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Esta es la descripción de la vida cotidiana en la aldea leonesa de origen astur que llamaban el “CASTRO DE EO”; año 1135.

El poblado, situado entre el mar Cantábrico y los montes de sierra Bolina, se yergue sobre una loma empedrada de guijarros con sus laderas recortadas en cuatro paredes verticales; descollando el pueblo sobre la cima como si se tratara de una muralla negra sobre un mojón cuadrado de tierra.

Esto lo hace prácticamente inexpugnable, y obliga a aquellos que desean pasar a su interior a enfilar por el lado occidental, que es ahí donde se halla la entrada custodiada por vigías sobre matacanes. Algunos de estos atalayeros otean el horizonte marítimo con la vista precisa y atenta del gavilán, mientras otros escudriñan al otro lado, entre la densa vegetación, la presencia de un movimiento enemigo o alguna vibración extraña entre la floresta del bosque cercano.

Fosos de cinco o seis metros de anchura circuyen la loma por si la vigilancia no surtiera su efecto, y así las puertas de la aldea se unen con el exterior a través de una gruesa plancha de madera, a modo de puente levadizo de quita y pon, para que en casos de peligro cortara el acceso del saqueador, personaje muy común por estas fechas y estas tierras linderas.

La muralla que rodea el “CASTRO DE EO” se halla fortificada con gruesos troncos sin pulimento alguno, clavados abruptamente unos tras otros de manera harto rudimentaria y untados en brea y sebo por fuera para imposibilitar la escalada a través de ellos. Tras el parapeto defensivo un rudimentario adarve de madera se ciñe a la muralla, como si fuera un andamio, a una altura maniobrable para poder ejercer la defensa por encima y desde dentro hacia los que desde afuera incordiaran con su ataque. Este pasadizo de travesaños ofrece su vereda en muchos tramos de manera incómoda, y se ha de ser experto en la práctica de caminar sobre algunos de sus peldaños, pues allí éstos se convierten en pequeñas trancas escasamente salientes de un agujero; casi como desgastadas cuñas espaciadas las unas de las otras mucho más de lo deseado, y tan mal alineadas que algunas quedan demasiado arriba y otras demasiado abajo.

Los habilidosos campesinos que saben maniobrarse en la guerra equilibrándose incómodamente sobre la andadura del amurallado se denominan "Muralleros"; ellos se encargan de la lucha desde esta posición, usando como armas aceite hirviendo, piedras, flechas o lanzas; batallando con la fiereza propia de la gente acostumbrada a resistir hasta la muerte; proclamando con su valentía el orgullo de raza - o soberbia - de unos hombres educados desde la niñez para este único fin.

Los muralleros se apiñan entre ellos formando un pequeño y exclusivo grupo con su propia barriada; relacionándose escasamente con los otros integrantes de la aldea y menospreciando a sus vecinos como si de una clase inferior se tratara.

El saber murallero se transmite a través de las generaciones, de padres a hijos, con el orgullo del gremio que ostenta la digna ejecución de una técnica especializada, autóctona, antigua, secreta, y efectiva para la defensa de sus vecinos.

Es menester que para ofrecer el mejor servicio a la comunidad los gruesos maderos más intransitables y conflictivamente entramados deban conservarse en esta extraña construcción. Por supuesto que nadie puede intentar aprender, ni tan siquiera subirse al adarve, si no lleva sangre murallera o beneplácito de los integrantes.

Los más mordaces aldeanos discrepan de la secta murallera, y en su crítica explican que sólo intuyen una pícara socaliña para mantener beneficios; al ser parroquianos útiles y de primera de cara a los señores feudales - diviseros de la noble familia Castro que recaudan los diezmos por aquella zona - a los que rinden pleitesía y pagan las gabelas.

La gente se pregunta que dificultad habría en mejorar aquellos tramos incómodos, y hasta grotescos de lo difícil que es poder utilizarlos; porque no hay duda de que es mucha la pericia que se ha de ejercer, inclusive en tiempo de paz, para sostenerse sobre los casi inexistentes apoyos del adarve.

Real como la verdad misma es también su privilegiada posición social frente a mesnaderos y señores; ya que esta defensa estratega del poblado convierte a los muralleros en punto a tener en cuenta dentro de la aldea, pues ayudan cuantiosamente a su defensa y no es conveniente tenerlos a la contra, al ser duchos en la guerra y peligrosos en la rebelión. Por todo esto ellos tienen mayor peso en las decisiones del poblado, rebajas en los impuestos, y mejores condiciones de reparto a la hora de administrar las cosechas.

