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La primera tarde soleada, después de una seguidilla de intermitentes lluvias, le indicó que ya era hora de volver al parque. El aire contagiaba un silencio sin ecos. Le dolían las rodillas. Se levantó del sillón cama donde leía aquellas novelas policiales de poca monta y su infaltable revista Cosquillas de cada quincena. Prolijamente, como si se tratase del mejor guardado de los secretos, verificó la flexibilidad de la pera de goma, limpió las lupas y, suspirando para el cielo, aceitó las bisagras del trípode que servía de montaje para aquel artilugio con forma de telescopio portátil con que se ganaba el sustento para él y su canario. Comprobó que las bisagras rechinaban; por ahora no pareció importarle. Apartó veinte coloridas mini réplicas plásticas del artilugio y las desempolvó con un paño amarillo. Se concentró en seleccionar sus mejores pinceles y algunos pomos de acuarela. Quedaba poco rojo y faltaba un pelo de camello del cero. Cuidadosamente llenó el pequeño estanque de combustible del artilugio con tres dedales de perfume de violetas. Su quehacer y el silencio fueron interrumpidos por el desabrido canto del canario Innombrable III, pajarillo que no había soltado ni una sola nota que valiera la pena desde que Alí se fue a la lona.
–¿Ya estamos desafinando? –preguntó, como esperando que el canario respondiera.
Antes de alimentarlo, hirvió agua y revisó la despensa. Casi no quedaba cáñamo, ni harina tostada, ni fósforos. Para colmo, las hormigas habían asaltado el azucarero y varias de ellas habían muerto en el intento. Consultó el calendario de la chica Pin-Up que ocultaba tras la puerta de cocina. Arrancó de cuajo el mes de agosto. Dando golpecitos con el índice derecho a los números rojos de septiembre contó los fines de semana que traía. El canario tomó una graciosa actitud de oyente. El pito de la tetera comenzó a silbar.
–¡La mejor jaula es la que tiene la puerta abierta! –dijo dirigiéndose al canario, al tiempo que cerraba la puertecilla que cada noche recordaba dejar abierta. No vaya a ser cosa que por falta de uno, no fueran a ser dos los muertos si el amo se quedaba en el sueño.
Intentó endulzar el mate, con la esperanza de que la bombilla filtrara las hormigas, pero las picantes sorbidas finales dieron cuenta de su error.
Vaya a saber hace cuántos años había recibido el artilugio de una pareja de turistas alemanes, que en su último tramo para completar la vuelta al mundo en bicicleta, decidieron desprenderse de todo lastre. Nunca logró entender el porqué de tanta insistencia, con la única frase salpicada de español que recitaban como si se tratase de publicidad radial: «Mismo que Polaroid! ¡Mismo que Polaroid!».
Después de asearse, engominarse y afeitarse, se embadurnó la nariz con crema desmanchadora de pecas. Planchó la camisa escocesa tarareando aquel tango que le traía lejanas imágenes de su otrora juvenil pasión por la hípica. Se vistió con lo que consideraba su mejor traje y se las endilgó al parque con el artilugio a cuestas.
Desde que Innombrable III, desprestigiando la afinada estirpe de sus dos antecesores, había dejado de cantar a la altura de las circunstancias, la atracción de los clientes en el parque dependía de un pito de agua que, además de sonar como canario, tenía la forma de esta ave.
En primavera, la demanda no se hacía esperar:
–¿Cuánto vale? –preguntó la pareja de noviecitos, intentando despejar su curiosidad.
–¡El amor no tiene precio! –respondió, a modo de evasiva, el hombre del canario.
La pareja se miró sonriente, y sin que alcanzaran a pestañear, el hombre presionó la pera de doble disparo. Instantáneamente, el filamento azul eléctrico del interior del artilugio dio tres chispazos fluorescentes y el aire se colmó de un refrescante olor a violetas.
Antes de que la pera volviera a su posición natural, los delineados contornos juveniles de la pareja ya estaban registrados en las entrañas del artilugio.
–Si no les gusta, la hacemos de nuevo –advirtió el hombre, mientras soplaba una delgada tela de cebolla circular, que delicadamente extrajo con pinzas desde la escotilla lateral del artilugio.
–¡Es como una foto transparente en miniatura! –dijo ella, percatándose del agradable aroma a violetas que invadía el lugar.
–¡No es fotografía, es siluetografía! –corrigió el hombre, ofreciéndoles una lupa para magnificar el grabado de sus siluetas sobre papel celofán producido por el artilugio.
Indudablemente, eran ellos mismos. Espontáneos, con sus pestañas y pelo al viento. En segundo plano, las farolas con sus ampolletas y los árboles con sus ramas y sus hojas; distantes escaños con febriles enamorados. Era el parque completo en perspectiva, con los niños y sus globos y pelotas. Todo con lujo de detalles, en el tamaño de una moneda.
Antes que los tortolitos terminaran por relajar completamente su mandíbula inferior, y que el persistente perfume de violetas se disipara, el dueño del canario se instaló un lente de relojero en el ojo izquierdo; echó mano del pincel mocho y una desmanchada cajita metálica para dar toques y retoques de acuarela persistente al segundo plano de la siluetografía. Los noviecitos se miraban con la única cara de interrogación que podían poner.
Inspeccionaron visualmente una y otra vez el siluetógrafo sin lograr descifrar la naturaleza de su funcionamiento.
Para concluir la obra de arte, el hombre del canario depositó por una pequeña ranura del siluetógrafo la húmeda imagen recién pintada y al cabo de medio minuto, la retiró completamente seca por la misma ranura.
–Son solamente mil pesitos –dijo el hombre, extendiéndoles una diminuta réplica del siluetógrafo, en cuyo interior, como en un pequeño catalejo, se podía ver a contraluz el grabado de sus contorneadas siluetas, en un mágico primer plano.
De buena gana juntaron sus monedas y pagaron por lo que consideraron una pequeña maravilla.
Antes de alejarse como dos niños con juguete nuevo, no pudieron evitar consultar:
–¿…y cómo funciona?
El hombre, que ya había asegurado sus fósforos y el cáñamo para Innombrable III, dejó de soplar el falso canario de agua, para responder –con un sobreactuado acento extranjero– lo que siempre respondía frente a la reiterada pregunta:
–«¡Mismo que Polaroid! ¡Mismo que Polaroid!»

Amaro Mora

Texto agregado el 13-06-2012, y leído por 118 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
15-06-2012 Excelente. Mis saludos. Larryd
 
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