Kristoff despertó rodeado de los cuerpos de sus compatriotas. Estaba desconcertado y perdido pero, al ver el panorama, concluyó que la lucha había sido terrible. Deambuló sin rumbo, huyendo del campo de batalla, sin destino. No recordaba cuándo ni cómo perdiera el sentido, ni cuánto había estado allí tendido. Al aproximarse a un arroyo, encontró a un hombre vestido con el uniforme de su ejército, sucio y ensangrentado. Estaba llorando. Se aproximó y se sentó a su lado. El hombre, al verlo, lo saludó con un leve gesto, el semblante triste de la derrota, y rompió de nuevo a llorar.
—Soy Kristoff —dijo el muchacho con la mirada gacha en el suelo.
—Yo me llamo Frediks y ya ahora te confieso que mi temple falló y escapé durante la contienda —contestó el otro, intentando inútilmente limpiar de lágrimas su rostro.
Viendo el estado lastimoso de aquella persona, Kristoff se conmovió y procuró consolarlo:
—No lamentes tu flaqueza, ya que yo mismo reconozco que el miedo me abordó ante la crueldad de la lucha y varias veces consideré la retirada huidiza.
—Ay, no es por mi cobardía en sí que lloro —se quejó el tal Frediks.
—¿Cuál es tu congoja entonces? —preguntó Kristoff.
—Pues que desde que abandoné mi escondite, las ánimas de nuestros compañeros muertos se me aparecen. Hora tras hora llevo contemplando sus rostros, como si Dios quisiera con este mal castigar mi traición. A cada infortunado que se me muestra, rezo una oración por su alma, tratando en vano que el Señor tenga piedad de mí.
—Terrible es lo que cuentas —musitó Kristoff impresionado— Procura no cejar en tu fe y verás como el Misericordioso acaba escuchando tus plegarias.
Frediks asintió lentamente, con la mirada perdida, y murmuró:
—Sí, eso es lo que todos vosotros me decís.
Se arrodilló y empezó a rezar. |