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Antes, cuando aún no encontraba la paz interior, estar atrapada en este cuerpo enorme me impedía sentirme libre. A veces quería desprenderme para siempre de él, aún sabiendo que era imposible. No se trataba de vanidad, porque las ballenas no tenemos ese tonto sentimiento, pero sí hubo cansancio y momentos en que lo sentí como un castigo, como si este voluminoso cuerpo fuera una verdadera prisión de carne. Indudablemente tenía sus ventajas: podía por ejemplo desplazarme por las aguas del océano a gran velocidad y disponía de mucho tiempo para viajar y conocer nuevos lugares. A lo largo de mi vida he recorrido todo el mundo y he sabido encontrar mis espacios favoritos; algunos por la cantidad de sabrosos cardúmenes, otros por el maravilloso color de sus aguas, y otros por la claridad del cielo que se expande como un manto cristalino por encima del mar. Cada cierto tiempo emerjo a la superficie para respirar el exquisito aire puro y mirar el cielo. Me desplazo con lentitud bajo las frías aguas del Océano Pacífico, bien adentro en el mar, donde nadie, salvo las estrellas, pueda verme. Estoy sola pero no me encuentro triste. Hace muchos años que no veo a otra de mi especie. El tiempo pasa para mí como adentro de un sueño. Una vez logré escapar de una cruel cacería de ballenas. Fue un milagro muy doloroso porque varios de mis compañeros murieron aquel día, y eso me dejó una pena en el alma que conservo hasta hoy. Pero tengo también recuerdos muy hermosos.

De todas formas creo que no es bueno sumergirse mucho en el pasado. El pasado sólo existe como quintaescencia del presente. En innumerables ocasiones me pregunto si soy feliz, para despertar un poco, y siempre me digo que si la felicidad es amar la vida, pues entonces yo sí soy feliz. Vivo en un estado de constante alegría. Lo que más me gusta es cantar, recorrer los mares, compenetrarme de la belleza que veo a mi alrededor, y observar el sol. ¡El sol! ¡Yo amo el sol! Si bien es cierto que las estrellas me gustan porque uno piensa en lo infinito, en las incalculables distancias, y otras cosas de gran profundidad, el sol es ciertamente otra cosa. Me llena de alegría, me da fuerzas, me otorga ganas de vivir cada día. De todo lo que he visto alrededor del mundo lo que más amo es el sol. Lo encuentro hermoso, me encanta observarlo, sobre todo por las mañanas y por las tardes. Antes no sabía si lo amaba porque lo encontraba hermoso o si lo encontraba hermoso porque lo amaba. Es difícil definir estos planteamientos frente a cosas que nos han acompañado desde siempre, cosas que existen desde antes de nuestro nacimiento. Ahora sé que tengo que haber amado el sol desde toda la vida, ya que es el origen de todo en este húmedo planeta.

Hablando del origen, yo creo que aquí en el mar empezó el mundo, gracias al sol, y pienso que vivir en el Océano es vivir en un lugar privilegiado, como el paraíso. Es la cuna de la vida orgánica, siendo el primer medio en el que se desarrolló la inteligencia. Es cierto que ahora primero está el cielo, tan grácil, tan claro y tan libre, hogar de las maravillosas aves que adornan el mundo con su colorido. Tienen la fortuna de poder atravesar el aire con sus cuerpos físicos, aunque son muy precarias mentalmente hablando. Sin embargo ellas poseen una música y un canto muy espontáneo. Las adoro, aunque reconozco que antes las envidiaba. Me refiero al tiempo en que aún no las había visto con mis propios ojos, y las conocía por las vagas noticias que me llegaban de una manera misteriosa. Cuántas veces soñé, sumergida en las oscuras profundidades del abismo, que era un ave majestuosa y que volaba por el cielo extendiendo mis alas, cerca del sol. Estos sueños eran muy recurrentes y me sumergían en la tristeza. Lloraba amargamente, en secreto, por ser sólo una pesada y voluminosa ballena. Cuanto me hubiera gustado volar, lo deseaba con todas mis fuerzas. Era mi fantasía. Pero después, con el tiempo, aprendí a querer esta quieta belleza submarina que sólo yo puedo observar y asimilar, siendo un organismo de inteligencia superior, igual como dicen que es el hombre allá en la tierra.

