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La Rita


El Luisito era amigo nuestro, pero sólo por ser el hermano de la Rita, que era unos años mayor que nosotros y circulaba por el barrio ostentando un enorme par de tetas recién desarrolladas, que parecían querer escapársele de la remera para que todos los muchachos disfrutáramos con esa fantástica visión.
Éramos tres los principales integrantes de la banda: el Alfredo, el Adolfo y yo. Teníamos entre 11 y 12 años, y habíamos permitido el ingreso del Luisito, de 9, para ver si podíamos acercarnos de alguna manera a su hermana mayor.
La Rita circulaba del bracete por el barrio con la Nélida, la nieta de don Mundo. La Nélida andaría por los 16, y ya hacía tiempo que no nos daba ni cinco de pelota, a no ser para mirarnos despectivamente cada vez que nos la cruzábamos. Pero la Rita había sido hasta unos meses atrás el único integrante femenino de la banda, participando de nuestros juegos como el más pintado de los varones. Era varonera, jugaba de igual a igual a cachurra montó la burra, al poliladron, o al cupa.
El último verano los padres del Luisito habían alquilado una casita en San Clemente del Tuyú, y se fueron para allá desde diciembre hasta marzo. Don Américo, el padre, había conseguido un puesto en la Municipalidad, algo relacionado con la temporada estival, y allí partió toda la familia.

