalear su frágil espíritu, que se mantenía a flote con el salvavidas de la rutina. Pero fue también la afilada sierra que empezó a cortar sus cadenas, el empujón que lo obligó a dar el temido salto.

La lava candente que lo abrasaba se cristalizó de golpe, despeñándose en un alud de decisiones. Pasó primero por un negocio céntrico y eligió el minicomponente que su hijo ansiaba poseer. De allí, fue y cerró trato por una casa, la única que había despertado algún entusiasmo en Susana. Al día siguiente retiraría el equipo y pagaría la seña de la propiedad. Y después, a buscar un local para poner la droguería industrial. Por supuesto, lo ocultaría celosamente en la oficina, no era cuestión de apurarse y perder la indemnización. A su familia, en cambio, le daría la sorpresa la noche siguiente. Imaginaba el festejo, la alegría de su mujer y de su hijo. En su brumoso horizonte reaparecía, indeciso aún, el destello de un viejo faro olvidado bañándolo de inaudita serenidad.

Regresó más tarde que de costumbre. Susana no parecía preocupada. Apenas si le preguntó la causa, que él explicó con una evasiva vulgar. ”Tuve que quedarme después de hora, había mucho trabajo”. Dejó su saco sobre la cama, fue a ducharse pero volvió enseguida al dormitorio. Había olvidado la toalla de baño. Una dolorosa revelación lo esperaba: Marcelo estaba abriendo la billetera de su padre. Marcelo, adolescente, privado de las cosas que sus compañeros disponían –ropa, discos, diversiones–, ávido de dinero, del dinero celosamente atesorado. El mazazo terrible hizo estallar reprimendas en Eleuterio. “¡Sos un viejo de mierda...un viejo amarrete de mierda!”, tuvo que oír. Ahora, la Duda y la Tristeza confabulaban en su lóbrego aquelarre.

El tren rodaba sobre los rieles y los amargos pensamientos en su mente. Había ganado un millón de pesos. Todavía le parecía mentira. Le costaba concebirlo, abarcarlo, soportarlo. Sin embargo, la Felicidad imaginada se desvanecía como una pompa de jabón. Su vida se oscurecía más que ese nublado cielo de invierno.

Los trenes rápidos de esa línea se caracterizaban por una curiosa cualidad: no paraban en la mayoría de las estaciones, pero se detenían frecuentemente –vaya a saber por qué– entre una y otra. Tan habituado estaba Eleuterio, tan ensimismado iba en su asiento, que casi no se apercibió cuando se detuvo una vez más, ya dentro de la Capital. Su mirada perdida encontró bruscamente un punto: Llo vio, no quería mirarlo. Imposible. No quiso entonces creerlo. Debía ser una alucinación, como si se alzara un monstruo horripilante pero imaginario. No, no. Eso que veía era verdadero. Por la discreta puerta del “hotel alojamiento” que daba a la calle paralela a la vía salían, displicentes, relajados, Susana y Julián. Su mujer y su hermano. Siempre lo había aplastado con su aire triunfador, ahora lo remataba apropiándose de su mujer. Claro: plata, porte, simpatía. También ella remataba su desprecio con la mayor de las humillaciones. Era demasiado para este Eleuterio, incapaz de reaccionar, incapaz siquiera de vengarse. ¿O no?

Jueves 13 de junio de 19... Los matutinos de mayor circulación publican, en distintas secciones, dos noticias. La más destacada: Una prestigiosa fundación de beneficencia había recibido más de un millón de pesos de un donante anónimo; se trataría –conjeturaban– de algún filántropo a quien, raro, no le interesaba la figuración. La otra, casi perdida en Policiales: “Ayer, aproximadamente a las 9:30, un hombre de unos 50 años, empleado de una importante empresa de productos químicos –según informó la Policía que no dio a conocer su nombre- cayó a las vías del ferrocarril en la estación Caballito cuando intentaba ascender a un tren que había iniciado la marcha. Las heridas recibidas provocaron su muerte antes de que llegara la ambulancia”.

Bah, un accidente de tantos que ocurren diariamente.

Texto agregado el 05-04-2009, y leído por 69 visitantes. (0 votos)


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