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La Musa

Por Nadim Marmolejo Sevilla



Llueve; y el silbo agudo del viento traspone las ventanas de la cafetería. Más allá del malecón, se alza en busca del firmamento el humo de la mar candente. Quienquiera que resolviera meter sus pies a la bahía en este momento comprobaría lo mucho que lo hubo calentado el sol esta tarde. Ya llevo a la mitad el pocillo de café cerrero que me estoy tomando para olvidar que otro día ha pasado sin que haya podido escribir algo.

Llueve tanto después de un rato que el cielo mismo pareciera estar volcándose a tierra. Inclusive, ya las corrientes de agua casi alcanzan los andenes. Y han de desbordarse, al menos que escampe pronto. Cosa que no desea nadie, pues ya se sabe cómo se anegan estas calles cuando llueve duro. Temo que me quedaré en aquel sitio más de lo previsto. Por eso le pongo conversación a la mujer de la mesa de al lado, a la que vengo viendo solita desde que llegara.
—Que manera de llover, cierto —le digo para romper el hielo.

Ella no exterioriza mayor sorpresa a mi importunación. Mas sus ojos, al encontrarse con los míos, me indican que no obstante le ha causado cierto disgusto. Y la justifico presumiendo que nada le asegura a ella que tenga buenas intenciones con la charla que propongo. Al fin y al cabo soy un perfecto desconocido. Yo mismo, a veces, dudo de quienes me saludan por confusión o por cultura cuando me encuentro solo en aquel establecimiento. Incluso, me basta con que me miren para ponerme alerta. No soy afecto a la arrogancia, no acostumbro a mostrarme así; pero…no halló halagüeño que alguien quiera ponerme conversación sin que exista una buena razón.

Empero, atiende con desgano mi fortuita inquietud.
—Sí, que aburrido —dice, fría.

Como se ha dado vuelta de inmediato, infiero que desea continuar como estaba antes de que la abordara. Esto es, concentrada en el pocillo de café que sorbe con tal parsimonia como si el tiempo no fuera a pasar nunca. Por tanto, regreso a mi ensimismamiento y a observar como la lluvia parece dispuesta a inundarlo todo. Ya el frente de la cafetería no posee un solo espacio para los transeúntes que buscan guarecerse debajo de la carpa verde instalada junto al alero para quienes gustan tomar el café al aire libre.

Un rato después, la mujer se levanta de su sitio y se acerca sorpresivamente hasta donde yo estoy con el pocillo en la mano y un bolso negro que debía tener sobre las piernas, debajo de la mesa, pues su existencia me toma por sorpresa también. Parecía estar ya repuesta del enojo que le hube causado.
—Permítame pasarme a su mesa —me pide, apoyada por una sonrisa nerviosa tan bella que no pude resistir sentirme afortunado de ser testigo de ella.

Es una mujer delgada, alta. El aspecto de su torso a la vista, gracias al escote de la blusa amarilla que luce, lo confirma. En especial por el modo en que sobresalen las clavículas y los hombros. Eso sin contar con la flaqueza del cuello que semeja el de una copa. Claro que todos estos detalles no hacían más que reforzar su grata figura, con la que ocultaba bien su educación de escasos cursos según lo concluyera más adelante tras revelarme la situación en que se encontraba.
—Sí, bien pueda—accedo de una.

Luego de acomodarse en la silla, pone el café enfrente del mío sobre la mesa y coloca el bolso en sus perniles con un movimiento que la obliga a enderezar el tronco por un momento. Y me pongo contento de su compañía. Pero como dice Rubén Blades: la vida te da sorpresas. Y es lo que pasa a continuación.
—¿Me puedes esconder en tu casa? —me pregunta de sopetón, sin espabilar sobre sus ojos negros, cuando vuelve a hablarme.

Ahí sí, como le sucede al beisbolista que se descuida, me cogió fuera de base.
—Cómo así —digo, desconcertado.
—Huyo de la cárcel —confiesa, haciendo un esfuerzo para que su voz ronca no sobrepasara los límites del susurro.
—¿Qué te ha pasado? —trato de averiguar, inducido por la curiosidad.
—No es momento de contar eso —me dice la mujer, algo incomoda. Sólo dime sí o no me puedes ayudar.
—Claro; como no —consiento sin pensarlo dos veces como suele ocurrir con las decisiones que se toman con apremio, según hube darme cuenta más tarde.