Una vez concluidas las explicaciones sobre el gremio campesino y guerrero volvemos a la descripción de la citania.

Allí podemos ver cómo las viviendas se distribuyen anárquicamente a lo largo de multitud de callejuelas estrechas y sinuosas. Los caserones, que imponen su color granítico a ambos lados de la escasa calzada, son de piedra y adobe y con techumbre de ramajes, rectangulares o circulares y sin ventanas, con una exigua puerta del tamaño justo para permitir la entrada a personas y animales, que conviven juntos y al abrigo de los intensos y lluviosos inviernos del clima marítimo del Cantábrico.

En el interior de las casas el mampuesto de arenisca y argamasa recubre las paredes con ese típico olor a humedad impregnado a la masilla que inunda el habitáculo y a sus habitantes; auténtica señal de identidad de los autóctonos de la aldea que no son otra cosa que los verdaderos descendientes de las tribus astures que levantaron la cultura de los castros hace ya cientos de años. En el suelo de barro algún tablón ayuda a andar entre el fango de cuando llueve, que es casi siempre en esta comarca donde la nube es reina de un cielo encapotado y llorón. En la estancia principal la hoguera da calor al hogar y a las pieles que se extienden cuando hay que dormir. Un perol con comida cuelga sobre la lumbre desde una viga de madera desbastada que cruza y sujeta el techo.

Afuera las pallozas se dispersan por la villa de manera harto irregular, conformando entre ellas angostas callejuelas que trazan su serpenteo a lo largo de todo el pueblo; componiendo las vías un complicado laberinto para el extranjero que llegara por primera vez a estas tierras extrañas.

Las personas y animales - vacas, ovejas, caballos, gallinas - se entremezclan en la vía junto a las basuras y cueros a medio curtir; junto a los aperos de labranza embadurnados de tierra mojada por el duro trabajo; también las monturas, carromatos viejos, artes de pesca y cabos; ratas correteando sin miedo aquí y allá; un cadáver de alimaña despellejado que pronto servirá de alimento al más necesitado; un enfermo viejo que se muere; otro ciego y borracho se sienta recitando letanías mendicantes acompañadas con el toque de la campanilla. Las rubicundas mozas van y vienen a lavar desviando su mirada las más curiosas hacia los arrogantes muchachos que pavonean su pícara chispa de juventud con sus guiños y tientos de galanteo. El viejo semblante serio del anciano que calla y trabaja perdida ya la sonrisa, al ser sabedor, como es, de la rutinaria desgracia que ha transformado su vida de servidumbre, año tras año, día tras día, en un calvario de penosos trabajos injustos. Hombre en el ocaso de su vida amargado por la vileza de los poderosos señores del feudo.

Los hombres de más recia madurez - generación dominante - regatean, discuten, hablan, ríen o beben, parcos y a su manera, como son las costumbres de esta raza de gente seca y de pocas palabras.

En la plaza central se erige la taberna, tan sólo es un merendero al aire libre constituido por bancos de piedra y una techumbre de sombrajos. Este es el lugar de reunión para las gentes de la aldea; aquí se celebran misas, juicios, y cobro de gabelas cuando arriban las partidas mesnaderas del señor feudal.

A lo largo de la villa el olor marinero y la humedad impregnan el aire. En las afueras de la muralla corren las aguas del Eo, entrante frío del Cantábrico. En sus orillas de líquido negro fondean unos cuantos botes amarrados a un pequeño muelle y alguna barca de mayor cubierta que enarbola en sus mástiles velas latinas.

La rutina diaria es simple. Despertando con el nebuloso y tenue sol de la madrugada, hombres, mujeres y niños hacen sus necesidades, se atusan el pelo y estiran las ropas arrugadas por la dormida. Un poco de pan y tocino y a marchar a los cultivos, y según sea la época cargados de simiente o armados de leva o campelo o mayal, o arrastrando los carros para cargar la cosecha y almacenarla en los hórreos del pueblo.

Otros cargados con hacha y cuerda buscan leña en el bosque. Algunos siegan los pastos deslizando la guadaña. Las mujeres muralleras ordeñan las vacas o las cabras que los mesnaderos requisaron en la meseta a los infieles. Dos gruesos caballos de tiro, percherones franceses de largas crines, se aplican en sus labores azotados monótonamente con una varilla por un muchacho sólo y aburrido.

Los pescadores, o van en busca de mejillones por los acantilados, o si la marea no está gruesa cogen los botes y por la ría o aventurándose en la mar abierta buscan la sardina o el jurel, o el aladroque si es tiempo de él para anchoarlo en salmuera.