Sucedió entonces que con el tiempo la fuerza de mi deseo fue tan intensa que encontré la manera de volar. No lo podía creer. Era algo tan simple, tan natural, que francamente me asombró no haberla descubierto antes. ¿Sería a causa de mi modesta inteligencia de ballena? Puede ser, porque es una inteligencia limitada, pero sólo con ella absorbo las experiencias que me otorga este cuerpo sumergido en el mar. Es la única herramienta que tengo. Por eso yo no me quejo. Todo lo contrario, cada día expreso mi felicidad cantando sutiles melodías que muchos seres aquí me agradecen, porque saben que lo mío es una expresión de amor. Gracias a mi canto de gratitud ellos pueden evolucionar. Por eso me escuchan con atención. No todos los días se encuentra una ballena que pueda emitir las notas que yo emito al cantar. Debido a eso hay aquí seres que nadie más conoce, seres insondables y quietos. Algunos de ellos adoran mi canto y lo escuchan con profunda devoción. ¡Qué distintos son del hombre! ¡Y qué pocas posibilidades de evolución con respecto al bípedo parlante tienen! El homo sapiens allá en tierra se ha obsesionado durante mucho tiempo con el canto de nosotras las ballenas, obsesión que no lo ha llevado a nada, salvo a perpetuar el intento por engrandecerse. Gracias al don de volar sé muchas cosas de los humanos, los verdaderos dueños del mundo. Todo empezó gracias a mi canto. Sucedió una vez que unos individuos grabaron mi voz con unos extraños aparatos artificiales y la estamparon en un dispositivo que podía reproducirla al aire libre. Con el tiempo esto me convenció de que los hombres no son tan inteligentes como parecen, porque ¿cómo pretendían captar en la superficie un canto diseñado para que sus ondas se expandan a través de una superficie líquida?

Este asunto de los hombres me dejó al principio una profunda decepción, pero a pesar de eso no pensé nunca mal de ellos. Quise creer que son buenos, en el fondo, aunque comprendí que la mayoría posee una inteligencia sumamente atrofiada. Lo pude comprobar el día de mi primer encuentro. Yo estaba sola, mi compañero se encontraba en el Océano Atlántico, estudiando la posición de algunas estrellas. Venía modulando una larga canción de amor cuando de pronto vi una especie de tubo metálico que se sumergió cerca de mí. Me tomó por sorpresa. Seguí nadando y otro tubo apareció, obligándome a desviar mi trayectoria para impedir una colisión. Creí que eran arpones, y temí una larga cacería en mi contra, pero al observar más detenidamente los tubos y escuchar telepáticamente los pensamientos que se emitían desde un barco allá arriba, supe que esos aparatos pretendían capturar mi voz para después reproducirla con otros aparatos allá en la superficie. Al principio pensé que era una idea absurda, pero después cambié de opinión. Dí media vuelta y me acerqué a mirar los extraños tubos. La verdad es que no se veían muy receptivos, pero no quise prejuzgar su eficacia en ese momento. Sabía de forma indirecta que muchos hombres eran inteligentes y amaban a las especies. Había incluso quienes defendían la vida de nosotros, “los animales”. Decidí cooperar con ellos. Acaricié la secreta esperanza de contribuir al mejoramiento de su mundo. Sí. De pronto me atrajo la idea de que estudiaran mi voz y sacaran conclusiones provechosas para su propio bienestar. Sabía que si lograban comprender el significado de mi canto se les abriría un gran abanico de posibilidades. Los hombres empezarían a sentir amor, y eso podía cambiarlo todo. Entonces ignoraba que nuestra frecuencia de emisión es demasiado baja para ser captada por oídos humanos, y comencé a cantar una bella y sutil melodía con toda la fuerza de mi voz, sacando mi alma a flote a través de suaves modulaciones sonoras. Ahora comprendo lo soberbia que fui al pensar que con sólo eso podía cambiar el mundo.

Texto agregado el 07-04-2009, y leído por 70 visitantes. (0 votos)


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