Hago fulgir el cigarrillo, que había olvidado súbitamente, con una chupada larga y su luz limpia la tenue negrura del rincón en que estamos. Luego es la humarada que expiro la que vuelve a ensombrecer el ambiente. Y hasta que no acabo de fumarlo no me fijo que ha anochecido. Luego, arreglo las cuentas con la mesera; ella quiere hacer lo propio con la misma chica pero yo la interrumpo diciéndole que ya he pagado su tinto. Lo agradece, y noto que lo hace realmente apenada. Tras levantarnos de la mesa, la convido a irnos para la casa.
—Vaya usted delante, por favor —me indica, intempestivamente.

Intuyo que es parte de su estrategia para no levantar sospechas de su condición de prófuga. De manera que me pongo en marcha, sin exigir ninguna explicación al respecto. Y mientras camino entre las mesas del sitio rumbo a la salida, siento la quietud de su humanidad tras de mi aguardando que tome prudente distancia. El aroma del café caliente y uno que otro croissant servido a la mesa de los demás concurrentes fue lo único que percibí durante el trayecto hasta la puerta. Ninguno me ve salir. Es la costumbre de los citadinos. Nadie ve nada, ni siquiera cuando hay que ver. Aún el vecino es inadvertido. Como si las demás personas fueran el lado inútil de la vida. Hasta que llega la muerte para resaltarlas. Ya para qué, ¿verdad?

Estando en la calle es cuando advierto que ha cesado la lluvia. Engullo el perfume salitrado de la ciudad con mi olfato. No alcanzo a ver si el mar ha dejado de ser el magma que parecía antes, a causa de la espesura de la noche reciente, pero si que el ímpetu de las corrientes de aguas lluvias ya no es torrentoso. Ahora son un chorrillo ambarino que se adelgaza a medida que avanza hacia la alcantarilla. Sin embargo resuelvo dar saltos entre los charcos que forma dicha corriente en los vanos del cemento, tratando de no empapar los zapatos de tenis que llevo puestos o el dobladillo del pantalón de jean decolorado que me cae hasta las suelas. Ella viene atrás, me doy cuenta cuando vuelvo la cabeza para mirar si me sigue de verdad después de andar media cuadra.

Me tomaría apenas cinco minutos llegar a la casa al paso rápido que acostumbro, pero he preferido ir lento para dar tiempo a la mujer que me alcance. Solo que ella no parece comprenderlo y camina al ritmo que llevo, guardando siempre la misma distancia. Por un momento pienso en si estará bien o mal lo que estoy haciendo. Y una pugna severa entre una cosa y la otra se desarrolla dentro de mí durante los siguientes minutos. Pero al cabo de la misma, sin que hubiese transcurrido un lapso adecuado para dirimir semejante lío, me dejo llevar por lo primero, aunque con cierto recelo. A veces no es la razón la que convence a uno sino la emoción. Y aquella desconocida ya producía cierta emotividad en mí, a partir de la expectación que me causaba su historia de fugitiva.
—Esta es la musa que estaba esperando —llego a creer a raíz de esto.

En la primera de las tres esquinas que hay en el camino hacia la casa, doblo a la derecha. No sin reconfirmar que ella aún viene detrás. La luz pública por allí es escasa; las verjas de las viviendas semejan las bocas de oscuras cavernas; las puertas y ventanas cerradas no dejan entrar la leve brisa que sopla de vez en cuando; algunas ranas o sapos, no se, saltan delante de mí para escapar de mis zapatos. Y unos gatos o perros, tampoco se bien, buscan refugio en los aleros. Probablemente, y eso lo comprendo, sea por la corta vista que poseo que no distingo nada en forma correcta. Aunque ha de ser también por la noche misma que tiene la terrible virtud de cambiarlo todo.

Rehúso cruzar la calle cuando estoy a punto de arribar a la siguiente cuadra en la que debo doblar a la izquierda, con tal de no permitir a la reo huyente que me pierda de vista; y cuando vuelvo a corroborar que viene atenta a mis pasos, cruzo al otro lado dando trancos más amplios. Ella también los da, y de este modo comprendo que si quisiera darme alcance lo haría. Con lo cual deduzco que se trata de una persona muy precavida y que le pone sumo cuidado a su empeño de lograr el escondite seguro que busca. Ha de ser así, pienso, puesto que si estaba presa fue por no hacer las cosas desde el principio del modo correcto.