La pesca es tradicional y productiva en esta zona y avitualla abundantemente de salazones.

Los marineros salen al atardecer ataviados con gruesas gorras de lana, cuando el crepúsculo ya sólo es una despedida. Al llegar a la buena zona, que es aquella que coincide con el lugar de crianza del pescado y tiene a los bancales de sardinas arremolinados, allí los marineros ceban las aguas con raba y encienden las antorchas que llenan de luz la oscuridad y engaña a la sardina, que al creer que ha llegado el día sube acudiendo a la flama. Las aguas vibran por el aleteo de los flancos plateados, se tiende el cerco de las redes de herradura y cerrándola los sardineros han obtenido cosecha con la semilla astuta de su ingenio.

Todos los frutos de estas labores: leche, carne, harina, grano y pescado, son de reparto comunal e igualitario. Cualquier treta o engaño en la administración por parte de algún osado ha de pagarse con la muerte. Está prohibido ejercer el pecado de robo o avaricia para obtener beneficios a escondidas. Todo aquel que robe leche, o rebañe parte de la lengua o rabo u orejas a los cerdos en vida, o recoja boñiga que no le pertenece, o desvíe grano directamente a su alacena sin pasar por el reparto, es ley que su cabeza sirva de adorno a la pica o cuelgue su cuello ahorcado en la cruz. Todo bien comunal ha de atender a una equitativa y miserable división.

Algunos muralleros influyentes se encargan de la administración del alimento, y en varias ocasiones se ha llegado a la violencia el día del reparto por lo desigual e injusto de las partes entre vecinos del gremio y los vecinos corrientes. Así, los que no pertenecen a la cofradía exigen igualdad, y los otros recalcan que igualdad hay pero atendiendo a los servicios que se ofrecen. La polémica tiene rápida solución cuando los hidalgos guerreros apoyan las decisiones muralleras si es preciso a golpe de espada.

De carácter más privado se reviste la artesanía, que abarca el trabajo del cuero, el cuajo de las leches, o los empleos costureros propios de mujeres. Algún que otro aldeano combina sus funciones labriegas con la carpintería, sacando un sobresueldo con el arreglo de muebles y desperfectos en las casas. Un cirujano barbero se pasa todas las primaveras con su estrafalario carromato curando malos humores y vendiendo medicinas bendecidas por Jesús y la virgen María. Un enjuto comerciante le acompaña, trocando con los aldeanos curiosos enseres traídos desde Oriente por buenos cueros y carne de pelo, de calidad por estos sitios.

Estos buscavidas sólo pueden acceder a la aldea terminadas las rigurosas nevadas del invierno, ya que estas bloquean los accesos al tupido bosque por donde transcurre el único camino que lleva hasta el "CASTRO DE EO". La aldea se encuentra en un paraje agreste rodeada de bosques por la vertiente contraria a la ría que imposibilitan el acceso invernal a un transeúnte cargado con demasiado equipaje. La inmensidad de la espesura empequeñece el corazón de cualquier viajante solitario que ose atravesar un lugar tan lleno de magia y misterio.

Entre la fronda altas hayas de corteza blanca protegen con su elevado piso a nogales, castaños y santos robles centenarios arrugados en cientos de pliegues misteriosos que son refugio de gnomos, roedores e insectos laboriosos. Las ramas se enmarañan asociándose el roble a la zarza y a la mata. La agobiante liana de la hiedra angosta las veredas. La floresta se vuelve en el interior umbría, de turba negra, mágicamente húmeda, envuelta en neblinas perennes. Praderas de sedientos helechos bordean vivos manantiales de pequeño tamaño, cantando sus aguas música del norte, agradeciendo la corriente la solidaridad de la diosa nube que nunca falta por estas latitudes. Sarpullidos de setas y hongos se extienden por todos lados; bajo las raíces; escondiéndose donde menos se las espera.

El jabalí husmea rezongando y arrastra su hocico buscando alguna raíz o un gusanillo apetitoso. Un único rayo de sol solitario, casi material al contraste con la oscuridad del húmedo interior, atraviesa la vegetación para toparse con el lejano sonido vagabundo de una flauta o una gaita, que viene de... la aldea o no se sabe dónde.

El oso pardo se rasca la giba contra un árbol y así marca su terreno. Allí en lo alto ha visto un panal saturado de miel y no lo puede alcanzar. Lo mira con sus pequeños ojos y se aleja intuyendo que tal vez sea el hogar de una hermosa ninfa de los bosques y no sería prudente molestarla.