Los que nos quedamos en el barrio nos dedicamos casi exclusivamente a la caza de mariposas. Cortábamos una rama de paraíso, la deshojábamos, y nos parábamos en cualquier descampado o baldío a sacudir violentamente esa herramienta entre los cientos de mariposas que volaban a baja altura. Caían muchas después de cada sablazo, y prolijamente las metíamos en un frasco, algunas moribundas, otras ya finadas; todas nos servirían para nuestros propósitos: alguien (creo que fue el Carlitos de la esquina) nos había asegurado que si uno se frotaba el cuerpo con el polvillo que tienen las mariposas en las alas, podía levantar vuelo. Impacientes por comprobar la certeza de esa teoría, desparramábamos ese polvillo concienzudamente por nuestros brazos y piernas, pero nunca era suficiente para cubrirnos por completo. Y la versión indicaba que no debía quedar un centímetro de piel sin recibir ese milagroso tratamiento.
Tardes enteras de ese caluroso verano pasamos tratando de verificar si era cierta esa teoría, pero nunca logramos tener la cantidad suficiente de mariposas como para llevar la experiencia hasta el final.
Y siempre terminábamos abandonando el ritual para engancharnos en un picado, un desafío con la banda de Joaquín Castellanos a la billarda, o al patrón de la vereda.
Un sábado a la tarde, ya bien entrado marzo, estábamos reunidos en la esquina de Griveo y Agustín Álvarez, frente a la casa de la chillona. Estábamos el Adolfo, el Alfredo, un primo del Adolfo que vivía en Venado Tuerto y había venido a Buenos Aires de vacaciones, dos amigos más de la cuadra de Ladines, y yo.
El tema era el beso. Alguien había venido con el cuento de que al besarse, los novios abrían la boca y se chupaban las lenguas.
Algunos, entre los que me contaba, considerábamos ese procedimiento como algo decididamente nauseabundo. En cambio Omar, de la cuadra de Ladines, que era un poco más grande, nos dijo que antes él también pensaba así, pero que en la fiesta de quince de la Margarita, la de mitad de cuadra, había estado rascando con la Alicia, y que en cuanto se entregó a sus brazos la muy turra había abierto la boca como un animal voraz y se había abalanzado sobre sus labios de una manera que, según confesó el mismo Omar, “me dieron ganas de salir corriendo, me dieron”.
Fue justo en ese momento cuando por la esquina de Carlos Antonio López apareció la Rita, recién llegada de su verano en San Clemente del Tuyú, toda bronceada, con un vestido a lunares, sin mangas, caminando con una sonrisa hacia nuestro grupo. Que enmudeció instantáneamente ante esa aparición.
La Rita había crecido. Se acercó a nosotros toda sonrisas, contenta de reencontrarse con sus amigos, sin darse cuenta, o haciendo que no se daba cuenta, de nuestra estupefacción. Diosa. Se había convertido en una verdadera diosa.
El primero en reaccionar fue el Alfredo, que dijo “a la marosca” y se adelantó un par de pasos hacia la Rita. Después, de a uno y casi con timidez, fuimos saludándola, preguntándole cómo le había ido en la costa, en fin, las pelotudeces del caso.
Fue a los pocos días de ese sábado que el Luisito fue aceptado en nuestra banda, que se llamaba La Banda del Estop, y que tenía como emblema y fetiche protector una estatuilla de metal que representaba un policeman inglés con el brazo derecho en alto, y con la inscripción “STOP” en su base. Se la había traído de Londres al Adolfo su tía, que era camarera de a bordo en un barco de pasajeros.
Nuestra banda estaba compuesta por tres cowboys. El Adolfo era Gene Autry, el Alfredo era Roy Rogers, y yo era Lash La Rue. Me gustaba Lash La Rue porque no usaba revólver; su única arma era un látigo que manejaba con la precisión de un cirujano. Tardes enteras he pasado en el pasaje Agustín Álvarez intentando voltear con mi látigo unas latas de tomates dispuestas sobre el paredón del taller de don Mundo. No era fácil.
El Luisito eligió ser Hopalong Cassidy, el que vestía todo de negro. Le hicimos su carnet, porque todos teníamos nuestro carnet de cowboys, que habíamos hecho recortando la cara de cada personaje de las revistas mejicanas y pegándola en unos viejos carnets del Club Comunicaciones. Así pasó el Luisito a ser parte integral y definitiva de La Banda del Estop.
Al principio pasó bastante desapercibido. En las reuniones en que planificábamos nuestros golpes permanecía callado, con la mirada baja, y terminaba acatando sin chistar la tarea que le era asignada.
Hasta esa tarde en que nos enfrentamos a la banda del pasaje Joaquín Castellanos, en los días previos a la fogarata de San Pedro y San Pablo. En los anales del barrio se la recuerda como “La batalla de los rosales y del agua”.
Todos los años, para el 29 de junio, los muchachos de la cuadra encendíamos la fogarata de San Pedro y San Pablo. Juntábamos ramas durante las semanas previas y las apilábamos en la esquina de Helguera, que era la más indicada para una fogarata porque no tenía árboles. Las piras llegaban a tener como 6 metros de alto; las hacíamos con un hueco bastante amplio en la parte interior, donde nos reuníamos, y que en esos días pasaba a ser nuestro cuartel general.
Los muchachos de los otros pasajes hacían lo mismo, y se producían verdaderas batallas campales cuando una banda incursionaba en territorio enemigo con la intención de alzarse con la mayor cantidad de ramas de la pira ajena.
Esa tarde había quedado el Luisito de guardia, porque a nosotros nos habían llamado para tomar la leche. Escuché el primer grito cuando estaba por el segundo pan con manteca.
-¡Estop! ¡Estoooop!- Gritaba el Luisito. Era la señal que habíamos convenido si se presentaba una emergencia. Agarré mi gomera y salí corriendo hacia la esquina de Helguera, todavía masticando. Alcancé a verlo al Alfredo que llegaba también corriendo desde la otra esquina. Al lado de nuestra montaña de ramas el Luisito se revolcaba en el piso, inmovilizados sus brazos y piernas por los dos hermanos Messina, los capos de la banda de Joaquín Castellanos. Al mismo tiempo otros tres integrantes de la banda sacaban ramas de nuestra pira y las cargaban en un carrito de rulemanes que evidentemente habían llevado para esa función. Cargué mi gomera y disparé. La piedra pasó rozando la cabeza del mayor de los Messina, Aldo, que se dio vuelta y me miró con expresión de “¿Quién es el enano que se atreve a desafiarme?” Soltó el brazo que le estaba torciendo al Luisito y agarró una rama de rosal que había a su lado. Blandiendo la rama como una cimitarra se abalanzó hacia mí. Vi cómo las filosas espinas pasaban cerca de mis piernas, y también vi cómo los tres que estaban cargando nuestras ramas en el carrito de rulemanes dejaban de hacerlo y, tomando ellos también sendas ramas de rosal, se acercaban corriendo hacia nosotros. El Alfredo ya estaba a mi lado munido también de su gomera. El Luisito seguía aullando ¡estop! ¡estop! mientras intentaba liberarse de los brazos del Pablo Messina.
En unos segundos la esquina se convirtió en un campo de batalla. El Aldo Messina y sus tres lugartenientes intentaban sacudirnos con las ramas de rosal en las piernas, y nosotros saltábamos como bailando la tarantela, mientras cargábamos nuestras gomeras, que, dadas las circunstancias, de muy poco nos servían.
Alertado por los gritos, llegó corriendo el Adolfo para sumarse a la batalla, armado con dos pomos de carnaval llenos de agua helada. Pero helada helada, recién sacada de la heladera. Era una estrategia que usábamos en el invierno, y siempre resultaba efectiva. El Aldo Messina y sus muchachos lo vieron venir y se abalanzaron sobre él intentando desarmarlo. El Adolfo era ágil y fuerte; con una gambeta rapidísima los hizo seguir de largo como un torero, y en el momento en que pasaban a su lado descargó prácticamente toda su munición en sus espaldas. Al mismo tiempo yo me zambullí al interior de nuestra montaña de ramas, donde había dejado colgado mi látigo. Pero los Messina y sus compinches eran bravos. No les importó demasiado quedar empapados después del aguacero, y seguían revoleando sus ramas espinosas, ahora más cerca de nuestros brazos y nuestras caras. El Luisito había logrado zafar del Pablo Messina y se sumaba con entusiasmo a la pelea, mientras seguía gritando como un poseso: ¡estooop! ¡estooop!
Fue memorable. Lash La Rue con su látigo, Gene Autry con un final de agua helada en sus pomos, y Roy Rogers a puño limpio doblegaron al invasor y lo corrieron hasta la esquina de Carlos Antonio López, mientras Hopalong Cassidy saltaba y corría alrededor festejando el triunfo a los gritos. El carrito de rulemanes fue nuestro trofeo.
Algunos vecinos se habían asomado a las ventanas, otros ya habían salido de sus casas y se acercaban a la esquina donde se había desarrollado la contienda. Alcancé a ver a la Rita, que después de dirigir una rápida mirada hacia nosotros, enfiló para la otra cuadra, la de Griveo. Vi cómo desaparecía por la esquina y me invadió un extraño sentimiento de tristeza y desolación.
Por el arrojo demostrado en acción, el Luisito fue definitivamente incluído en la banda, en carácter de vitalicio. Pero se mostraba totalmente remiso a darnos información sobre la Rita, a pesar de nuestros insistentes interrogatorios: ¿Tenía novio? ¿Hablaba alguna vez de alguno de nosotros? Desde su regreso de San Clemente del Tuyú no había vuelto a frecuentar las reuniones de nuestro club, y apenas si nos saludaba con la cabeza cuando nos cruzábamos por la calle. Y la verdad es que estaba cada vez más fuerte.

