“Sé que tengo los ojos abiertos,
pero la oscuridad es tal, que no logro distinguir
si realmente todas las luces están apagadas,
o es que me he quedado ciego.”
Lo Importante es que Seguimos Juntos
[Ronald Hernández Morales]
Totalmente de negro o totalmente de blanco, así le gusta que me vista yo. De un tiempo para acá esos se volvieron sus colores favoritos en mi indumentaria, y creo saber por qué, pero eso no importa, lo importante es que seguimos juntos.
Hoy, como todos los días desde hace tres semanas, Ángela entró a mi casa a escondidas. Y hoy, como todos los días, llegó a la hora en que la casa está vacía. Y por vacía me refiero a que solamente estoy yo, acompañado de mi soledad, por supuesto. En ese momento del día en el que mi madre va a visitar a la abuela, quien, como todos los días, la recibe en su casa al atardecer. Suerte que no tengo hermanos, y suerte además que mi padre ya murió… ¡Ja!... Suerte.
Ángela no necesita timbrar para entrar a mi casa, ella sabe que puede entrar a la hora que le plazca. Si quiere, puede entrar a las tres de la madrugada, meterse en mi alcoba y despertarme con cariño, o en su defecto, también puede entrar a esa hora y asfixiarme con la almohada, sea como sea, eso no importa, lo importante es que seguimos juntos.
Hoy ha venido particularmente hermosa, tal y como me gusta, elegante y esplendorosa. Son las 6 de la tarde con algunos minutos que a nadie le importan. Bueno, tal vez al Lic. Carballido, a quien se le ha hecho tarde para su entrevista de trabajo en estos momentos al otro lado de la ciudad, tal vez a él sí le importan, pero a nosotros no.
Ángela y yo nos miramos fijamente. Han pasado semanas desde que comenzamos esta rutina y aún no me canso de ella, y lo mejor, sé que ella nunca se cansará.
Llegó el momento de hablar, de hablar de ella, de mí y de nosotros. No reparo en decirle lo hipnotizante que es su sonrisa, no me detengo a analizar el cómo es posible que semejante criatura pueda ser tan magnífica y perfecta. Su cabello negro ideal, ideal porque hace juego con nuestras ropas, porque sí, ella también viene de negro, un vestido de noche negro que resalta su blanquísima piel, su blanquísima pulcra piel, su blanquísima pulcra y majestuosa piel divina, la cual sólo puedo quitar de mi mente cuando tengo que pensar en el eterno dilema de no saber qué es más perfecto en ella, si sus grandes y preciosos ojos oscuros, o sus finos labios que con ese lápiz labial carmesí lucen como sangre sobre la blanca nieve de su angelical rostro.
Estoy consciente de que hace algunos minutos que comenzó a hablarme, a decir cosas. Pero sinceramente, no puedo poner atención a ni un solo enunciado completo. Apenas pesco fragmentos de su monólogo en los que inconscientemente detecto palabras clave o de importancia en el discurso, fragmentos como “tú y yo”, o como “no puedo estar sin ti”. Y mientras ella habla, yo navego en mi enferma imaginación varonil a través de pensamientos que nos involucran a nosotros dos y a una cama matrimonial.
En una de esas, entre sus palabras alcanzo a escuchar la frase que en más de una ocasión he respondido con un silencio o con una negativa: Vámonos. Y no es que no quiera, es que no puedo. Ángela sabe que no puedo dejar a mi madre todavía, no puedo dejarla sola. Además, por ahora, lo importante no es que nos vayamos por siempre, no, por ahora eso no importa, lo importante es que seguimos juntos.
Ángela cambia el tema y sigue murmurando cosas que me esfuerzo por escuchar. De pronto, como si de mí surgiera otro yo más controlador, terco y chueco de la mente, le cierro la boca con un beso. Por supuesto, la he sujetado de ambas muñecas para evitar que por reflejo me empuje, porque sé que detesta que la interrumpa mientras me habla. Es sólo un segundo de resistencia en sus muñecas, tras el cual mis manos las liberan y las de ellas se unen a la fiesta del beso. Una acariciándome el rostro, y otra apretándome el brazo derecho, mitad en un reclamo corajudo por la interrupción y mitad en expresión de aferramiento a mí. Es sólo cuando la beso que salgo de aquel dilema de perfección entre sus ojos y labios, y me decido completamente por sus delicados labios que me besan como si me acariciaran burlona y coquetamente, a sabiendas de que minutos después, cuando el beso termine, no sólo mis labios, sino mi rostro entero quedará manchado de ese rojo carmesí que tanto me fascina.
Me da la impresión de que hoy mi madre está tardando más tiempo en regresar, o es que tal vez, hemos ido más a prisa en esta ocasión. Como sea, en estos momentos soy la envidia de cualquier vampiro, besándole el albino cuello a Ángela mientras ella dirige el rostro hacia el techo con los ojos cerrados y mientras se muerde el labio inferior. Mientras mi mano diestra apoya el otro lado de su delicioso cuello, mi mano izquierda ya ha bajado la cremallera de su vestido y ahora juguetea con el broche de su sostén, apretándolo entre mi pulgar y mis dedos índice y medio para con un desliz liberarla y dejar expuestos sus altozanos femeninos. Y es justo en ese momento, cuando su sostén cae al suelo sin que nos importe, cuando escucho el sonido de la puerta principal de la casa y los pasos del caminar de mi madre que se acerca.
La puerta de la habitación se abre repentinamente. Mi madre escanea el lugar y observa, con una mirada de compasión maternal, a su hijo que yace sobre la cama, tendido y observando con una mirada perdida y tétrica ese retrato.
Mi madre musita, con una lágrima en los ojos “Por favor, hijo… ya pasaron tres semanas”. Y quisiera poder responderle, pero hace semanas que no puedo hablar. Me basta decir para mis adentros que mi madre no entiende, no entiende que eso que me dice no importa, que lo importante es que seguimos juntos. |