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Bértola tiene más sospechas sobre los alcances actuales de lo diabólico que, como es de pedregullo (sic), pertecen a ese pasillo paralelo, otra dimensión según las protuberancias demagogas de algunos boniatos y que se define principalmente por la expectación (sic2): diablo, secretarios, mujeres histéricas y demás miembros de esta institución sombreada y húmeda y con goteras, una especie de búnker de los '40, sin refacción desde los '40, tiempos de las últimas andanzas del diablo vestido... todos ellos, seres de galerías oscuras y vértebras disonantes, gustan de mirar a los vivos en sus distintas traiciones a la vergüenza, de atesorarse de ridículos para sus ojos huecos en cuanto han dejado de regodearse con las manos uñosas. El diablo ya no tiene manos. Bértola lo sabe desde sus años de adolescente masturbador cuando en el aliento de una ducha, en un azulejo gris, descubrió que Mefisto se contenta ahora con el granjeo de algunos dedos —si fuesen púberes mejor— para el jefe manco dado que las almas, al cambio actual, son demasiado costosas de mantener en los celdarios subterráqueos, descontando que se pierden solas, sin una brisa siquiera de tentación. Así que pecaminosos a la obra y las naves del infierno se improvisaron en complejo de cine para películas irónicas; Bértola tiene lo tan claro en esta mañana rosagante de cuarto café que abre la sonrisa y circunda la mirada como buscando la cámara y que el diablo, apoltronado acullá, sepa que lo ha pillado en otro de sus furtivos estertores... con razón, saborea Bértola la taza, los ojos con la ufanía de un busto, con razón, los probadores de las tiendas de damas o los comienzos de escalera son sitios con alta carga de maldad. Pero recién llegado de un sueño incómodo, Bértola repentinamente descubre que en esos tableros de la inconsciencia la platea demoníaca mueve mejor sus piezas y se nefrega con mayor éxtasis... y especialmente, arrallanados en las butacas, crepitando sus mandíbulas penosas en la masticación de un maíz negro, se preparan codeantes para la versión más taquillera de sus films: el sueño en calzoncillos. Para la víspera, a Bértola le tocó un set de patio de liceo, la cancha de fútbol, el puesto de golero y unos calzoncillos enormes, de celeste raído que ondulaban al tono del viento ravioso y el eco atronador de las carcajadas, oleadas de dientes grises en cada intento de Bértola por detener una pelota imposible; lo hondo, lo nítido de la lluvia, del barro, del chapoteo de Bértola por salirse y saltar el alambrado de ese sueño, lo dejaron, empero, clavado a la pantalla de sábanas hasta que el alba, de piedad siempre cómplice, lo devolvió al sopor de la cama caliente. Ahora hace un montoncito con las migas en la mesa, dos dedos soportando la calavera desde el cachete vacío, prende el primer cigarrillo, se persigna con una mano poco memoriosa... definitivamente, soñarse en calzoncillos es el peor acto de cercanía con el diablo, eso y los chistes de velorio que van condimentando al occiso para un banquete con mucho humor.

Texto agregado el 15-09-2011, y leído por 70 visitantes. (0 votos)


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