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Llueve. (¿cuántas veces leí eso?, ese punto, ese verbo) Pero llueve, (¿cómo lo voy a decir?, si el cielo es gris y marrón el agua que escupe. Sigo). Aparezco de afuera, como agregado, como sucede siempre con los sueños. A vos te debe pasar, sos vos pero no; a veces pienso que sólo los ojos sueñan, lo demás: el cuerpo, la cara, los gestos, todo eso, es verdaderamente tuyo y anda por ese pasillo de lluvia lo mismo que prepara el desayuno a la mañana. Después de todo, uno siempre sueña con actividades que el cuerpo perfectamente puede realizar; el tema es lo que se ve. Ahí está lo diferente. (algo confuso ¿no?, mejor tacharlo, porque el silogismo viene ahora –que estoy despierto, que lo escribo–, no es el sueño, ahí acepto tener los ojos por un lado y ser yo por el otro, acepto verme sentado en un banco de plaza a la madrugada. Sigo). Hay alguien más, yo la conozco; ella (no voy a dar nombres si no es ella, en todo caso es ella según yo) me dice algo que no entiendo (ahora –ahora que lo escribo– pienso que me debe haber informado de una violación o de un accidente, no sé, cualquier cosa que la deje en el más extremo desamparo, entonces yo. Sigo). Me abraza. La acción se detiene, cosa no usual en tiempos de stedycam y sala climatizada, pero es así, las gotas de lluvia persisten y nos dan en plena cara; qué importa, igual no hay movimiento, pese a que la tierra comienza a ser mar y las lágrimas de un óxido áspero, como el que se amontona en el vidé. Un barco, más gente. Dos, diez, doce personas más. (esa facilidad elíptica del sueño, arbitrariedad pura. Sigo). Rumores, murmullos desparejos, no puedo escuchar bien, mis ojos me perdieron, mi cuerpo la perdió, ríos de humo, de discoteca. ¿Dónde estoy? Me habla un tipo, sé quién es, no lo veo hace 20 años y está igual; el tipo me pregunta, yo no respondo, sigo buscando. “Escuchame, me dice, ¿cómo hago?”. “No sé”, le digo. (supongo que fue algo así el diálogo, aunque vos sabés que no, que los ojos no escuchan. Sigo) “No sé, le digo, no sé, arreglátelas como puedas”. “Vos tenés que saber”, me dice. “¿Por qué?”, le digo. “Porque la abrazaste”, me dice. En el piso, ahora de tablas, está repleto de serpientes, como si le estuvieran preparando la estratagema a James Bond. El tipo toma una (serpiente) y me la muestra, parece que me amenaza; puede ser, pero no, no es miedo lo que siento. Estoy mareado, desorientado, “¿qué hacés?”, le digo. No me contesta. (otra pausa, otro acumular puchos en el cenicero sin que nada pase hasta que. Sigo). Una cama. (fantástica elipsis). Un dormitorio mal construido, de piedra y barro, como catedral charrúa. Está ella, está el tipo, están las serpientes, estamos todos apilados en la cama, no entro, estoy a punto de caer, pero no, me afirmo, se siente casi bien. Ella le dice algo al tipo, el tipo contesta, se ríen. Quiero hablar, pero no puedo, agarro una serpiente por el cogote y la regreso. Ahora sí es miedo, aunque me gusta el juego. Otra vez, otra vez. Hablan, se ríen. Otra vez. Serpiente para acá, serpiente para allá. Hablan y quiero hablar, pero no, serpiente. Sé que me van a morder, seguro que sí. Las estoy haciendo enojar. Se ríen, serpiente. Quiero interrumpir, quiero gritar, que me oigan, que me miren, pero nada, serpiente. Hablan, se acercan. Se acercan, serpiente. Sigo condenado al juego que me va a matar. Suicidio, serpiente. No puedo mover el cuerpo, salvo la mano, serpiente. Hablan, se besan. Se besan, serpiente.
Me mordió.

Texto agregado el 15-09-2011, y leído por 54 visitantes. (0 votos)


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