A la hora de girar en la tercera esquina, otra vez a la izquierda, me doy vuelta para indicarle con señas que ya estamos cerca. El tiempo que ha pasado desde que salimos de la cafetería hasta allí lo sentí largo. Y calculo que me hube demorado el doble de lo que normalmente tardo cuando vuelvo de allá. Al llegar a la casa decido esperarla en la puerta. Mas ella, al verme allí parado, me transmite con la mirada su deseo de que lo espere adentro mientras inspecciona la zona. Y así procedo a hacerlo, como un autómata. Luego oigo tocar a la puerta. Lento, y suave.

Corro a abrirla.
—Gracias por ayudarme —me dice cuando está adentro.
—De nada —digo, mecánicamente.

En seguida le hace una inspección ocular a la sala, pero no formula ningún comentario al respecto hasta que hubo terminado de repararlo todo.
—¿Vives solo?
—Sí —le respondo sin dar vueltas. ¿No se nota?
—Uno no sabe —se encoje de hombros. Los hombres nunca dicen la verdad.
—Tranquila. Es verdad —le aseguro.
—¿Al menos debes tener mascota?
—Ni perro ni gato, ni nada por el estilo.

No se qué hacer luego. A decir verdad, me pongo algo tenso de súbito y no coordino bien los pensamientos. Durante unos instantes estoy sin mover un dedo para nada. Me siento incomodo, como si algo dentro de mí no consintiera lo que está pasando. Rápidamente me asiento y recobro mis facultades. Pronto veo que ella hace lo propio, poniendo en evidencia mi incultura por no haberle ofrecido el sofá primero. Como es lógico, me precipito a presentarle mis excusas. Después, tratando de arreglar mi falta, le muestro el estudio de donde hube salido hace un rato a tomarme el café que habría de consolarme de la sequía literaria que sufría mi mente esa tarde otra vez.
—¿Eres escritor? —inquiere, al instante.
—Sí —le digo sin mucho entusiasmo.
—¿Y qué estás escribiendo ahora? —vuelve a inquirir.
—Nada —le respondo, tajante. Llevo una semana que no pongo nada en la hoja en blanco.
—¿Has publicado algo? —dice en un tono suave.
—Aún no —le soy sincero. Ando en busca de una editorial.

Y sonríe, como si no me creyera, pero vuelve a ponerse seria al poco tiempo en señal de haberse arrepentido de hacerlo. Entonces le pregunto si desea tomarse un cuba libre, que juzgo ideal para ponerle al ambiente el grado de familiaridad necesaria para la plática sobre la epopeya que imagino habrá sido su escapatoria de la cárcel, la cual ansío conocer como si se tratara de un tesoro escondido.
—Sí, gracias —acepta, de buena gana.

Voy a la cocina. Y cuando vuelvo le extiendo uno de los dos vasos llenos que traigo en las manos. Y antes mismo de que tenga tiempo de retomar la palabra, según temo apenas la veo acabar el primer sorbo, me apresuro a hacerlo yo exteriorizándole mi entusiasmo por escucharla hablar de la experiencia suya antes que perdiera la frescura o la estropeara el alcohol.
—No se trata de un caso corriente —dice. No sabría por dónde empezar.
—No te preocupes. Hazlo por donde quieras —le animo.

Pero después del segundo sorbo, se le da por solicitar el baño y se encierra en el dejándome en ascuas como si quisiera quemarme lentamente de ansiedad y expectación. Cuando regresa toma de la mesita de centro de la sala el libro de poesías de César Vallejo, uno de tapa morada que contiene la antología de sus mejores poemas seleccionados por una editorial española, al que no le había ofrecido ninguna atención hasta entonces pese a tenerlo a la mano. Y aprovecha la coyuntura para cambiar de tema.
—¿Te gusta la poesía? —pregunta en forma precipitada.
—Sí, mucho —confieso.

El reloj de la pared la impacienta al darle una ojeada de repente.
—Es tarde, caramba —dice, y me mira.
—¿Estás nerviosa? —le digo, asumiendo que eso es lo que le pasa.
—No —responde, cortante.

Y antes que alcanzara a entender bien su situación, oigo tocar a la puerta. Su rostro se pone rígido. Saca un revólver del bolsillo de atrás de su faldellín, y me apunta a la cabeza. Es cuando advierto que no ha sido sincera conmigo y yo he caído redondito en su vulgar trampa.

A poco entraron los demás ladrones.


FIN

Texto agregado el 07-12-2010, y leído por 101 visitantes. (0 votos)


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