Hacía castillos con naipes. Siempre alguién se los derribaba. En la escuela, podía ser cualquiera de sus compañeros, menos Alicia, ella no, admiraba su destreza, valoraba su paciencia, no era capaz de tremenda crueldad. En su hogar, Néstor, su hermanito menor, o Carlos, dos años mayor que él.
Los dos esperaban, siempre escondidos como cucarachas, el momento que consideraban adecuado para destruir el castillo, y huír corriendo y desparramando carcajadas a los cuatro vientos.
Nunca, nada lo detuvo, pues sus castillos, albergaban sus temores, él los imaginaba como tremendos monstruos a los que les brindaba morada, para que luego algún niño tonto, creyendo perjudicarlo, derrumbara el castillo y entre los escombros desaparecía el monstruo que no había podido escapar ante lo inesperado. El temor del cual él se desprendía aliviado.
Así es como sus enemigos se habían transformado en complices de esta cacería.
Menos mal que Alicia nunca descubrió el trasfondo de las compulsivas construcciones, porque hubiese querido ayudarlo, y ahí todos comenzarían a sospechar o le restarían importancia al derrumbe de sus castillos. Y para él era agradable sentirse acompañado en tremenda misión que se había propuesto, sobre todo por aquellos niños que lo molestaban y se burlaban de él. Sentía que lo ayudaban, y él como el ideólogo, manejaba toda la situación, era el líder del equipo.
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