El búho duerme y calla con el pico corvo hundido entre sus plumas; es de día; ya llegará la noche para entonar el tenebroso canto y rapiñar ratones.

Los nenúfares, morada de ranas y pequeñas hadas, preciosa hoja y flor acuática de las pequeñas lagunas del interior; el silencio y la carpa, con su dorado buceo, son sus vecinos en esta profunda y enigmática soledad natural del bosque ausente de seres humanos y sobrante de paz y belleza.

Y sobre todo agua; agua que llueve y se penetra en el suelo; agua afluente que recorre el cauce; gota sabia que desliza su líquido sobre la verde hoja del acebo y el parásito muérdago; húmeda agua; energía de la vida; líquido rey que vive en el reino de la lluvia, de los ríos, de los celtas, del norte.

Los lobos aúllan. Suaves cantos de búho se transportan por el espacio. Ha llegado la noche. El bosque se engrandece, se hace impenetrable y se convierte en negro, oscuro, plagado de sutiles movimientos que aterrorizan al hombre. Tú, hombre, que vives adorándolo, imaginándolo plagado de dioses y demonios. Bosque viejo y sagrado para las gentes del lugar.

Aunque los aldeanos son católicos y todos los domingos y fiestas de guardar se venera a la Virgen María de Amboto y a nuestro Señor Jesucristo de los Musgos, también existen multitud de leyendas y creencias ancestrales enmascaradas bajo el cristianismo que son reminiscencias de un pasado relativamente cercano todavía. Se dota de alma a los animales, árboles, fuentes, piedras, lluvias, tormentas, rayos, truenos, mares y ríos; toda materia orgánica o inorgánica consta de un espíritu al que adorar, dominar, aplacar, alabar y temer.

Se cuenta que en el bosque vive la Anjama, diosa de la abundancia, escondida entre las raíces de un viejo roble enmarañado entre muérdago y tejo. La fábula dice que en la cueva subterránea donde ella habita pueden encontrarse ingentes cantidades de riquezas si alguien se aventura a internarse en lo más profundo del bosque en las noches finales del verano.

Esta milenaria historia Astur se reviste con un halo de maldad en estos tiempos decididamente cristianos. La Anjama es un súcubo de las hordas demoniacas, y aquel que tenga trato, que no puede ser otro que el carnal, es acusado de brujería y sufrirá los calores de la hoguera. La Biblia se impone a la fuerza desde el clero y la nobleza.

El conflicto está servido. El campesinado asturiano, fiel creyente de la Santa Veracruz y el misterio Trinitario, fetichea y acude a dioses paganos por antigua tradición y sin poder evitarlo. Las aisladas pallozas que se dispersan por el bosque en grupos de dos o tres son núcleos de aldeanos cargados de sospecha, por darse en estos fueros abundantes prácticas anteriores al cristianismo.

El desarraigo cultural y religioso y la influencia católica y romana convierten a esta raza en un pueblo confundido y avergonzado de sus raíces, pero muy reticente todavía a abandonar sus tradiciones.

El “CASTRO DE EO” es una villa de doscientas almas sumida en la pérdida de identidad y en la miseria social y económica.

Por unas o por otras y al acabar el verano la población celebra una homilía en la plaza y después sale en procesión acompañada de cruces, estandartes y pendones. Se recorre el bosque hasta la imagen protectora de la Virgen de Amboto, señora de la luz y del poder justo y providente, que se encuentra protegida en una caja guardada entre las raíces de un roble.

Tras los rezos latinos de rigor empieza la fiesta.

Las danzas al son de los tambores, flautas y gaitas se extienden a lo largo de la noche regadas en buen licor de manzana y endulzadas con pastelillos de miel.

Ya tarde, cuando el padre se marcha a dormir la mona, algún litro de buen vino sabroso se reparte entre los de confianza. A la luz de la luna llena y las antorchas las mujeres y los hombres se bañan desnudos, como manda la tradición prohibida, jugando escandalosamente como si el mundo terminara mañana. Los gritos del lenguaje autóctono resuenan libres de germanismos y latinajos.

Al son del tambor, que redobla fiero componiendo ágiles músicas con la flauta rápida de silbos y la gaita melancólica, alguien saca un pan de centeno y seta de boñiga de vaca.

Al final, en recovecos apartados e inaccesibles del bosque, a primera hora del amanecer, cuando los más puritanos duermen, alucinados ancianos y viejas invocan remotos dioses druídicos, y aquella noche termina siendo celta de pura cepa.

Texto agregado el 13-05-2009, y leído por 188 visitantes. (0 votos)


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