Pasó el invierno, los días empezaron a alargarse, volvieron los juegos en la calle. Una calurosa tarde de primavera, prematuramente veraniega, Lash La Rue se dirigió al baldío de atrás de lo de don Mundo para volver a entrenar con su látigo.
Acomodó las latas sobre la medianera, y cuando se disponía a azotarlas, oyó unas risas del otro lado de la pared del costado, la que daba a la casa del Luisito y la Rita.
Lash oyó también ruido como de baldazos de agua, corridas y más risas. Se acercó a la pared con cuidado, y dificultosamente trepó pisando en unos ladrillos que sobresalían apenas de los demás.
Eran los dos hermanos jugando en el patio con una manguera y baldes de agua. La Rita estaba con una blusa empapada, pegada al cuerpo, y se reía frotándose los pechos, mientras el Luisito, totalmente desnudo, blandía con sus dos manos un enorme miembro, absolutamente desproporcionado para su esmirriada figura. Y la Rita seguía riéndose a carcajadas.
-- Vení, vení – decía el Luisito ofreciéndole su sexo como un trofeo.
Lash La Rue quedó paralizado. Vio cómo la Rita se acercaba lentamente a su hermano, moviéndose sensualmente como si bailara un lento. Y se reía, pero ahora con una sonrisa silenciosa, pasándose la lengua por los labios.
No llegué a ver cómo siguió la cosa. El ladrillo sobre el que estaba parado se rompió bajo mi peso y quedé colgado de la pared, pataleando en busca de otro apoyo. No lo encontré, y salté a tierra silenciosamente, todavía asustado, confundido y maravillado por lo que acababa de ver.
Tardé unos días en relatar mi experiencia al resto de la banda.
Y desde ese momento nadie se animó a pedirle al Luisito que contara cosas sobre la Rita.



Texto agregado el 17-11-2011, y leído por 64 visitantes. (0 votos)


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